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Fjällbacka, 1931

Notaba los ojos clavados en la nuca. La gente creía que Dagmar no se enteraba de nada, pero a ella no la engañaban, y mucho menos la engañaba Laura. Su hija era muy buena actriz y se ganaba las simpatías de todos. Se lamentaban de que tuviera que hacer de ama de casa, siendo tan pequeña, y les daba mucha pena que tuviera una madre como Dagmar. Nadie veía cómo era Laura en realidad, pero Dagmar tenía más que calada su mojigatería. Sabía lo que ocultaba debajo de aquella apariencia tan perfecta. Laura vivía bajo la misma maldición que ella. Estaba marcada, aunque con una marca invisible que llevaba bajo la piel. Compartían el mismo destino, y no permitiría que su hija se hiciera ilusiones.

Dagmar se estremeció ligeramente en la silla, ante la mesa de la cocina. Con el trago de la mañana se había comido una galleta de pan sin fiambre, y la desmenuzó cuanto pudo con mala intención. Laura detestaba que hubiera migas en el suelo, y no se quedaría tranquila hasta haberlas barrido todas. Algunas habían caído en la mesa, y las echó al suelo con la mano. Así tendría la niña algo que hacer cuando llegara del colegio.

Tamborileaba nerviosa sobre el mantel de flores. Vivía presa de un desasosiego al que necesitaba dar salida como fuera, y hacía mucho que no era capaz de estar sentada tranquilamente. Doce años habían pasado desde que Hermann la abandonó. A pesar de todo, aún podía sentir sus manos en todo el cuerpo, un cuerpo que había cambiado tanto que ya no era el de la joven de entonces.

La ira que había sentido contra él en aquella habitación estrecha e impoluta del hospital se había esfumado. Lo quería, y él también la quería. Nada había resultado como ella lo imaginó, pero era un alivio saber quién era el culpable. Cada minuto de vigilia, y hasta en sueños, veía ante sí el semblante de Carin Göring, siempre con una expresión altiva, burlona. Había quedado más que claro que disfrutó viendo la humillación de ella y de Laura. Dagmar tamborileó con más ímpetu en la mesa. El recuerdo de Carin no le daba tregua y, gracias a él y al alcohol, se mantenía en pie día tras día.

Alargó el brazo en busca del periódico que tenía encima de la mesa. Dado que no podía permitirse comprar la prensa, robaba los ejemplares atrasados de los rollos de devolución que dejaban detrás de la tienda para que los recogieran. Examinaba siempre todas las páginas con atención, porque de vez en cuando encontraba algún artículo sobre Hermann. Había vuelto a Alemania, y el nombre de Hitler, que él había gritado en el hospital, aparecía en más de una ocasión. Al leer acerca de Hermann, notaba que la exaltación le crecía por dentro. Su Hermann era el hombre de los periódicos, no aquel gordo seboso que gritaba vestido con un pijama de hospital. Ahora llevaba de nuevo uniforme y, aunque ya no era tan esbelto y musculoso como antes, volvía a ser un hombre poderoso.



Aún le temblaban las manos cuando abrió el periódico. El trago de la mañana parecía tardar cada vez más en surtir efecto. Lo mejor sería tomarse otro sin más espera. Dagmar se levantó y se sirvió un buen vaso. Se lo tomó de un trago y notó que el calor le calmaba los temblores en el acto. Luego se sentó otra vez a la mesa y empezó a hojear el periódico.

Casi había llegado a la última página cuando vio el artículo. Las letras empezaban a bailarle y se esforzó en concentrarse en el titular: «Entierro de la esposa de Göring. Hitler envía una corona».

Dagmar examinó las dos fotografías. Luego se le extendió una sonrisa por el semblante. Carin Göring estaba muerta. Era verdad, y Dagmar estalló en una carcajada. Ahora Hermann no tenía ningún obstáculo. Ahora podría volver con ella por fin. Dagmar se puso a zapatear en el suelo.

 

En esta ocasión fue a la cantera de granito él solo. En honor a la verdad, a Josef no le gustaba demasiado estar en compañía de otras personas. Solo hallaría lo que buscaba mirando en su interior. Nadie más podía dárselo. A veces pensaba que le habría gustado ser de otra manera, o más bien, ser como todo el mundo. Poder sentir que era miembro de algo, que formaba parte de algo, pero ni siquiera a su familia le permitía ese grado de intimidad. Tenía en el pecho un nudo demasiado fuerte, y se sentía como un niño con la nariz pegada al escaparate de una tienda de juguetes, viendo todo lo que había dentro pero sin atreverse a abrir la puerta. Algo le impedía entrar, alargar la mano sin más.

