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Fjällbacka, 1970 1 page

Inez quería complacer a su madre. Sabía que quería lo mejor para ella y que solo pretendía asegurarse de que su hija tuviera el futuro resuelto. Aun así, no podía negar que la embargaba un profundo malestar mientras hablaban allí sentados en el sofá elegante del salón. Era tan viejo...

–Llegaréis a conoceros con el tiempo. –Laura miraba resuelta a su hija–. Rune es un hombre bueno y formal, y te cuidará bien. Ya sabes que estoy delicada de salud, y cuando yo deje esta vida, no tienes a nadie. No quiero que tengas que verte tan sola como yo.

Laura la tocó con su mano reseca. El gesto le resultó extraño. Que Inez recordara, solo en contadas ocasiones la había tocado así.

–Comprendo que es un poco precipitado –dijo el hombre que tenía enfrente, y que la miraba como si ella fuera un caballo ganador.

Quizá fuera injusta, pero así era como se sentía Inez. Y sí, todo había sido muy precipitado. Su madre había estado tres días ingresada en el hospital, por el corazón, y cuando volvió a casa, le presentó la propuesta: que debía casarse con Rune Elvander, que había enviudado el año anterior. Ahora que Nanna había fallecido, solo quedaban su madre y ella.

–Mi querida esposa me dijo que debía encontrar a alguien que me ayudara a criar a los niños. Y tu madre dice que tú eres muy hacendosa –continuó el hombre.

Inez tenía una vaga idea de que esas cosas no iban así. Acababa de empezar la década de los setenta, y las mujeres tenían posibilidad de elegir qué hacer en la vida. Pero ella nunca había sido parte del mundo de verdad, solo del mundo perfecto que había creado su madre, donde su palabra era la ley. Y si ahora le decía que lo mejor para ella era casarse con un viudo de más de cincuenta años y con tres hijos, no había nada que pudiera cuestionar.

–Tengo planes de comprar la vieja colonia infantil de Valö y fundar un internado para niños. Necesito a alguien a mi lado para que me ayude con eso también. Creo que se te da bien cocinar, ¿no?

Inez asintió. Había pasado muchas horas en la cocina con Nanna, que le había enseñado todo lo que sabía.

–Bueno, pues entonces, está decidido –dijo Laura–. Como es natural, debemos iniciar un largo noviazgo como es debido. ¿Qué os parece una boda sencilla para el solsticio de verano?

–A mí me parece perfecto –dijo Rune.

Inez guardó silencio. Examinó a su futuro esposo y se fijó en las arrugas que habían empezado a formarse alrededor de los ojos, y en la boca pequeña de expresión firme. Afloraban aquí y allá cabellos grises entre el pelo negro, que empezaba a clarearle por la coronilla. Y aquel era el hombre con el que iba a casarse. A los hijos no los conocía, solo sabía que tenían quince, doce y cinco años. No había tenido contacto con muchos niños en su vida, pero seguro que iría bien la cosa. Eso decía su madre.



 

Percy seguía sentado en el coche, mirando hacia la bocana del puerto de Fjällbacka, pero en realidad no veía ni las olas ni las embarcaciones. Lo único que veía era su destino, cómo el pasado se entrelazaba con el presente. Sus hermanos habían mostrado una actitud cortés pero fría cuando lo llamaron. Tener clase exigía ser educado incluso con aquel a quien habían vencido. Percy sabía perfectamente lo que ocultaban sus frases de condolencia. La satisfacción de ver el sufrimiento ajeno era siempre igual, con independencia de que uno fuera pobre o rico.

Le dijeron que habían comprado el castillo, pero eso no era para él ninguna novedad. Buhrman, el abogado, ya le había dicho que Sebastian había negociado con ellos a sus espaldas. Con las mismas palabras y argumentos que había utilizado Sebastian, le hicieron saber que el castillo se convertiría en un centro de congresos de lujo. Era lamentable que las cosas hubieran acabado así, pero querían que Percy abandonara el castillo a primeros de mes, a más tardar. Lógicamente, debería hacerlo bajo la inspección de su abogado, para evitar que Percy se llevara sin querer alguno de los objetos incluidos en la compra de la propiedad.

Le sorprendía que Sebastian se hubiese presentado. Percy lo había visto subir en el coche hacia la casa de Leon. Moreno, con unos botones de la camisa desabrochados, unas gafas de sol caras y el pelo peinado hacia atrás. Con el mismo aspecto de siempre. Y seguramente, para él todo estaba como siempre. Eran negocios, nada más, como diría él.

