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Cementerio de Lovö, 1933

Dos años habían pasado desde la muerte de Carin, pero Hermann no había acudido aún en su busca. Fiel como un perro, Dagmar lo había esperado mientras los días se convertían en semanas, meses y años.

Había seguido leyendo los periódicos atentamente. Hermann había llegado a ministro en Alemania. En las fotos se lo veía tan guapo con el uniforme... Un hombre poderoso y muy importante para el tal Hitler. Dagmar comprendía que la dejara esperar mientras estaba en Alemania haciendo carrera, pero los periódicos decían que se encontraba de vuelta en Suecia, y ella había decidido facilitarle la vida. Era un hombre ocupado, y si él no podía ir a verla, ella iría a verlo a él. Como esposa de un político prominente, debería adaptarse y seguramente, también tendría que mudarse a Alemania. A aquellas alturas, había comprendido que no podía llevarse a la niña. No podía ser que un hombre en la posición de Hermann tuviera una hija fuera del matrimonio. Pero Laura ya había cumplido trece años y se las arreglaría sola.

Los periódicos no decían nada del domicilio de Hermann, así que Dagmar no sabía dónde buscarlo. Fue a la vieja dirección de la calle de Odengatan, pero allí le abrió un desconocido que le dijo que hacía muchos años que los Göring se habían ido. Sin saber qué hacer, se quedó un buen rato pensando delante del portal, hasta que se le ocurrió ir al cementerio donde Carin estaba enterrada. Quizá Hermann estuviera ahí, con su esposa muerta. En el cementerio de Lovö, allí había leído que estaba. En algún lugar a las afueras de Estocolmo. Y tras preguntar un par de veces, dio con un autobús que la llevaba casi hasta el cementerio mismo.

Y allí se encontraba ahora, en cuclillas y mirando el nombre de Carin y la cruz gamada que habían grabado debajo. Las hojas doradas de otoño revoloteaban a su alrededor al ritmo helado del viento de octubre, pero ella apenas lo notaba. Creía que podría atemperar su odio cuando Carin estuviera muerta, pero mientras contemplaba la tumba, aterida con el viejo abrigo desgastado, acudía a su mente el recuerdo de todos los años de privaciones, y notó reavivarse la rabia de antaño.

Se incorporó rápidamente y retrocedió alejándose unos pasos de la lápida. Luego tomó impulso y se arrojó contra ella con todas sus fuerzas. Un dolor agudo se le extendió desde el hombro hasta las yemas de los dedos, pero la piedra no se movió. Presa de la frustración, se empleó contra las flores que adornaban la tumba y arrancó las plantas con raíz y todo. Luego volvió a retroceder, en un intento de arrancar la cruz gamada de hierro pintado de verde que había junto a la lápida, que cedió y quedó aplastada contra la hierba. Dagmar la arrastró todo lo lejos que pudo de la tumba. Estaba observando el destrozo satisfecha cuando notó una mano en el brazo.



–Pero en nombre de Dios, ¿qué está haciendo? –le dijo aquel hombre alto y corpulento.

Ella sonrió feliz.

–Soy la futura señora Göring. Sé que Hermann no cree que Carin merezca una tumba tan bonita, así que he venido a arreglarlo, y ahora tengo que ir con él.

Dagmar no dejaba de sonreír, pero el hombre la miraba con amargura. Murmurando algo para sus adentros y meneando la cabeza, la arrastró tirándole del brazo hasta la iglesia.

Una hora después, cuando llegó la Policía, Dagmar seguía sonriendo.

 

La casa adosada de Falkeliden resultaba a veces demasiado pequeña. Dan iba a pasar el fin de semana con los niños en Gotemburgo, en casa de su hermana, y durante el desconcierto que originó aquella mañana la operación maletas, Anna sintió que estorbaba en todas partes. Además, había tenido que ir varias veces a la gasolinera para comprar caramelos, refrescos, fruta y tebeos para el viaje.

–¿Lo tenéis todo? –Anna observaba la montaña de maletas y de trastos que se alzaba en la entrada.

Dan no paraba de ir y venir del coche para colocarlo todo. Ella ya sabía que no habría sitio, pero ese no era su problema. Fue Dan el que les dijo a los niños que hicieran el equipaje ellos mismos y que podían llevar lo que quisieran.

–¿De verdad que no quieres venir? No me quedo tranquilo dejándote aquí sola después de lo que pasó ayer.

–Gracias, pero estoy bien. La verdad, no me sentará mal estar sola unos días. –Miró a Dan como suplicándole que la comprendiera y no se sintiera herido.

