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Hospital de Sankt Jörgen, 1936

–No creemos que tu madre pueda salir de aquí en un futuro inmediato –dijo el doctor Jansson, un hombre canoso que había sobrepasado la mediana edad y cuya abundante barba lo asemejaba a un duende navideño.

Laura exhaló un suspiro de alivio. Tenía la vida más o menos organizada: un buen trabajo y un nuevo lugar donde vivir. En Galärbacken, como realquilada en casa de la señora Bergström, solo contaba con una habitación muy reducida, pero era suya, y muy bonita, como la casa de muñecas, que había colocado en un lugar de honor en la alta cajonera que había al lado de la cama. La vida era muchísimo mejor sin Dagmar. Tres años llevaba su madre ingresada en el hospital de Sankt Jörgen, en Gotemburgo, y para ella había sido una liberación no tener que preocuparse de lo que pudiera ocurrírsele hacer.

–¿Cuál es su dolencia exactamente? –preguntó, tratando de que sonara como si de verdad le preocupase.

Se había vestido con elegancia, como siempre, y se había sentado con las piernas ligeramente giradas hacia un lado y el bolso en el regazo. Aunque solo tenía dieciséis años, se sentía mucho mayor.

–No hemos podido establecer el diagnóstico, pero seguramente sufre lo que llamamos una enfermedad nerviosa. Por desgracia, el tratamiento no ha dado resultado. Sigue insistiendo en sus ilusiones sobre Hermann Göring. No es del todo infrecuente que las personas que sufren ese tipo de patologías se aferren a fantasías sobre personas acerca de las cuales han leído en el periódico.

–Sí, mi madre lleva hablando de ello desde que tengo memoria –dijo Laura.

El médico la miró compasivo.

–Comprendo que no habrá tenido usted una vida fácil. Pero parece que se las ha arreglado muy bien, y no es solo una jovencita guapa, sino también inteligente.

–He hecho lo que he podido –dijo con timidez, pero le venían arcadas de agria bilis ante el solo recuerdo de su infancia.

Detestaba no poder inhibir esos recuerdos. Por lo general, conseguía enterrarlos en lo más recóndito de la cabeza, y rara vez pensaba en su madre ni en aquel cuchitril que apestaba a vino y cuyo hedor nunca logró eliminar, por mucho que fregara y limpiara. También había enterrado las injurias. Nadie le recordaba ya la existencia de su madre y ahora la respetaban por cómo era: cuidadosa, pulcra y meticulosa con todo lo que emprendía. Ya no le lanzaban insultos al verla.

Pero el miedo seguía vivo. El miedo a que su madre saliera un día y lo estropeara todo.

–¿Quiere verla? Le recomiendo que no lo haga, pero... –dijo el doctor Jansson.

–No, no, creo que lo mejor será que no vaya a verla. Siempre se pone tan... Se altera tanto... –Laura recordaba los sapos y culebras que soltó en la visita anterior. La había llamado cosas tan horribles que Laura no se atrevía a repetirlas. También el doctor Jansson parecía acordarse.



–Me parece una sabia decisión. Intentaremos mantener a Dagmar tranquila.

–Supongo que no le permitirán leer el periódico, ¿no?

–No, claro, después de lo que ocurrió, no ha tenido acceso a ningún diario –dijo moviendo la cabeza con vehemencia.

Laura asintió. Dos años atrás, la llamaron del hospital. Dagmar había leído que Göring no solo se había llevado los restos mortales de Carin a su villa de Karinhall, en Alemania, sino que, además, iba a construir un mausoleo en su honor. Su madre había destrozado la habitación y, por si fuera poco, había agredido con tal violencia a uno de los cuidadores que tuvieron que darle puntos.

–Si ocurre algo más me llamarán, ¿verdad? –dijo, y se levantó. Con los guantes en la mano izquierda, se despidió del médico estrechándole la derecha.

Cuando le dio la espalda al doctor Jansson y salió de la consulta, le afloró a los labios una sonrisa. Aún seguiría siendo libre por un tiempo.