Se sentó en un bloque de piedra y otra vez se le fue el pensamiento al recuerdo de sus padres. Habían transcurrido diez años de su muerte, pero aún se sentía perdido sin ellos. Y se avergonzaba por haberles ocultado aquel secreto. Su padre siempre había subrayado la importancia de la confianza, de ser honrado y decir la verdad, y le había dado a entender que sabía que Josef le ocultaba algo. Pero ¿cómo iba a contárselo? Había secretos demasiado grandes y sus padres habían sacrificado tanto por él...

En la guerra lo perdieron todo: familia, amigos, posesiones, seguridad, su hogar... Todo salvo la fe y la esperanza de una vida mejor. Mientras ellos sufrían, Albert Speer se paseaba por la cantera mandando y disponiendo, y allí fue donde encargó la piedra con la que construirían la ciudad más importante de un reino conquistado con sangre. En realidad, Josef no sabía si Speer había estado allí en persona, pero seguro que alguno de sus secuaces había recorrido aquel lugar de las afueras de Fjällbacka.

La guerra no le parecía un suceso histórico lejano. Todos los días de su infancia oyó contar las historias de cómo perseguían a los judíos, cómo los traicionaban, cómo olía el humo que ascendía flotando de las chimeneas de los campos de concentración, cómo se reflejaba el desastre en la expresión aterrada de los soldados libertadores. Cómo Suecia los recibió con los brazos abiertos al tiempo que se negaba a reconocer su participación en la guerra. Su padre le hablaba de aquello todos los días, de que su nuevo país debía levantarse un día y reconocer los delitos cometidos. Josef lo tenía grabado en la memoria como los números que sus padres tenían tatuados en los brazos.

Con las manos entrelazadas, rogó mirando al cielo. Pidió fuerza para administrar bien su herencia, para ser capaz de enfrentarse a Sebastian y al pasado, que ahora amenazaba con destruir su proyecto. Los años habían pasado muy deprisa, y él había aprendido a olvidar. Uno podía crearse una historia. Él se había esforzado por borrar aquella parte de su vida y deseaba que Sebastian hubiera hecho lo mismo.

Josef se levantó y se sacudió el polvo del pantalón. Esperaba que Dios hubiese oído las plegarias que había elevado en aquel lugar, símbolo de cómo podían haber sido las cosas y de cómo iban a ser en lo sucesivo. Con aquella piedra, Josef crearía conocimiento, y del conocimiento nacerían la comprensión y la paz. Pagaría la deuda que había contraído con sus antepasados, los judíos torturados y oprimidos. Después, una vez cumplida su misión, también quedaría erradicada para siempre la vergüenza.

Sonó el móvil y Erica rechazó la llamada. Era la editorial y, fuera cual fuera el motivo, llevaría seguramente un tiempo que ella no tenía.

Por enésima vez, miró bien el despacho. Detestaba la sensación de que alguien hubiese estado allí husmeando entre cosas que consideraba absolutamente privadas. ¿Quién sería, y qué habría estado buscando? Estaba tan absorta en sus pensamientos que dio un respingo en la silla cuando oyó que la puerta de entrada se abría y se cerraba otra vez.

Bajó a toda prisa y allí estaban Patrik y Gösta, en el recibidor.

–Hola, ¿vosotros por aquí?

Gösta no sabía dónde poner la vista y parecía nervioso, cuando menos. El acuerdo al que habían llegado no era un secreto que llevara con serenidad, y Erica no pudo evitar torturarlo un poco.

–Vaya, Gösta, hacía siglos que no nos veíamos. ¿Cómo estás? –A Erica le costó un mundo contener la risa al ver que Gösta se ponía como un tomate hasta las orejas.

–Mmm... Desde luego... –musitó mirando al suelo.

–¿Qué tal por aquí? ¿Todo en orden? –preguntó Patrik.

Erica volvió a ponerse seria enseguida. Por un instante, había olvidado que alguien había entrado en su casa. Comprendió que debería contarle a Patrik sus sospechas pero, por el momento, no tenía ninguna prueba; en cierto modo, era una suerte que no hubiera respondido al móvil cuando lo llamó antes. Erica sabía muy bien lo mucho que se preocupaba cuando ocurría algo que afectara a la familia. No era impensable que la mandara con los niños a algún sitio, si creía que alguien había entrado en casa. Bien mirado, era mejor esperar, aunque no pudiera aplacar su preocupación. La corroía por dentro y no apartaba la mirada de la puerta de la terraza, como si alguien pudiera entrar por ella en cualquier momento.

Iba a contestar cuando Kristina apareció del lavadero, con los niños pisándole los talones en fila india.