Él asintió y la abrazó.

–Lo entiendo perfectamente, cariño. No tienes que explicarme nada. Pasarás un par de días tranquilamente, pensando solo en ti. Come bien, ve a la piscina a hacerte esos largos que tan bien te sientan y tanto te gustan, sal de compras... Bueno, haz lo que quieras, con tal de que la casa siga en pie cuando yo vuelva. –Le dio otro abrazo y reanudó la tarea de acarrear el equipaje.

Anna notó un nudo en la garganta. Estuvo a punto de decir que acababa de arrepentirse, pero se mordió la lengua. En aquellos momentos necesitaba tiempo para pensar, y no era solo por el miedo que había pasado el día anterior. Tenía la vida por delante y, aun así, no podía dejar de mirar en el retrovisor del tiempo. Había llegado el momento de decidirse. ¿Cómo iba a conseguir librarse del pasado y encarar el futuro?

–¿Por qué no vienes con nosotros, mamá? –le preguntó Emma tirándole de la manga.

Anna se agachó y se dio cuenta de lo mucho que había crecido su hija. Empezó el estirón en primavera, siguió en verano, y ahora era una niña mayor.

–Ya te lo he dicho, tengo muchas cosas que hacer.

–Ya, ¡pero es que vamos a Liseberg! –Emma la miraba como si no estuviera en su sano juicio. Para una niña de ocho años, perderse voluntariamente una visita al parque de atracciones era, seguramente, tanto como haber perdido el juicio.

–La próxima vez iré con vosotros. Además, ya sabes lo cobarde que soy. De todos modos, no me atrevería a subirme en ninguna atracción. Tú eres mucho más valiente que yo.

–Sí, eso es verdad. –Emma levantó la barbilla llena de orgullo–. Me voy a subir en la montaña rusa, donde ni papá se atreve a subirse.

No importaba cuántas veces oyera a Emma y a Adrian llamar papá a Dan, siempre la conmovía. Y esa era otra de las razones por las que necesitaba aquellos dos días de soledad. Tenía que encontrar un modo de curarse del todo. Por el bien de la familia.

Le dio a su hija un beso en la mejilla.

–Nos vemos el domingo por la noche.

Emma salió corriendo en dirección al coche y Anna se apoyó en el quicio de la puerta, con los brazos cruzados, dispuesta a disfrutar del espectáculo de la partida. Dan estaba ya un poco sudoroso, y había empezado a comprender lo imposible de la empresa.

–Por Dios bendito, ¡cuántas cosas llevan! –dijo secándose la frente.

El maletero estaba ya a rebosar y aún quedaban montones de cosas en la entrada.

–¡No digas nada! –le dijo a Anna, señalándola con el dedo.

Ella respondió sin alterarse:

–No diré nada, descuida. Ni una palabra.

–¡Adrian! ¿De verdad tienes que llevarte a Dino? –preguntó Dan, que tenía en la mano el peluche favorito de Adrian, un dinosaurio gigante que Erica y Patrik le habían regalado al pequeño por Navidad.

–¡Si no viene Dino, yo tampoco voy! –gritó Adrian tirando de dinosaurio.

–¿Lisen? –dijo Dan–. ¿Tienes que llevarte todas las Barbies? ¿No basta con las dos que más te gusten?

Lisen empezó a llorar sin mediar palabra, y Anna meneó la cabeza, antes de mandarle un beso a Dan.

–Esta es una batalla en la que no pienso intervenir. No podemos permitir que nos ganen a los dos. Que lo pases bien.

Entró en la casa y subió al dormitorio. Se tumbó en la colcha y encendió con el mando el televisor. Después de meditarlo bien un rato, se decidió por Oprah, en la tres.

Sebastian arrojó el bolígrafo sobre el cuaderno con un gesto de irritación. A pesar de que todo había ido según sus planes, no conseguía estar de buen humor.

Le encantaba la sensación de controlar a Percy y a Josef, y los negocios que tenían juntos estaban a punto de convertirse en una buena fuente de ingresos para él. A veces no entendía a la gente. Nunca se le habría ocurrido plantearse siquiera hacer negocios con alguien como él, pero ellos estaban desesperados, cada uno a su modo: Percy, por miedo a que le arrebataran la herencia paterna; Josef, por la búsqueda desesperada del desagravio y por afirmar la memoria de sus padres. Comprendía mejor los motivos de Percy que los de Josef. Aquel estaba a punto de perder algo muy importante: dinero y estatus. Las razones de Josef, en cambio, constituían un misterio para él. ¿Qué podía importar lo que hiciera a aquellas alturas? Además, la idea de construir un museo sobre el Holocausto era un despropósito. Jamás sería rentable y, si Josef no fuera un completo idiota, lo habría comprendido perfectamente.