 

Ya estaban cerca de Torp, al norte de Uddevalla, cuando se encontraron con una caravana. Patrik redujo la velocidad y Paula se retorció en el asiento del copiloto con la idea de encontrar una postura más cómoda.

Patrik la miró un tanto nervioso.

–¿De verdad vas a aguantar el viaje de ida y vuelta a Gotemburgo?

–Pues claro. No te preocupes. Ya tengo bastante gente a mi alrededor que no para de preocuparse por mí.

–Bueno, esperemos que al menos valga la pena. Encima, con este dichoso tráfico.

–No importa el tiempo que tardemos –dijo Paula–. Por cierto, ¿cómo se encuentra Ebba?

–La verdad, no lo sé. Cuando llegué a casa ayer, estaba durmiendo, y durmiendo la dejé esta mañana cuando me fui. Sin embargo, según Erica, estaba exhausta.

–No es de extrañar. Todo esto debe de parecerle una pesadilla.

–Pero hombre, ¡acelera de una vez! –Patrik pegó el dedo en el claxon al ver que el conductor que tenían delante no se daba cuenta de que los coches habían avanzado un poco.

Paula meneó la cabeza, pero se abstuvo de hacer ningún comentario. Había ido en coche con Patrik bastantes veces como para saber que, en cuanto se sentaba al volante, le cambiaba el humor por completo.

Con el tráfico del verano tardaron una hora de más en llegar a Gotemburgo, y Patrik estaba a punto de explotar cuando por fin se bajaron del coche en la tranquilidad de la calle de chalés de Partille. Se sacó la camisa para refrescarse un poco.

–Pero por Dios, ¡qué calor hace hoy! ¿No es para morirse?

Paula le miró con indulgencia la frente empapada de sudor.

–Yo soy estranera y no sudar –dijo levantando los brazos para demostrarle que estaba totalmente seca.

–Pues será que yo sudo por los dos. Debería haberme traído una camisa para cambiarme. No puede uno presentarse así... Yo estoy empapado y tú pareces una ballena que ha arribado a la orilla. No sé qué idea se harán de la Policía de Tanum... –dijo Patrik antes de tocar el timbre.

–Oye, una ballena serás tú. Yo estoy embarazada. ¿Cuál es tu excusa? –Paula le clavó el dedo en la cintura.

–Eso no es ni más ni menos que carisma. Y desaparecerá en un periquete en cuanto vuelva a hacer ejercicio.

–Ya, me han dicho que el gimnasio ha enviado una orden de búsqueda.

En ese momento se abrió la puerta, y Patrik no tuvo oportunidad de replicar.

–¡Hola, buenos días! Ustedes deben de ser los policías de Tanumshede, ¿verdad? –preguntó un hombre de unos setenta años que les sonreía con amabilidad.

–Sí –dijo Patrik, e hizo las presentaciones.

Una mujer de la misma edad que el hombre apareció y fue a saludarlos.

–Pero pasen. Yo soy Berit. Sture y yo hemos pensado que podíamos sentarnos a hablar en la incubadora de jubilados.

–¿La incubadora de jubilados? –le susurró Paula a Patrik.

–La terraza acristalada –le susurró él a su vez, y la vio sonreír.

Era una terraza soleada. Berit acercó un sillón de mimbre a la mesa y le dijo a Paula:

–Siéntese aquí, es el más cómodo.

–¡Gracias! Luego tendrán que traer una grúa para levantarme – respondió ella, y se sentó encantada en el cojín grueso y mullido.

–Eso es, y en este taburete puede poner los pies. No debe de ser fácil llevar el embarazo tan avanzado con esta ola de calor.

–No, la verdad, ya empieza a pesarme –reconoció Paula. Después de un viaje en coche tan largo, tenía los tobillos como balones de fútbol.

–Recuerdo muy bien el verano en que Ebba estaba embarazada de Vincent. También hacía muchísimo calor y... –Berit se interrumpió en mitad de la frase, y se le apagó la sonrisa. Sture le dio una palmadita cariñosa a su mujer en el hombro.

