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Fjällbacka, 1951

Ocurrió de la forma más inesperada. Ella no era contraria a tener hijos, pero a medida que pasaban los años, al ver que no venían, dio por hecho sin más que no los tendría. Sigvard ya tenía un par de hijos varones, así que a él tampoco le preocupaba que ella fuera estéril.

Hasta que, un año atrás, empezó a sentirse terriblemente cansada, sin saber por qué. Sigvard se temía lo peor y la envió al médico de la familia para que le hiciera un reconocimiento a fondo. También a ella se le pasó por la cabeza la idea de que fuese cáncer o alguna otra enfermedad mortal, pero resultó que, a la edad de treinta años, de repente, se había quedado embarazada. El médico no se lo explicaba, y a Laura le llevó varias semanas digerir la noticia. No ocurría nada en su vida, y a ella le parecía perfecto. Lo que más le gustaba era estar en casa, en aquel hogar donde ella era soberana y todo estaba bien pensado y seleccionado. Ahora se alteraría el orden perfecto que ella había conseguido crear con tanto mimo.

El embarazo trajo consigo dolencias extrañas y cambios físicos desagradables, además, la certeza de que llevaba en su seno algo que no podía controlar le causaba pavor. El parto fue horrible y decidió que jamás se expondría a nada parecido. No quería volver a sentir ese dolor, esa impotencia, ni el acto animal de parir un hijo, así que Sigvard tuvo que trasladarse para siempre a la habitación de invitados. A él no pareció importarle mucho, estaba satisfecho con su vida.

Los primeros meses con Inez fueron una locura. Luego conoció a Nanna, bendita, maravillosa Nanna, que aligeró sus hombros de la responsabilidad de la niña y le permitió continuar con la vida de siempre. Nanna se mudó enseguida a vivir con ellos, a la habitación contigua a la de la Inez, de modo que podía atenderla por las noches o cuando hiciera falta. Ella se encargaba de todas las tareas y Laura era libre de entrar y salir como se le antojara. Por lo general, se asomaba al dormitorio de la niña unos instantes, de vez en cuando, y en esos momentos se alegraba de haberla tenido. Inez no tardaría en cumplir seis meses y era tan adorable y tan bonita cuando no lloraba de hambre o porque tenía el pañal sucio... Pero eso era problema de Nanna. Laura pensaba que todo se había arreglado de la mejor manera, a pesar del giro inesperado que había tomado su vida. No era ella persona que apreciara los cambios, y cuanto menos cambios trajera la niña a su vida, menos le costaría quererla.

Laura colocó bien los portarretratos en el aparador. Eran fotos de ella con Sigvard y de los dos hijos de Sigvard con la familia. Todavía no había encontrado el momento de poner una foto de Inez, de su madre no pensaba poner nunca ninguna. Por lo que a ella se refería, era mucho mejor que todos olvidaran quiénes habían sido su madre y su abuela.



Para alivio suyo, su madre parecía haber desaparecido de su vida definitivamente. Hacía dos años que no sabía nada de ella y nadie la había visto por allí. Laura aún recordaba perfectamente su último encuentro. Le habían dado el alta del psiquiátrico un año antes, pero no se había atrevido a presentarse en casa de ella y Sigvard. Decían que andaba deambulando por el pueblo, exactamente igual que cuando Laura era pequeña. El día que, por fin, se presentó en el rellano –desdentada, sucia y cubierta de harapos–, comprobó que estaba tan loca como siempre, y Laura no se explicaba cómo la habían soltado los médicos. En el hospital al menos le administraban medicación y le impedían tocar el alcohol. Aunque lo que habría querido hacer en realidad era pedirle que se fuera, la hizo entrar enseguida, para que no la vieran los vecinos.

–¡Sí que te has vuelto una mujer elegante! Eso sí que es prosperar en la vida.

Laura cerró los puños a la espalda. Todo aquello que había erradicado de la memoria y que solo se le aparecía en sueños, se había presentado de golpe.

–¿Qué quieres?

–Necesito que me ayudes –le dijo Dagmar con sentimentalismo. Se movía de un modo extraño, con rigidez, y tenía un tic en la cara.

–¿Necesitas dinero? –Laura alargó el brazo en busca del bolso.

–No es para mí –dijo Dagmar sin apartar la vista del bolso–. Quiero dinero para ir a Alemania.

Laura se la quedó mirando atónita.

