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Capítulo LXVI

La ejecución

 

Era medianoche aproximadamente; la luna, escoltada por su men­guante y ensangrentada por las últimas huellas de la tormenta, se alza­ba tras la pequeña aldea de Armentières, que destacaba sobre su clari­dad macilenta la silueta sombría de sus casas y el esqueleto de su alto campanario recortado a la luz. Enfrente, el Lys hacía rodar sus aguas semejantes a un río de estaño fundido, mientras que en la otra orilla se veía la masa negra de los árboles perfilarse sobre un cielo tormen­toso invadido por gruesas nubes de cobre que hacían una especie de crepúsculo en medio de la noche. A la izquierda se alzaba un viejo molino abandonado, de aspas inmóviles, en cuyas ruinas una lechuza dejaba oír su grito agudo, periódico y monótono. Aquí y allá, en la lla­nura, a izquierda y derecha del camino que seguia el lúgubre cortejo, aparecían algunos árboles bajos y achaparrados que parecían enanos disformes acuclillados para acechar a los hombres en aquella hora siniestra.

De vez en cuando un largo relámpago abría el horizonte en toda su amplitud, serpenteaba por encima de la masa negra de árboles y venía como una espantosa cimitarra a cortar el cielo y el agua en dos partes. Ni un soplo de viento pasaba por la pesada atmósfera. Un si­lencio de muerte aplastaba toda la naturaleza; el suelo estaba húmedo y resbaladizo por la lluvia que acababa de caer, y las hierbas reanima­das despedían su olor con más energía.

Dos criados arrastraban a Milady, teniéndola cada uno por un bra­zo; el verdugo caminaba detrás, y lord de Winter, D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis caminaban detrás del verdugo.

Planchet y Bazin venían los últimos.

Los dos criados conducían a Milady por la orilla del río. Su boca estaba muda; pero sus ojos hablaban con una elocuencia inexpresa­ble, suplicando ya a uno ya a otro de los que ella miraba.

Cuando se encontraba a algunos pasos por delante, dijo a los criados:

‑Mil pistolas a cada uno de vosotros si protegéis mi fuga; pero si me entregáis a vuestros amigos, tengo aquí cerca vengadores que os harán pagar cara mi muerte.

Grimaud dudaba. Mosquetón temblaba con todos sus miembros.

Athos, que había oído la voz de Milady, se acercó rápidamente; lord de Winter hizo otro tanto.

‑Que se vuelvan estos criados ‑dijo‑, les ha hablado, no son ya seguros.

Llamaron a Planchet y Bazin, que ocuparon el sitio de Grimaud y Mosquetón.

Llegados a la orilla del agua, el verdugo se acercó a Milady y le ató los pies y las manos.

Entonces ella rompió el silencio para exclamar:

‑Sois unos cobardes, sois unos miserables asesinos, os hacen fal­ta diez para degollar a una mujer; tened cuidado, si no soy socorrida, seré vengada.



‑Vois no sois una mujer ‑dijo fríamente Athos‑, no pertenecéis a la especie humana, sois un demonio escapado del infierno y vamos a devolveros a él.

‑¡Ay, señores virtuosos! ‑dijo Milady‑. Tened cuidado, aquel que toque un pelo de mi cabeza es a su vez un asesino.

‑El verdugo uede matar sin ser por ello un asesino, señora‑ dijo el hombre de la capa roja golpeando sobre su larga espada‑; él es el último juez, eso es todo: Nachrichter[L195] , como dicen nuestros vecinos alemanes.

Y cuando la ataba diciendo estas palabras, Milady lanzó dos o tres gritos salvajes que causaron un efecto sombrío y extraño volando en la noche y perdiéndose en las profundidades del bosque.

‑Pero si soy culpable, si he cometido los crímenes de los que me acusáis ‑aullaba Milady‑, llevadme ante un tribunal; no sois jueces, no lo sois para condenarme.

‑Os propuse Tyburn ‑dijo lord de Winter‑. ¿Por qué no quisis­teis?

‑¡Porque no quiero morir! ‑exclamó Milady debatiéndose‑. Por­que soy demasiado joven para morir.

‑La mujer que envenenasteis en Béthune era más joven aún que vos, señora, y, sin embargo, está muerta ‑dijo D'Artagnan.

‑Entraré en un claustro, me haré religiosa ‑dijo Milady.

‑Estabais en un claustro ‑dijo el verdugo‑ y salisteis de él para perder a mi hermano.

Milady lanzó un grito de terror y cayó de rodillas.

El verdugo la alzó y quiso llevarla hacia la barca.

‑¡Oh, Dios mío! ‑exclamó‑. ¡Dios mío! ¿Vais a ahogarme?

Aquellos gritos tenían algo tan desgarrador que D'Artagnan, que al principio era el más encarnizado en la persecución de Milady, se de­jó deslizar sobre un tronco a inclinó la cabeza, tapándose las orejas con las palmas de sus manos; sin embargo, pese a todo, todavía oía ame­nazar y gritar.

D'Artagnan era el más joven de todos aquellos hombres y el cora­zón le falló.

‑¡Oh, no puedo ver este horrible espectáculo! ¡No puedo consen­tir que esta mujer muera así!

Milady había oído algunas palabras y se había recuperado a la luz de la esperanza.

‑¡D'Artagnan! ¡D'Artagnan! ‑gritó‑. ¡Acuérdate de que te he amado!

El joven se levantó y dio un paso hacia ella.

Pero Athos, bruscamente, sacó su espada y se interpuso en su camino.

‑Si dais un paso más, D'Artagnan ‑dijo‑, cruzaremos las es­padas.

D'Artagnan cayó de rodillas y rezó.

‑Vamos ‑continuó Athos‑, verdugo, cumple tu deber.

‑De buena gana, monseñor ‑dijo el verdugo‑, porque, tan cierto como que soy católico, creo firmemente que soy justo al cumplir mi función en esta mujer.

‑Está bien.

Athos dio un paso hacia Milady.

‑Yo os perdono ‑dijo‑ el mal que me habéis hecho; os perdo­no mi futuro roto, mi honor perdido, mi honor mancillado y mi salvación eterna comprometida por la desesperación a que me habéis arro­jado. Morid en paz.

Lord de Winter se adelantó a su vez.

‑Yo os perdono ‑dijo‑ el envenenamiento de mi hermano, el asesinato de Su Gracia lord de Buckingham, yo os perdono la muerte del pobre Felton, yo os perdono las tentativas contra mi persona. Mo­rid en paz.

‑Y a mí ‑dijo D'Artagnan‑ perdonadme, señora, haber provo­cado vuestra cólera con un engaño indigno de un gentilhombre; y a cambio, yo os perdono el asesinato de mi pobre amiga y vuestras vene ganzas crueles contra mí, yo os perdono y lloro por vos. Morid en paz:

‑I am lost! ‑murmuró Milady en inglés‑. I must die[L196] .

Entonces se levantó por sí misma y lanzó en torno suyo una de esas miradas claras que parecían brotar de unos ojos de llama.

No vio nada.

No escuchó ni oyó nada.

En torno suyo no tenía más que enemigos.

‑¿Dónde voy a morir? ‑dijo.