–Hombre, Patrik, ¿tú por aquí a estas horas? ¿Sabes lo que ha pasado hace un momento? Vamos, a punto ha estado de darme un infarto. Estaba en la cocina haciéndoles tortitas a los niños cuando veo a Noel que iba derecho hacia la calle, todo lo deprisa que le permitían esas piernecillas, y que sepas que he conseguido agarrarlo en el último instante. Quién sabe lo que podría haber ocurrido si no. Y es que no podéis olvidaros de cerrar bien la puerta de la terraza, porque estos pequeñuelos son como el rayo. La cosa puede acabar muy mal y luego lo estaremos lamentando el resto de nuestras vidas...

Erica miraba a su suegra fascinada, preguntándose si no pensaba hacer un alto para respirar.

–Se me ha olvidado cerrar la puerta de la terraza –le dijo a Patrik sin mirarlo a la cara.

–Bueno, pues muy bien, mamá. Tendremos que ser más cuidadosos ahora que empiezan a moverse tanto. –Cazó al vuelo a los gemelos, que llegaron corriendo, y se le arrojaron en los brazos.

–Hola, tío Gösta –dijo Maja.

Gösta se puso rojo otra vez y miró a Erica desesperado. Pero Patrik no notó nada, ocupado como estaba jugando con los pequeños.

Al cabo de un rato, le dijo a Erica:

–Bueno, solo veníamos a recoger mi móvil, ¿lo has visto?

Erica señaló la cocina.

–Te lo dejaste en la encimera esta mañana.

Patrik fue a buscarlo.

–Me has llamado hace un momento. ¿Qué querías?

–No, nada, solo quería decirte que te quiero –dijo, con la esperanza de que él no la descubriera.

–Yo también te quiero, cariño –dijo Patrik distraído, sin apartar la vista de la pantalla–. Vaya, además, tengo cinco llamadas perdidas de Annika. Será mejor que la llame enseguida a ver qué ha pasado.

Erica trató de pescar algo de la conversación, pero Kristina no paraba de parlotear con Gösta, así que solo captó alguna que otra palabra suelta. La expresión de Patrik al colgar le dijo mucho más.

–Un tiroteo en Valö. Alguien ha disparado desde fuera contra una ventana. Anna también está allí. Ha sido ella la que ha avisado, según Annika.

Erica ahogó un grito con la mano.

–¿Anna? ¿Está bien? ¿La han herido? ¿Quién...? –Era consciente de lo incoherente que sonaba, pero lo único en lo que podía pensar era si le habría pasado algo a su hermana.

–Creo que nadie está herido. Esa es la buena noticia. –Se volvió hacia Gösta–. La mala noticia es que, como le ha sido imposible localizarnos, Annika ha tenido que llamar a Mellberg.

–¿A Mellberg? –preguntó Gösta con el temor en la cara.

–Pues sí. Tenemos que llegar allí lo antes posible.

–¿Cómo vais a ir a un sitio donde hay gente disparando? –preguntó Kristina con los brazos en jarras.

–Tenemos que ir, es mi trabajo –dijo Patrik un tanto irritado.

Kristina lo miró ofendida, levantó la barbilla y se fue al salón.

–Voy con vosotros –dijo Erica.

–Ni lo sueñes.

–Por supuesto que voy. Anna está allí, así que pienso ir.

Patrik la miró fijamente.

–Allí hay un loco disparándole a la gente. No vienes y punto.

–Pero habrá varios policías, ¿qué puede pasar? Estaré más segura que nunca –dijo, atándose los cordones de las deportivas blancas.

–¿Y quién se queda con los niños?

–Seguro que Kristina se puede quedar cuidándolos un rato más. –Se incorporó y le dijo a Patrik con la mirada que no valía la pena seguir protestando.

Camino del embarcadero, Erica notó que la preocupación por su hermana crecía con cada latido. Patrik podía refunfuñar todo lo que quisiera. Anna era responsabilidad suya.

–¿Pyttan? ¿Estás ahí? –Presa del desconcierto, Percy daba vueltas por la casa. Su mujer no le había dicho que fuera a salir.

Habían ido a pasar unos días a Estocolmo para asistir a una fiesta de cumpleaños que no se podían perder, porque era de un amigo que cumplía sesenta años. Buena parte de lo más granado de la nobleza sueca aparecería por allí para brindar por el homenajeado, además de algunos peces gordos del mundo empresarial. Cierto que a ellos no los consideraban peces gordos. La jerarquía era muy clara, y tanto daba si eras director ejecutivo de alguna de las grandes compañías de Suecia, si no tenías el linaje adecuado y el apellido adecuado, y si no habías estudiado en los colegios adecuados.

