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Capítulo LXIV

 

El hombre de la capa roja

 

La desesperación de Athos había dejado sitio a un dolor concen­trado que hacía más lúcidas aún las brillantes facultades de espíritu de aquel hombre.

Concentrado por entero en un solo pensamiento, el de la promesa que había hecho y de la responsabilidad que había tomado, se retiró el último a su habitación, pidió al hostelero que le procurase un mapa de la provincia, se inclinó encima, interrogó a las líneas trazadas, ad­virtió que cuatro caminos diferentes se dirigían de Béthune a Armen­tières, a hizo llamar a los criados.

Planchet, Grimaud, Mosquetón y Bazin se presentaron y recibie­ron las órdenes claras, puntuales y graves de Athos.

Debían partir al alba al día siguiente, y dirigirse a Armentières, cada uno por una ruta diferente. Planchet, el más inteligente de los cuatro, debía seguir aquella por la que había desaparecido el coche contra el que los cuatro amigos habían disparado y que, como se rocordará, iba acompañado por el doméstico de Rochefort.

Athos puso en campaña primero a los criados porque desde que estos hombres estaban a su servicio y al de sus amigos había advertido en cada uno de ellos cualidades diferentes y esenciales.

En segundo lugar, criados que preguntan inspiran a los transeún­tes menos desconfianza que sus amos, y hallan más simpatía en aque­llos a quienes se dirigen.

Por último, Milady conocía a los amos, mientras que no conocía a los criados; y, por el contrario, los criados conocían perfectamente a Milady.

Los cuatro debían hallarse al día siguiente, a las once, en el lugar indicado; si habían descubierto el refugio de Milady, tres permanece­rían custodiándola, el cuarto regresaría a Béthune para avisar a Athos y servir de guía a los cuatro amigos.

Tomadas estas disposiciones, los criados se retiraron a su vez.

Athos se levantó entonces de su silla, se ciñó la espada, se envol­vió en su capa y salió de la hostería; eran las diez aproximadamente. A las diez de la noche, como se sabe, en provincias las calles están po­co frecuentadas. Athos, sin embargo, buscaba visiblemente a alguien a quien pudiera dirigir una pregunta. Por fin encontró un transeúnte rezagado, se acercó a él, le dijo algunas palabras; el hombre al que se dirigía retrocedió con terror, sin embargo respondió a las palabras del mosquetero con una indicación. Athos ofreció a aquel hombre media pistola por acompañarlo, pero el hombre rehusó.

Athos se metió en la calle que el indicador había designado con el dedo; pero, llegado a la encrucijada, se detuvo de nuevo visiblemente apurado. No obstante, como más que cualquier otro lugar la encruci­jada le ofrecía la posibilidad de encontrar a alguien, se detuvo. En efecto, al cabo de un instante, pasó un vigilante nocturno. Athos le repitió la misma pregunta que ya había hecho a la primera persona que había encontrado; el vigilante nocturno dejó percibir el mismo tenor, rehusó también acompañar a Athos y le mostró con la mano el camino que debía seguir.



Athos caminó en la dirección indicada y alcanzó el arrabal situado en el extremo opuesto de la villa, aquel por el que él y sus compañeros habían entrado. Allí pareció de nuevo inquieto y embarazado, y se de­tuvo por tercera vez.

Afortunadamente pasó un mendigo que se acercó a Athos para pe­dirle limosna. Athos le ofreció un escudo por acompañarlo donde iba. El mendigo dudó un instante pero, a la vista de la moneda de plata que brillaba en la oscuridad, se decidió y caminó delante de Athos.

Llegado a la esquina de una calle, le mostró de lejos una casita ais­lada, solitaria, triste; Athos se acercó mientras el mendigo, que había recibido su salario, se alejaba a todo correr.

Athos dio una vuelta a la casa antes de distinguir la puerta en me­dio del color rojizo con que aquella casa estaba pintada; ninguna luz se colaba por las cortaduras de las contraventanas, ningún ruido deja­ba suponer que estuviese habitada, era sombría y muda como una tumba.

