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Fjällbacka, 1961

Su madre sabía muy bien lo que se hacía. Era una verdad con la que Inez había crecido y que daba por supuesta. A su padre ni lo recordaba. Solo tenía tres años cuando murió de una apoplejía tras unas semanas en el hospital. A partir de aquel momento, se quedaron solas ella, su madre y Nanna.

A veces se preguntaba si quería a su madre. No estaba del todo segura. Quería a Nanna, y al oso de peluche que siempre había tenido en la cama, pero ¿a su madre? Sabía que debería quererla como otros niños del colegio querían a sus madres. Las pocas veces que le habían permitido ir a jugar a casa de alguna niña había observado cómo madre e hija se reencontraban con la alegría en la mirada, y la niña se arrojaba en brazos de su madre. A Inez se le hacía un nudo en el estómago al ver a las demás niñas de la clase con sus madres. Empezó a hacer lo mismo al llegar a casa. Se arrojaba en el cálido regazo de Nanna, que siempre tenía los brazos abiertos para ella.

Su madre no era mala y, que ella recordara, nunca le había levantado la voz. Era Nanna la que se enfadaba con ella cuando desobedecía. Pero su madre tenía una idea muy clara de cómo había que hacer las cosas, e Inez no podía contradecirla.

Lo más importante era hacer las cosas bien. Su madre se lo decía siempre: «Todo lo que vale la pena hacer, vale la pena hacerlo correctamente». Inez no podía hacer nada a la ligera. La caligrafía de la copia del colegio tenía que ser perfecta, sin salirse del renglón, y tenía que rellenar correctamente las cifras en el libro de matemáticas. Las marcas que dejaban los fallos después de borrados, por débiles que fueran, estaban prohibidas. Si no estaba segura, tenía que escribir primero en un papel de sucio, antes de anotar en el libro las cifras correctas.

También era importante no desordenar la casa, porque si estaba desordenada podían ocurrir cosas terribles. No sabía exactamente qué, pero su habitación tenía que estar en perfecto orden. Era imposible saber cuándo se asomaría Laura a mirar, y si no estaba todo en su sitio, la miraba con aquella cara de decepción y le decía que quería hablar con ella. Inez odiaba aquellas conversaciones. Ella no quería poner triste a su madre, y sus conversaciones siempre trataban de eso: de que Inez la había decepcionado.

Tampoco podía andar revolviendo en la habitación de Nanna, ni en la cocina. En el resto de las habitaciones de la casa –el dormitorio de su madre, la sala de estar, la habitación de invitados y el salón– no le estaba permitido entrar. Podía romper algo, decía su madre. Los niños no podían entrar ahí. Y ella obedecía, porque así la vida era más sencilla. No le gustaban las discusiones ni le gustaban las conversaciones de mamá. Si hacía lo que ella le decía, se libraba de las dos cosas.



En el colegio iba a lo suyo y se esforzaba por hacer bien todo lo que le mandaban. Era obvio que a la maestra le gustaba. Al parecer, a los adultos les gustaba que los niños obedecieran.

Las demás niñas no le hacían mucho caso, como si ni siquiera mereciera la pena pelearse con ella. Alguna vez se metían con ella y le decían cosas de su abuela, lo cual le resultaba de lo más extraño, dado que no tenía abuelas. Inez le había preguntado por ella a su madre, pero en lugar de responder, le dijo que iban a mantener una de aquellas conversaciones... Incluso le había preguntado a Nanna, que, curiosamente, se enfurruñó y le dijo que ella no era quién para hablar de eso. De modo que Inez dejó de preguntar. No era tan importante como para arriesgarse a mantener otra de aquellas conversaciones y, al fin y al cabo, su madre sabía muy bien lo que se hacía.

 

Ebba bajó a tierra en el muelle de Valö después de dar las gracias por el viaje. Por primera vez desde que llegaron, sentía esperanza y alegría mientras seguía el sendero en dirección a la casa. Había tantas cosas que quería contarle a Mårten...

Al acercarse se sorprendió de lo bonita que era la casa. Claro que faltaba mucho para que la tuvieran lista –a pesar de todo lo que llevaban trabajado, no habían hecho más que empezar–, pero tenía muchas posibilidades. Allí estaba, como una joya blanca en medio de toda aquella fronda, y aunque no se viera el mar, se notaba que estaba cerca.