‑En la otra orilla ‑respondió el verdugo.

Entonces la hizo subir a la barca, y cuando iba a poner él el pie en ella, Athos le entregó una suma de dinero.

‑Toma ‑dijo‑, ése es el precio de la ejecución; que se vea bien que actuamos como jueces.

‑Está bien ‑dijo el verdugo‑; y ahora, a su vez, que esta mujer sepa que no cumplo con mi oficio, sino con mi deber.

Y arrojó el dinero al río.

La barca se alejó hacia la orilla izquierda del Lys, llevando a la cul­pable y al ejecutor; todos los demás permanecieron en la orilla dere­cha, donde habían caído de rodillas.

La barca se deslizaba lentamente a lo largo de la cuerda de la bar­caza, bajo el reflejo de una nube pálida que estaba suspendida sobre el agua en aquel momento.

Se la vio llegar a la otra orilla; los personajes se dibujaban en negro sobre el horizonte rojizo.

Milady, durante el trayecto, había conseguido soltar la cuerda que ataba sus pies; al llegar a la orilla, saltó con ligereza a tierra y tomó la huida.

Pero el suelo estaba húmedo; al llegar a lo alto del talud, resbaló y cayó de rodillas.

Una idea supersticiosa la hirió indudablemente; comprendió que el cielo le negaba su ayuda y permaneció en la actitud en que se en­contraba, con la cabeza inclinada y las manos juntas.

Entonces, desde la otra orilla, se vio al verdugo alzar lentamente sus dos brazos; un rayo de luna se reflejó sobre la hoja de su larga es­pada; los dos brazos cayeron y se oyó el silbido de la cimitarra y el grito de la víctima. Luego, una masa truncada se abatió bajo el golpe.

Entonces el verdugo se quitó su capa roja, la extendió en tierra, depositó allí el cuerpo, arrojó allí la cabeza, la ató por las cuatro esqui­nas, se la echó al hombro y volvió a subir a la barca.

Llegado al centro del Lys, detuvo la barca, y, suspendido su fardo sobre el río:

‑¡Dejad pasar la justicia de Dios! ‑gritó en voz alta.

Y dejó caer el cadáver a lo más profundo del agua, que se cerró sobre él.

Tres días después, los cuatro mosqueteros entraban en Paris; esta­ban dentro de los límites de su permiso, y la misma noche fueron a hacer su visita acostumbrada al señor de Tréville.

‑Y bien, señores ‑les preguntó el bravo capitán‑, ¿os habéis di­vertido en vuestra excursión?

‑Prodigiosamente ‑respondió Athos con los dientes apretados.

 

 

Capítulo LXVII

Conclusión

 

El 6 del mes siguiente, el rey, cumpliendo la promesa que había hecho al cardenal de dejar Paris para volver a La Rochelle, salió de su capital todo aturdido aún por la nueva que acababa de esparcirse de que Buckingham acababa de ser asesinado.

Aunque prevenida de que el hombre al que tanto había amado co­rría un peligro, la reina, cuando se le anunció esta muerte, no quiso creerla; ocurrió incluso que exclamó imprudentemente:

‑¡Es falso! Acaba de escribirme.

Pero al día siguiente tuvo que creer en aquella fatal noticia: La Por­te, retenido como todo el mundo en Inglaterra por las órdenes del rey Carlos I, llegó portador del último y fúnebre presente que Buckingham enviaba a la reina.

La alegría del rey había sido muy viva ; no se molestó siquiera en disimularla a incluso la hizo estallar con afectación ante la reina. A Luis XIII, como a todos los corazones débiles, le faltaba generosidad.

Mas pronto el rey se volvió sombrío y con mala salud; su frente no era de aquellas que se aclaran durante mucho tiempo; sentía que al volver al campamento iba a recuperar su esclavitud, y, sin embargo, volvía allí.

El cardenal era para él la serpiente fascinadora; y él, él era el pája­ro que revolotea de rama en rama sin poder escapar.

En torno suyo no tenía más que enemigos.

Por eso el regreso hacia La Rochelle era profundamente triste. Nues­tros cuatro amigos causaban el asombro de sus camaradas; viajaban juntos, codo con codo, la mirada sombría, la cabeza baja. Athos alzaba de vez en cuando sólo su amplia frente: un destello brillaba en sus ojos, una sonrisa amarga pasaba por sus labios; luego, semejante a sus ca­maradas, se dejaba ir de nuevo en sus ensoñaciones.

Tan pronto como llegaba la escolta a una villa, cuando habían con­ducido al rey a su alojamiento, los cuatro amigos se retiraban o a la habitación de uno de ellos o a alguna taberna apartada, donde ni juga­ban ni bebían; sólo hablaban en voz baja mirando con cuidado si al­guien los escuchaba.

Un día en que el rey había hecho un alto en la ruta para cazar la picaza y en que los cuatro amigos, según su costumbre, en vez de se­guir la caza, se habían detenido en una taberna sobre la carretera, un hombre que venía de La Rochelle a galope tendido se detuvo a la puerta para beber un vaso de vino y hundió su mirada en el interior de la ha­bitación donde estaban sentados a la mesa los cuatro mosqueteros.

‑¡Hola! ¡El señor D'Artagnan! ‑dijo‑. ¿No sois vos quien veo ahí?

D'Artagnan alzó la cabeza y soltó un grito de alegría. Aquel hom­bre que él llamaba su fantasma era su desconocido de Meung, de la calle des Fossoyeurs y de Arras.

‑¡Ah, señor! ‑dijo el joven‑. Por fin os encuentro; esta vez no escaparéis.

‑No es esa mi intención tampoco, señor, porque esta vez os bus­caba; en nombre del rey os detengo, y digo que tenéis que entregarme vuestra espada, señor, y sin resistencia; os va en ello la cabeza, os lo advierto.

‑¿Quién sois vos? ‑preguntó D'Artagnan bajando su espada, pero sin entregarla aún.

‑Soy el caballero de Rochefort ‑respondió el desconocido‑, el escudero del señor cardenal de Richelieu, y tengo orden de llevaros junto a Su Eminencia.

‑Volvemos junto a Su Eminencia, señor caballero ‑dijo Athos adelantándose‑ y aceptaréis la palabra del señor D'Artagnan, que va a dirigirse en línea recta a La Rochelle.

‑Debo ponerlo en manos de los guardias, que lo llevarán al cam­pamento.

‑Nosotros lo llevaremos, señor, por nuestra palabra de gentiles­hombres; pero por nuestra palabra de gentileshombres también ‑aña­dió Athos, frunciendo el ceño‑, el señor D'Artagnan no nos abando­nará.

El caballero de Rochefort lanzó una ojeada hacia atrás y vio que Porthos y Aramis se habían situado entre él y la puerta; comprendió que estaba completamente a merced de aquellos cuatro hombres.

‑Señores ‑dijo‑, si el señor D'Artagnan quiere entregarme su espada y unir su palabra a la vuestra, me contentaré con vuestra pro­mesa de conducir al señor D'Artagnan al campamento del señor cardenal.

‑Tenéis mi palabra, señor ‑dijo D'Artagnan‑, y aquí está mi espada.