Percy echó un último vistazo al espejo del quitasol del coche. Estaba horrible. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño y el exceso de whisky. La piel mate, sin lustre. El nudo de la corbata, en cambio, era perfecto. Era una cuestión de principios. Subió el quitasol de golpe y salió del coche. No había razón para retrasar lo inevitable.

Ia apoyó la cabeza en el cristal frío de la ventanilla. El viaje en taxi hasta el aeropuerto de Landvetter duraría cerca de dos horas, quizá algo más, dependiendo del tráfico, y quería aprovechar para dormir un rato.

Le dio un beso antes de irse. Para él sería un infierno tener que arreglárselas solo, pero ella no pensaba seguir allí cuando todo explotara. Leon le había asegurado que las cosas irían bien. Le dijo que tenía que hacer lo que iba a hacer. De lo contrario, jamás encontraría la paz.

Una vez más, Ia pensó en aquel trayecto en coche, mientras recorrían las empinadas carreteras de Mónaco. Él estaba pensando en dejarla. Esas fueron las palabras que salieron entonces de su boca. Un montón de inanidades, que las cosas habían cambiado y que sus exigencias ya no eran las mismas, que habían pasado juntos un montón de años maravillosos, pero que había conocido a una persona de la que, sin saber cómo, se había enamorado, que ella también encontraría a alguien con quien ser feliz. Ella apartó la vista de las curvas de la carretera para mirarlo a los ojos, y mientras Leon seguía soltando simplezas, ella pensó en todo lo que había sacrificado por su amor por él.

Cuando el coche se tambaleó, vio que se le salían los ojos de las órbitas. Aquel torrente de sinsentidos cesó de pronto.

–Tienes que mirar a la carretera –le dijo Leon, con el miedo reflejado en aquella cara tan atractiva; y ella no daba crédito. Por primera vez desde que se conocieron, Leon tenía miedo. La embriagó la sensación de poder, pisó el acelerador y notó cómo el cuerpo se pegaba al respaldo por la velocidad.

–Reduce un poco –le suplicó Leon–. ¡Vas demasiado deprisa!

Ella no respondió, sino que pisó más a fondo. El deportivo apenas se mantenía sobre el asfalto. Era como si flotaran y, en aquel instante, Ia se sintió totalmente libre.

Leon trató de controlar el volante, pero el coche se desestabilizó más aún, y lo soltó. Una y otra vez le suplicó que soltara el acelerador; el pánico que le resonaba en la voz la hizo tan feliz como no recordaba haberse sentido en mucho tiempo. El coche iba volando, casi volando.

Algo más adelante vio el árbol y fue como si una fuerza externa se hubiera apoderado de ella. Con toda tranquilidad, giró el volante un poco a la derecha y lo enfiló. Oía en la distancia la voz de Leon, pero el zumbido que le resonaba por dentro amortiguaba todos los sonidos. Luego se hizo el silencio a su alrededor. La paz. Ya no iban a separarse. Estarían juntos para siempre.

Cuando se dio cuenta de que seguía viva se llevó una sorpresa. A su lado estaba Leon, con los ojos cerrados y la cara cubierta de sangre. El fuego avanzaba veloz. Las llamas ya empezaban a lamer los asientos y a extenderse hacia ellos. Le escocían los pulmones al respirar aquel olor. Tuvo que tomar una decisión en el acto: si dejar que el fuego los devorase o tratar de salvarse junto con Leon. Observó a Leon, lo guapo que era. El fuego había alcanzado la mejilla, e Ia observó fascinada cómo le prendía la piel. Entonces se decidió. Ahora era suyo. Y así siguieron las cosas desde el día en que lo sacó del coche en llamas.

Ia cerró los ojos y notó en la frente el frío de la ventanilla. No quería formar parte de lo que Leon estaba a punto de hacer, pero deseaba que llegara el momento en que volvieran a estar unidos.

Anna inspeccionó la habitación vacía que ahora iluminaba una simple bombilla. Olía a tierra y a algo más, difícil de identificar. Tanto ella como Ebba habían intentado abrir la puerta a tirones. Estaba cerrada con llave y era imposible de forzar.

A lo largo de una de las paredes había cuatro cofres con herrajes metálicos y, encima de ellos, la bandera, lo primero que habían visto cuando encendieron la luz. Se había oscurecido por la humedad y el moho, pero la esvástica se recortaba aún visible sobre el fondo rojo y blanco.