Se levantó y se acercó a la ventana. El puerto estaba lleno de barcos con bandera noruega, y en la calle se oía hablar noruego por todas partes. Por él, estupendo: había cerrado varios negocios inmobiliarios suculentos con los noruegos. Las fortunas procedentes del petróleo los animaban a gastar dinero, y habían pagado unos precios astronómicos por casas con vistas al mar en la costa oeste sueca.

Al cabo de unos instantes, terminó por dirigir la vista hacia Valö. ¿Por qué tenía que venir Leon a removerlo todo? Pensó en Leon y John. En realidad, también tenía poder sobre ellos dos, pero siempre había sido lo bastante sensato como para no utilizarlo. Como el depredador que era, había preferido identificar a los individuos más débiles de la manada y a separarlos de los demás. Ahora, Leon quería reunirlos otra vez, y Sebastian tenía la sensación de que él no ganaría nada con ello. Sin embargo, las cosas habían empezado a moverse y estaban como estaban. Y él no era de los que se preocupaban por aquello que no podía controlar.

Erica se quedó mirando por la ventana hasta que vio el coche de Patrik alejándose por la carretera. Luego se puso en marcha. Vistió a los niños a toda prisa y los sentó en el coche. Le dejó una nota a Ebba, que seguía durmiendo, diciéndole que había salido a hacer un recado y que abriera el frigorífico y se sirviera lo que quisiera para desayunar. Le había enviado un mensaje a Gösta en cuanto se despertó, así que sabía que los estaba esperando.

–¿Adónde vamos? –preguntó Maja desde el asiento de atrás, con la muñeca bien agarrada en el regazo.

–A ver al tío Gösta –dijo Erica, que comprendió en el acto que, inevitablemente, Maja se chivaría a Patrik. En fin, tarde o temprano, él se enteraría de su acuerdo con Gösta. Y le preocupaba más el hecho de haberse callado sus sospechas de que alguien hubiera entrado en casa.

Tomó el desvío hacia Anrås y trató de no pensar en quién habría estado hurgando en su despacho. En realidad, ya conocía la respuesta. O mejor dicho: solo existían dos posibilidades. O bien era alguien que pensaba que ella había conseguido información delicada sobre los sucesos en el internado, o bien guardaba relación con su visita a John Holm y con el papel que se llevó cuando fue a visitarla. Y teniendo en cuenta cuándo habían irrumpido en su casa, se inclinaba más por la segunda opción.

–¿Has traído a toda la pandilla? –dijo Gösta cuando abrió la puerta. Pero el brillo que se le veía en los ojos anulaba el tono de decepción.

–Si tienes algún objeto valioso heredado de tus mayores, te aconsejo que lo quites de en medio ahora mismo –dijo Erica mientras les quitaba los zapatos a los niños.

A los gemelos les dio un ataque de timidez y se agarraron a las piernas de su madre, pero Maja extendió los brazos y le dijo con entusiasmo:

–¡Tío Gösta!

Él se quedó helado unos segundos, sin saber exactamente cómo recibir semejante manifestación de cariño. Luego se le dulcificó el semblante y, con ella en brazos, le dijo:

–¡Pero qué niña más bonita! –Luego la llevó dentro y añadió sin volverse atrás–: He puesto la mesa en el jardín.

Erica los siguió con un gemelo en cada brazo. Inspeccionó con curiosidad la casa de Gösta, que, casualmente, estaba muy cerca del campo de golf. No sabía con exactitud qué se había esperado, pero no era la triste morada de un soltero, sino un hogar agradable y ordenado, con plantas frondosas en las ventanas. El jardín de la parte trasera también estaba mejor cuidado de lo normal, aunque era tan pequeño que no exigiría mucho trabajo.

–¿Pueden beber zumo y comer bollos o sois de los padres que piensan que todo tiene que ser saludable y ecológico? –Gösta sentó a Maja en una silla.

Erica no pudo por menos de sonreír para sus adentros y de preguntarse si no se pasaría el tiempo libre leyendo la revista Mama.

–Zumo y bollos suena perfecto, gracias –dijo, al tiempo que sentaba a los gemelos.