–¿A Alemania? ¿Y qué se te ha perdido allí?

–Nunca tuve oportunidad de despedirme de tu padre. Nunca pude despedirme de mi Hermann.

Dagmar se echó a llorar y Laura miró a su alrededor claramente nerviosa. No quería que Sigvard las oyera y apareciera en el recibidor para ver qué pasaba. No podía permitir que viera a su madre allí.

–¡Chist! Te daré el dinero. Pero baja la voz, por Dios bendito. –Le dio un fajo de billetes–. ¡Toma! Esto debería bastar para un billete a Alemania.

–Vaya, ¡gracias! –Dagmar se abalanzó y agarró al mismo tiempo la mano de Laura y el dinero. Le besó las manos a su hija, que las apartó asqueada y se las limpió en la falda.

–Ya puedes irte –dijo. Lo único que quería era sacar a su madre de su casa y de su vida, para que fuera perfecta otra vez. Cuando Dagmar se fue con el dinero, se desplomó aliviada en una silla de la entrada.

Ya habían pasado unos años y, seguramente, su madre no seguiría con vida. Dudaba de que hubiera llegado muy lejos con aquel dinero, sobre todo en el caos que reinaba después de la guerra. Además, si había ido delirando con aquella historia de que iba a despedirse de Hermann Göring, la habrían tomado por la loca que era y la habrían detenido en algún punto del trayecto. Uno no podía decir en voz alta que había conocido personalmente a Göring. Sus crímenes no eran menos solo porque se hubiera suicidado en la cárcel un año después de terminada la guerra. A Laura le entraban escalofríos al pensar que su madre había seguido contando en el pueblo que Göring era el padre de su hija. Ya no era nada de lo que presumir. Solo recordaba vagamente la visita a su mujer en Estocolmo, pero tenía muy presente la vergüenza, la mirada de Carin Göring. Llena de compasión y calidez, y seguramente fue por Laura por lo que no llamó pidiendo ayuda, a pesar de que estaría aterrada.

En cualquier caso, todo aquello había quedado atrás. Su madre había desaparecido del mapa y ya nadie hablaba de sus locas fantasías. Y gracias a Nanna, ella podía seguir con la vida a la que estaba acostumbrada. El orden se había restablecido y todo era perfecto. Ni más ni menos, como tenía que ser.

 

Gösta miraba de reojo a Patrik, que iba tamborileando con las manos en el volante y, muy serio, mantenía la vista clavada en el coche de delante. El tráfico era muy denso en verano, las estrechas carreteras comarcales no estaban hechas para adelantamientos y tenía que ir muy pegado al arcén.

–No habrás sido muy duro con ella, ¿verdad? –Gösta volvió la cabeza para mirar por su ventanilla.

–Opino que os habéis comportado como dos idiotas, y así lo mantendré donde haga falta –dijo Patrik, aunque parecía mucho más tranquilo que el día anterior.

Gösta no dijo nada. Estaba demasiado cansado para seguir discutiendo. Se había pasado despierto casi toda la noche repasando el material. Pero no quería decírselo a Patrik que, seguramente, no apreciaría más iniciativas individuales en aquellos momentos. Disimuló un bostezo con la mano. La decepción provocada por el trabajo infructuoso de aquella noche no terminaba de desaparecer. No había encontrado nada nuevo, nada que despertase su interés, sino la misma información de siempre, que lo tenía frustrado desde hacía tanto tiempo. Por otro lado, no se libraba de la sensación de que la respuesta estaba allí, delante de sus narices, oculta en alguno de los montones de papeles. Antes lo irritaba no encontrarla, y quería dar con ella por curiosidad o quizá por orgullo profesional. Ahora, en cambio, lo movía la preocupación. Ebba ya no estaba segura y su vida dependía de que ellos lograran atrapar al responsable de lo que le había ocurrido.

–Gira a la izquierda. –Señaló un desvío que había unos metros más allá.

–Ya sé dónde está –dijo Patrik, que tomó la curva con una brusquedad temeraria.

–Ya veo que todavía no te has sacado el carné de conducir – protestó Gösta, agarrándose al asa que había encima de la puerta.

–Conduzco perfectamente.

Gösta soltó un resoplido. Ya se acercaban a la granja de Olle el Chatarrero, y Gösta señaló el lugar.

–No creo que a sus hijos les haga ninguna gracia el día que tengan que despejar todo esto.