Él cumplía todos los requisitos. Por lo general, ni siquiera se paraba a pensarlo. Así había sido toda su vida; para él era algo tan natural como respirar. El problema era que ahora corría el riesgo de convertirse en un conde sin palacio, lo que afectaría en grado sumo a su posición. No quedaría en un nivel tan bajo como los nuevos ricos, pero lo degradarían.

En el salón, se detuvo junto al carrito de las bebidas y se sirvió un whisky. Un Mackmyra Preludium, cerca de cinco mil coronas la botella. Jamás se le ocurriría tomar otro de menos calidad. El día que se viera obligado a beber Jim Beam, bien podría echar mano del viejo Luger de su padre y pegarse un tiro en la sien.

Lo que más lo atormentaba era la certeza de haber decepcionado a su padre. Él era el primogénito y siempre había recibido un trato especial, lo cual no había sido motivo de lamentaciones en la familia. Con serenidad y con una frialdad absoluta, el padre les explicó a los dos hijos menores que «Percy es especial, será él quien lo herede todo un día». En secreto, él se alegraba de los momentos en que su padre ponía a los hermanos en su sitio. En cambio, cerraba los ojos cuando veía la decepción en el semblante de su padre. Sabía que lo consideraba pusilánime, timorato y consentido, y seguramente era verdad que su madre había sido algo sobreprotectora con él, pero ella le había contado muchas veces lo cerca que había estado de morir. Nació casi dos meses antes de tiempo, menudo como un pajarillo. Los médicos les dijeron a sus padres que no contaran con que fuera a sobrevivir, pero él fue fuerte, por primera y última vez en su vida. Contra todo pronóstico, sobrevivió, aunque con una salud endeble.

Contempló la vista de Karlaplan. El piso tenía un hermoso mirador hacia la plaza despejada, con una fuente en el centro. Con el vaso de whisky en la mano, se quedó mirando el hormigueo de gente allá abajo. En invierno estaba totalmente desierta, pero ahora la gente llenaba los bancos, los niños jugaban y comían helados disfrutando del sol.

Se oyeron pasos en la escalera y aguzó el oído. ¿Sería Pyttan, que ya estaba de vuelta? Seguramente, habría salido para una ronda rápida de compras de última hora, y Percy esperaba que el banco no hubiese cancelado ya la tarjeta. Se le extendió el sentimiento de humillación por todo el cuerpo. No se explicaba cómo estaba construida aquella sociedad. ¡Mira que ir a pedirle a él una fortuna en impuestos! Panda de comunistas. Percy apretó el vaso. Mary y Charles se alegrarían si conocieran la magnitud de sus problemas económicos. Aún seguían difundiendo mentiras, diciendo que él los había echado de su casa y les había arrebatado lo que les pertenecía.

De repente, se le vino a la cabeza la isla de Valö. Si nunca hubiera ido allí... Entonces, nada de aquello habría sucedido, aquello en lo que él había decidido no pensar, pero que asomaba a veces a su conciencia.

Al principio pensó que cambiar de colegio era una idea excelente. El ambiente en Lundsberg se había vuelto insoportable desde que lo acusaron de ser uno de los que presenciaron, sin hacer nada, cómo algunos alumnos muy conocidos obligaron al saco de los palos del colegio a tragarse un montón de laxante poco antes de la fiesta de fin de curso en el salón de actos. El blanco de la ropa de verano se tiñó de marrón hasta la espalda.

Después de aquel incidente, el director le pidió a su padre que fuera a Lundsberg para hablar con él. El director quiso evitar el escándalo, y por eso no llegó a expulsarlo, pero animó a su padre a buscar otro colegio al que llevar a Percy. Su padre se puso fuera de sí. Percy no había hecho nada, solo mirar, y eso no era delito, ¿no? Al final su padre se dio por vencido y, tras un discreto sondeo en los círculos idóneos, llegó a la conclusión de que la mejor alternativa era el internado de Rune Elvander, en Valö. Su padre habría preferido enviar a Percy a algún centro en el extranjero, pero entonces su madre se puso firme por una vez: iría al internado de Rune, y allí adquiriría una serie de oscuros recuerdos que arrinconar en la memoria.

Percy dio un buen trago de su copa. El sentimiento de vergüenza se atenuaba al mezclarlo con un buen whisky, la vida se lo había enseñado. Miró a su alrededor. Le había dado vía libre a Pyttan para decorar el piso. Tanta blancura y tanta sobriedad no era lo que más le agradaba, pero mientras no tocara las habitaciones del palacio, en el apartamento podía hacer lo que quisiera. El palacio debía seguir tal y como estaba en tiempos de su padre, de su abuelo y de su bisabuelo. Era una cuestión de honor.