‑Eso está mejor ‑añadió Rochefort ‑, porque es preciso que continúe mi viaje.

‑Si es para reuniros con Milady ‑dijo fríamente Athos‑, es inú­til, no la encontraréis.

‑¿Qué le ha pasado entonces? ‑preguntó vivamente Rochefort.

‑Volved al campamento y lo sabréis.

Rochefort se quedó un instante pensativo, luego, como no estaba más que a una jornada de Surgères, hasta donde el cardenal debía ir ante el rey, resolvió seguir el consejo de Athos y volver con ellos.

Además, aquel retraso le ofrecía una ventaja: vigilar por sí mismo a su prisionero.

Volvieron a ponerse en ruta.

Al día siguiente, a las tres de la tarde, llegaron a Surgères. El cardenal esperaba allí a Luis XIII. El ministro y el rey intercambiaron mu­chas caricias, se felicitaron por el venturoso azar que desembarazaba a Francia del encarnizado enemigo que amotinaba a Europa contra ella. Tras lo cual, el cardenal, que había sido avisado por Rochefort de que D'Artagnan estaba detenido, y que tenía prisa por verlo, se despidió del rey invitándolo a ver al día siguiente los trabajos del dique que esta­ban acabados.

Al volver aquella noche a su acampada del puente de La Pierre, el cardenal encontró de pie, ante la puerta de la casa que habitaba, a D'Artagnan sin espada y a los tres mosqueteros armados.

Aquella vez, como él era más fuerte, los miró con severidad y, con los ojos y con la mano, hizo a D'Artagnan una seña de que lo siguiera.

D'Artagnan obedeció.

‑Te esperaremos, D'Artagnan ‑dijo Athos lo suficientemente al­to para que el cardenal lo oyese.

Su Eminencia frunció el ceño, se detuvo un instante, luego conti­nuó su camino sin pronunciar una sola palabra.

D'Artagnan entró detrás del cardenal, y Rochefort detrás de D'Ar­tagnan; la puerta fue vigilada.

Su Eminencia se dirigió a la habitación que le servía de gabinete e hizo seña a Rochefort de introducir al joven mosquetero.

Rochefort obedeció y se retiró.

D'Artagnan permaneció solo frente al cardenal; era su segunda en­trevista con Richelieu, y él confesó después que estaba convencido de que sería la última.

Richelieu permaneció de pie, apoyado contra la chimenea, con una mesa entre él y D'Artagnan.

‑Señor ‑dijo el cardenal‑, habéis sido detenido por orden mía.

‑Eso me han dicho, monseñor.

‑¿Sabéis por qué?

‑No, monseñor; porque la única cosa por la que podría ser dete­nido es aún desconocida de Su Eminencia.

Richelieu miró fijamente al joven.

‑¡Oh! ¡Oh! ‑dijo‑. ¿Qué quiere decir eso?

‑Si monseñor quiere decirme primero los crímenes que se me im­putan, yo le diré luego los hechos que he realizado.

‑¡Se os imputan crímenes que han hecho caer cabezas más altas que la vuestra, señor! ‑dijo el cardenal.

‑¿Cuáles, monseñor? ‑preguntó D'Artagnan con una calma que asombró al propio cardenal.

‑Se os imputa haber mantenido correspondencia con los enemi­gos del reino, se os imputa haber sorprendido los secretos de Estado, se os imputa haber tratado de hacer abortar los planes de vuestro general.

‑¿Y quién me imputa eso, monseñor? ‑dijo D'Artagnan, que sospechaba que la acusación venía de Milady‑. Una mujer marcada por la justicia del país, una mujer que ha desposado a un hombre en Fran­cia y a otro en Inglaterra, una mujer que ha envenenado a su segundo marido y que ha intentado envenenarme a mí mismo.

‑¿Qué decís, señor? ‑exclamó el cardenal asombrado‑. ¿Y de qué mujer habláis de ese modo?

‑De Milady de Winter ‑respondió D'Artagnan‑; sí, de Milady de Winter, de la que sin duda Vuestra Eminencia ignoraba todos los crímenes cuando la ha honrado con su confianza.

‑Señor ‑dijo el cardenal‑, si Milady de Winter ha cometido to­dos los crímenes que decís, será castigada.

‑Ya lo está, monseñor.

‑Y ¿quién la ha castigado?

‑Nosotros.

‑¿Está en prisión?

‑Está muerta.

‑¿Muerta? ‑repitió el cardenal, que no podía creer lo que oía‑. ¡Muerta! ¿Habéis dicho que está muerta?

‑Tres veces trató de matarme, y la perdoné; pero mató a la mujer que yo amaba. Entonces, mis amigos y yo la hemos cogido, juzgado y condenado.

D'Artagnan contó entonces el envenenamiento de la señora Bona­cieux en el convento de las Carmelitas de Béthune, el juicio de la casa aislada y la ejecución a orillas del Lys.

Un temblor corrió por todo el cuerpo del cardenal, que, sin embar­go, no temblaba fácilmente.

Pero, de pronto como sufriendo la influencia de un pensamiento mudo, la fisonomía del cardenal, sombrío hasta entonces, se aclaró poco a poco y llegó a la más perfecta serenidad.

‑Así ‑dijo con una voz cuya dulzura contrastaba con la severi­dad de sus palabras‑, así que os habéis constituido en jueces, sin pensar que quienes no tienen la misión de castigar y castigan son asesinos.

‑Monseñor, os juro que ni por un instante he tenido la intención de defender mi cabeza contra vos. Sufriré el castigo que Vuestra Emi­nencia quiera infligirme. No amo tanto la vida como para temer la muerte.

‑Sí, lo sé, sois un hombre de corazón, señor ‑dijo el cardenal con una voz casi afectuosa‑; puedo deciros, pues, de antemano que seréis juzgado, condenado incluso.

‑Cualquier otro podría responder a Vuestra Eminencia que tiene su perdón en el bolsillo; yo me contentaré con deciros: Ordenad, mon­señor, estoy dispuesto.

‑¿Vuestro perdón? ‑dijo Richelieu sorprendido.

‑Sí, monseñor ‑dijo D'Artagnan.

‑¿Y firmado por quién? ¿Por el rey?

Y el cardenal pronunció estas palabras con una singular expresión de desprecio.

‑No, por Vuestra Eminencia.

‑¿Por mí? Estáis loco, señor.

‑Monseñor reconocerá sin duda su escritura.

Y D'Artagnan presentó al cardenal el preciso papel que Athos ha­bía arrancado a Milady, y que había dado a D'Artagnan para que le sirviera de salvaguardia.

Su Eminencia cogió el papel y leyó con voz lenta apoyándose en cada sílaba:

 

«El portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y para bien del Estado.

En el campamento de La Rochelle, a 5 de agosto de 1628.

Richelieu.»

 

El cardenal, tras haber leído estas dos líneas, cayó en una medita­ción profunda, pero no devolvió el papel a D'Artagnan.

«Medita con qué clase de suplicio me hará morir ‑se dijo en voz baja D'Artagnan‑; pues a fe que verá cómo muere un gentilhombre.»

El joven mosquetero estaba en excelente disposición de morir heroicamente.