A Mårten y a ella les llevaría tiempo retomar la relación, y sus vidas no serían como antes, pero eso no tenía por qué significar que fuera una vida peor. Quién sabe si su matrimonio no saldría fortalecido. Hasta ahora apenas se había atrevido a considerarlo siquiera, pero quizá hubiera lugar en sus vidas para otro hijo. No mientras todo fuera nuevo y delicado y mientras les quedara tanto trabajo por delante, tanto con la casa como con su relación de pareja, pero más adelante tal vez pudieran darle a Vincent un hermano. Así era como lo veía ella: un hermano para su ángel muerto.

Había conseguido tranquilizar a sus padres. Les había pedido perdón por haberles ocultado lo sucedido sobre la cama y los convenció de que no salieran corriendo rumbo a Fjällbacka. Además, los llamó otra vez aquella noche para contarles lo que había averiguado acerca de su familia, y sabía que se alegraban y que comprendían lo mucho que significaba para ella. A pesar de todo, no querían que regresara a la isla hasta que se esclarecieran los hechos. Así que les dijo una mentira piadosa, que se quedaría una noche más en casa de Erica y Patrik; y con eso se dieron por satisfechos.

La idea de que alguien quisiera hacerles daño le causaba pavor, pero Mårten había optado por quedarse, y ella optaba por estar a su lado. Por segunda vez en la vida, optaba por Mårten. El miedo a perderlo superaba al miedo a la amenaza desconocida. Uno no podía controlarlo todo en la vida. La muerte de Vincent le había enseñado esa verdad, y su destino era quedarse con Mårten, pasara lo que pasara.

–¿Hola? –Ebba dejó el bolso en el recibidor–. Mårten, ¿dónde estás?

En la casa reinaba un silencio absoluto, y Ebba aguzó el oído mientras subía despacio las escaleras. ¿Habría ido a Fjällbacka a hacer algún recado? No, porque al llegar había visto el bote en el embarcadero... Y junto al suyo había otro barco. ¿Tendrían visita?

–¿Hola? –repitió en voz alta, pero solo le respondió el eco de su voz al retumbar entre las paredes vacías. El sol se filtraba esplendoroso por las ventanas, iluminando el polvo que revoloteaba en el aire a su paso. Entró en el dormitorio.

–¿Mårten? –Se quedó perpleja mirando a su marido, que estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la vista al frente, fija en un punto. Mårten no reaccionó.

La preocupación se apoderó de ella, se sentó en cuclillas a su lado y le acarició el pelo. Parecía cansado y maltrecho.

–¿Cómo estás? –preguntó Ebba.

Mårten volvió la vista hacia ella.

–¿Has llegado ya? –preguntó con voz monótona, y ella asintió con vehemencia.

–Sí, tengo tantas cosas que contarte, ni te imaginas. Y en casa de Erica he tenido tiempo de reflexionar. He llegado a la conclusión de algo que me parece que tú ya sabes: ahora solo nos tenemos el uno al otro, tenemos que intentarlo. Yo te quiero, Mårten. A Vincent siempre lo llevaremos aquí –dijo con la mano en el corazón–, pero no podemos vivir como si nosotros también hubiéramos muerto.

Guardó silencio a la espera de alguna reacción por su parte, pero Mårten no dijo una palabra.

–No sabes la de cosas que he comprendido cuando Erica me contó lo que sabía de mi familia. –Se sentó a su lado y comenzó a referirle entusiasmada la historia de Laura, Dagmar y la partera de ángeles.

Cuando hubo terminado, Mårten asintió y le dijo:

–La culpa viene de herencia.

–¿A qué te refieres?

–La culpa viene de herencia –repitió con voz chillona.

Con gesto convulso, se pasó la mano por el pelo y se le quedó alborotado. Ella se adelantó para alisárselo, pero él le apartó la mano.

–Nunca has querido reconocer tu culpa.

–¿Qué culpa? –Una sensación de malestar creciente se le extendía por dentro, pero trató de desembarazarse de ella: aquel era Mårten, su marido.