–Puede que ahí haya algo de ropa que te sirva –dijo Ebba–. Estás temblando.

–Sí, lo que sea. Me estoy congelando. –Anna estaba avergonzada, pues se intuía que, debajo de la sábana, estaba desnuda. Ella era de las personas a las que disgustaba mostrarse desnuda incluso en los vestuarios, y más aún después del accidente, con todas aquellas cicatrices que le recorrían el cuerpo entero. Y aunque el pudor era, en aquellos momentos, el menor de sus problemas, lo sentía tan intenso que atravesaba el miedo y el frío.

–Estos tres están cerrados con llave, pero este no. –Ebba señaló el cofre más próximo a la puerta. Levantó la tapa y vio que el contenido estaba cubierto con una gruesa manta de lana gris–. ¡Toma! –dijo, arrojándole la manta a Anna, que se la enrolló encima de la sábana. Tenía un olor asqueroso, pero agradeció el calor y la protección que le proporcionaba.

–También hay latas de conserva –dijo Ebba, y empezó a sacar algunas–. En el peor de los casos, nos las arreglaremos un tiempo.

Anna la observó extrañada. El tono casi alegre de Ebba casaba mal con la situación y con su estado de hacía unos minutos, y comprendió que, seguramente, sería una especie de recurso defensivo.

–No tenemos agua –dijo sin añadir nada más. Sin agua no podrían vivir mucho tiempo, pero Ebba continuó removiendo el contenido del cofre como si no la hubiera oído.

–¡Mira! –dijo mostrándole una prenda de ropa.

–¿Un uniforme nazi? ¿De dónde habrá salido todo esto?

–Según tengo entendido, esta casa perteneció durante la guerra a un tipo que estaba chiflado. Será suyo.

–Qué barbaridad –dijo Anna, que seguía temblando. El calor de la manta había empezado a caldearle el cuerpo, pero estaba helada hasta los huesos y todavía tardaría un rato en recobrar la temperatura normal.

–Oye, ¿cómo has venido tú a parar aquí? –dijo Ebba de repente volviéndose hacia Anna. Como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento de lo extraño que era que estuvieran allí juntas.

–Mårten debió de atacarme a mí también –dijo Anna, y se ciñó la manta un poco más.

Ebba frunció el ceño.

–¿Y por qué lo hizo? ¿Fue así, sin más, o pasó algo que...? –De pronto, se tapó la boca con la mano y se le endureció la mirada–. He visto la bandeja en el dormitorio. Dime, ¿para qué viniste ayer? ¿Te quedaste a cenar? ¿Qué pasó?

Sus palabras surgían como proyectiles que se estampaban en las duras paredes, y Anna se sobresaltaba con cada pregunta como si le hubieran dado una bofetada. No tenía que decir nada. Sabía que llevaba la respuesta escrita en la frente.

A Ebba se le llenaron los ojos de lágrimas.

–¿Cómo has podido? Sabiendo como sabes lo que hemos pasado y lo mal que estábamos...

Anna tragaba saliva, pero tenía la boca reseca como la yesca y no sabía ni cómo explicar su conducta ni cómo pedir perdón. Ebba siguió mirándola un buen rato con los ojos llorosos. Luego, respiró hondo y soltó el aire despacio. Y con serenidad y moderación, le dijo:

–No vamos a hablar de eso ahora. Tenemos que estar unidas para salir de aquí. Puede que en los cofres encontremos algo con lo que forzar la puerta. –Le dio la espalda, con el cuerpo tenso por la ira contenida.

Anna aceptó agradecida la oferta de una paz provisional. Si no salían de allí, no tendría sentido que hablaran de nada. La gente tardaría unas horas en echarlas de menos. Dan y los niños estaban de viaje, y pasarían varios días antes de que los padres de Ebba empezaran a preocuparse. Les quedaba Erica, que siempre se ponía nerviosa cuando no localizaba a su hermana. En condiciones normales, eso la sacaba de quicio, pero ahora deseaba de verdad que Erica se preocupara, hiciera preguntas y se pusiera tan pelma como se ponía siempre que no le respondían lo que ella esperaba. Por favor, Erica querida, ojalá seas tan pesada y tan curiosa como siempre, rogó Anna para sus adentros a la luz de la bombilla.

Ebba estaba intentando reventar a patadas la cerradura del cofre que había al lado del que estaba abierto. El candado no parecía moverse ni un milímetro, pero ella siguió pateándolo y al final, la placa donde estaba anclado empezó a ceder.