Aquello parecía más un vertedero que una casa. En la zona todo el mundo sabía que, si quería deshacerse de algún trasto, no tenía más que llamar a Olle. Él lo hacía de mil amores, e iba a recoger cualquier cosa, de modo que había allí coches, frigoríficos, remolques, lavadoras y cualquier cosa que uno pudiera imaginar, todo apilado alrededor de unos cobertizos y almacenes. Incluso un secador de cabeza de una peluquería, observó Gösta cuando Patrik aparcó entre un congelador y una vieja lancha.

Un hombre menudo y enjuto con un peto vaquero salió a recibirlos.

–Habría sido mejor que hubierais venido un poco antes, ya hemos perdido medio día.

Gösta miró el reloj. Eran las diez y cinco.

–Hola, Olle. Parece que tenías algo que enseñarnos.

–Desde luego, os lo habéis tomado con mucha calma. No me explico a qué os dedicáis en la Policía. Nadie ha preguntado siquiera por los trastos, así que aquí han estado, muertos de risa, junto con los del conde chiflado.

Los dos policías siguieron a Olle al interior de un cobertizo a oscuras.

–¿El conde chiflado?

–Sí, bueno, en realidad no sé si era conde, pero tenía un nombre como de aristócrata.

–¿Te refieres a Von Schlesinger?

–Eso es. En la comarca lo conocía todo el mundo por ser partidario de Hitler, y su hijo fue a luchar en el frente del lado de los alemanes. El pobre desgraciado... Apenas había llegado al sitio cuando le habían metido una bala en la cabeza. –Olle empezó a rebuscar entre las pilas de chismes–. Y si el viejo no estaba loco antes, se volvió loco al saberlo. Creía que los Aliados invadirían la isla y le atacarían, y si os contara todas las cosas raras que se le ocurrió hacer allí, no os lo creeríais. Al final, murió de una apoplejía. –Olle paró de buscar y empezó a rascarse la cabeza mirándolos en la penumbra–. Fue en 1953, si no recuerdo mal. Luego, la casa tuvo una serie de propietarios hasta que los Elvander la compraron. Y por todos los santos, qué ocurrencia. Mira que abrir allí un internado para un montón de niños ricos... Cualquiera se habría dado cuenta de que eso no podía terminar bien.

Siguió rebuscando sin dejar de hablar como para sus adentros. Se levantó una nube de polvo, y Gösta y Patrik empezaron a estornudar.

–Aquí lo tenemos. Cuatro cajas. Los muebles se quedaron en la casa, hacían falta para alquilarla, aunque conseguí salvar alguno que otro. No se pueden tirar las cosas de cualquier manera, y además, no sabíamos si iban a volver. Aunque la mayoría pensaba como yo, que estaban muertos no se sabía dónde.

–¿Y no se te ocurrió ponerte en contacto con la Policía y avisar de que tenías las cosas? –preguntó Patrik.

Olle el Chatarrero alzó la barbilla y cruzó los brazos.

–¡Se lo dije a Henry!

–¿Cómo? ¿Estás diciendo que Henry sabía que las pertenencias de los Elvander estaban aquí? –preguntó Gösta. Desde luego, no era el único detalle que se le había pasado por alto a Henry, pero no tenía sentido enfadarse con una persona que había muerto y no podía defenderse.

Patrik le echó una ojeada a las cajas.

–Yo creo que caben en el coche, ¿no te parece?

Gösta asintió.

–Sí, y si plegamos los asientos traseros, deberían caber de sobra.

–En fin, desde luego –dijo Olle riéndose–. Y pensar que habéis tardado más de treinta años en venir a por ellas.

Gösta y Patrik lo miraron furiosos, pero se guardaron de decir nada. Había comentarios a los que más valía responder con el silencio.

–¿Qué vas a hacer con todo lo que tienes aquí, Olle? –Gösta no pudo contenerse. A él casi le daba un ataque solo con ver aquella cantidad abrumadora de trastos. Su casa no sería muy grande ni muy moderna, pero estaba orgulloso de haberla podido mantener limpia y ordenada, y de no haberse convertido en uno de esos viejos que lo tenían todo manga por hombro.

–Uno nunca sabe cuándo puede necesitarlas. Si la gente fuera tan ahorrativa y cuidadosa como yo, no estaría el mundo como está, os lo aseguro.

Patrik se agachó para levantar una de las cajas, pero se rindió enseguida soltando un lamento.