–De que Vincent muriera. ¿Cómo vamos a seguir adelante si no lo reconoces? Pero ahora comprendo por qué. Lo llevas dentro. La abuela de tu abuela era una asesina de niños, y tú mataste al nuestro.

Ebba retrocedió como si la hubiera golpeado. Y de hecho, así se sentía al oír aquellas palabras terribles. ¿Que ella había matado a Vincent? La desesperación le crecía en el pecho y habría querido gritarle, pero se dio cuenta de que no estaba bien. Mårten no sabía lo que decía, no cabía otra explicación. De lo contrario, no la habría acusado de algo tan terrible.

–Mårten –le dijo tan serena como pudo, pero él la señaló con el dedo y continuó:

–Tú lo mataste. Tú tienes la culpa. Siempre la has tenido.

–Por favor, pero ¿qué dices? Tú sabes cómo fue. Yo no maté a Vincent. Nadie tiene la culpa de que muriera y lo sabes. –Lo agarró por los hombros y trató de zarandearlo para que la cordura volviera a aquella mirada.

Ebba miró a su alrededor y descubrió de pronto que la cama estaba deshecha y revuelta, y que en la bandeja que había en el suelo aún quedaban platos con restos de comida, y dos copas con un cerco reseco de vino tinto.

–¿Quién ha estado aquí? –preguntó. Pero Mårten no respondió, siguió mirándola con frialdad.

Muy despacio, Ebba empezó a arrastrarse hacia atrás. Supo instintivamente que debía alejarse de allí. Aquel no era Mårten, era otra persona, y por un momento se preguntó cuánto tiempo llevaba siendo la persona que ahora tenía delante. ¿Cuánto tiempo hacía desde que la frialdad se había instalado en su mirada, sin que ella se hubiera dado cuenta?

Continuó retrocediendo y él se levantó con rigidez y sin apartar la vista de ella. Aterrorizada, Ebba siguió alejándose más rápido y trató de ponerse de pie, pero él alargó el brazo y la tiró otra vez al suelo.

–¿Mårten? –le dijo.

Jamás le había puesto la mano encima, en la vida. Él era quien protestaba cuando ella quería matar una araña, por ejemplo, e insistía en dejarla libre y viva. Muy despacio, Ebba fue cayendo en la cuenta de que Mårten ya no existía. Tal vez se hubiese malogrado el día en que murió Vincent, solo que ella había estado demasiado ocupada con su dolor como para notarlo, y ahora ya era demasiado tarde.

Mårten ladeó la cabeza y la examinó como si fuera una mosca que hubiera quedado atrapada en su red. El corazón le martilleaba en el pecho, pero no era capaz de resistirse. ¿Adónde podría escapar? Lo más sencillo era rendirse. Así iría con Vincent, no le tenía ningún miedo a la muerte. Lo único que sentía era una pena inmensa. Pena de lo que se le había roto por dentro a Mårten, de que se hubiera esfumado tan pronto la esperanza de futuro.

Cuando él se inclinó y le rodeó el cuello con las manos, lo miró serena. Las tenía calientes, y Ebba recordó la sensación del tacto: aquellas manos la habían acariciado tantas veces... Él iba apretando cada vez más, y Ebba notó que se le desbocaba el corazón. Empezó a ver chispas y todo su cuerpo se resistía, luchaba por aspirar oxígeno, pero se armó de voluntad para lograr relajarse. Mientras la oscuridad la cubría, aceptó su destino. Vincent la estaba esperando.

Gösta se había quedado en la sala de reuniones. Había empezado a pasársele el subidón de saber que faltaba uno de los pasaportes. Seguramente él era un viejo escéptico, pero se resistía a creer que no pudiera haber más de una explicación para la pérdida de un pasaporte. Quién sabe si el pasaporte de Annelie no se había estropeado, o si no lo habían perdido, o quizá lo habían guardado en otro lugar y luego desapareció cuando vaciaron la casa. Por otro lado, no era inverosímil que fuera un detalle importante, pero de desentrañar ese misterio tendría que encargarse Patrik. Gösta sentía la necesidad imperiosa de repasarlo todo minuciosamente una vez más. Se lo debía a Ebba, tenía que ser exhaustivo. Pudiera ser que hubiera algo cuya importancia no hubieran comprendido a pesar de haberlo tenido delante, algo que no hubiesen examinado lo bastante a fondo.