–Ven, ayúdame con esto –dijo, y con la ayuda de Anna, lograron arrancar toda la cerradura. Se inclinaron y tiraron cada una de una esquina de la tapa, y la levantaron entre las dos. A juzgar por el polvo y la suciedad que tenía, llevaba cerrada muchos años, y tuvieron que tirar con todas sus fuerzas. Al final, se abrió de golpe.

Miraron en el fondo del cofre y se quedaron atónitas. Anna veía su pavor reflejado en la cara de Ebba. Un grito resonó entre las paredes desnudas de la habitación. No sabía a quién de las dos se le había escapado.

–Hola, ¿tú eres Kjell? –Sven Niklasson se le acercaba para estrecharle la mano y presentarse.

–¿No hay fotógrafo? –Kjell miró a su alrededor en el recinto de la recogida de equipaje.

–Sí, viene un chico de Gotemburgo. Vendrá en coche y nos veremos con él allí directamente.

Sven iba tirando de una maleta pequeña mientras se dirigían al aparcamiento. Kjell sospechaba que estaba acostumbrado a hacer la maleta a toda prisa y a viajar ligero de equipaje.

–¿Crees que deberíamos informar a la Policía de Tanum? –dijo Sven cuando se sentó en el asiento del copiloto del amplio coche familiar.

Kjell se quedó pensando un instante, mientras salían del aparcamiento y giraba a la derecha después del tramo en línea recta.

–Pues sí, yo creo que sí. Pero, en ese caso, deberías hablar con Patrik Hedström. Y con nadie más. –Miró a Sven de reojo–. A vosotros os da igual qué distrito policial esté al corriente, ¿no?

Sven sonrió y contempló el paisaje al otro lado de la ventanilla. Tenía suerte. El puente de Trollhättan se veía fantástico al sol del verano.

–Nunca se sabe cuándo puedes necesitar un favor de alguien de dentro. Yo ya tengo un acuerdo con los de Gotemburgo y podemos estar presentes cuando vayan a detener al culpable, puesto que les hemos proporcionado información. Así que es una cuestión de cortesía que la Policía de Tanum también esté informada de lo que se cuece.

–Seguro que la Policía de Gotemburgo no se plantea mostrar la misma cortesía, así que en algún momento tendré que decirle a Hedström lo generoso que has sido. –Kjell soltó una risita. En realidad, tenía serias dudas de que Sven Niklasson le permitiera participar en nada. Aquello no era solo una primicia, sino una noticia que conmovería a la clase política sueca y a todo el país–. Gracias por dejarme participar –dijo en voz baja, presa de un pudor repentino.

Sven se encogió de hombros.

–Bueno, si tú no me hubieras facilitado esos datos, no habríamos podido cerrar esto.

–Así que habéis conseguido interpretar esas cifras, ¿no? –Kjell estallaba de curiosidad. Sven no había llegado a revelarle todos los detalles cuando hablaron por teléfono.

–Era una clave de lo más tonta. –Sven soltó una risotada–. Mis hijos habrían podido descifrarla en un periquete.

–¿Cuál es?

–Uno equivale a A, dos equivale a B. Y así sucesivamente.

–Estás de broma. –Kjell miró a Sven y estuvo a punto de salirse de la carretera.

–No, aunque me gustaría decir lo contrario, porque eso dice mucho de lo tontos que nos creen.

–¿Y qué daba la clave? –Kjell trataba de recordar la combinación numérica, pero ya en el colegio tenía una memoria pésima para las cifras y ahora apenas era capaz de recordar su número de teléfono.

–Stureplan. Significaba Stureplan, la plaza de Estocolmo. Seguida de una fecha y una hora.

–Joder –dijo Kjell, y tomó la curva en la rotonda de Torp–. Pues podría haber sido catastrófico.

–Desde luego, pero la Policía acudió esta mañana muy temprano y detuvo a los que iban a perpetrar el atentado. Ahora no tienen la menor posibilidad de comunicarse con nadie y desvelar que tanto la Policía como nosotros, la prensa, lo sabemos todo. De ahí las prisas. Los responsables del partido no tardarán en darse cuenta de que ni ellos dan señales de vida ni tienen forma de localizarlos. Estos tíos tienen contactos en todo el mundo y no tendrían el menor problema en desaparecer del mapa. Y entonces sí que perderíamos todas las oportunidades.

–A decir verdad, era un plan excelente –dijo Kjell. No podía dejar de pensar en lo que habría sucedido si lo hubieran ejecutado. Se lo imaginaba perfectamente. Habría sido una tragedia.