Sintió una vaga sensación de desasosiego en la boca del estómago y fue al dormitorio. Pyttan debería haber llegado a aquellas horas. Esa noche iban a un cóctel en casa de unos amigos, y ella solía empezar a arreglarse a primera hora de la tarde.

Todo estaba en orden, pero no se le iba la sensación. Dejó el vaso en la mesilla de noche de Pyttan y se acercó a la parte del armario donde ella tenía su ropa. Abrió la puerta y unas perchas se balancearon con la corriente. El armario estaba vacío.

Nadie creería que, hacía tan solo unas horas, se hubiera producido allí un tiroteo, pensó Patrik cuando atracó en el embarcadero. Todo estaba envuelto en una calma irreal.

Antes de que él hubiera echado amarras siquiera, Erica ya había saltado a tierra, y echó a correr hacia la casa, con ellos dos pisándole los talones. Corría tan deprisa que Patrik no consiguió alcanzarla y, cuando él llegó a la casa, ella ya estaba abrazando a Anna. Mårten y Ebba estaban en el sofá con aire abatido y a su lado se encontraba no solo Mellberg, sino también Paula.

Patrik no tenía ni idea de qué hacía allí, pero se alegró al pensar que, de ese modo, alguien le daría un parte más o menos sensato de lo ocurrido.

–¿Estáis todos bien? –preguntó al tiempo que se acercaba a Paula.

–Sí, sí, pero están un poco conmocionados, sobre todo Ebba, que estaba sola en la cocina cuando alguien efectuó varios disparos contra la ventana. No hemos visto nada que indique que el tirador siga por aquí.

–¿Habéis llamado a Torbjörn?

–Sí, el equipo está en camino. Pero puede decirse que Mellberg ya ha dado comienzo a la investigación técnica...

–Pues sí, he encontrado las balas –dijo Mellberg, y les mostró la bolsa–. Estaban más o menos superficiales y no me ha sido difícil sacarlas de la pared. El que efectuó los disparos debía de estar bastante lejos, a juzgar por la velocidad que han debido de perder los proyectiles.

A Patrik empezó a entrarle una rabia ingobernable, pero montar una escena no arreglaría nada, así que apretó los puños dentro de los bolsillos y respiró hondo. Llegado el momento, ya mantendría una conversación con Mellberg sobre las reglas que había que seguir siempre en el examen de la escena de un delito.

Se dirigió a Anna, que trataba de deshacerse del abrazo de Erica.

–¿Dónde estabas tú cuando se produjo el tiroteo?

–En el piso de arriba –dijo señalando la escalera–. Ebba acababa de bajar para poner café.

–¿Y tú? –le preguntó a Mårten.

–Yo estaba en el sótano, había ido a buscar más pintura. Acababa de volver del pueblo y no había hecho más que bajar al sótano cuando oí los disparos. –Se lo veía pálido a pesar del bronceado.

–¿Y no había ningún bote desconocido en el embarcadero? – preguntó Gösta.

Mårten negó con la cabeza.

–No, solo el de Anna.

–¿Tampoco habéis visto a ningún extraño por aquí?

–No, a nadie. –Ebba tenía la mirada empañada y como perdida.

–¿Quién es capaz de hacer algo así? –Mårten miraba desesperado a Patrik–. ¿Quién querrá hacernos daño? ¿Tendrá algo que ver con la tarjeta que os di?

–Por desgracia, no lo sabemos.

–¿Qué tarjeta? –preguntó Erica.

Patrik hizo como que no oía la pregunta, aunque la mirada de Erica le decía que no le quedaría más remedio que responder después.

–A partir de este momento, nadie entrará en la cocina. Es zona acordonada. Como es lógico, tendremos que inspeccionar toda la isla. O sea, lo mejor, Mårten y Ebba, sería que os buscarais algún lugar en el que alojaros en tierra firme, hasta que hayamos terminado.

–Pero... –dijo Mårten–. No podemos hacer eso.

–Sí, sí, eso es lo que vamos a hacer –replicó Ebba, muy decidida de pronto.

–¿Y dónde vamos a encontrar habitación, en plena temporada alta?

–Podéis alojaros en nuestra casa –dijo Erica–. Tenemos una habitación de huéspedes.

Patrik se sobresaltó. ¿Estaba en su sano juicio? ¿Acababa de ofrecerles a Ebba y a Mårten que se alojaran en su casa, cuando se encontraban en plena investigación?

–¿No os importa? ¿Seguro? –dijo Ebba mirando a Erica.

–Por supuesto. Así podrás ver la información que he recabado sobre tu familia. Ayer mismo estuve echándole un vistazo y, la verdad, es muy interesante.