Si no hiciera todo lo posible por ayudar a la muchacha, Maj-Britt no se lo perdonaría nunca. Ebba había vuelto a Valö. Algo oscuro y amenazante la aguardaba allí, y él tenía que hacer cuanto estuviera en su mano por evitar que sufriera el menor daño.

Ebba ocupaba un lugar destacado en su corazón desde el día en que se agarró a él cuando iban a llevársela. Fue uno de los peores días de su vida. La mañana en que la asistente de asuntos sociales llegó para llevar a Ebba con su nueva familia se le había quedado grabada en la memoria. Maj-Britt la bañó y la preparó cuidadosamente. La peinó con esmero, le recogió el pelo con un lazo y le puso el vestido blanco con una lazada en la cintura que se había pasado varias noches cosiendo. Él apenas tuvo valor para mirar a Ebba aquella mañana, estaba tan bonita que daban ganas de llorar.

Por miedo a que le partiera el corazón, había pensado en no despedirse siquiera, pero Maj-Britt le recordó que tenían que decirle adiós como era debido. Así que Gösta se acuclilló y abrió los brazos, y ella se le acercó corriendo, con el lazo aleteando al viento y la falda como la vela blanca de un barco. La pequeña le rodeó fuertemente el cuello con los brazos, como presintiendo que aquella era la última vez que se verían.

Gösta tragó saliva mientras iba sacando la ropita de Ebba de la caja que Patrik acababa de llenar.

–Gösta. –Patrik asomó la cabeza por la puerta abierta.

Él se volvió con un sobresalto. Aún tenía en las manos una camisita.

–¿Cómo es que tú sabías la dirección de los padres de Ebba en Gotemburgo? –preguntó Patrik.

Gösta guardó silencio. Mil pensamientos le rondaban por la cabeza mientras trataba de encontrar una explicación, que había visto la dirección en algún sitio y que se le había quedado grabada en la memoria o algo así. Seguro que conseguiría que Patrik lo creyera, pero dejó escapar un suspiro y confesó:

–Era yo quien enviaba las tarjetas.

–Ya, «G» –dijo Patrik–. Debo de ser de lo más torpe cuando ni siquiera se me ha pasado por la cabeza que podías ser tú.

–Debería habértelo dicho, y he estado a punto varias veces. – Bajó la vista avergonzado–. Pero yo solo le he enviado felicitaciones de cumpleaños. La última tarjeta que nos enseñó Mårten no es mía.

–No, eso ya me lo imaginaba. Sinceramente, llevo todo este tiempo preguntándome por esa última tarjeta. Es tan radicalmente distinta de las demás...

–Y la imitación de mi letra tampoco es muy buena que digamos. –Gösta dejó la camisita y se cruzó de brazos.

–No, no es fácil copiar esos garabatos que tú haces.

Gösta sonrió, aliviado al ver que Patrik optaba por mostrarse tan comprensivo. No sabía si él habría reaccionado con tanta generosidad.

–Sé que este caso es especial para ti –dijo Patrik, como si le hubiera leído el pensamiento.

–No podemos permitir que le ocurra nada. –Gösta se dio la vuelta y se concentró otra vez en la caja.

Patrik se quedó allí y Gösta se volvió hacia él otra vez.

–Si Annelie está viva, eso lo cambia todo. ¿Le has dicho a Leon que queremos hablar con él otra vez?

–Prefiero darle una sorpresa. Si lo desequilibramos, tendremos más posibilidades de que hable. –Patrik guardó silencio, como si no estuviera seguro de si debía continuar. Luego dijo–: Creo que sé quién envió esa última tarjeta.

–¿Quién?

Patrik meneó la cabeza.

–Fue una idea que se me ocurrió... Le pedí a Torbjörn que comprobara una cosa. Sabré más cuando me responda. Hasta entonces, prefiero no decir nada, pero te prometo que serás el primero en saberlo.

–Eso espero. –Gösta se volvió de nuevo hacia la caja. Aún le faltaba mucho por revisar. Había visto algo que lo tenía inquieto, y no descansaría hasta averiguar qué era.