–Esta tendremos que llevarla entre los dos, Gösta, pesa demasiado.

Gösta lo miró espantado. Un tirón a aquellas alturas le arruinaría la temporada de golf.

–Yo no puedo levantar mucho peso, debo tener cuidado con la espalda.

–Venga, échame una mano ahora mismo.

Gösta comprendió que lo habían pillado y, muy a disgusto, se agachó para levantar un lado de la caja. Sintió el cosquilleo del polvo en la nariz y estornudó varias veces seguidas.

–Salud –dijo Olle el Chatarrero con una amplia sonrisa que dejó visible el hueco de tres dientes de la fila superior.

–Gracias –dijo Gösta. Quejándose un poco, ayudó a Patrik a colocar las cajas en el maletero. Al mismo tiempo, sentía muchísima expectación. Quizá hubiera algo en aquellas cajas que les proporcionase la pista que tanto necesitaban pero, sobre todo, se alegraba de poder decirle a Ebba que habían encontrado las pertenencias de su familia. Si se fastidiaba la espalda, habría valido la pena.

Aquel día, para variar, Carina y él no iban a madrugar. Él se había quedado trabajando hasta tarde la noche anterior y pensaba que se lo había ganado.

–Por Dios –dijo Carina poniéndole una mano en el hombro–. Si todavía tengo sueño...

–Ya, yo también, pero ¿quién ha dicho que tengamos que levantarnos ya? –Kjell se acurrucó y se abrazó más a ella.

–Mmm... Tengo demasiado sueño.

–Si solo quiero estar así abrazados un ratito...

–Ya, y quieres que me lo crea –dijo Carina con una expresión placentera.

En ese momento, el timbre estridente del móvil de Kjell empezó a sonar en el bolsillo del pantalón, que estaba a los pies de la cama.

–No contestes –dijo Carina apretándose contra él.

Pero el móvil sonaba con insistencia y al final Kjell no pudo aguantar más. Se levantó y sacó el móvil del bolsillo. Sven Niklasson, se leía en la pantalla; trasteó un poco con los botones para responder.

–Hola, ¿Sven? Sí, no, qué va, no estaba durmiendo. –Kjell miró el reloj. Eran más de las diez. Se aclaró la garganta con un carraspeo–. ¿Has encontrado algo?

Sven Niklasson estuvo hablando un buen rato mientras Kjell escuchaba con asombro creciente. Las únicas respuestas que daba eran monosílabos y murmullos, y vio que Carina lo escrutaba desde la cama, tumbada de lado y con la cabeza apoyada en el brazo.

–Podemos vernos en Malöga –dijo al fin–. Te agradezco que me permitas participar aunque sea de lejos. No todos los colegas harían lo mismo. ¿Está al tanto la Policía de Tanum? ... ¿La de Gotemburgo? Sí, bueno, quizá sea mejor, dadas las circunstancias. Sí, sí, ayer dieron una rueda de prensa y ya tienen de sobra con lo que tienen. Seguro que vuestro reportero os habrá puesto al día. En fin, ya seguiremos hablando cuando te recoja. Hasta luego.

–Me da la impresión de que se trata de algo gordo, puesto que Sven Niklasson viene de camino...

–Si tú supieras... –Kjell se levantó de la cama y empezó a vestirse. Se le había esfumado el cansancio–. Si tú supieras... –repitió, esta vez más bien para sus adentros.

Quitó rápidamente las sábanas de la habitación de invitados. Ebba se había ido. Le habría gustado llevarse todo el material que Erica tenía sobre su familia, pero ella le dijo que prefería sacarle copias, algo en lo que, naturalmente, debería haber pensado desde el principio.

–¡Noel! ¡No le pegues a Anton! –gritó en dirección a la sala de estar, sin que le hiciera falta ver siquiera quién había organizado el tumulto. Al parecer, nadie le hizo el menor caso y el llanto iba en aumento.

–¡Mamá! ¡Mamáaaaaa! Noel le está pegando a Anton –gritó Maja.