Richelieu seguía pensando, enrollaba y desenrollaba el papel en sus manos. Finalmente, alzó la cabeza, fijó su mirada de águila sobre aquella fisonomía leal, abierta, inteligente, leyó en aquel rostro surcado por las lágrimas todos los sufrimientos que había enjugado desde hacía un mes, y pensó por tercera o cuarta vez cuánto futuro tenía aquel muchacho de veintiún años, y qué recursos podría ofrecer a un buen amo su acti­vidad, su valor y su ingenio.

Por otro lado, los crimenes, el poder, el genio infernal de Milady le habían espantado más de una vez. Sentía como una alegría secreta haberse liberado para siempre de aquella cómplice peligrosa.

Desgarró lentamente el papel que D'Artagnan tan generosamente le había entregado.

«Estoy perdido», dijo para sí mismo D'Artagnan.

Y se inclinó profundamente ante el cardenal como hombre que di­ce: «¡Señor, que se haga vuestra voluntad!»

El cardenal se acercó a la mesa y, sin sentarse, escribió algunas lí­neas sobre un pergamino cuyos dos tercios ertaban ya cubiertos y pu­so su sello.

«Esa es mi condena ‑dijo D'Artagnan‑; me ahorra el aburrimiento de la Bastilla y la lentitud de un juicio. Encima es demasiado amable.»

‑Tomad, señor ‑dijo el cardenal al joven‑, os he cogido un sal­voconducto y os devuelvo otro. El nombre falta en ese despacho: es­cribidlo vos mismo.

D'Artagnan cogió el papel dudando y puso los ojos encima.

Era un tenientazgo en los mosqueteros.

D'Artagnan cayó a los pies del cardenal.

‑Monseñor ‑dijo‑, mi vida es vuestra; disponed de ella en ade­lante; pero este favor que me otorgáis no lo merezco; tengo tres ami­gos que son más merecedores y más dignos...

‑Sois un muchacho valiente, D'Artagnan ‑interrumpió el carde­nal palmeándolo familiarmente en el hombro, encantado por haber ven­cido a aquella naturaleza rebelde‑. Haced de ese despacho lo que os plazca. Sólo que recordad que, aunque el nombre esté en blanco, os lo he dado a vos.

‑No lo olvidaré jamás ‑respondió D'Artagnan‑. Vuestra Emi­nencia puede estar segura de ello.

El cardenal se volvió y dijo en voz alta:

‑¡Rochefort!

El caballero, que sin duda estaba detrás de la puerta, entró al punto.

‑Rochefort ‑dijo el cardenal‑, ahí veis al señor D'Artagnan; lo recibo entre mis amigos; así pues, que se le abrace y que si alguien quiere conservar su cabeza sea prudente.

Rochefort y D'Artagnan se besaron con la punta de los labios; pero el cardenal estaba allí, observándolos con su ojo vigilante.

Salieron de la habitación al mismo tiempo.

‑Nos encontraremos, ¿no es cierto, señor?

‑Cuando os plazca ‑contestó D'Artagnan.

‑Ya llegará la ocasión ‑respondió Rochefort.

‑¿Qué? ‑dijo Richelieu abriendo la puerta.

Los dos hombres sonrieron, se estrecharon la mano y saludaron a Su Eminencia.

‑Empezábamos a impacientarnos ‑dijo Athos.

‑¡Ya estoy aquí, amigos míos! ‑respondió D'Artagnan‑. No so­lamente libre, sino favorecido.

‑¿Nos contaréis eso?

‑Esta noche.

En efecto, aquella misma noche D'Artagnan se dirigió al aloja­miento de Athos, a quien encontró a punto de vaciar su botella de vino español, ocupación que realizaba religiosamente todas las noches.

Le contó lo que había pasado entre el cardenal y él, y sacando el despacho de su bolso:

‑Tomad, mi querido Athos ‑dijo‑, a vos os corresponde, natu­ralmente.

Athos sonrió con su dulce y encantadora sonrisa.

‑Amigo ‑dijo‑, para Athos es demasiado; para el conde de La Fère es demasiado poco. Guardad ese despacho, os corresponde. ¡Ay, Dios mío, qué caro lo habréis comprado!

D'Artagnan salió de la habitación de Athos y entró en la de Porthos.

Lo encontró vestido con un magnífico traje, cubierto de espléndi­dos brocados y mirándose a un espejo.

‑¡Ah, ah! ‑dijo Porthos‑. ¡Sois vos, querido amigo! ¿Qué tal me va este traje?

‑De maravilla ‑dijo D'Artagnan‑, pero vengo a proponeros un traje que aún os iría mejor.

‑¿Cuál? ‑preguntó Porthos.

‑El de teniente de mosqueteros.

D'Artagnan contó a Porthos su entrevista con el cardenal, y sacan­do el despacho de su bolso:

‑Tomad, querido ‑dijo‑, escribid vuestro nombre ahí, y sed buen jefe para mí.

Porthos puso los ojos en el despacho y se lo devolvió a D'Artagnan, con gran sorpresa del joven.

‑Sí ‑dijo‑, me halagaría mucho, pero no tendría tiempo para gozar de ese favor. Durante nuestra expedición a Béthune, el marido de mi duquesa ha muerto; de suerte que, querido amigo, dado que el cofre del difunto me tiende los brazos, me caso con la viuda. Mirad, me estoy probando mi traje de boda; guardad el tenientazgo, querido, guardadlo.

Y entregó el despacho a D'Artagnan.

El joven entró en la habitación de Aramis.

Lo encontró arrodillado en un reclinatorio, con la frente apoyada contra su libro de horas abierto.

Le contó su entrevista con el cardenal, y sacando por tercera vez el despacho de su bolso:

‑Vos, nuestro amigo, nuestra luz, nuestro protector invisible ‑dijo‑, aceptad este despacho; lo habéis merecido más que nadie, por vuestra sabiduría y vuestros consejos siempre seguidos con tan fe­lices resultados.

‑¡Ay, querido amigo! ‑dijo Aramis‑. Nuestras últimas aventu­ras me han hecho tomar un disgusto total por la vida del hombre de espada. Esta vez mi decisión está irrevocablemente tomada: tras el ase­dio, entraré en los Lazaristas. Guardad ese despacho, D'Artagnan: el oficio de las armas os va bien, y seréis un valiente y afortunado ca­pitán.

D'Artagnan, con los ojos húmedos de gratitud y resplandecientes de alegría, volvió a Athos, a quien encontró aún en la mesa y mirando su último vaso de málaga a la luz de la lámpara.

‑¡Y bien! ‑dijo‑. También ellos han rehusado.

‑Es que nadie, querido amigo, era más digno de él que vos.

Cogió una pluma, escribió en el despacho el nombre de D'Ar­tagnan y se lo entregó.

‑Ya no tendré más amigos ‑dijo el joven‑, ¡ay!, ni nada más que amargos recuerdos.

Y dejó caer su cabeza entre sus dos manos, mientras dos lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas.

‑Sois joven ‑respondió Athos‑, y vuestros amargos recuerdos tienen tiempo de cambiarse en dulces recuerdos.