Seguramente, Rebecka no lo comprendería, pero, de todos modos, Josef le había dejado una carta para que al menos supiera que le agradecía la vida que habían vivido juntos, que la quería. En aras de su sueño, había renunciado a ella y a los niños, ahora se daba cuenta. La vergüenza y el dolor le habían impedido ver cuánto significaban los tres para él. A pesar de todo, siempre habían estado a su lado.

También echó al correo una carta para cada uno de sus hijos. Tampoco en ellas explicaba nada, solo contenían unas palabras de despedida e instrucciones de lo que esperaba de ellos. Era importante que no olvidaran que tenían una responsabilidad y una tarea que cumplir, aunque él no estuviera allí para recordárselo.

Muy despacio, se fue comiendo el huevo del almuerzo, cocido durante ocho minutos exactamente. Al principio de casados, Rebecka no prestaba mucha atención a aquello. Unas veces lo dejaba cociendo siete minutos, otras veces nueve. Ahora ya hacía muchos años que no le salían mal los huevos. Había sido una esposa fiel y cumplidora, y sus padres la querían.

En cambio, con los niños había sido demasiado blanda, y eso lo preocupaba. Eran adultos, sí, pero aún necesitaban que los guiaran con mano dura, y no estaba seguro de que Rebecka pudiera hacerlo. Además, dudaba de que los obligara a mantener viva la herencia judía. Pero ¿qué otra opción le quedaba? Su vergüenza los cubriría como una película pegajosa y estropearía sus posibilidades de ir por la vida con la cabeza alta. Tenía que sacrificarse por su futuro.

En un instante de debilidad, se le pasó por la cabeza la idea de la venganza, pero la desechó enseguida. Sabía por experiencia que la venganza no traía nada bueno; en todo caso, más oscuridad.

Se terminó el huevo y se limpió cuidadosamente la boca antes de levantarse de la mesa. Luego dejó su hogar para siempre sin volverse atrás.

La despertó el ruido de una puerta muy pesada al abrirse. Anna entreabrió los ojos desconcertada al hilo de luz que se había formado. ¿Dónde se encontraba? Le latían las sienes por el dolor de cabeza, y se incorporó con mucho esfuerzo. Hacía frío y solo llevaba una sábana alrededor del cuerpo. Se rodeó las piernas con los brazos temblando mientras notaba cómo el pánico se apoderaba de ella.

Mårten. Era lo último que recordaba. Se habían acostado en su cama, en la cama de Ebba. Bebieron vino, y ella sintió un deseo enorme. Ahora lo recordaba perfectamente. Trató de no pensar en ello, pero no dejaba de ver pasar rápidamente las imágenes de sus cuerpos desnudos. Se estaban moviendo abrazados en la cama, iluminados por la luz de la luna. Luego, todo se volvió negro y ya no recordaba nada más.

–¿Hola? –dijo en voz alta hacia la puerta, pero nadie respondió. Aquello se le antojaba irreal, como si hubiera caído en otro mundo, como Alicia en el País de las Maravillas, que cayó en la madriguera del conejo–. ¿Hola? –Volvió a llamar. Trataba de ponerse de pie, pero le fallaban las piernas y otra vez se desplomó en el suelo.

Un objeto grande entró volando por la puerta, que se cerró de golpe. Anna estaba totalmente inmóvil. Otra vez se veía sumida en la más negra oscuridad. No entraba ni un rayo de luz, pero se dijo que tenía que averiguar qué era aquello, así que se arrastró despacio hacia delante y lo tanteó con las manos. El suelo estaba tan frío que empezaban a dormírsele los dedos y la superficie rugosa le arañaba las rodillas. Al final, rozó algo que le pareció un tejido. Continuó a tientas con las manos y dio un respingo al notar la piel de alguien en los dedos. El fardo era una persona. Tenía los ojos cerrados y no se notaba la respiración, aunque el cuerpo estaba caliente. Siguió tanteando a ciegas en busca del cuello, donde latía el pulso débilmente, y sin pensárselo dos veces, le pellizcó la nariz a la mujer al tiempo que le subió la cabeza y, echándola hacia atrás, empezó a hacerle el boca a boca. Porque se trataba de una mujer. Se dio cuenta por el olor del pelo, y mientras iba insuflando aire en su pecho, pensó que reconocía vagamente aquel aroma.