Tres veces llamó Athos sin que le contestasen. A la tercera llama­da, sin embargo, pasos interiores se acercaron; finalmente, la puerta se entreabrió, y un hombre de talla alta, tez pálida, pelo y barba ne­gros, apareció.

Athos y él cambiaron algunas palabras en voz baja, luego el hom­bre de talla alta hizo señas al mosquetero de que podía entrar. Athos aprovechó al momento el permiso y la puerta se cerró tras él.

El hombre al que Athos había venido a buscar tan lejos y al que había encontrado con tanto esfuerzo, lo hizo entrar en su laboratorio, donde estaba ocupado en sujetar con alambres ruidosos huesos de un esqueleto. Todo el cuerpo estaba ya ajustado: sólo la cabeza estaba puesta sobre un mesa.

El resto del moblaje indicaba que aquél en cuya casa se hallaba se ocupaba en ciencias naturales: había tarros llenos de serpientes, etique­tados según las especies; lagartos disecados relucían como esmeraldas talladas en grandes marcos de madera negra; en fin, botes de hierbas silvestres, odoríferas y sin duda dotadas de virtudes desconocidas al vulgo, estaban pegadas al techo y bajaban por las esquinas del cuarto.

Athos lanzó una ojeada fría a indiferente sobre todos estos objetos que acabamos de describir y, a invitación de aquel al que venía a bus­car, se sentó a su lado.

Entonces le explicó la causa de su visita y el servicio que reclamaba de el; mas apenas hubo expuesto su demanda, el desconocido, que estaba de pie ante el mosquetero, retrocedió con terror y rehusó. En­tonces Athos sacó de su bolsillo un breve papel sobre el que había es­critas dos líneas acompañadas de una firma y un sello, y lo presentó a aquel que daba demasiado prematuramente aquellas señales de re­pugnancia. El hombre de alta estatura, apenas hubo leído aquellas dos líneas, visto la firma y reconocido el sello, se inclinó en señal de que no tenía ya ninguna objeción que hacer, y que estaba dispuesto a obedecer.

Athos no pidió más; se levantó, saludó, salió, tomó al irse el mis­mo camino que había seguido para venir, volvió a entrar en la hostería y se encerró en su cuarto.

Al alba, D'Artagnan entró en su habitación y preguntó qué iba a hacer.

‑Esperar ‑respondió Athos.

Algunos instantes después, la superiora del convento hizo avisar a los mosqueteros de que el entierro de la víctima de Milady tendría lugar a mediodía. En cuanto a la envenenadora, no había habido noti­cias; sólo que debía haber huido por el jardín, en cuya arena habían reconocido la huella de sus pasos, y cuya puerta habían encontrado cerrada; en cuanto a la llave, había desaparecido.

A la hora indicada, lord de Winter y los cuatro amigos se dirigieron al convento; las campanas tocaban a duelo, la capilla estaba abierta, la verja del coro estaba cerrada. En medio del coro estaba puesto el cuerpo de la víctima, revestida de sus hábitos de novicia. A cada lado del coro, y tras las verjas que se abrían sobre el convento, estaba toda la comunidad de Carmelitas, que escuchaba desde allí el servicio divi­no y mezclaba su canto al canto de los sacerdotes, sin ver a los profa­nos ni ser vista por ellos.

A la puerta de la capilla, D'Artagnan sintió que su valor huía nue­vamente; se volvió en busca de Athos, pero Athos había desapare­cido.

Fiel a su misión de venganza, Athos se había hecho conducir al jar­dín; y allí, sobre la arena, siguiendo los pasos ligeros de aquella mujer que había dejado un rastro ensangrentado por donde había pasado, avanzó hasta la puerta que dabá al bosque, se la hizo abrir y se metió en el bosque.

Entonces todas sus dudas se confirmaron: el camino por el que el coche había desaparecido contorneaba el bosque. Athos siguió el ca­mino algún tiempo con los ojos fijos en el suelo; ligeras manchas de sangre, que provenían de una herida hecha o al hombre que acompa­ñaba el coche como correo o a uno de los caballos, salpicaban el cami­no. Al cabo de tres cuartos de legua aproximadamente, a cincuenta pasos de Festubert, aparecía una mancha de sagre más amplia; el suelo estaba pisoteado por los caballos. Entre el bosque y aquel lugar des­nudo, un poco antes de la tierra lastimada, se encontraba la misma hue­lla de breves pasos que en el jardín; el coche se había detenido.