 

Epílogo

 

La Rochelle, privada del socorro de la flota inglesa y de la división prometida por Buckingham, se rindió tras el asedio de un año. El 28 de octubre de 1628 se firmó la capitulación.

El rey hizo su entrada en Paris el 23 de diciembre del mismo año. Se le acogió en triunfo como si volviese de vencer al enemigo y no a franceses. Entró por el barrio Saint‑Jacques bajo arcos cubiertos de vegetación.

D'Artagnan tomó posesión de su grado. Porthos abandonó el ser­vicio y desposó, durante el año siguiente, a la señora Coquenard; el cofre tan ambicionado contenía ochocientas mil libras.

Mosquetón tuvo una librea magnífica y además la satisfacción, que había ambicionado toda su vida, de subir detrás de una carroza dorada.

Aramis, tras un viaje a Lorraine, desapareció de pronto y dejó de escribir a sus amigos. Más tarde se supo, por la señora Chevreuse, que lo dijo a dos o tres de sus amantes, que había tomado el hábito en un convento de Nancy.

Bazin se convirtió en hermano lego.

Athos siguió siendo mosquetero a las órdenes de D'Artagnan, has­ta 1663, época en la que, tras un viaje que hizo a Touraine, dejó tam­bién el servicio so pretexto de que acababa de recoger una pequeña herencia en el Rousillon.

Grimaud siguió a Athos.

D'Artagnan se batió tres veces con Rochefort y lo hirió tres veces.

‑Os mataré probablemente a la cuarta ‑le dijo tendiéndole la ma­no para levantarlo.

‑Mejor sería, para vos y para mí, que nos quedásemos por aquí ‑respondió el herido‑. ¡Diantre! Soy más amigo vuestro que lo que pensáis, porque desde el primer encuentro habría podido, diciendo una palabra al cardenal, haceros cortar la cabeza.

Aquella vez se abrazaron, pero de buen corazón y sin segundas intenciones.

Planchet obtuvo de Rochefort el grado de sargento en los guardias. El señor Bonacieux vivía muy tranquilo, ignorando completamen­te lo que había sido de su mujer y no inquietándose apenas. Un día tuvo la imprudencia de acordarse del cardenal; el cardenal le hizo res­ponder que iba a encargarse de que no le faltara nada en adelante.

En efecto, al día siguiente, habiendo salido el señor Bonacieux a las siete de la noche de su casa para dirigirse al Louvre, no volvió a aparecer más en la calle des Fossoyeurs; la opinión de quienes pare­cían mejor informados fue que era alimentado y alojado en algún cas­tillo real a expensas de su generosa Eminencia.

 

 

FIN

 

[L1]Louis XIV et son siècle, editada por Dumas en dos gruesos volúmenes ilustrados en 1844‑1845.

[L2]Mémoires de M. D'Artognan, obra apócrifa aparecida treinta años después del sup­uesto autor, en 1700. Su autor fue Gatien de Courtilz. La edición de Pierre Rouge fue la cuarta, en cuatro volúmenes, que aparecieron en 1704.

[L3]Louis Pierre Anquetil, autor de una Histoire de France depuis les Gaulois jusqu'à la fin de la monarchie (1805), en catorce volúmenes, in‑12, frecuentemente reeditada en esa época y decenios posteriores.

[L4]Este es el primero de los anacronismos de la novela; la fecha de presentación de D'Artagnan a Tréville es, novelescamente la de 1625 como se leerá en la primera línea del capítulo primero de la novela. Sin embargo, Arnauld‑Jean du Peyrer, primer conde de Tréville. fue nombrado capitán de los mosqueteros del rey en 1643. Luis XIII fue el creador de este cuerpo especial de mosqueteros en 1622, fecha en que hizo adoptar a la compañía que lo custodiaba el mosquete en vez de la carabina que hasta entonces llevaban sus escoltas. La componían cien mosqueteros, un corneta, un sargento («mare­chal de logis»), un teniente y un capitán.

[L5]Al editar en volumen la novela, Dumas pasó por alto esta referencia al folletón, modalidad primera en que apareció Los Tres Mosqueteros.

[L6]Erudito francés (1800‑1881), que trabajó por esas fechas en el departamento de manuscritos de la Bibliothèque Royale. Padre de Gaston Paris ‑miembro de la Acade­mia francesa‑, fue autor de libros eruditos como Les manuscrits français de la Biblio­thèque du roi (en siete volúmenes, 1836‑1848), además de traducir la obra completa de Lord Byron, en 1824. Había publicado un ensayo clave en el surgimiento del roman­ticismo y las polémicas que jalonaron su aparición: Apologie de l’école romantique.

[L7]Tanto ese apellido como las memorias citadas son ficticias. En el siglo XVII, La Fère era el término francés con que se designaba a los nobles castellanos apellidados Feria. En las Cartas de Richelieu aparecen citados varios castellanos de ese apellido, entre ellos el duque de Feria coetáneo.

[L8]Leve alusión a las pretensiones académicas de Dumas, nunca tomadas en serio por esa institución.

[L9]En 1830 se había fundado la primera Société de gens de lettres francesa por ini­ciativa de Louis Desnoyers para la defensa de la propiedad literaria. Entre los primeros miembros de los comités de organización se hallaron Dumas, Victor Hugo, Lamennais, etc.

[L10]La acción de la novela transcurre entre 1625 y 1628, aunque los anacronismos son frecuentes y muchos de los hechos históricos sobre los que está montada la ficción distan de ésta en ocasiones (que citaremos en nota) varios decenios más tarde.

[L11]Meung‑sur‑Loire, en el cantón de Loiret, a 18 kilómetros de Orléans, sobre la ruta que lleva de esa ciudad a Tours. En ella nació Jean de Meung (c.1240‑a.1305), conti­nuador de la obra de Guillaume de Lorris (c.1205‑d.1240) Roman de la Rose. Mientras de Lorris escribió unos 4.000 versos, ese rico caballero dedicado a la erudición que fue Jean de Meung, amplió el libro con 18.000 versos más, que resulta una especie de su­ma de conocimientos de la época, contrapuesta en el fondo a lo escrito por Louis, ani­mado éste por el intento de ahondar en el «arte del amor». Si Louis está animado por pretensiones poéticas que predicen el renacentismo, Meung, carente del sentido artísti­co de Lorris, saca partido a la pintura de la existencia en sus aspectos innobles o más bajos ‑digno antecedente de Rabelais‑ y propone la identificación, por vez primera en la literatura francesa, de la naturaleza y la razón.

[L12]Capital del departamento de Charente‑Maritime, a orillas del Atlántico. Habitada por hugonotes (los protestantes franceses que seguían la secta de Calvino), a lo largo de su historia fue objeto de múltiples asedios tanto por parte de ingleses como de franceses.

[L13]El cardenal Richelieu, primer ministro desde 1624.

[L14]Anacronismo: Francia y España entraron en guerra diez años más tarde.

[L15]El pabellón español.

[L16]La nobleza de los Batz de Castelmore, familia de la que sale el D'Artagnan histó­rico era reciente. Pero el autor de las Mémoires de M. D'Artagnan, Gatien de Courtilz, le adjudica esa rancia nobleza que Dumas recoge. Courtilz inventa también líneas más arriba el patois («dialecto») del Béam para D'Artagnan: la correspondencia de este per­sonaje demuestra que no utiliza el gascón bearnés, sino el gascón de Fezenac.