–Pues sí. Y, con todo y con eso, debemos estar agradecidos de que hayan mostrado su verdadero yo. Esto supondrá un despertar espantoso para muchos de los que creían en John Holm. Por suerte. Y espero que tardemos mucho en ver estas cosas otra vez. Aunque, desgraciadamente, yo creo que los seres humanos tenemos muy mala memoria. –Dejó escapar un suspiro y miró a Kjell–. Oye, ¿querías llamar al tal Hedman?

–Hedström. Patrik Hedström. Pues sí, lo voy a llamar ahora mismo. –Sin quitar el ojo de la carretera, marcó el número de la comisaría de Tanum.

–¡Menuda tenéis aquí liada! –dijo Patrik con una sonrisa cuando entró en la cocina, después de que Erica le dijera a gritos que estaban allí.

–Siéntate –dijo Gösta–. Ya sabes cuántas veces me he peinado el material de esta investigación. La versión de los chicos era unánime, ¿recuerdas?, pero siempre tuve la sensación de que había algo raro en sus declaraciones.

–Y ahora sabemos lo que es –dijo Erica cruzándose de brazos con cara de satisfacción.

–¿Y qué es?

–Lo de la caballa.

–La caballa –repitió con extrañeza–. Perdona, pero ¿podríais explicaros un poco mejor?

–Yo no llegué a ver el pescado que traían los chicos en el bote. Y por alguna razón misteriosa, no pensé en ello durante las declaraciones.

–A ver, que no pensaste en qué –dijo Patrik impaciente.

–Pues que hasta después del solsticio no se puede pescar caballa –dijo Erica exagerando el tono, como si le hablara a un niño.

Patrik empezó a comprender lo que eso significaba.

–Y en las declaraciones de los interrogatorios, todos los chicos dicen que han estado pescando caballa.

–Exacto. Uno de ellos podría haberse equivocado, pero que todos cometan el mismo error indica que lo tenían preparado. Y dado que no eran duchos en cuestiones de pesca, eligieron el pescado equivocado.

–Me he dado cuenta gracias a Erica –dijo Gösta, un tanto avergonzado.

Patrik le lanzó un beso a su mujer.

–¡Eres la mejor! –dijo muy sinceramente.

En ese momento sonó el móvil y vio en la pantalla que era Torbjörn.

–Tengo que responder, ¡pero bien por los dos! –Con el pulgar hacia arriba, cerró la puerta al salir de la cocina.

Escuchó con suma atención lo que Torbjörn tenía que decirle, y tomó unas notas a vuelapluma en el primer papel que encontró en la mesa. Por rara que fuera su sospecha, el técnico acababa de confirmarla. Mientras escuchaba a Torbjörn, pensaba en las consecuencias. Cuando terminaron la conversación, sabía bastante más, pero al mismo tiempo, su desconcierto era mayor.

Un ruido de pasos contundentes traspasó la puerta y se asomó al pasillo. Era Paula, que se acercaba a su despacho con la barriga por delante.

–No soporto seguir esperando en casa. La chica del banco con la que hablé me prometió que llamaría hoy, pero todavía no ha dado noticias... –Tuvo que interrumpirse para tomar aliento.

Patrik le puso una mano en el hombro para tranquilizarla.

–Pero criatura, respira un poco –dijo, y esperó a que la respiración de su colega recuperase el ritmo normal–. ¿Tú crees que aguantas un repaso a la investigación?

–Por supuesto que sí.

–¿Dónde demonios te has metido? –Mellberg apareció de pronto a su espalda–. Rita estaba tan preocupada al ver que te ibas sin decir una palabra que me ha obligado a seguirte –dijo secándose el sudor de la frente.

Paula hizo un gesto de desesperación.

–No me pasa absolutamente nada.

–Bueno, tu presencia tampoco está de más. Tenemos mucho que repasar.

Patrik se dirigió a la sala de reuniones y, de camino hacia allí, le pidió a Gösta que se sumara. Al cabo de unos segundos de duda, volvió a la cocina.

–Tú también puedes venir –le dijo a Erica. Como era de esperar, ella se levantó de un salto.

Estaban muy estrechos en la sala, pero Patrik tenía interés en que hablaran allí, con las pertenencias de la familia Elvander a su alrededor. Aquellos objetos eran una especie de recordatorio de por qué era tan importante que lograran atar todos los cabos.