En aquel lugar, Milady había salido del bosque y había montado en el coche.

Satisfecho por este descubrimiento que confirmaba todas sus sos­pechas, Athos volvió a la hostería y encontró a Planchet que lo espera­ba con impaciencia.

Todo era como Athos había previsto.

Planchet había seguido la ruta, había observado, como Athos, las manchas de sangre, como Athos había reconocido el lugar en que los caballos se habían detenido; pero había ido más lejos de Athos, de suerte que en la aldea de Festubert, mientras bebía en un albergue, sin haber tenido necesidad de preguntar, había sabido que la víspera, a las ocho y media de la noche, un hombre herido, que acompañaba a una dama que viajaba en una silla de posta, se había visto obligado a detenerse, sin poder seguir delante. El accidente habría sido cargado en la cuenta de ladrones que habían detenido la silla en el bosque. El hombre había quedado en la aldea, la mujer había hecho el relevo y continuado su camino.

Planchet se puso a buscar al postillón que había conducido la silla, y lo encontró. Había conducido a la señora hasta Fromelles, y de Fro­melles ella había partido hacia Armentières. Planchet tomó la trocha, y a las siete de la mañana estaba en Armentières.

No había más que una hostería, la de la posta. Planchet fue a pre­sentarse allí como lacayo sin trabajo que buscaba una plaza. No había hablado diez minutos con las gentes del albergue cuando ya sabía que una mujer sola había llegado a las once de la noche, había alquilado una habitación, había hecho venir al dueño de la hostería y le había dicho que deseaba permanecer algún tiempo por aquellos alrede­dores.

Planchet no tenía necesidad de saber más. Corrió al lugar de la ci­ta, encontró a los tres lacayos puntuales en su puesto, los colocó como centinelas en todas las salidas de la hostería y volvió en busca de Athos, que acababa de recibir los informes de Planchet cuando sus amigos re­gresaron.

Todos los rostros estaban sombríos y crispados, incluso el dulce ros­tro de Aramis.

‑¿Qué hay que hacer? ‑preguntó D'Artagnan.

‑Esperar ‑respondió Athos.

Cada uno se retiró a su habitación.

A las ocho de la noche, Athos dio la orden de ensillar los caballos e hizo avisar a lord de Winter y a sus amigos de que se preparasen para la expedición.

En un instante todos estuvieron preparados. Cada uno inspeccionó las armas y las puso a punto. Athos bajó el primero y encontró a D'Artagnan ya a caballo a impacientándose.

‑Paciencia ‑dijo Athos‑, nos falta todavía uno.

Los cuatro caballeros miraron en torno suyo con sorpresa, porque buscaban inúltimente en su mente quién era aquel que podía faltarles.

En aquel momento Planchet trajo el caballo de Athos; el mosque­tero saltó con ligereza a la silla.

‑Esperadme ‑dijo‑, vuelvo.

Y partió a galope.

Un cuarto de hora después volvió, efectivamente, acompañado de un hombre enmascarado y envuelto en una gran capa roja.

Lord de Winter y los tres mosqueteros se interrogaron con la mira­da. Ninguno de ellos pudo informar a los otros, porque todos ignora­ban quién era aquel hombre. Sin embargo, pensaron que aquello de­bía ser así, puesto que se hacía por orden de Athos.

Era triste al aspecto de aquellos seis hombres corriendo en silencio, sumidos cada cual en su pensamiento, taciturnos como la desespera­ción, sombríos como el castigo.

 

Capítulo LXV

El juicio

 

Era una noche tormentosa y lúgubre, gruesas nubes corrían por el cielo velando la claridad de las estrellas; la luna no debía aparecer has­ta medianoche.

A veces, a la luz de un relámpago que brillaba en el horizonte, se vislumbraba la ruta que se desorrollaba blanca y solitaria; luego, apa­gado el relámpago, todo volvía a la oscuridad.