Maja vio unos arbustos de frambuesa y, con un grito de entusiasmo, saltó de la silla y echó a correr hacia ellos.

–¿Puede recoger frambuesas? –Erica conocía a su hija lo suficiente como para saber que, al cabo de un rato, no quedarían ni los frutos verdes.

–Déjala que coma –dijo Gösta, y sirvió el café en las tazas–. De todos modos, los únicos que las disfrutan son los pájaros. Maj-Britt hacía mermelada y zumo con ellas, pero a mí no se me dan bien esas cosas. Ebba... –Gösta se interrumpió y apretó los labios mientras removía el azucarillo en la taza.

–¿Sí? ¿Qué pasa con Ebba? –preguntó Erica pensando en la expresión de la joven durante la travesía desde Valö. La mezcla de alivio y preocupación, y cómo parecía debatirse entre las ganas de quedarse y las de irse.

–Ebba también se ponía a comer y no paraba hasta no dejar una –dijo Gösta, aunque a regañadientes–. En fin, el verano que estuvo con nosotros no hubo ni zumo ni mermelada. Pero Maj-Britt estaba la mar de contenta. Era una maravilla ver a la pequeña delante del arbusto, con el pañal mondo y lirondo y el zumo de frambuesa chorreándole por la barriga.

–¿Es que Ebba estuvo viviendo con vosotros?

–Sí, pero solo aquel verano, antes de mudarse con la familia de Gotemburgo.

Erica se quedó en silencio un buen rato, tratando de digerir lo que Gösta acababa de decirle. Qué curioso. Cuando estuvo investigando sobre la familia y la desaparición, no encontró nada de que Ebba hubiese estado viviendo con Gösta y Maj-Britt. Ahora se explicaba el interés de Gösta en el caso.

–¿No os planteasteis quedaros con ella?

Gösta permaneció con la vista clavada en la taza, sin dejar de remover con la cucharilla. Por un instante, Erica lamentó haber preguntado. A pesar de que no la estaba mirando, creyó ver que se le empañaba la vista. Luego carraspeó un poco y tragó saliva.

–Que si nos lo planteamos... Lo pensamos y lo hablamos muchas veces. Pero Maj-Britt decía que no podríamos darle todo lo que necesitaba. Y yo me dejé convencer. Supongo que creíamos que no teníamos mucho que ofrecerle.

–¿Mantuvisteis algún contacto con ella después de que la llevaran a Gotemburgo?

Gösta pareció dudar. Luego respondió.

–No, pensamos que sería más fácil para todos interrumpir el contacto por completo. El día que se fue... –se le quebró la voz y no pudo terminar la frase, pero Erica comprendió sin necesidad de más explicaciones.

–¿Y cómo te has sentido al verla ahora?

–Es un tanto extraño, claro. Es una mujer adulta y no la conozco. Al mismo tiempo, reconozco en ella a la niña de antaño, la misma que se comía las frambuesas del arbusto y que te respondía con una sonrisa en cuanto la mirabas.

–Pues ahora no sonríe mucho que digamos.

–No, ya no. –Gösta frunció el ceño–. ¿Sabes lo que le pasó a su hijo?

–No, y no he querido preguntar. Pero Patrik y Paula van ahora camino de Gotemburgo para hablar con los padres adoptivos de Ebba. Seguro que ellos les dan más información.

–No me gusta su marido –añadió Gösta alargando el brazo en busca de un bollo.

–¿Mårten? Yo no le veo nada de malo. Lo que ocurre es que parece que tienen problemas en su relación. Deben superar la pérdida de un hijo, y yo sé por mi hermana lo mucho que eso puede afectar a las relaciones de pareja. Un dolor compartido no tiene por qué unir a dos personas.

–Sí, en eso tienes razón. –Gösta asintió y Erica cayó en la cuenta de que él sabía muy bien a qué se refería. Él y Maj-Britt habían perdido a su primer y único hijo unos días después de que naciera. Y después, perdieron a Ebba.

–¡Mira, tío Gösta! ¡Hay montones de frambuesas! –gritó Maja desde los arbustos.

–Pues tú come y no te preocupes –le respondió con el mismo brillo de antes en los ojos.

–Oye, ¿no querrías hacer de canguro alguna vez? –dijo Erica, medio en broma y medio en serio.

–Con los tres no creo que pueda, pero a la niña puedes dejármela si necesitas ayuda alguna vez.

–Tomo nota. –En ese momento, Erica decidió que ya procuraría ella que Gösta tuviera que quedarse con Maja. Aunque su hija no era tímida precisamente, la niña y el colega gruñón de Patrik habían congeniado muy bien, y estaba claro que en el corazón de Gösta había un vacío que Maja podía contribuir a colmar.