Erica soltó un suspiro y dejó las sábanas. Sentía una necesidad casi física de poder terminar una tarea sin que un niño llorase o reclamase su atención. Necesitaba un espacio y un tiempo propios. Necesitaba poder comportarse como una adulta. Sus hijos eran lo más importante en la vida, pero a veces tenía la sensación de que la obligaban a sacrificar todo lo que quería hacer. Aunque Patrik había estado de baja paternal varios meses, ella fue siempre la jefa de aquel proyecto y la que se preocupaba de que todo funcionase. Patrik le ayudaba mucho, pero no era más que eso: una ayuda. Y cuando alguno de los niños estaba enfermo, siempre era ella la que tenía que retrasar una fecha de entrega o cancelar una entrevista, para que Patrik pudiera ir al trabajo. Por más que procuraba evitarlo, empezaba a sentir cierta amargura al ver que sus necesidades y su trabajo siempre estaban en último lugar.

–¡Déjalo ya, Noel! –dijo apartándolo del otro gemelo, que estaba llorando en el suelo. Entonces Noel también empezó a llorar, y a Erica le dio cargo de conciencia por haberle tirado del brazo demasiado fuerte.

–¡Mamá lo ha hecho mal! –dijo Maja mirando a Erica con cara enfadada.

–Sí, mamá lo ha hecho mal. –Erica se sentó en el suelo, con los gemelos sollozando en brazos.

–¿Hola? –Se oyó una voz desde la entrada.

Erica se sobresaltó, pero enseguida cayó en la cuenta de quién era. Solo había una persona capaz de entrar en su casa sin llamar.

–Hola, Kristina –dijo, mientras se levantaba como podía. Los gemelos dejaron de llorar en el acto y fueron corriendo a recibir a la abuela.

–Órdenes del jefe. Ahora me encargo yo –dijo Kristina, secándoles a Noel y a Anton las lágrimas de las mejillas.

–¿Que te encargas tú?

–Sí, para que tú puedas ir a la comisaría. –Kristina dijo aquellas palabras como si fuera lo más natural del mundo–. En fin, es lo que sé. Yo solo soy la jubilada que se supone que está disponible con un margen de pocos minutos. Patrik me ha llamado y me ha preguntado si podía venir inmediatamente, y me ha encontrado en casa de chiripa, porque igual podría haber tenido algo importante entre manos, quién sabe, puede que hasta una cita o como lo llamen hoy, pero le he dicho a Patrik que bueno, que por esta vez, para la próxima espero algo más de planificación. Pensad que yo tengo mi vida, aunque seguramente vosotros creéis que soy demasiado mayor para esas cosas. –Paró un momento para respirar y miró a Erica–. ¿A qué esperas? Patrik dice que tienes que ir a la comisaría.

Erica seguía sin comprender nada, pero decidió no quedarse a hacer preguntas. Fuera lo que fuera, acababa de brindarle un respiro, y eso era lo único que pedía en aquellos momentos.

–Ya le he dicho a Patrik que solo puedo quedarme durante el día, porque esta noche ponen Sommarkrysset en la tele, y por nada del mundo me lo quiero perder. Y antes tiene que darme tiempo de hacer la compra y poner la lavadora, así que más tarde de las cinco no puedo quedarme, porque entonces no me da tiempo de nada, y antes del programa tengo que hacer cosas en mi casa también. No puedo estar siempre a vuestro servicio, aunque Dios sabe que aquí hay mucho trabajo.

Erica cerró la puerta y sonrió feliz. Libertad.

Cuando se sentó en el coche, empezó a cavilar. ¿Qué correría tanta prisa? Lo único que se le ocurría era que el asunto tuviera que ver con la visita que Patrik y Gösta habían hecho a Olle el Chatarrero. Habrían encontrado las pertenencias de la familia. Silbando distraídamente, puso rumbo a Tanumshede. De pronto, se arrepintió de lo que había estado pensando de Patrik; al menos, en parte. Si la dejaba participar e inspeccionar el hallazgo, se encargaría sola de la casa durante un mes entero.

Giró para entrar en el aparcamiento de la comisaría y entró con paso ligero en aquel edificio bajo tan feo. La recepción estaba desierta.

–¿Patrik? –gritó en dirección al pasillo.

–¡Estamos aquí, en la sala de reuniones!

Erica se guio por su voz, pero se paró en seco al llegar a la puerta. La mesa entera y el suelo estaban cubiertos de objetos.

–No ha sido idea mía –dijo Patrik sin volverse hacia ella–. Ha sido Gösta, que piensa que te mereces estar aquí.

Erica le mandó un beso a Gösta, que se puso como un tomate.

–¿Habéis encontrado ya algo de interés? –preguntó mirando a su alrededor.