A cada momento Athos invitaba a D'Artagnan, siempre a la cabeza de la pequeña tropa, a ocupar su puesto, que al cabo de un instante abandonaba de nuevo; no tenía más que un pensamiento: ir hacia ade­lante, e iba.

Cruzaron en silencio la aldea de Festubert, donde se había queda­do el doméstico herido, luego bordearon el bosque de Richebourg; llegados a Herlies, Planchet, que seguía dirigiendo la columna, torció a a izquierda.

Varias veces, lord de Winter, Porthos o Aramis, habían tratado de dirigir la palabra al hombre de la capa roja; pero a cada pregunta que le había sido hecha, él se había inclinado sin responder. Los viajeros habían comprendido entonces que había una razón para que el desco­nocido guardase silencio, y habían dejado de dirigirle la palabra.

Además, la tormenta crecía, los relámpagos se sucedían rápidamen­te, el trueno comenzaba a gruñir, y el viento, precursor del huracán, silbaba en la llanura, agitando las plumas de los caballeros.

La cabalgada se lanzó a galope tendido.

Un poco más allá de Fromelles, la tormenta estalló; desplegaron las capas; quedaban aún tres leguas por hacer: las hicieron bajo torrentes de lluvia.

D'Artagnan se había quitado su sombrero de fieltro y no se había puesto la capa; sentía placer en dejar correr el agua sobre su frente ar­diente y sobre su cuerpo agitado por escalofríos febriles.

En el momento que la pequeña tropa hubo pasado Goskal a iba a llegar a la posta, un hombre, refugiado bajo un árbol, se separó del tronco con el que había permanecido confundido en la oscuridad, y avanzó hasta el medio de la ruta, poniendo sus dedos sobre sus labios.

Athos reconoció a Grimaud.

‑¿Qué pasa? ‑exclamó D'Artagnan‑. ¿Habrá dejado Armen­tières?

Grimaud hizo con la cabeza un signo afirmativo. D'Artagnan rechi­nó los dientes.

‑¡Silencio D'Artagnan! ‑dijo Athos‑. Soy yo quien me he en­cargado de todo, a mí me toca interrogar a Grimaud.

‑¿Dónde está? ‑preguntó Athos.

Grimaud tendió la mano en dirección del Lys.

‑¿Lejos de aquf? ‑preguntó Athos.

Grimaud hizo señal de que sí.

‑Señores ‑dijo Athos‑, está solo a media legua de aquí, en di­rección al río.

‑Está bien ‑dijo D'Artagnan‑; llévanos, Grimaud.

Grimaud tomó campo a través y sirvió de guía a la cabalgada.

Al cabo de quinientos pasos aproximadamente, se encontraron un riachuelo que vadearon.

A la luz de un relámpapo divisaron la aldea de Erquinghem.

‑¿Es ahí? ‑preguntó D Artagnan.

Grimaud movió la cabeza en señal de negación.

‑¡Silencio, puesl ‑dijo Athos.

Y la tropa continuó su camino.

Otro relámpago brilió; Grimaud extendió el brazo, y a la luz azula­da de la serpiente de fuego se distinguió una casita aislada, a orillas del río, a cien pasos de una barcaza. Una ventana estaba iluminada.

‑Hemos llegado ‑dijo Atlios.

En aquel momento, un hombre tumbado en el foso se levantó. Era Mosquetón, quien señaló con el dedo la ventana iluminada.

‑Está ahí ‑dijo.

‑¿Y Bazin? ‑.‑preguntó Athos.

‑Mientras que yo vigilaba la ventana, él vigilaba la puerta.

‑Bien ‑dijo Athos‑, todos sois fieles servidores.

Athos saltó de su caballo, cuya brida puso en manos de Grimaud, y avanzó hacia la ventana tras haber hecho señas al resto de la tropa de virar hacia el lado de la puerta.

La casita estaba rodeada por un seto vivo, de dos o tres pies de alto. Athos franqueó el seto, llegó hasta la ventana privada de contra­ventanas, pero cuyas semicortinas estaban completamente echadas.