–Pues a mí no me parece... –comenzó Mårten. Luego se vino abajo–. Haremos una cosa, tú te vas con ellos y yo me quedo.

–Yo preferiría que no os quedarais ninguno de los dos –dijo Patrik.

–Nada, yo me quedo. –Mårten lanzó una mirada a Ebba, que no se opuso.

–De acuerdo, entonces creo que lo mejor será que Ebba, Erica y Anna se vayan ahora mismo, así podremos empezar a trabajar mientras esperamos a Torbjörn. Gösta, comprueba el sendero que baja a la playa, por si el tirador ha podido subir por ahí. Paula, ¿te puedes encargar de los alrededores de la casa? Todo será más fácil cuando nos traigan el detector de metales, pero mientras tanto haremos lo que podamos. Con un poco de suerte, el tirador habrá arrojado el arma entre algunos arbustos.

–Y con un poco de mala suerte, esta arma estará también en el fondo del mar –dijo Gösta, balanceándose adelante y hacia atrás.

–Sí, podría ser, pero vamos a intentarlo, a ver qué sacamos en claro. –Patrik se volvió hacia Mårten–. En cuanto a ti, procura mantenerte fuera de la zona en la medida de lo posible, como ya he dicho, no me parece buena idea que te quedes, sobre todo, no considero adecuado que te quedes aquí solo esta noche.

–Bueno, puedo trabajar en el piso de arriba, así no os molestaré –dijo con voz monocorde.

Patrik lo observó un instante, pero no dijo nada. No podía obligarlo a dejar la isla en contra de su voluntad. Se acercó a Erica, que estaba en el umbral de la puerta, lista para salir.

–Nos vemos en casa –le dijo, y le dio un beso en la mejilla.

–Sí, allí nos vemos. Anna, nos vamos en vuestro barco, ¿verdad? –dijo reuniendo al grupo al que iba a llevar a casa como si de un rebaño se tratara.

Patrik no pudo por menos de sonreír. Las despidió con la mano y miró luego al curioso equipo de policías que tenía delante. Sería un milagro que encontraran algo.

La puerta se abrió despacio y John se quitó las gafas y dejó el libro.

–¿Qué estás leyendo? –preguntó Liv, y se sentó en el borde de la cama.

John levantó el libro otra vez para que ella pudiera ver la portada. Raza, evolución y comportamiento, de Philippe Rushton.

–Es muy bueno. Lo leí hace unos años.

Él le apretó la mano y le sonrió.

–Es una pena que se nos estén acabando las vacaciones.

–Sí, en la medida en que podemos llamar vacaciones a esta semana. ¿Cuántas horas hemos trabajado al día?

–Es verdad. –John se mostró contrariado.

–¿Estás pensando otra vez en el artículo del Bohusläningen?

–No, creo que tienes razón, eso no tiene importancia. Dentro de unas semanas, todo el mundo lo habrá olvidado.

–Entonces, ¿es Gimlé?

John la miró muy serio. Ella sabía que no había que hablar de ello en voz alta. Tan solo los que pertenecían al círculo más íntimo estaban al tanto del proyecto, y lamentaba profundamente no haber quemado enseguida el papel en el que tomó las notas. Fue un error imperdonable, aunque no había forma de estar seguro de que se lo hubiera llevado la escritora. Podía haberse volado de la mesa de la terraza, o estar en cualquier rincón de la casa, pero en realidad, él sabía que la explicación no era tan sencilla. El papel estaba en el montón antes de que Erica Falck apareciera, y cuando fue a buscarlo poco después de que se hubiera marchado, ya no estaba.

–Saldrá bien. –Liv le acarició la mejilla–. Yo tengo fe en ello. Hemos llegado muy lejos, pero existe el riesgo de que no lleguemos más lejos aún si no tomamos alguna medida drástica. Tenemos que crear más margen de actuación. Por el bien de todos.

–Te quiero. –John podía decirlo con total sinceridad. Nadie lo entendía como Liv. Habían compartido ideas y vivencias, éxitos y fracasos, y ella era la única persona a la que se había confiado y la única que sabía lo que le había ocurrido a su familia. Claro que su historia la conocía mucha gente, llevaban años criticándola, pero solo a Liv le había contado lo que siempre pensó durante todo aquel tiempo.

–¿Puedo dormir aquí esta noche? –preguntó Liv de pronto.

Lo miró con inseguridad, y John experimentó una oleada de sentimientos encontrados. En el fondo, ese era su mayor deseo, sentir cerca el calor de su cuerpo, dormirse abrazado a ella y disfrutar del aroma de su pelo. Al mismo tiempo, sabía que no iba a funcionar. La proximidad física traía consigo tantas expectativas, y hacía patentes todas las promesas no cumplidas y todas las decepciones.