–¿Qué opinas tú de lo que pasó ayer?

Gösta meneó la cabeza.

–No tengo ni idea. La familia desapareció en 1974; seguramente, los asesinaron. Luego, en todos estos años, no pasa nada hasta ahora, coincidiendo con el regreso de Ebba a la isla. Entonces se arma la gorda. ¿Por qué?

–No puede ser porque ella fuera testigo de nada. Ebba era muy pequeña y es imposible que conserve ningún recuerdo de lo que sucedió.

–No, en todo caso, lo que yo creo es que alguien quería evitar que ella y Mårten encontraran la sangre. Pero eso no explica los disparos de ayer, porque ya la habían descubierto.

–Ya, pero las tarjetas de las que nos habló Mårten indican que hay alguien que quiere hacerle daño a Ebba. Y dado que las lleva recibiendo desde 1974, podemos concluir que todo lo que le ha ocurrido a Ebba la última semana está relacionado con la desaparición. Por más que hasta ahora el mensaje no fuera amenazador.

–Ya, yo...

–¡¡Maja!! ¡No empujes a Noel! –Erica se levantó de un salto y se acercó corriendo a los niños, que estaban enredando de lo lindo junto a los arbustos.

–Es que Noel se ha llevado una frambuesa que era mía. Es que... ¡se la ha comido! –lloriqueó Maja, dando una patada en el aire en dirección a Noel.

Erica agarró a la niña del brazo y la miró muy seria.

–¡Ya vale! Ni una patada más a tu hermano. Y además, quedan montones de frambuesas –dijo señalando el arbusto, curvado bajo el peso de toda la fruta roja y madura.

–¡Ya, pero yo quería esa! –La cara de Maja daba a entender hasta qué punto se consideraba maltratada, y cuando Erica la soltó para consolar a Noel, ella aprovechó para salir corriendo.

–¡Tío Gösta! Noel me ha quitado la frambuesa –sollozó.

Él se quedó mirando aquella figura toda llena de churretes y se sentó a la niña en las rodillas, donde Maja se acurrucó hasta hacerse una bola digna de compasión.

–Ya está, ya está, bonita –dijo Gösta acariciándole el pelo, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida que consolar a niños de tres años–. Verás, es que esa frambuesa no era la mejor de todas.

–Ah, ¿no? –Maja dejó de llorar en el acto y levantó la vista hacia Gösta.

–No, yo sé exactamente dónde están las mejores. Pero será nuestro secreto. No puedes decírselo a tus hermanos. Ni siquiera a tu madre.

–Te lo prometo.

–Bueno, entonces, te creo –dijo Gösta, que se inclinó y le susurró algo al oído.

Maja lo escuchó con atención, luego se deslizó hasta el suelo y puso rumbo al arbusto otra vez. Noel ya estaba tranquilo y Erica volvió y se sentó a la mesa.

–¿Qué le has dicho? ¿Dónde están las mejores frambuesas?

–Podría revelártelo, pero luego tendría que matarte –dijo Gösta con una sonrisa.

Erica miró hacia el arbusto. Allí estaba Maja, de puntillas, alargando el brazo en busca de las frambuesas que estaban demasiado alto como para que los gemelos las alcanzaran.

–Vaya, sí que eres listo –dijo riendo–. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, el intento de asesinato de ayer. Tenemos que encontrar un modo de seguir adelante. ¿Has podido averiguar dónde fueron a parar los enseres de la familia? Sería de muchísima utilidad tenerlos y echarles un vistazo. ¿Tú crees que alguien los tiró? ¿No irían allí después a hacer limpieza? ¿Lo hacían todo ellos, incluida la limpieza y el cuidado del jardín?

Gösta se levantó de la silla de repente.

–Pero ¡por Dios bendito! ¡Mira que soy tonto! A veces creo que me estoy volviendo senil de verdad.

–¿Qué pasa?

–Debería haberlo pensado antes... Pero claro, es que él era casi parte del inventario. Lo que, por otro lado, debería haberme llamado la atención.

Erica lo miraba atónita.

–Pero ¿de quién hablas?

–De Olle el Chatarrero.

–¿Olle el Chatarrero? ¿Te refieres al señor que tiene el depósito en Bräcke? ¿Y qué tiene que ver él con Valö?

–Él iba y venía como se le antojaba, y nos ayudaba cuando lo necesitábamos.