Se subió sobre el reborde de piedra, a fin de que su mirada pudiera sobrepasar la altura de las cortinas.

A la luz de una lámpara vio a una mujer envuelta en un manto de color oscuro sentada en un escabel, junto a un fuego moribundo: sus codos estaban apoyados sobre una mala mesa, y apoyaba su cabeza en sus dos manos blancas como el marfil.

No se podía distinguir su rostro, pero una sonrisa siniestra pasó por los labios de Athos: no podía equivocarse, era la que buscaba.

En aquel momento un caballo relinchó. Milady alzó la cabeza, vio, pegado al cristal, el rostro pálido de Athos y lanzó un grito.

Athos comprendió que lo había reconocido, empujó la ventana con la rodilla y con la mano, la ventana cedió, los cristales se rom­pieron.

Y Athos, como el espectro de la venganza, saltó a la habitación.

Milady corrió a la puerta y la abrió; más pálido y más amenazador aún que Athos, D'Artagnan estaba en el umbral.

Milady retrocedió lanzando un grito. D'Artagnan, creyendo que te­nía algún medio de huir y temiendo que se le escapase, sacó una pis­tola de su cintura; pero Athos alzó la mano.

‑Devuelve esa arma a su sitio, D'Artagnan ‑dijo‑. Importa que esta mujer sea juzgada y no asesinada. Espera aún un momento, D'Ar­tagnan, y quedarás satisfecho. Entrad, señores.

D'Artagnan obedeció, porque Athos tenía la voz solemne y el ges­to poderoso de un juez enviado por el Señor mismo. Luego, detrás de D'Artagnan entraron Porthos, Aramis, lord de Winter y el hombre de la capa roja.

Los cuatro criados guardaban la puerta y la ventana.

Milady estaba caída sobre su silla con las manos extendidas como para conjurar aquella horrible aparición; al ver a su cuñado, lanzó un grito terrible.

‑¿Qué queréis? ‑exclamó Milady.

‑Queremos ‑dijo Athos‑ a Charlotte Backson, que se llamó pri­mero condesa de La Fère, y luego lady Winter, baronesa de Sheffield.

‑¡Yo soy, yo soy! ‑murmuró ella en el colmo del terror‑. ¿Qué me queréis?

‑Queremos juzgaros por vuestros crímenes ‑dijo Athos‑; seréis libre de defenderos, justificaos si podéis. El señor D'Artagnan os va a acusar el primero.

D'Artagnan se adelantó.

‑Ante Dios y ante los hombres ‑dijo‑, acuso a esta mujer de haber envenenado a Constance Bonacieux, muerta ayer tarde.

Se volvió hacia Porthos y hacia Aramis.

‑Nosotros somos testigos ‑dijeron con un solo movimiento los dos mosqueteros.

D'Artagnan continuó:

‑Ante Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haber que­rido envenenarme a mí mismo, con vino que había enviado de Ville­roy, con una falsa carta como si el vino fuera de mis amigos; Dios me salvó, pero un hombre, que se llamaba Brisemont, murió en mi lugar.

.‑Nosotros somos testigos ‑dijeron con la misma voz Porthos y Aramis.

‑Ante Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haberme empujado a asesinar al barón de Wardes; y como nadie estuvo allí pa­ra atestiguar la verdad de esta acusación, lo atestiguo yo mismo. He dicho.

Y D'Artagnan pasó al otro lado de la habitación con Porthos y Aramis.

‑¡Os toca a vos, milord! ‑dijo Athos.

El barón se acercó a su vez.

‑Ante Dios y ante los hombres ‑dijo‑, acuso a esta mujer de haber hecho asesinar al duque de Buckingham.

‑¿El duque de Buckingham asesinado? ‑exclamaron a un solo grito todos los asistentes.

‑Sí ‑dijo el barón‑. ¡Asesinado! Ante la carta de aviso que me escribisteis, hice detener a esta mujer, y la di para guardarla a un leal servidor; ella corrompió a aquel hombre, ella le puso el puñal en la mano, ella le obligó a matar al duque, y quizá en este momento Felton pague con su cabeza el crimen de esta furia.