–Vamos, vamos, lo mejor será que nos sentemos para que puedan tomarse un café y un trozo de tarta. Es la tarta del tigre casera de Berit. Una receta guardada con tanto celo que ni siquiera yo sé cómo la hace. –Hablaba con tono despreocupado, en un intento de animar el ambiente otra vez, aunque tenía en la mirada la misma tristeza que su mujer.

Patrik siguió su consejo y se sentó, pero consciente de que, tarde o temprano, debía sacar a relucir un tema muy doloroso para los padres de Ebba.

–Sírvanse ustedes mismos –dijo Berit, empujando la bandeja–. ¿Su marido y usted saben ya si será niño o niña?

Paula iba camino de dar un mordisco a la tarta, pero se detuvo. Luego miró a la mujer a los ojos y le dijo con amabilidad:

–No, Johanna, que es mi pareja, y yo hemos decidido que no queremos saberlo con antelación. Pero como tenemos un hijo, nos gustaría que esta vez fuera niña, claro. De todos modos, es verdad lo que dice todo el mundo, con tal de que nazca sano..., eso es lo más importante –dijo acariciándose la barriga, preparándose para la reacción de la pareja.

A Berit se le iluminó la cara.

–¡Qué bien, le encantará ser el hermano mayor! Debe de estar muy orgulloso.

–Con una madre tan guapa, no importa lo que sea, seguro que nace bien –añadió Sture con tono cariñoso.

Ninguno de los dos pareció reaccionar ante el hecho de que el niño fuera a tener dos madres, y Paula les sonrió encantada.

–En fin, cuéntennos, ¿qué es lo que está pasando? –dijo Sture, y se inclinó sobre la mesa–. Ebba y Mårten apenas nos cuentan nada cuando llamamos, y tampoco quieren que vayamos a verlos.

–Desde luego, es mejor que no –dijo Patrik, y se dijo que lo último que necesitaban era más gente corriendo peligro en Valö.

–¿Y eso por qué? –La mirada de Berit vaciló inquieta entre Patrik y Paula–. Ebba nos contó que habían encontrado sangre cuando levantaron los suelos... ¿Es sangre de...?

–Sí, es lo más probable –atajó Patrik–. Pero es de hace tantos años que no se puede establecer con seguridad si procede de la familia de Ebba, ni a cuántas personas pertenece.

–Es terrible, de verdad –dijo Berit–. Nosotros nunca hablamos mucho con Ebba de lo que sucedió. Tampoco sabíamos mucho más de lo que nos dijeron en asuntos sociales o de lo que leímos en los periódicos. Así que nos sorprendió un poco que Mårten y ella quisieran encargarse de la casa.

–Yo no creo que quisieran irse allí –dijo Sture–. Creo que querían irse de aquí.

–¿Sería mucho pedir que nos contaran lo que le ocurrió a su hijo? –dijo Paula con prudencia.

Berit y Sture se miraron un instante, hasta que él tomó la palabra. Muy despacio, les habló del día en que murió Vincent, y Patrik notó cómo le crecía el nudo en la garganta mientras escuchaba. ¿Cómo podía ser la vida tan cruel y tan absurda?

–¿Cuánto tardaron en mudarse Ebba y Mårten después de eso? –preguntó cuando Sture hubo terminado.

–Unos seis meses, más o menos –dijo Berit.

Sture lo confirmó.

–Sí, más o menos ese tiempo. Vendieron la casa, en fin, vivían muy cerca de nosotros –dijo señalando hacia la calle–. Y Mårten dejó los encargos que tenía en la ebanistería. Ebba llevaba de baja desde que ocurrió. Era economista de la Agencia Tributaria, pero nunca volvió al trabajo. Nos preocupa un poco cómo se las van a arreglar económicamente, aunque tienen un colchón, porque vendieron la casa en la que vivían aquí.