[L17]El castillo de los D'Artagnan, que pertenecía a la familia materna, estuvo en la región de Bigorre, cuya ciudad principal era Tarbes.

[L18]Courtilz denomina Rosnas a este gentilhombre a quien Dumas bautizará más ade­lante como Rochefort.

[L19]Sabemos de sobra que esa locución, Milady, sólo se emplea cuando va seguida del apellido familiar. Pero así es como la encontramos en el manuscrito y no queremos cargar con la responsabilidad de cambiarla. (Nota del A.) [Efectivamente, Dumas recoge el nombre de «Miladi» en Gatien de Courtilz.l

[L20]Georges Villiers, duque de Buckingham; en 1625, esta figura histórica viajó a Francia como embajador de Carlos I de Inglaterra, para arreglar el matrimonio de éste con Henriette de Francia, hija de Enrique IV.

[L21]Alusión a la fábula de La Fontaine Le heron (Fables, VII, 4); la garza, tras fraca­sar en sus andanzas diurnas a la caza de carpas a otros peces, se siente feliz por atrapar al anochecer un limaco con que calmar su hambre.

[L22]El pájaro así denominado en castellano. El término francés, ortolan, es exclusi­vo de ese pájaro, mientras que la voz castellana tiene mayor amplitud de campo semántico.

[L23]François Leclerc du Tremblay, llamado el padre Joseph, célebre capuchino.

[L24]Muchas ediciones repiten la evidente errata de las primeras en esta frase: Bons sur l'Espagne, «bonos contra España«, que carece de sentido. Los críticos han corregi­do: Bons sur l'Epargne: Epargne fue el nombre del Tesoro real antes de Colbert. Preci­samente las cajas de ahorros actuales se llaman Caisse d'Epargne.

[L25]Viniendo de Orléans no era la puerta Saint‑Antoine la más lógica. Pero era la utilizada para las entradas solemnes.

[L26]Actualmente la calle Servandoni.

[L27]El actual qua¡ («paseo») de la Mégisserie, entre la calle de la Monnaie y la plaza du Chátelet.

[L28]El palacio del Louvre era la residencia del rey El palacete de los Tréville se ha­llaba, no en esa calle, sino entre las de Tournon y Vaugirard.

[L29]Troisville es la forma en francés del bearnés Tréville.

[L30]«Fiel y fuerte». (En latfn en el original.) Esta divisa, y otras con los mismos objeti­vos, fueron empleadas por una docena de familias, entre las que según los heraldistas no se ha encontrado a ningún Tréville.

[L31]Asesinos célebres: los dos primeros asesinaron a Gaspard de Coligny; el último al mariscal de Ancre, y Poltrot de Méré al duque de Guisa, François de Lorraine.

[L32]En 1635, es decir, diez años después de la acción de Los Tres Mosqueteros.

[L33]François de Bassompierre (1579‑1646), mariscal de Francia, tuvo realmente esa reputación. Aparecerá más adelante, como uno de los mandos del asedio de La Rochelle.

[L34]Alusión a la orgullosa divisa de Luis XIV, nec pluribus impar, «no inferior a la ma­yoría», que tenía por emblema el sol.

[L35]Lo que aquí son dos mujeres, fueron en realidad una sola: Marie Madeleine Du­pont de Vignerot señora de Combalet, nieta de Richelieu, para quien éste compró en 1638 el ducado de Aiguillon.

[L36]Henry de Talleyrand, marqués de Chalais, fue ejecutado en 1626, convicto de ha­ber conspirado contra Richelieu.

[L37]Este personaje no tuvo existencia real. Dumas lo sacó de las Mémoires de M[on­sieurl L[el C[omtel D[ej R[ochefort], obra atribuida también a Gatien de Courtilz. Se ha supuesto que bajo ese nombre pudiera estar reflejado una réplica de Henri‑Louis D'Aloigny. marqués de Rochefort, nacido hacia 1625.

[L38]Geoffroy de Laigues, considerado amante de la duquesa de Chevreuse y vincu­lado a sus intrigas. Fue capitán de los guardias del duque de Orléans.

[L39]Richelieu, por su ducado y su traje cardenalicio.

[L40]Personaje mitológico que, al mirar su reflejo en el agua, quedó prendado de sí mismo. Su pasión por su propia belleza lo llevó a convertirse en flor.

[L41]En las Mémoires de M. D'Artagnan, de Courtilz, estos tres hombres son hermanos.

[L42]Actual calle de Paris, que va de la plaza Saint‑Sulpice a la calle de Vaugirard.

[L43]En la batalla de Farsalia (48 a.C.) César derrotó a Pompeyo. En la de Pavía (1525), Francisco I fue derrotado por las tropas de Carlos V.

[L44]Aún existe la iglesia de ese convento, situado en la calle Vaugirard, que Dumas describirá más adelante.

[L45]En 1550 se inauguró una barcaza para cruzar el Sena, a la altura del Pont Royal, donde hoy pervive la Rue du Bac («barcaza») que la recuerda.

[L46]Máquina hidráulica, mandada construir por Enrique IV al princnio del siglo XVII para suministrar agua al palacio del Louvre, residencia real entonces. Incluía una esfera que marcaba el mes, los días y la hora; de ahí la alusión del texto. Se denominaba Sa­maritaine por la principal figura de su ornamento. Entre 1793 y 1813 quedó destruida.

[L47]En Courtilz aparece ese nombre, pero no puede ser Claude de Jussac, goberna­dor del duque de Vendómey muerto en 1690. Había nacido hacia 1620, o sea, cinco años antes de la acción de Los Tres Mosqueteros.

[L48]Jean Baradat, señor de Cahussac aparece en las Mémoires de M. D'Artagnan, de Courtilz; fue, como en la ficción de Dumas, oficial de los guardias de Richelieu y te­niente de los caballos‑ligeros del cardenal, según las Memorias de éste, además de tío de François, señor de Baradt, favorito por breve tiempo de Luis XIII.

[L49]Jacques de Rotondis de Biscarat (Bicarat en la edición de Dumas), fue teniente de los caballos‑ligeros del cardenal y gobernador de Charleville. Según las Memorias de Richelieu, murió en 1641.

[L50]Parodia de Jueces, 16, 30, cuando Sansón dice: «Muera yo con todos los filis­teos!» El versículo era muy popular y así lo encontramos en boca de Sancho Panza: «¡Aquí morirá Sanson, y cuantos con él son!» (Quijote II, 71).

[L51]Título que se daba al monarca en Francia.

[L52]Françoise de Barbezières. señorita de Chemerault, que cayó en desgracia en 1639.

[L53]Expresión que significa retirarse del juego, cuando se va ganando, sin dar revancha. Según el Littré, faire Charlemagne, equivaldría a hacer como Carlomagno, que conservó hasta su muerte todas sus conquistas.

[L54]Charles de la Vieuville, marqués y luego duque, superintendente de finanzas di Luis Xlll.