Anna no sabía cuánto tiempo estuvo intentando reanimarla. De vez en cuando, ejercía una presión breve y contundente con las dos manos sobre el pecho de la mujer. No tenía la certeza de estar haciéndolo correctamente. La única vez que había visto cómo se hacía fue en una serie de hospitales que ponían en televisión, y esperaba haber conseguido reproducir la realidad, y no una versión inventada de reanimación cardiopulmonar.

Al cabo de lo que a ella se le antojó una eternidad, la mujer empezó a toser. Se oyó una especie de arcada y Anna le puso el cuerpo de costado y le acarició la espalda. Finalmente, se le calmó la tos y la mujer empezó a respirar hondo a suspiros largos, con pitidos.

–¿Dónde estoy? –dijo con voz ronca.

Anna le acarició el pelo para tranquilizarla. Tenía la voz tan distorsionada que resultaba difícil saber quién era, pero se lo imaginaba.

–Ebba, ¿eres tú? Está tan oscuro que no se ve nada.

–¿Anna? Yo creía que me había quedado ciega.

–No, no estás ciega. Esto está muy oscuro, y no sé dónde estamos.

Ebba iba a decir algo, pero se lo impidió un ataque de tos que le sacudió todo el cuerpo. Anna siguió dándole masajes en la espalda hasta que Ebba hizo amago de querer incorporarse. Anna la agarró del brazo para ayudarle, y Ebba dejó de toser unos segundos después.

–Yo tampoco sé dónde estamos –dijo.

–¿Y cómo hemos venido a parar aquí?

Ebba no dijo nada al principio. Luego, declaró en voz baja:

–Mårten.

–¿Mårten? –Anna volvió a recrear las imágenes de sus cuerpos desnudos. Los remordimientos le provocaron náuseas y trató de reprimir las arcadas.

–Él... –Ebba sufrió otro ataque de tos–. Quería estrangularme.

–¿Que quería estrangularte? –repitió Anna; no podía dar crédito a lo que oía, pero al mismo tiempo, le trajo a la cabeza una idea que había tenido latente. Vagamente, había intuido que Mårten no era de fiar, igual que los animales huelen cuando un miembro de la manada está enfermo. Pero eso no hizo sino acentuar la atracción que sintió por él. El peligro era algo a lo que estaba acostumbrada y que reconocía muy bien, y el día anterior había reconocido a Lucas en Mårten.

Las náuseas volvieron como una oleada y el frío que emanaba del suelo se le extendió por todo el cuerpo. Las arcadas se iban volviendo cada vez más incontenibles.

–Madre mía, qué frío hace aquí. ¿Dónde nos habrá encerrado? –dijo Ebba.

–Supongo que nos dejará salir en algún momento, ¿no? –dijo Anna, aunque con la duda resonándole en la voz.

–No lo reconocía. Como si fuera otra persona. Se lo vi en los ojos... Dice... –Guardó silencio y, de repente, se echó a llorar–. Dice que yo maté a Vincent. A nuestro hijo.

Sin pronunciar una sola palabra, Anna abrazó a Ebba, que apoyó la cabeza en su hombro.

–¿Cómo ocurrió? –preguntó al cabo de unos instantes.

Ebba lloraba de tal manera que al principio no pudo responder. Luego, empezó a respirar más pausadamente y, entre sollozos, comenzó:

–Fue a primeros de diciembre. Estábamos sobrecargados de trabajo. Mårten tenía entre manos tres proyectos simultáneamente, y yo también trabajaba jornadas muy largas. Yo creo que a Vincent le afectaba, porque se comportaba de un modo muy caprichoso, como poniéndonos a prueba todo el tiempo. Estábamos agotados. –Se sorbió la nariz y Anna oyó que se la limpiaba en la manga–. La mañana en que todo sucedió íbamos a salir los dos para el trabajo. La idea era que Mårten dejara a Vincent en la guardería, pero llamaron de una de las obras y le dijeron que tenía que presentarse allí enseguida. Una situación de crisis, como siempre. Mårten me pidió que llevara yo a Vincent para poder salir corriendo, pero aquella mañana precisamente tenía yo una reunión importante, y me indignó que quisiera anteponer su trabajo al mío. Empezamos a discutir y al final, Mårten se fue y me dejó allí con Vincent. Tomé conciencia de que otra vez llegaría tarde a una reunión, y cuando Vincent estalló en uno de sus ataques, no pude más. Así que me encerré en el baño y me senté a llorar. Vincent también estaba llorando, y empezó a aporrear la puerta, pero al cabo de unos minutos, se calló, y supuse que se había rendido y se habría ido a su habitación. Así que me tomé unos minutos más para lavarme la cara y tranquilizarme un poco.