–Podríamos intentarlo de nuevo, ¿no? –dijo Liv, y le acarició la mano–. Ya hace bastante tiempo desde la última vez, y quizá la cosa haya... cambiado...

Él se apartó bruscamente y retiró la mano. El mero recuerdo de su incapacidad casi lo ahogaba. No soportaba la idea de pasar por ello otra vez. Visitas al médico, las pastillas azules, bombas raras, la expresión en los ojos de Liv cada vez que no lo conseguía... No, no podía ser.

–Anda, vete, por favor. –John volvió al libro y lo sostuvo ante sí como un escudo.

Se quedó mirando fijamente las páginas sin ver nada mientras oía cómo ella se alejaba con paso silencioso y cerraba despacio la puerta al salir. Las gafas de John seguían sobre la mesilla de noche.

Cuando Patrik llegó a casa era ya bastante tarde. Erica estaba sola en el sofá, delante del televisor. No había tenido fuerzas para ponerse a recoger cuando los niños se durmieron por fin, así que Patrik cruzó el salón esquivando los juguetes que había esparcidos por el suelo.

–¿Ebba está dormida? –dijo, y se sentó a su lado.

–Sí, se fue a la cama a las ocho. Creo que estaba exhausta.

–No es de extrañar. –Patrik apoyó los pies en la mesa–. ¿Qué estás viendo?

–El Show de Letterman.

–¿Quién es el invitado?

–Megan Fox.

–¡Anda...! –exclamó Patrik, y se acomodó entre los cojines del sofá.

–¿Estás pensando en ponerte cachondo y tener con Megan Fox fantasías que llevar a la práctica luego con la pobre de tu mujer?

–Has dado en el clavo –dijo acurrucando la cabeza en su cuello.

Erica lo apartó.

–¿Cómo han ido las cosas en Valö?

Patrik soltó un suspiro.

–Mal. Hemos inspeccionado la isla en la medida en que hemos podido hasta que se hizo demasiado oscuro; Torbjörn y sus chicos llegaron media hora después de que os fuerais vosotras. Pero no hemos encontrado nada.

–¿Nada? –Erica bajó el volumen del televisor.

–No, ni rastro del tirador. Y lo más probable es que quienquiera que sea haya arrojado el arma al mar. Pero puede que las balas nos den alguna información. Torbjörn las envió enseguida a balística.

–¿A qué tarjeta se refería Mårten?

Patrik no respondió en el acto. Tenía que guardar cierto equilibrio. No podía revelarle a su mujer más datos de la cuenta sobre una investigación en curso, pero, al mismo tiempo, la capacidad de Erica para conseguir información le había sido útil más de una vez. Al final, tomó una decisión.

–Ebba lleva toda la vida recibiendo por su cumpleaños unas tarjetas de felicitación siempre firmadas por un tal G. Nunca habían contenido amenazas..., hasta ahora. Mårten vino esta mañana a la comisaría y nos trajo la que les acababa de llegar por correo. El mensaje era muy distinto del de las anteriores.

–¿Y sospecháis que la persona que envía esas tarjetas también es responsable de lo sucedido en Valö?

–Por ahora no sospechamos nada, pero, desde luego, es un asunto que merece nuestra atención. Estaba pensando ir mañana con Paula a Gotemburgo para hablar con los padres adoptivos de Ebba. A Gösta no se le da demasiado bien hablar con la gente, ya sabes. Y Paula me ha suplicado que la deje trabajar un poco. Al parecer, se sube por las paredes en casa sin nada que hacer.

–Pues procura que no haga ningún esfuerzo. En su estado, es fácil creerse que una puede hacer más de lo que puede hacer.

–Pero qué madraza eres... –dijo Patrik sonriendo–. He vivido dos embarazos, así que no soy un completo ignorante en la materia.

–Deja que te explique una cosa: no has vivido dos embarazos. No recuerdo que a ti se te inflamaran las articulaciones de los pies, ni tuvieras hormigueos en las piernas ni ardores de estómago ni que hayas sufrido contracciones ni hayas pasado por un parto de veintidós horas ni por una cesárea.

–Vale, vale, ya lo pillo –dijo Patrik con las manos en alto, como protegiéndose–. Pero prometo que estaré pendiente de Paula. Si le pasara algo, Mellberg no me lo perdonaría nunca. Se dirá lo que se quiera, pero cruzaría un campo de fuego por su familia.

Ya empezaban a salir los créditos de Letterman y Erica fue pasando de un canal a otro.

–¿Y qué hace Mårten en la isla? ¿Por qué se empeñó en quedarse?