[L55]Población de Maine‑et‑Loire, sobre la orilla derecha del Loira, donde en 1620 fue­ron derrotadas las tropas de María de Médicis, que se había rebelado contra su hijo Luis XIII.

[L56]El Vernajoul de las Mémoires de M. DArtagnan, de Courtilz, termina convirtiéndose en amigo del héroe.

[L57]Durante el día, este célebre prado servía a toda clase de juegos y reuniones; atardecer, era escenario de duelos. En el barrio Saint‑Germain una calle recuerda aún su pasada existencia de prado.

[L58]Situado en aquel momento en la calle Tournon.

[L59]François de Guillon, señor Des Essarts, cuñado de Tréville, fue capitán de los guar­dias del rey. Murió en el sitio de La Mothe, en 1645. Su hermana desposó a Tréville en 1637.

[L60]Toque cinegético que se ejecuta con trompas de caza.

[L61]La infalibilidad del Papa no fue proclamada hasta 1870 En la época en que Du­mas escribía Los Tres Mosqueteros debía hablarse ya de ella. Pero de ningún modo en la época de la acción narrativa.

[L62]Charles D'Esmé, señor de la Chesnaye, primer ayuda de cámara de Luis XIII, privado de su cargo en 1640 y expulsado de la corte.

[L63]Albergue que se hallaba probablemente en la calle de La Licorne, que empezaba en la des Marmonsets y concluía en la de Saint‑Christophe. De ese albergue han escrito también Villon y Rabelais (Gargantúa, libro II, cap. VI).

[L64]Planchet, Mosquetón, Grimaud y Bazin los nombres de los criados son un ha­llazgo de Dumas o de su colaborador Maquet, por su consonancia totalmente francesa y la facilidad con que se inscriben en el lector. De ellos, traduzco el segundo, Mousque­ton. Grimaud, además de apellido, es un sustantivo que significa escritorzuelo, estudiantón, que nada tiene que ver con el cometido que cumple en la acción. Los otros dos son solamente a apellidos.

[L65]Ultimo rey de Lidia, célebre por sus riquezas.

[L66]Courtilz no da a Aramis esta pasión conventual que le otorga Dumas. Las Mémoi­res de M. D'Artagnan adjudican este carácter a Rotondis. testigo de Jussac en el duelo del Pré‑aux‑Clercs.

[L67]Marie de Rohan, viuda del condestable de Luynes, casó con Claude de Lorrai­ne, príncipe de Joinville y duque de Chevreuse. Famosa intrigante política y amorosa, aunque Dumas, a lo largo de la novela, le adjudicará hechos no históricos.

[L68]«Céntimos» , «perras» En general, moneda fraccionaria de escaso valor.

[L69]Ese palacio de los mosqueteros sólo existió con posterioridad a 1657. fecha en que la compañía fue reestablecida; se alzaba entre las calles du Bac. de Beaune. de Lille y de Verneuil.

[L70]En realidad, Arquímedes no buscaba una palanca, sino un punto de apoyo para ella.

[L71]Pierre de La Porte, portamantas de la reina Ana de Austria antes de convertirse en ayuda de cámara de Luis XIII, dejó unas Mémoires de P. de La Porte (1624‑16661, en que narra el encuentro de Amiens entre Buckingham y la reina. De ellas debió sacar datos Dumas para tejer su trama.

[L72]En 1617, Jean Mocquet publicó sus Voyages en Afrique Asie, Indes orientates et occidentoles, que Alexandre Dumas debió conocer por la edición de 1831 «a costa del Gobierno».

[L73]Libro I de Samuel, cap. 28.

[L74]En la señora Bonacieux, Dumas ha fundido tres personajes históricos: Madelei­ne, la tabernera de la calle Triquetonne de las Mémoires de Courtilz, y las señoras de Vemet y de Fargis, que pagaron cara su adhesión a Ana de Austria.

[L75]Diversas crónicas hablan del gesto fuera de lugar que tuvo el duque de Bucking­ham para con Ana de Austria.

[L76]Guillaume Morel, señor de Patanges, caballerizo de la reina.

[L77]Calle que comenzaba en el quai des Orfevres y terminaba en la Prefectura de policía. Llevaba este nombre debido a ciertas casas de hospedaje para los peregrinos a Sie­rra Santa.

[L78]Existe en la actualidad con ese nombre entre la Croix‑Rougey la calle Vaugirard.

[L79]Debía estar entre la calle Vaugirard y la actual avenida del Observatoire.

[L80]La calle Servandoni, llamada entonces, des Fossoyeurs, fue denóminada cómo el apellido del arquitecto que en 1731 construyó' la facháda de Saint‑Sulpice en él Ségun­do imperio. La calle Cassette, sin embargo, existía en el siglo XVII.

[L81]Aún existe hoy esa calle, muy recortada en su longitud pasada por la abertura de bulevard Saint‑Michel.

[L82]Prisión que se hallaba cerca de la actual plaza de Châtelet, en la orilla derecha del Sena, que pertenecfa a la jurisdicción criminal del obispo de Paris. No era un fuerte como parece indicar el nombre, sino un foro, originariamente; su forma correcta, For («forum) aparecerá más adelante. Sobre esta prisión, cf. Fr. Funck‑Brentano; Le for l'Evêque: la Bastille des comédiens, París, 1903.

[L83]Existió en la orilla izquierda del Sena.

[L84]Esa calle fue denominada así en una época posterior a la acción de Los Tres Mosqueteros, en 1641.

[L85]Estephanie de Villaguirán figura en alguna relación de doncellas españolas de la reina; al parecer, dejó de pertenecer al servicio de la casa real en 1631.

[L86]Antoinette D'Albert, señora de Vemet, azafata de Ana de Austria, alejada de la corte en 1625.

[L87]Un documento de Richelieu, un Avis au roy declara esta misma causa: «la gue­rra había venido por no haber querido permitir a Buckingham venir a Francia, y que de buena gana volvería a empezar por lo mismo, puesto que la misma pasión seguía en él». (Mémoires de Richelieu, t. Vlll, 1926, pág. 145).

[L88]Según las crónicas, la señora de Chevreuse estuvo enamorada de Henry Rich, barón de Kensington y conde de Holland, que sería negociador de la paz de La Rochelle.

[L89]Las calles de París no estaban numeradas en esa época.

[L90]Cadalso situado en la encrucijada de la calle Saint‑Honoré y la de l'Arbre‑Sec.

[L91]Ya hemos puesto de relieve este anacronismo: en esa época las casas no estaban numeradas.

[L92]Charlotte de Villiers‑Saint‑Pol, señora de Lannoy, dama de honor de Ana de Austria.

[L93]Madeleine de Silly, condesa de Fargis, azafata de la reina, exilada por el carde­nal. «Y cuando ella estuvo fuera de Francia. le hizo cortar el cuello en efigie», según Tallemant des Réaux.

[L94]Tours fue el lugar de exilio de la señora de Chevreuse, enviada a Touraine po el rey, pero en 1633.

[L95]Boulogne‑sur‑mer, lugar normal de embarque para Inglaterra.

[L96]Pierre Séguier (1588‑1672), guardasellos (su misión era custodiar el sello real) y canciller de Francia, pero sólo en 1635.