Ebba hablaba tan rápido que se le atropellaban las palabras en los labios. A Anna le entraron ganas de taparse los oídos para no tener que oír el resto. Al mismo tiempo, le debía su atención a Ebba.

–Acababa de salir del baño cuando oí un golpe en la calle. Luego, al cabo de pocos segundos, oí gritar a Mårten. Nunca había oído un grito así. No sonaba humano. Más bien como el de un animal herido. –A Ebba se le quebró la voz, pero continuó–: Enseguida comprendí lo que había ocurrido. Sabía que Vincent estaba muerto, lo sentía en todo el cuerpo. Aun así, salí corriendo y allí estaba, tendido detrás de nuestro coche. No llevaba puesto nada de abrigo y, aunque sabía que estaba muerto, no podía dejar de pensar en que había salido a la calle nevada sin el mono. Y que iba a resfriarse. En eso pensé cuando lo vi allí tumbado, en que iba a resfriarse.

–Fue un accidente –dijo Anna en voz baja–. No fue culpa tuya.

–Sí, Mårten tiene razón. Yo maté a Vincent. Si no me hubiera encerrado en el baño, si no me hubiera importado tanto llegar tarde a aquella reunión, si no... –El llanto se transformó en un aullido, y Anna la abrazó más fuerte aún, la dejó llorar mientras le acariciaba el pelo y la consolaba entre susurros. Sentía el dolor de Ebba en cada centímetro de su cuerpo y, por un instante, olvidó el miedo de lo que pudiera ocurrirles a las dos. Por un instante, fueron simplemente dos madres que habían perdido a sus hijos.

Cuando cesó el llanto, Anna intentó ponerse de pie otra vez. Sentía las piernas algo más firmes. Se levantó despacio, por si se daba con el techo en la cabeza, pero pudo erguirse del todo. Dio un paso al frente con mucho cuidado. Algo le rozó la cara, y soltó un grito.

–¿Qué pasa? –dijo Ebba, bien agarrada a las piernas de Anna.

–He notado algo en la cara, pero será una tela de araña. –Extendió la mano en el aire, temblando de miedo. Allí había algo colgado del techo, y tuvo que hacer varios intentos hasta que consiguió agarrarlo. Una cuerda. Tiró un poco. Se encendió una luz y la cegó, así que tuvo que cerrar los ojos.

Fue abriéndolos poco a poco y miró atónita a su alrededor. Ebba seguía en el suelo, y la oyó contener la respiración.

Llevaba tantos años disfrutando del poder..., incluso en las ocasiones en que decidía no usarlo. Exigirle algo a John sería demasiado peligroso. Ya no era la persona a la que Sebastian conoció en Valö. Ahora, a pesar de lo bien que lo disimulaba, parecía tan lleno de odio que habría sido una temeridad aprovechar la oportunidad que le ofrecía la suerte.

Tampoco le había pedido nada a Leon, sencillamente porque, aparte de Lovart, Leon era la única persona en el mundo que había conseguido inspirarle respeto. Después de lo sucedido, desapareció del mapa, pero Sebastian había seguido sus pasos en la prensa, y a través de las habladurías que llegaban hasta Fjällbacka. Ahora, Leon se había mezclado en el juego que él había dirigido hasta el momento, pero él había conseguido sacar lo que pudo. El proyecto disparatado de Josef no era más que un recuerdo. El solar y el granito eran lo único de valor, y él los había convertido en una bonita suma, según los acuerdos que Josef había firmado sin ojearlos siquiera.