–¿Y tú crees que Olle el Chatarrero se llevó las cosas?

Gösta se encogió de hombros.

–Sería una explicación. Ese hombre recoge todo tipo de cosas, y si nadie reclamó los enseres, no me sorprendería que se lo llevara todo.

–La cuestión es si aún los conserva.

–Quieres decir si Olle el Chatarrero no habrá hecho limpieza y habrá tirado algo, ¿no?

Erica se echó a reír.

–No, claro. Si se llevó los muebles y demás, seguro que todavía los tiene. Pues quizá deberíamos ir a hablar con él.

Ya había empezado a levantarse de la silla, pero Gösta le indicó que se sentara.

–Tranquila, tranquila, si están en la chatarra, llevan allí más de treinta años. No creo que vayan a desaparecer hoy mismo. Y no es sitio al que llevar a los niños. Lo llamaré luego y, si todavía lo tiene todo, vamos cuando tengas canguro.

Erica sabía que Gösta tenía razón, pero no conseguía deshacerse del nerviosismo.

–¿Cómo está ella? –preguntó Gösta, y a Erica le llevó un instante caer en la cuenta de quién hablaba.

–¿Ebba? Pues sí, estaba hecha polvo. Era como si, a pesar de todo, le sentara bien alejarse de la isla un tiempo.

–Y del tal Mårten.

–Bueno, yo creo que te equivocas con él, pero también que tienes razón en eso. Están siempre juntos, las veinticuatro horas, agobiándose el uno al otro. Ella ha empezado a sentir curiosidad por su familia, y he pensado enseñarle lo que he conseguido recabar en cuanto llegue a casa y se hayan dormido los gemelos.

–Seguro que te lo agradece. Es una historia enrevesada, cuando menos.

–Sí, desde luego. –Erica apuró el café con un gesto de disgusto al notar que se había enfriado–. Por cierto, he estado hablando con Kjell, del Bohusläningen. Me ha facilitado algunos datos del pasado de John.

Acto seguido, le refirió a Gösta la tragedia familiar que explicaba el sendero de odio emprendido por John. Y le habló del papel que había encontrado y que, hasta el momento, no se había atrevido a mencionarle.

–¿Gimlé? No tengo ni idea de lo que significa. Pero eso no tiene por qué guardar relación con Valö.

–No, pero puede haberlo puesto lo bastante nervioso como para enviar a alguien a buscarlo a mi casa –dijo antes de pensarlo.

–¿Os han entrado a robar? ¿Y qué ha dicho Patrik?

Erica guardó silencio y Gösta se la quedó mirando atónito.

–¿Es que no le has dicho nada? –preguntó con voz chillona–. ¿Hasta qué punto estás segura de que los culpables han sido John y sus secuaces?

–Bueno, no lo sé a ciencia cierta, es una suposición, y además, no tiene mayor importancia. Entraron por la puerta de la terraza, estuvieron husmeando en mi despacho y trataron de entrar en el ordenador, pero no lo consiguieron. Doy gracias de que no se llevaran el disco duro.

–Patrik se pondrá hecho una fiera cuando se entere. Y si además, se entera de que yo lo sabía y no le había dicho nada, se pondrá como una fiera conmigo también.

Erica lanzó un suspiro.

–Vale, se lo cuento. Pero lo interesante de todo esto es que hay algo en mi despacho por lo que alguien se ha arriesgado a entrar indebidamente en mi casa. Y estoy por creer que es ese documento.

–¿Y John Holm iba a hacer algo así? Los Amigos de Suecia se juegan mucho si sale a la luz que ha entrado indebidamente en casa de un policía.

–Puede, si es lo bastante importante. Pero se lo he dejado a Kjell, él se encargará de averiguar qué importancia tiene ese papel.

–Me parece bien –dijo Gösta–. Y se lo cuentas a Patrik esta misma noche, cuando llegue a casa. De lo contrario, la cosa se pondrá fea para mí también.

–Que sí, tranquilo –dijo Erica con tono cansino. La verdad, no le apetecía lo más mínimo, pero tenía que hacerlo.

Gösta meneó la cabeza.

–Me pregunto si Patrik y Paula conseguirán algo más de información en Gotemburgo. Empiezo a creer que más bien no...

–Ya, bueno, pero también nos queda la esperanza de Olle el Chatarrero –dijo Erica, encantada de cambiar de tema.

–Sí, siempre nos queda la esperanza –dijo Gösta.

 


Capítulo 17


Date: 2015-12-17; view: 566


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