–Les ayudamos todo lo que podemos –dijo Berit–. Tenemos otros dos hijos, o sea, hijos biológicos, aunque contamos a Ebba como una hija más, claro. Ebba siempre ha sido la niña de los ojos de sus hermanos, que le ayudarán siempre que puedan, así que yo creo que la cosa irá bien.

Patrik asintió.

–Cuando terminen las reformas, la casa quedará preciosa. Mårten parece bueno trabajando la madera.

–Sí, es increíble –dijo Sture–. Cuando vivían aquí, tenía trabajo prácticamente siempre. Es verdad que a veces aceptaba demasiados encargos, pero mejor eso que no un vago que no quiera dar golpe.

–¿Más café? –preguntó Berit, y se levantó para ir en busca de la cafetera sin esperar respuesta.

Sture se la quedó mirando.

–Esto la destroza, es solo que no quiere demostrarlo. Ebba vino a esta casa como un ángel. Nuestros hijos mayores tenían ya seis y ocho años, y habíamos hablado de tener otro. La idea de ver si no habría algún pequeño al que pudiéramos ayudar fue de Berit.

–¿Han tenido otros hijos adoptivos, aparte de Ebba? –preguntó Paula.

–No, ella fue la primera y la única. Se quedó con nosotros y luego decidimos adoptarla. Berit apenas podía conciliar el sueño por las noches, hasta que lo conseguimos. Tenía muchísimo miedo de que alguien nos la quitara.

–¿Cómo era de niña? –preguntó Patrik por curiosidad, más que nada. Algo le decía que la Ebba que él había visto no era más que una copia desvaída de la auténtica.

–Madre mía, era un torbellino, puede estar seguro.

–¿Ebba? ¡Vaya si lo era! –Berit salió a la terraza con la cafetera–. Las cosas que se le ocurrían... Pero siempre estaba contenta y era imposible enfadarse con ella de verdad.

–Y eso hace que todo sea más difícil de soportar –dijo Sture–. No solo perdimos a Vincent, también perdimos a Ebba. Fue como si, con Vincent, hubiese muerto también una gran parte de Ebba. Y lo mismo puede decirse de Mårten. Claro que él ha tenido siempre un humor más inestable, y de vez en cuando estaba deprimido, pero antes de la muerte de Vincent, estaban bien juntos. Ahora..., ahora ya no sé. Al principio no podían ni estar juntos en la misma habitación, y ahora se pasan los días en una isla del archipiélago. En fin, que no podemos dejar de preocuparnos.

–¿Tienen alguna teoría sobre quién querría incendiarles la casa o dispararle a Ebba? –preguntó Patrik.

Berit y Sture se lo quedaron mirando perplejos.

–¿Es que Ebba no se lo ha contado? –Patrick miró a Paula. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que los padres de Ebba no supieran lo que le había ocurrido a su hija. De haberlo sabido, habría tratado de formular la pregunta con algo más de tacto.

–No, lo único que nos ha dicho es que han encontrado sangre –dijo Sture.

Patrik seguía buscando las palabras adecuadas para describir los sucesos acontecidos en Valö cuando Paula se le adelantó y, tranquilamente y muy seria, los informó del incendio y del tiroteo.

Berit se agarró al borde de la mesa con fuerza.

–No comprendo por qué no nos ha contado nada.

–Seguramente, no querría que nos preocupáramos –dijo Sture, que parecía tan alterado como su mujer.

–Pero ¿cómo es que se han quedado allí? ¡Es una locura! Tienen que irse de inmediato. Deberíamos ir a hablar con ellos, Sture.

–Los dos parecen resueltos a quedarse –dijo Patrik–. Pero por el momento, Ebba se ha venido a casa con nosotros. Llegó anoche con mi mujer y ha dormido en el cuarto de invitados. Mårten, en cambio, se ha negado a abandonar la isla, así que él sigue allí.

–¿Es que no está en su sano juicio? –dijo Berit–. Nos vamos. Vamos allí ahora mismo. –Se puso de pie, pero Sture la sentó con amabilidad, aunque con decisión.