Un estremecimiento corrió entre los jueces ante la revelación de estos crímenes aún desconocidos.

‑Eso no es todo ‑prosiguió lord de Winter‑; mi hermano, que os había hecho su heredero, murió en tres horas de una extraña enfer­medad que deja manchas lívidas en todo el cuerpo. Hermana mía, ¿có­mo murió vuestro marido?

‑¡Horror! ‑exclamaron Porthos y Aramis.

‑Asesina de Buckingham, asesina de Felton, asesina de mi her­mano, pido justicia contra vos, y declaro que, si no me la hacen, me la haré yo.

Y lord de Winter fue a colocarse junto a D'Artagnan dejando el pues­to libre a otro acusador.

Milady dejó caer su frente en sus dos manos y trató de recordar sus ideas confundidas por un vértigo mortal.

‑Me toca a mí ‑dijo Athos, temblando como el león tiembla a la vista de la serpiente‑, me toca a mí. Yo desposé a esta mujer cuan­do era joven la desposé a pesar de toda mi familia; yo le di mis bienes, le di mi nombre; un día me di cuenta de que esta mujer estaba marca­da; esta mujer estaba marcada con una flor de lis en el hombro izquierdo.

‑¡Oh! ‑dijo Milady levantándose‑. Desafío a que al quien encuen­tre el tribunal que pronunció sobre mí esa sentencia infame. Desafío a que alguien encuentre a quien la ejecutó.

‑Silencio ‑dijo una voz‑. A esta me toca a mí responder.

Y el hombre de la capa roja se aproximó a su vez.

‑¿Quién es este hombre, quién es este hombre? ‑exclamó Mi­lady sofocada por el terror y cuyos cabellos se soltaron y se erizaron sobre su lívida cabeza como si hubieran estado vivos.

Todos los ojos se volvieron hacia aquel hombre, porque para to­dos, excepto para Athos, era desconocido.

Incluso Athos lo miraba con tanta estupefacción como los otros, por­que ignoraba cómo podía estar él mezclado en algo en el horrible dra­ma que se desarrollaba en aquel momento.

Tras haberse acercado a Milady con paso lento y solemne, de mo­do que sólo la mesa lo separaba de ella, el desconocido se quitó la máscara.

Milady miró algún tiempo con un tenor creciente aquel rostro páli­do enmarcado entre cabellos y patillas negras, cuya única expresión era una impasibilidad helada. Luego, de pronto:

‑¡Oh, no, no! ‑dijo ella levantándose y retrocediendo hasta la pared‑. No, no, ¡es una aparición infernal! ¡No es él! ¡Auxilio! ¡Auxilio! ‑exclamó con una voz ronca y volviéndose hacía el muro, como s¡ hubiera podido abrirse un paso con sus manos.

‑Pero ¿quién sois vos? ‑exclamaron todos los testigos de aquella escena.

‑Preguntádselo a esa mujer ‑dijo el hombre de la capa roja‑, porque ya habéis visto que me ha reconocido.

‑¡El verdugo de Lille, el verdugo de Lille! ‑exclamó Milady presa de un terror insensato y aferrándose con las manos al muro para no caer.

Todo el mundo se apartó, y el hombre de la capa roja permaneció solo de pie en medio de la sala.

‑¡Oh, gracia, gracia! ¡Perdón! ‑exclamó la miserable cayendo de rodillas.

El desconocido dejó que se hiciera el silencio de nuevo.

‑¡Ya os decía yo que me había reconocido! ‑prosiguió‑. Sí, yo soy el verdugo de la ciudad de Lille, y ésta es mi historia.

Todos los ojos estaban fijos en aquel hombre cuyas palabras espe­raban con una ávida ansiedad.