–No lo sé. Se me quedó muy mal cuerpo al dejarlo allí. Tengo la sensación de que está a punto de venirse abajo. Parece muy sereno y se lo está tomando todo con cierta ecuanimidad, pero me recuerda a la imagen de un pato que se desliza tan tranquilo por la superficie del agua, mientras agita desaforadamente las patas por debajo. ¿Me explico o estoy diciendo tonterías?

–No, no, te entiendo perfectamente.

Erica continuó repasando los canales. Al final, se detuvo en Pesca radical, de Discovery Channel, y se quedó mirando sin prestar atención las imágenes que se sucedían y en las que unos hombres con monos impermeables recogían, en pleno temporal, jaula tras jaula llena de cangrejos que parecían arañas gigantes.

–¿Ebba no irá con vosotros mañana?

–No, creo que será mejor que hablemos con sus padres sin que ella esté presente. Paula llegará aquí sobre las nueve y nos iremos a Gotemburgo en el Volvo.

–Vale, entonces le enseñaré a Ebba el material que tengo.

–Yo tampoco lo he visto. ¿Hay algo que pueda ser relevante para la investigación?

Erica reflexionó un instante, pero luego negó con un gesto.

–No, lo que habría podido ser importante ya te lo he contado. Lo que he averiguado sobre la familia de Ebba es muy antiguo y creo que solo tiene interés para ella.

–Bueno, de todos modos, me gustaría que me lo enseñaras. Pero no esta noche. Lo único que quiero hacer ahora es descansar aquí tan a gustito... –Se sentó más cerca de Erica, la rodeó con el brazo y apoyó la cabeza en su hombro–. Por Dios, qué trabajo el de esos chicos. Parece peligrosísimo. Menuda suerte, no ser pescador de cangrejos.

–Sí, cariño, es algo por lo que doy las gracias todos los días. Gracias a Dios que no eres pescador de cangrejos –dijo Erica riendo, y le dio un beso en la cabeza.

Desde que se produjo el accidente, Leon sentía a veces algo así como si le canturrearan las articulaciones. Notaba dolores y pinchazos, como un aviso de que estuviera a punto de ocurrir algo. Y ahora volvía a sentirlo, como el calor opresivo que anuncia una buena tormenta.

Ia estaba acostumbrada a identificar sus estados de ánimo. Por lo general, le reñía cuando se sumía en preocupaciones y cavilaciones, pero esta vez no. Ahora ponían el máximo cuidado en evitarse. Se movían por la casa sin cruzarse apenas.

En cierto modo, eso lo estimulaba. El tedio fue siempre su principal enemigo. Cuando era pequeño, su padre se reía de su incapacidad para estarse quieto, de que siempre anduviera detrás de nuevos retos y buscando dónde estaban sus límites. Su madre se lamentaba de todas las fracturas y los arañazos en que esa actitud terminaba siempre, pero su padre se enorgullecía de él.

No había vuelto a ver a su padre desde aquella Pascua. Se fue al extranjero y no tuvo tiempo de despedirse. Luego fueron pasando los años, y él siempre estaba ocupado disfrutando al máximo de la vida. Pese a todo, su padre había sido generoso con él y le llenaba la cuenta en cuanto se le quedaba vacía. Nunca le reprochó nada ni trató de cortarle las alas, sino que lo dejó que volara libremente.

Al final, Leon voló demasiado cerca del sol, tal y como siempre supo que haría. Sus padres ya habían muerto para entonces. Nunca llegaron a saber que el accidente sufrido en aquella carretera de montaña llena de curvas le arrebató el cuerpo y el deseo de aventura. Su padre nunca tuvo que verlo encadenado.

Ia y él habían recorrido juntos un largo camino, pero ahora, el instante decisivo estaba cerca. Solo faltaba la chispa que prendiera fuego a todo. Y jamás permitiría que ninguna otra persona la encendiera. Eso era tarea suya.

Leon prestó atención a los sonidos de la casa. Estaba totalmente en silencio. Ia ya se habría ido a dormir. Se puso en el regazo el móvil, que tenía en la mesa. Luego salió al porche y empezó a llamarlos sin vacilar, uno por uno.

Cuando hubo terminado de hablar con ellos, descansó las manos en las piernas y contempló la vista de Fjällbacka. A la luz del atardecer, el pueblo brillaba con cientos de luces, como una taberna gigantesca. Después dirigió la vista hacia el agua y la isla de Valö. En el viejo internado, todo estaba a oscuras.

 


Capítulo 16


Date: 2015-12-17; view: 443


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Fjällbacka, 1929 | Cementerio de Lovö, 1933
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