–No hay que precipitarse. Vamos a llamar a Ebba, a ver qué nos dice. Ya sabes lo tozudos que son. No tiene ningún sentido que nos pongamos a discutir.

Berit meneó la cabeza, pero no hizo más amago de levantarse.

–¿Se les ocurre alguna razón por la que pudieran querer hacerles daño? –Paula se retorcía en la silla. Incluso en aquel sillón estupendo, al cabo de un rato, empezaban a dolerle las articulaciones.

–No, ninguna –dijo Berit con énfasis–. Llevaban una vida totalmente normal. ¿Y por qué iba nadie a querer hacerles más daño aún? Ya han tenido bastantes penas y desgracias.

–En cualquier caso, seguramente todo esto guardará relación con lo que le ocurrió a la familia de Ebba, ¿no? –dijo Sture–. Puede que quienquiera que sea esté preocupado por que algo salga a la luz.

–Sí, esa es nuestra hipótesis, pero por ahora no sabemos mucho, por eso procuramos expresarnos con prudencia –dijo Patrik–. Una cosa que nos extraña es lo de las tarjetas que alguien que firma como «G» le ha estado enviando a Ebba.

–Sí, es muy extraño –dijo Sture–. Las ha recibido todos los años, por su cumpleaños. Suponíamos que serían de algún pariente lejano. Nos parecía tan inofensivo que no indagamos más.

–Pues Ebba recibió ayer una tarjeta que no era tan inofensiva.

Los padres de Ebba lo miraron sorprendidos.

–¿Qué decía? –Sture se había levantado para correr un poco las cortinas. La luz del sol había empezado a entrar por la ventana y daba de pleno en la mesa.

–Puede decirse que contenía un mensaje amenazador.

–En ese caso, sería la primera vez. ¿Creen que el remitente es la misma persona que ha atacado a Ebba y a Mårten?

–No lo sabemos. Pero nos sería muy útil ver alguna de las otras tarjetas.

Sture se disculpó.

–Lo siento, no las hemos conservado. Se las enseñábamos a Ebba y luego las tirábamos. No decían nada personal, solo «Feliz cumpleaños», y luego la firma, «G». Nada más. No nos pareció que valiera la pena conservarlas.

–Ya, claro –dijo Patrik–. ¿Y no había nada en las tarjetas que indicara quién las enviaba? Por ejemplo, ¿no se veía de dónde era el matasellos?

–De Gotemburgo, así que no nos daba ninguna pista. –Sture guardó silencio; de pronto se acordó de algo y miró a su mujer–. El dinero –dijo.

Berit abrió los ojos de par en par.

–¿Cómo no se nos ocurrió antes? –Se volvió hacia Patrik y Paula–: Desde que Ebba vino a nuestra casa hasta el día en que cumplió los dieciocho, alguien estuvo ingresando dinero todos los meses. Recibimos una carta en la que decía que habían abierto una cuenta a su nombre. No tocamos ese dinero, y se lo dimos cuando Mårten y ella iban a comprar la casa.

–Ya. ¿Y no tienen ni idea de quién hacía esos ingresos? ¿No han intentado averiguarlo?

–Sí, claro, algún intento hicimos –respondió Sture–. Como es lógico, teníamos curiosidad. Pero en el banco nos dijeron que el ordenante quería permanecer anónimo, así que no pudimos hacer nada. Al final, pensamos que sería la misma persona que enviaba las felicitaciones de cumpleaños, un pariente lejano cuyas intenciones eran buenas.

–¿A través de qué banco le hacían las transferencias?

–El Handelsbanken. De la oficina de la plaza de Norrmalmstorg, en Estocolmo.

–De acuerdo, pues indagaremos por ahí. Estupendo que nos lo hayan dicho.

Paula asintió a una mirada inquisitiva de Patrik. Este se levantó.

–Pues muchas gracias por recibirnos. Si se acuerdan de algo más, llámennos, por favor.

–Cuente con ello. Lógicamente, estamos dispuestos a colaborar en todo lo que podamos. –Sture sonrió débilmente, y Patrik comprendió que estaba deseando llamar por teléfono a su hija en cuanto él y Paula se hubieran ido.