–No, estamos sacándolo todo y no hemos hecho mucho más. –Patrik sopló para retirar el polvo de unos álbumes de fotos que puso en la mesa.

–¿Quieres que te ayude con eso o prefieres que vaya repasando lo que hay?

–Ya casi hemos vaciado las cajas, así que puedes echar un vistazo. –Se dio media vuelta y la miró–. ¿Ha ido mi madre a casa?

–No, los niños son ya tan mayores que he pensado que podían arreglárselas solos un rato –dijo riendo–. Pues claro, si no, ni siquiera habría sabido que tenía que venir.

–La verdad, primero intenté localizar a Anna, pero no respondía ni en casa ni en el móvil.

–¿No? Pues qué raro –Erica frunció el entrecejo. Anna nunca se alejaba más de un metro del teléfono móvil.

–Dan y los niños están fuera, seguro que está dormitando al sol tan ricamente.

–Sí, tienes razón, será eso. –Se olvidó del asunto y se puso manos a la obra con todos los objetos que tenía delante.

Estuvieron trabajando en silencio un buen rato. La mayoría de lo que había en las cajas eran las cosas corrientes que todo el mundo tiene en casa: libros, bolígrafos, cepillos del pelo, zapatos y ropa que olían a antipolillas y a moho.

–¿Qué fue de los muebles y los objetos de decoración? –preguntó Erica.

–Se quedaron en la casa. Sospecho que la mayor parte desapareció con los inquilinos que fueron pasando por ella. Le preguntaremos a Ebba y a Mårten. Algo debieron de encontrarse cuando se mudaron en primavera.

–Por cierto, Anna iba a ir a Valö ayer. Se llevó nuestro bote. Me pregunto si llegaría bien anoche.

–Seguro que sí, pero si estás preocupada puedes llamar a Mårten y preguntarle a qué hora se fue.

–Pues mira, creo que lo voy a llamar.

Sacó el móvil del bolso y buscó el número de Mårten. Fue una conversación breve y cuando terminó, le dijo a Patrik:

–Anna se quedó allí una hora más o menos, y cuando se fue, la mar estaba totalmente en calma.

Patrik se limpió el polvo de las manos en el pantalón.

–¿Lo ves?

–Sí, me he quedado más tranquila –dijo Erica, pero se sentía inquieta por dentro. Algo iba mal. Por otro lado, sabía que siempre había sido sobreprotectora con su hermana y que siempre reaccionaba exageradamente, así que se esforzó por olvidarlo y continuó a lo suyo.

–Uf, qué curioso me parece esto –dijo, y les mostró una lista de la compra–. Tiene que haberlo escrito Inez. Me resulta irreal pensar que tuviera una vida corriente y que escribiera la lista de la compra: leche, huevos, azúcar, mermelada, café... –Erica le dio la lista a Patrik.

Él la leyó, lanzó un suspiro y se la devolvió a Erica.

–No tenemos tiempo que perder en esas cosas. Tenemos que concentrarnos en lo que pueda ser interesante para el caso.

–De acuerdo –dijo Erica, y dejó el papel en la mesa.

Continuaron los tres revisándolo todo sistemáticamente.

–Un hombre ordenado el tal Rune. –Gösta les mostró un cuaderno que, por lo visto, contenía una relación de todos los gastos. Tenía una letra tan pulcra que casi parecía escrito a máquina.

–Se ve que ningún gasto le parecía insignificante y los registraba todos –dijo Gösta, hojeando las páginas.

–No me sorprende, después de lo que he oído contar de él –aseguró Erica.

–Pues mira esto. Se ve que había alguien que bebía los vientos por Leon. –Patrik les mostró una hoja de una libreta repleta de inscripciones.

–«A, corazón, L» –leyó Erica en voz alta–. Y estuvo practicando su firma. Annelie Kreutz. O sea que a Annelie le gustaba Leon. Eso también encaja con lo que me han contado.

–Me pregunto qué le parecería a su padre –dijo Gösta.

–Teniendo en cuenta lo controlador que era, la relación entre ellos dos habría podido desencadenar una catástrofe –dijo Patrik.

–La cuestión es si era mutuo... –Erica se sentó en el borde de la mesa–. Annelie estaba enamorada de Leon, pero ¿estaría Leon enamorado de ella? Según John, para nada, pero claro, puede que Leon lo mantuviera en secreto.