‑Esta joven era en otro tiempo una muchacha tan bella como bella es hoy. Era religiosa en el convento de las Benedictinas de Temple­mar. Un joven cura, de corazón sencillo y creyente, servía la iglesia de aquel convento; ella emprendió la tarea de seducirlo y triunfó, se­dujo a un santo. Los votos de los dos eran sagrados, irrevocables; su relación no podía durar mucho tiempo sin perderlos a los dos. Consi­guió de él que se marcharan ambos de la region; pero para marcharse de la región, para huir juntos, para alcanzar otra parte de Francia don­de pudieran vivir tranquilos porque serían desconocidos, hacía falta di­nero; ni el uno ni la otra lo tenían. El cura robó los vasos sagrados, los vendió; pero, cuando se aprestaban a huir juntos, los dos fueron detenidos. Ocho días después, ella había seducido al hijo del carcelero y se había escapado. El joven sacerdote fue condenado a diez años de grilletes y a la marca. Yo era el verdugo de la ciudad de Lille, como dijo esta mujer. Fui obligado a marcar al culpable, y el culpable, seño­res, ¡era mi hermano! Juré entonces que esta mujer que lo había perdi­do, que era más que su cómplice, puesto que lo había empujado al crimen, compartiría por lo menos el castigo. Sospeché el lugar en que estaba oculta, la perseguí, la alcancé, la agarroté y le imprimí la misma marca que había impreso en mi hermano. Al día siguiente de mi regre so a Lille, mi hermano consiguió escaparse, se me acusó de complici­dad y se me condenó a permanecer en prisión en su puesto mientras no se constituyera él prisionero. Mi pobre hermano ignoraba aquel jui­cio; se había reunido con esta mujer, habían huido juntos al Berry; y allí, él había obtenido un pequeño curato. Esta mujer pasaba por her­mana suya. El señor de la tierra en que estaba situada la iglesia del cu­rato vio aquella pretendida hermana y se enamoró de ella, enamorán­dose hasta el punto de que le propuso desposarla. Entonces ella dejó al que había perdido por aquel al que iba a perder, y se convirtió en condesa de La Fère...

Todos los ojos se volvieron hacia Athos, cuyo verdadero nombre era aquél, y que hizo señal con la cabeza de que cuanto había dicho el verdugo era cierto.

‑Entonces ‑prosiguió aquél‑, loco, desesperado, decidido a qui­tarse su existencia, a quien ella había quitado todo, honor y felicidad, mi hermano regresó a Lille, y, enterándose del juicio que me había con­denado en su lugar, se constituyó prisionero y se colgó la misma no­che del tragaluz de su calabozo. Por lo demás, debo hacerles justicia, quienes me condenaron mantuvieron su palabra. Apenas fue compro­bada la identidad del cadáver me devolvieron mi libertad. Ese es el cri­men de que la acuso, era la causa por la que la marqué. Señor D'Ar­tagnan ‑dijo Athos‑, ¿cuál es la pena que exigís contra esta mujer?

‑La pena de muerte ‑respondió D'Artagnan.

‑Milord de Winter ‑continuo Athos‑, ¿cuál es la pena que exi­gís contra esta mujer?

‑La pena de muerte ‑contestó lord de Winter.

‑Señores Porthos y Aramis ‑continuó Athos‑, vosotros que sois sus jueces, ¿cuál es la pena a que condenáis a esta mujer?

‑La pena de muerte ‑respondieron con voz sorda los dos mos­queteros.

Milady lanzó un aullido horroroso y dio algunos pasos hacia sus jue­ces arrastrándose de rodillas.

Athos extendió las manos hacia ella.

‑Anne de Breuil, condesa de La Fère, milady de Winter ‑dijo‑, vuestros crímenes han cansado a los hombres en la tierra y a Dios en el cielo. Si sabéis alguna oración, decidla, porque estáis condenada y vais a morir.

A estas palabras que no dejaban ninguna esperanza, Milady se alzó en toda su estatura y quiso hablar, pero las fuerzas le faltaron; sintió que una mano potente a implacable la cogía por lo pelos y la arrastra­ba tan irrevocablemente como la fatalidad arrastra al hombre: no trató siquiera de hacer resistencia y salió de la cabaña.

Lord de Winter, D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis salieron de­trás de ella. Los criados siguieron a sus amos y la habitación quedó solitaria con su ventana rota, su puerta abierta y su lámpara humeante que ardía tristemente sobre la mesa.

 


Date: 2015-12-17; view: 435


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