El viaje a Gotemburgo había resultado más fructífero de lo que Patrik esperaba. «Sigue el dinero», como solían decir en las películas americanas. Si pudieran averiguar la procedencia del dinero, quizá encontraran la pista que necesitaban para seguir avanzando.

Cuando se sentaron en el coche, encendió el teléfono. Veinticinco llamadas perdidas. Patrik soltó un suspiro y se volvió hacia Paula.

–Algo me dice que la prensa se ha enterado de todo. –Arrancó el coche y puso rumbo a Tanumshede. Tenían por delante un día espantoso.

El Expressen había sacado la noticia sobre los sucesos de Valö, y podía decirse que el jefe de Kjell se enfadó cuando supo por los rumores que ellos habrían podido lanzar la primicia. Tras haberse despachado a gusto vociferando, mandó a la calle a Kjell para que superase al gran diario nacional y consiguiera que los artículos del Bohusläningen afinaran más y mejor. «Que seamos más pequeños, que seamos un diario local no significa que seamos peores», decía siempre.

Kjell hojeó sus notas. Por supuesto que ceder una noticia así iba en contra de sus principios periodísticos, pero su implicación en la lucha contra las organizaciones xenófobas era más importante. Si tenía que dejar escapar una primicia a cambio de que le ayudaran a sacar a la luz la verdad acerca de Amigos de Suecia y de John Holm, estaba dispuesto a ello.

Tuvo que contenerse para no llamar a Sven Niklasson y preguntarle cómo iban las cosas. Seguramente, no averiguaría mucho antes de leerlo en el periódico, pero no podía dejar de pensar en lo que significaría Gimlé. Estaba seguro de que el tono de voz de Sven Niklasson cambió cuando empezó a hablarle del papel que Erica había encontrado en casa de John. Le dio la impresión de que Niklasson había oído hablar de Gimlé con anterioridad, y de que ya sabía algo al respecto.

Abrió el Expressen y leyó lo que decía sobre el hallazgo de Valö. Cuatro páginas enteras dedicaban a la noticia, y lo más probable es que se convirtiera en un culebrón en los próximos días. La Policía de Tanum había convocado una rueda de prensa para primera hora de la tarde, y confiaba en que les dirían algo sobre lo que seguir avanzando. Pero aún faltaban unas horas, y el reto no consistía en obtener la misma información que los demás, sino en encontrar algo que nadie tuviera. Kjell se retrepó en la silla y se puso a cavilar. Sabía que la gente de la comarca siempre había sentido fascinación por el tema de los muchachos que se quedaron en la isla durante aquellas vacaciones de Pascua. A lo largo de los años se había especulado sin medida sobre lo que sabían o lo que dejaban de saber, y sobre si estaban o no implicados en la desaparición de la familia. Si recababa material suficiente sobre esos cinco chicos, podría escribir un artículo que ninguno de los demás periódicos estaría en condiciones de superar.

Se incorporó y empezó a buscar en el ordenador. Enseguida encontró en registros públicos una serie de datos sobre los hombres en que aquellos muchachos se habían convertido; siempre podía empezar por ahí. Además, tenía sus propias notas de la entrevista con John. A los otros cuatro tendría que verlos a lo largo del día. Sería mucho trabajo en muy pocas horas, pero si lo conseguía, el resultado merecería la pena.

Y se le ocurrió otra idea. Debería tratar de hablar con Gösta Flygare, que participó en la antigua investigación. Con un poco de suerte, Gösta podría hablarle de sus impresiones de los interrogatorios a los muchachos, lo cual daría más peso al artículo.

El asunto de Gimlé se le venía continuamente a la cabeza, pero procuró olvidarlo. Ya no era asunto suyo, y tal vez no significara nada. Móvil en mano, empezó a hacer sus llamadas. No tenía tiempo que perder cavilando.