–Los ruidos nocturnos –dijo Gösta–. ¿No me dijiste que Ove Linder te había contado que se oían ruidos por las noches? Puede que fueran Leon y Annelie.

–O puede que fueran fantasmas –dijo Patrik.

–Anda ya –respondió Gösta, y echó mano de un fajo de facturas y se puso a revisarlas–. ¿Ha vuelto Ebba a la isla?

–Sí, aprovechó el viaje del barco correo –dijo Erica ausente. Tenía en la mano uno de los álbumes que había en la mesa y estaba examinando las fotografías con atención. En una de ellas se veía a una mujer joven con el pelo liso y una niña pequeña en brazos–. No se la ve muy feliz que digamos.

Patrik miró por encima de su hombro.

–Inez y Ebba.

–Sí, y estos deben de ser los otros hijos de Rune. –Señaló a los tres niños de edad y estatura diversas que, claramente a disgusto, se habían alineado ante una pared.

–Ebba se va a poner contentísima –dijo Erica pasando la hoja–. Para ella tiene que ser importantísimo. Mira, esta debe de ser Laura, su abuela.

–Uf, tiene pinta de ser un peligro –dijo Gösta, que se había puesto al lado de Erica para ver las fotos él también.

–¿Qué edad tenía cuando murió? –preguntó Patrik.

Erica pensó un segundo.

–Debía de tener cincuenta y tres. La encontraron muerta junto a la casa una mañana.

–¿No hubo nada raro en esa muerte? –preguntó Patrik.

–Que yo sepa, no. ¿Tú sabes algo, Gösta?

El policía negó con la cabeza.

–El médico se personó allí y constató que, por algún motivo, la mujer había salido de la casa en plena noche, y allí falleció de un infarto. No hubo la menor sospecha de que no se tratara de una muerte natural.

–¿Y la que desapareció fue su madre? –preguntó Patrik.

–Sí, Dagmar, en 1949.

–Una borracha empedernida –dijo Gösta–. O al menos, eso dicen.

–Pues es un milagro que Ebba sea una persona tan normal, con esa familia.

–Será porque se crio en la casa de Rosenstigen, y no en Valö –dijo Gösta.

–Seguro que sí –dijo Patrik, y siguió sacando cosas.

Dos horas más tarde lo habían revisado todo y se miraban decepcionados. Aunque a Ebba le agradaría mucho tener todas aquellas fotografías y los objetos personales de su familia, ellos no habían encontrado nada que pudiera serles de ayuda en la investigación. Erica estaba a punto de echarse a llorar. ¡Se había hecho tantas ilusiones...! Y allí estaban ahora, en aquella sala de reuniones atestada de bártulos que no les servían para nada.

Observó a su marido. Algo lo tenía preocupado, pero no sabía decir qué. Erica conocía bien aquella expresión.

–¿En qué estás pensando?

–No lo sé. Pero hay algo que... Bah, no importa, ya caeré en la cuenta –dijo irritado.

–Bueno, pues entonces ya podemos guardarlo todo –dijo Gösta, y empezó a llenar la caja que tenía más cerca.

–Pues sí, no hay mucho más que hacer.

También Patrik se puso a embalarlo todo, y Erica se quedó unos instantes sin hacer amago de ir a ayudar. Paseó la mirada por la sala en un último intento de descubrir algo interesante, y ya estaba a punto de rendirse cuando vio unos cuadernos pequeños de color negro que reconoció enseguida. Eran los pasaportes de la familia, que Gösta había puesto juntos en la mesa, en un montoncito aparte. Guiñó un ojo y se acercó para verlos mejor, y los contó para sus adentros. Luego, los colocó en fila, uno al lado del otro.

Patrik dejó de embalar y levantó la vista.

–¿Qué pasa?

–¿No lo ves? –dijo Erica señalando los pasaportes.

–Pues no, ¿qué es?

–Cuéntalos.

Patrik los contó en silencio y abrió los ojos de par en par.

–Hay cuatro pasaportes –dijo Erica–. ¿No deberían ser cinco?

–Pues sí, si suponemos que Ebba era aún demasiado pequeña para que se lo hubieran sacado.

Patrik se acercó y fue abriendo los pasaportes uno tras otro, comprobando los nombres y las fotos. Luego se volvió a su mujer.

–Bueno, ¿quién falta?

–Annelie. Falta el pasaporte de Annelie.


Capítulo 21

 


Date: 2015-12-17; view: 630


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