[L97]Louise de Borbón, primera mujer de Henri D'Orléans, duque de Longueville, que

participó en La Fronda.

[L98]Enrique II de Borbón, príncipe de Condé, y su esposa, Charlotte‑Margueritte de Montmorency.

[L99]Leonora Dori, esposa de Concino Concini, mariscal de Ancre; tras ser éste deteido y muerto por Luis XIII, la mariscala fue decapitada y quemada en la hoguera en 1617.

[L100]Damas de compañía de la reina Ana de Austria, salvo la primera que históricamente no lo fue o al menos no está comprobada su existencia como tal.

[L101]Michel de Masle, que fue secretario de Richelieu.

[L102]Isaac de Laffemas, jefe de investigaciones policiales y gran proveedor de la horca en la época de Luis XIII. De ahí que Dumas lo califique de grand gibecier, con ese neo­logismo que saca de gibet, horca. Aparece en numerosas crónicas del momento, con fama de gustoso cumplidor de su oficio. Cf. Georges Montgrédieu, que dedicó un estu­dio a su vida y «obra»: Le bourreau du cardinal Richelieu. Isaac de Laffemas, Paris, 1929.

[L103]El episodio es narrado por varias crónicas de la época, entre ellas las Mémoires de M. D'Artagnan, de Courtilz.

[L104]Mémoires pour servir à l'histoire D’Autriche, de Mme. co vols.). de Monteville (1723, en cinco vols).

[L105]Como recordará el lector, en el Capítulo X el autor dice que tiene de veinticinco a veintiséis años.

[L106]D¡onisio, tirano de Siracusa aficionado a oír las quejas de sus víctimas, húo construir una prisión subterránea en forma de oreja.

[L107]Anacronismo: en el siglo XVII los baños de mar se tomaban sólo en caso de la en­fermedad de la rabia.

[L108]San Martín de Tours (316‑396). También don Quijote se encontró con una esta­tua de San Martin, y no sin cierta ironía comentó a Sancho Panza: «Este caballero tam­bién fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre, y le da la mitad; y sin duda debia de ser entonces invierno; que si no, él se la diera toda, según era caritativo.» (Quijote, II, 58.)

[L109]Varios personajes usaron este título en el siglo XVII: el más conocido, François René Crespin du Bec, marqués de Wardes a hijo de la condesa de Moret, una de las amantes de Enrique IV. Famoso por sus intrigas galantes, murió en 1688.

[L110]Milady aparece a lo largo de la novela con varios títulos y nombres: Anne de Breuil, Charlotte Backson, condesa de La Fère, condesa de Winter, Lady Clarick.

[L111]Ballet compuesto por el rey Luis XIII y danzado por primers vez el 15 de marzo de 1635. Su nombre hace referencia a la caza del mirlo, pasatiempo favorito del monar­ca durante el invierno.

[L112]François de l'Hôpital, señor du Hallier, que participó en el asesinato del mariscal de Ancre.

[L113]Hermano del monarca, Gaston, duque de Orléans.

[L114]Alexandre de Vendôme, hijo natural de Enrique IV, gran prior de Francia entre 1618 y 1629.

[L115]François, señor de Baradas o de Baradat, favorito efímero de Luis XIII.

[L116]François‑Annibal D'Estrées, marqués de Coeuvres mariscal de Francis; la casa aquí mencionada no aparece citada en sus Mémoires (1910).

[L117]Temo a los griegos hasta cuando hacen regalos.. Virgilio, Eneida, II, 49

[L118]Dalila traicionó el secreto de Sansón por 1.100 siclos de plata (Libro de los Jue­ces, 16,5).

[L119]Estregar a las caballerías con la almohaza (especie de cepillo o peine de dientes metálicos) para limpiarlas.

[L120]Así llamada por las conferencias que allí tuvieron lugar para el matrimonio de Luis XIV. Estaba cerca de la actual plaza de la Concorde y no llevaba en la época de la acción de la novela tal nombre.

[L121]François D'Oger, señor de Cavoye, capitán de los guardias de Richelieu.

[L122]En su primer paso por él, es llamado À l'enseigne de Saint Martini. Como otro de Chantilly, citado más adelante, no parece haber tenido existencia.

[L123]Juego de naipes en el que se mezclan seis barajas y uno de los jugadores actúa de banca.

[L124]Exactamente calle aux Oues, es decir, aux Oies, entre la calle Saint‑Martin y el bulevard de Sebastopol, que aún existe.

[L125]El príncipe de Condé, al que ya se ha aludido más arriba.

[L126]Los jardines de Armida son los que en La Jerusalén libertada, de Tasso, impiden Renaud reunirse con el ejército de cruzados.

[L127]«Para bendecir a los clérigos menores son necesarias ambas manos.»

[L128]Literalmente, «nadando más fácilmente», es decir, «como pez en el agua».

[L129]«Como en medio de la inmensidad de los cielos.»

[L130]El tema de la imposición de manos se encuentra sobre todo en las epístolas paulina (cf. 1 Timoteo, 4,14; 5,22; 2 Timoteo, 1,6).

[L131]«Argumento desnudo de todo adorno.» Ordines inferiores son las órdenes menores.

[L132]Cornelius Jansen, Jansenio (1585‑1638) teólogo holandés autor de Augustinus, célebre tratado que, sin embargo, no apareció hasta 1640.

[L133]«Deseas al diablo.»

[L134]Vincent Voiture (1598‑1648), que participó en todas las formas de la vida mundana y preciosista: con poesías delicadas y sutiles, intercambio de cartas refinadas, etc. Sus cartas son eminentemente «preciosistas» por el refinamiento de la expresión y la sutileza de los pensamientos. El rodel es una composición poética corta.

[L135]Por supuesto, la atribución a San Agustín es fálsa. Y la traducción que de ese latín hace el cura es un disparate, vertiendo severus («severo, grave, serio») por «claro», y sermo («conversación, charla») por «sermón».

[L136]Olivier Patru (1604‑1681), abogado y literato de la época que perteneció a la Academia francesa; sus obras, reunidas en Plaidoyers et Oeuvres diverses (1681 y 1732). son de un estilo muy trabajado, donde la claridad y la pureza predominan sobre el tema.

[L137]«Las aves del cielo se lo comieron» (Marcos, 4,4).

[L138]El lai es un cuento breve de temática amorosa, a caballo entre la lírica y la na­rrativa. Son famosos, fundamentalmente, por su autora, María de Francia (siglos XII-XIII), de la que sólo sabemos su nombre por el célebre verso Marie ai num, si sui de France del apílogo de su Ysopet, recopilación de «Fábulas medievales» que acaban de ser tra­ducidas por primera vez al castellano y publicadas en una cuidadísima y bellísima edición (Anaya, 1988).

[L139]Calle que aún existe, entre la de Turenne y la calle des Archives.

[L140]«Vanidad de vanidades.» Eclesiastés (Qohelet), 1,2.

[L141]Louis de Nogaret (1593‑1639), arzobispo de Toulouse (1613) y cardenal (1621), agente de Richelieu.

[L142]Efectivamente, Peter Paul Rubens (1577‑1640), uno


Date: 2015-12-17; view: 470


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