Brevemente, informó a Paula y a Mellberg de que habían recogido las cosas en el almacén de Olle el Chatarrero y que ya habían dedicado un buen rato a revisarlo todo.

–Algunas piezas han encajado en su sitio, y tenemos que colaborar todos para seguir avanzando. En primer lugar, os diré que el misterioso «G», que enviaba las felicitaciones de cumpleaños a Ebba era ni más ni menos que nuestro querido Gösta Flygare – dijo señalando a Gösta, que se sonrojó hasta las cejas.

–Pero, Gösta, hombre... –dijo Paula.

Mellberg se puso tan rojo que parecía que iba a explotar.

–Sí, ya lo sé, debería haberlo dicho, pero eso ya lo he hablado con Hedström. –Gösta miró a Mellberg indignado.

–De la última tarjeta, en cambio, no sabe nada, y no cabe duda de que es muy distinta de las demás –dijo Patrik apoyándose en el borde de la mesa–. Se me ocurrió una idea sobre esa última postal, y acabo de hablar con Torbjörn, que ha confirmado mis sospechas. La huella que obtuvieron del reverso del sello, la cual, lógicamente, debería pertenecer a la persona que lo pegó y envió la carta, coincidía con una de las huellas que había en la bolsa en la que la guardaban y que nos entregó Mårten.

–Pero esa bolsa no la ha tocado nadie más que Mårten y vosotros, ¿no? Entonces eso quiere decir que... –Erica se quedó blanca, y Patrik vio cómo le daba vueltas a la cabeza.

Empezó a buscar febrilmente en el bolso, sacó el móvil y, bajo la mirada expectante de todos, pulsó una tecla de marcación rápida. Todos guardaban silencio mientras el teléfono daba la señal; luego, se oyó claramente la voz de un contestador.

–¡Joder! –exclamó Erica, y marcó otro número–. Voy a llamar a Ebba.

Fue oyendo un tono tras otro, pero nadie respondió.

–Pero esto qué mierda es –soltó, y marcó otro número.

Patrik no hizo amago de continuar mientras ella no hubiera terminado. Él también empezaba a estar preocupado por Anna, que no había respondido al teléfono en todo el día.

–¿Cuándo se fue? –preguntó Paula.

Erica seguía con el teléfono pegado a la oreja.

–Ayer por la tarde, y no he conseguido hablar con ella desde entonces. Pero estoy llamando al barco correo. Ebba se fue con ellos esta mañana y puede que sepan algo... ¿Hola? Sí, soy Erica Falck. ... Exacto. Sí, Ebba iba con vosotros... Y la dejasteis en Valö, ya. ¿Había algún otro barco en el muelle? ¿Un bote de madera? ... Ya, y estaba amarrado al embarcadero del internado, ya... Vale, gracias.

Erica colgó el teléfono y Patrik vio que le temblaba un poco la mano.

–Anna se fue ayer con nuestro barco, que sigue amarrado allí. Así que tanto ella como Ebba están en Valö con Mårten, y ninguna de las dos responde al teléfono.

–Seguro que no es nada. Y Anna puede haberse ido desde que vieron el barco –dijo Patrik, tratando de sonar más tranquilo de lo que estaba.

–Sí, pero Mårten me dijo que solo se había quedado una hora, ¿por qué iba a mentir?

–Seguro que existe una explicación. Iremos allí en cuanto terminemos con esto.

–Pero ¿por qué iba Mårten a enviar una carta de amenaza a su mujer? –dijo Paula–. ¿Estará también detrás de los intentos de asesinato?

–En estos momentos, no sabemos nada sobre ese punto –respondió Patrik meneando la cabeza–. Por eso tenemos que repasar todo lo que hemos averiguado y ver si hay alguna laguna que podamos completar. Gösta, cuéntanos tus conclusiones sobre las declaraciones de los chicos, ¿quieres?

–Claro –dijo Gösta. Y les habló de la caballa y de por qué la versión de los chicos no encajaba.

–Lo que demuestra que mentían –dijo Patrik–. Y si mintieron sobre eso, seguro que han mentido sobre todo lo demás. ¿Por qué si no iban a ponerse de acuerdo y a inventar esa historia? Creo que podemos partir de la base de que estaban involucrados en la desaparición de la familia, y ahora tenemos más datos con los que presionarlos.

–Pero ¿qué tiene eso que ver con Mårten? –dijo Mellberg–. Él no estaba entonces, pero según Torbjörn, en 1974 se utilizó la misma arma que el otro día.


Date: 2015-12-17; view: 622


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