Y Percy. Sebastian se carcajeaba para sus adentros mientras conducía el Porsche rojo por las callejas de Fjällbacka, saludando a unos y a otros. Percy llevaba tanto tiempo viviendo con el mito de sí mismo que no creía que pudiera perderlo todo. Claro que pasó momentos de angustia antes de que llegara Sebastian como el ángel salvador, pero nunca temió en serio que pudiera perder lo que le correspondía por nacimiento. Ahora, el castillo era propiedad de los hermanos menores de Percy, lo cual era culpa suya y de nadie más. No había administrado bien su herencia, y Sebastian simplemente contribuyó a que la catástrofe se produjera un poco antes de lo esperable.

También con ese negocio había ganado mucho dinero, pero era más bien un extra. Lo que más satisfacción le procuraba era el poder. Lo curioso era que ni Josef ni Percy se dieron cuenta hasta que no fue demasiado tarde. Los dos confiaban, pese a todo, en su buena voluntad, y creyeron que quería ayudarles de verdad. Menudos imbéciles. En fin, ahora Leon cerraría el juego. Seguramente esa era la razón por la que quería que se reunieran. La cuestión era hasta dónde pensaba llegar. En realidad, Sebastian no estaba preocupado. A aquellas alturas, su fama era tal que nadie se sorprendería. En cambio, sí tenía curiosidad por ver cómo iban a reaccionar los demás. Sobre todo John, que era el que más tenía que perder.

Sebastian aparcó y se quedó un instante sentado. Luego, salió del coche, se palpó el bolsillo del pantalón para comprobar que llevaba las llaves, fue hasta la puerta y llamó al timbre. El show estaba a punto de empezar.

Erica tomaba sorbitos de café mientras leía. Sabía mal, recalentado, pero no le apetecía hacer otra cafetera.

–¿Sigues ahí? –Gösta entró en la cocina y se sirvió un café.

Ella cerró el archivador que estaba hojeando.

–Sí, me han hecho el grandísimo favor de dejar que me quede un rato más a leer los documentos de la antigua investigación. Y aquí estoy, pensando en qué querrá decir el hecho de que estén todos los pasaportes menos el de Annelie.

–¿Qué edad tenía? ¿Dieciséis? –dijo Gösta, y se sentó a su lado a la mesa.

Erica asintió.

–Sí, dieciséis, y al parecer, estaba enamorada de Leon hasta los huesos. Puede que surgiera alguna disputa y tuviera que irse. No sería la primera vez que un amor adolescente ocasiona una tragedia, desde luego. Por otro lado, me cuesta creer que una joven de esa edad matara a su familia ella sola.

–No, no me parece creíble. En todo caso, le ayudaría alguien. Quizá Leon, si estaban juntos... El padre se opuso, ellos se enfadaron...

–Pues sí, pudo haber pasado eso, pero aquí dice que Leon estaba pescando con los demás muchachos. ¿Por qué iban a proporcionarle una coartada? ¿Qué iban a ganar con eso?

–Ya, porque no creo que Annelie estuviera con todos –dijo Gösta pensativo.

–No, seguramente, no andarían con unos jueguecitos tan sofisticados.

–Aunque supusiéramos que la cosa está entre Annelie y, digamos que Leon, tampoco hay ningún móvil lógico para matar a toda la familia, ¿no? Debería haberles bastado con cargarse a Rune.

–Sí, yo he pensado exactamente lo mismo. –Erica soltó un suspiro–. Por eso estoy leyendo los interrogatorios. Tiene que haber alguna brecha en las declaraciones de los chicos, pero todos dijeron lo mismo. Estaban fuera pescando caballa y, cuando volvieron, la familia había desaparecido.

Gösta se quedó con la taza en el aire, a medio camino de la boca.

–¿Caballa?

–Sí, eso dice en las declaraciones.

–¿Y cómo demonios se me ha podido pasar algo así?

–¿El qué?

Gösta dejó la taza en la mesa y se pasó la mano por la cara.

–Está claro que uno puede leerse un informe policial un millón de veces sin ver lo evidente.

Guardó silencio un instante, pero luego le sonrió a Erica con gesto triunfal.

–Sabes qué, yo creo que acabamos de desmontar la coartada de los chicos.


Capítulo 22

 


Date: 2015-12-17; view: 498


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