Percy fue haciendo la maleta muy despacio. No asistiría a la fiesta de cumpleaños. Unas cuantas llamadas habían bastado para enterarse de que Pyttan no solo lo había abandonado, sino que, además, se había instalado en casa del homenajeado.

Al día siguiente por la mañana volvería a Fjällbacka en el Jaguar. No estaba seguro de que fuese una buena idea, pero la llamada de Leon no había hecho sino confirmarle que su vida estaba a punto de derrumbarse; bien mirado, ¿qué tenía que perder?

Como siempre, cuando Leon hablaba, todos obedecían. Ya entonces era el líder, y resultaba extraño y un tanto aterrador pensar que tenía la misma autoridad ahora que a los dieciséis. Tal vez la vida habría sido diferente si no hubiera cumplido las órdenes de Leon, pero no quería pensar en eso ahora. Con tantos años como llevaba reprimiendo todo lo que ocurrió en Valö, sin volver nunca a la isla... Cuando el barco se alejaba, ni siquiera miró atrás.

Ahora se vería obligado a recordarlo todo otra vez. Sabía que debería quedarse en Estocolmo, emborracharse a base de bien y ver pasar la vida por la calle de Karlavägen, a la espera de que los acreedores llamaran a la puerta. Pero la voz de Leon al teléfono lo había dejado tan abúlico como antaño.

Se llevó un sobresalto al oír el timbre. No esperaba visita, y Pyttan ya se había llevado todo lo que era de valor. Y no se hacía ilusiones con que se hubiera arrepentido y quisiera volver. No era tonta. Sabía que él iba a perderlo todo y había emprendido la huída mientras aún estaba a tiempo. En cierto modo, la comprendía. Él se había educado en un mundo donde uno se casaba con quien tenía algo que ofrecerle, como una especie de intercambio comercial aristocrático.

Abrió la puerta. Y allí estaba el abogado Buhrman.

–¿Habíamos quedado en vernos? –preguntó Percy, tratando de hacer memoria.

–No, en absoluto. –El abogado dio un paso al frente y Percy tuvo que retroceder para dejarlo entrar–. Tenía varios asuntos que resolver en la capital y, en realidad, debería haber vuelto a casa a primera hora de la tarde, pero esto es urgente.

Buhrman evitaba mirarlo a la cara, y Percy notó que empezaban a temblarle las piernas. Aquello no presagiaba nada bueno.

–Entra –le dijo al letrado, luchando por que no le temblara la voz.

Oía resonar en la cabeza la voz de su padre: «Pase lo que pase, nunca te muestres débil». De repente, acudieron a la memoria los recuerdos de todas las ocasiones en las que no había seguido aquel consejo, sino que, hecho un mar de lágrimas, se había arrodillado rogando y suplicando. Tragó saliva y cerró los ojos. Aquel no era el momento idóneo para dejar que el pasado cobrara protagonismo. Ya tendría bastante dosis de pasado al día siguiente. Ahora debía averiguar lo que quería Buhrman.

–¿Te apetece un whisky? –preguntó ya camino del carrito de las bebidas, donde se sirvió uno.

El abogado se sentó trabajosamente en el sofá.

–No, gracias.

–¿Café?

–No, Percy, gracias. Siéntate, anda. –Buhrman acompañó sus palabras de un golpe de bastón y Percy obedeció enseguida. Guardó silencio mientras el abogado hablaba, asintiendo de vez en cuando para que supiera que lo estaba entendiendo. No mostró lo que pensaba con el menor gesto. La voz de su padre le resonaba cada vez más alto en las sienes: «Nunca te muestres débil».

Cuando Buhrman se marchó, él siguió haciendo el equipaje. Solo podía hacer una cosa. Había sido débil en aquella ocasión, hacía ya tantos años. Se había dejado vencer por el mal. Percy cerró la cremallera de la maleta y se sentó en la cama. Se quedó mirando al vacío. Le habían destrozado la vida. Ya nada tenía ninguna importancia. Pero él jamás volvería a mostrar debilidad.


Capítulo 18

 


Date: 2015-12-17; view: 493


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