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Capítulo LXI

El convento de las Carmelitas de Béthune

 

Los grandes criminales llevan con ellos una especie de predestina­ción que los hace superar todos los obstáculos, que los hace escapar de todos los peligros, hasta el momento en que la Providencia, cansa­da, ha marcado por escollo de su fortuna impía.

Así ocurría con Milady; pasó a través de los cruceros de las dos na­ciones, y arribó a Boulogne sin ningún accidente.

Y si al desembarcar en Portsmouth Milady era una inglesa a quie­nes las persecuciones de Francia echaban de La Rochelle, al desem­barcar en Boulogne, tras dos días de travesía, se hizo pasar por una francesa a quien los ingleses molestaban en Portsmouth, por el odio que habían concebido contra Francia.

Milady tenía por otro lado el más eficaz de los pasaportes: su belle­za, su gran aspecto y la generosidad con que repartía las pistolas. Ex¡­mida de las formalidades de costumbre por la sonrisa afable y las ma­neras galantes de un viejo gobernador del puerto que le besó la ma­no, no se quedó en Boulogne más que el tiempo de poner en la posts una carts concebida en estos términos:

 

«A Su Eminencia Monseñor el Cardenal de Richelieu, en su campamento ante La Rochelle.

Monseñor que Vuestra Eminencia se tranquilice; Su Gracia el duque de Buckingham no partirá hacia Francia.

Boulogne, 25 por la noche.

Milady ***. »

 

«P. S. Según los deseos de Vuestra Eminencia, me dirijo al convento de las Carmelitas de Béthune, donde esperaré sus ór­denes. »

 

Efectivamente, aquella misma noche Milady se puso en camino; la cogió la noche: se detuvo y durmió en un albergue; luego, al día siguiente, a las cinco de la mañana, partió, y tres horas después entró en Béthune.

Se hizo indicar el convento de las Carmelitas, y entró en él al punto.

La superiora vino ante ella: Milady le mostró la orden del cardenal, la abadesa le hizo dar la habitación y servir de desayunar.

Todo el pasado se había borrado ya a los ojos de esta mujer, y, con la mirada puesta en el porvenir, no veía más que la alta fortuna que le reservaba el cardenal, a quien tan felizmente había servido, sin que su nombre se hubiera mezclado para nada con aquel sangriento asunto. Las pasiones siempre nuevas que la consumían daban a su vi­da las apariencias de esas nubes que vuelan en el cielo, reflejando tan pronto el azul, tan pronto el fuego, tan pronto el negro opaco de la tempestad, y que no dejan más rastros sobre la tierra que la devasta­ción y la muerte.

Tras el desayuno, la abadesa vino a visitarla: hay pocas distraccio­nes en el claustro, y la buena superiora tenía prisa por trabar conoci­miento con su nueva pensionista.



Milady quería agradar a la abadesa; ahora bien, era cosa fácil para aquella mujer tan realmente superior; trató de ser amable: fue encan­tadora y sedujo a la buena superiora por su conversación tan variada y por las gracias esparcidas en toda su persona.

A la abadesa, que era una hija de la nobleza, le gustaban sobre to­do las historias de corte, que rara vez llegan hasta las extremidades del reino y que, sobre todo, tanto les cuesta franquear los muros de los conventos, a cuyo umbral vienen a expirar los rumores mundanales.

Milady, por el contrario, estaba muy al corriente de todas las intri­gas aristocráticas, en medio de las cuales había vivido constantemente desde hacía cinco o seis años; se puso, pues, a entretener a la buena abadesa con las prácticas mundanas de la corte de Francia, mezcladas a las devociones extremadas del rey, le hizo la crónica escandalosa de los señores y las damas de la corte, que la abadesa conocía perfecta­mente de nombre, tocó de refilón los amores de la reina y de Bucking­ham, hablando mucho para que se hablase poco.

Mas la abadesa se contentó con escuchar todo y sonreír sin respon­der. Sin embargo, como Milady vio que este género de relato le diver­tía mucho, continuó; sólo que hizo recaer la conversación sobre el cardenal.

Pero se hallaba en apuros: ignoraba si la abadesa era realista o car­denalista: se mantuvo en un punto medio prudente; pero la abadesa, por su parte, se mantuvo en una reserva más prudente aún, conten­tándose con hacer una profunda inclinación de cabeza todas las veces que la viajera pronunciaba el nombre de Su Eminencia.

Milady comenzó a creer que se aburriría mucho en el convento; resolvió, pues, arriesgar algo para saber luego a qué atenerse. Que­riendo ver hasta dónde iría la discreción de aquella buena abadesa, se puso a hablar mal, muy disimulado primero, luego más circunstancia­do, del cardenal, contando los amores del ministro con la señora de D'Aiguillon, con Marion de Lorme y con algunas otras mujeres ga­lantes.

La abadesa escuchó más atentamente, se animó poco a poco y sonrió.

‑Bueno ‑se dijo Milady‑, le toma gusto a mi discurso; si es car­denalista, no pone mucho fanatismo que digamos.

Luego pasó a las persecuciones ejercidas por el cardenal sobre sus enemigos. La abadesa se contentó con persignarse, sin aprobar ni de­saprobar.

Esto confirmó a Milady en su opinión de que la religiosa era más realista que cardenalista. Milady continuó, ponderando cada vez más.

‑Soy muy ignorante en todas estas materias ‑dijo por fin la abadesa‑, pero por alejadas que estemos de la corte, por marginadas y apartadas de los intereses del mundo tenemos ejemplos muy tristes de cuanto nos contáis, y una de nuestras pensionistas ha sufrido mu­chas venganzas y persecuciones del señor cardenal.

‑Una de vuestras pensionistas ‑dijo Milady‑. ¡Oh, Dios mío, po­bre mujer! La compadezco entonces.

‑Y tenéis razón, porque es muy de compadecer: prisión, amena­zas, malos tratos, ha sufrido todo. Pero después de todo ‑prosiguió la abadesa‑, quizá el señor cardenal tuviera motivos plausibles para actuar así, y aunque ella tiene el aire de un ángel, no hay que juzgar siempre a las personas por el aspecto.

«Bueno ‑se dijo Milady‑, quién sabe; quizá voy a descubrir algo aquí, estoy en vena. »

Y se dedicó a dar a su rostro una expresión de candor perfecta.

‑¡Ay! ‑dijo Milady‑. Yo lo sé; se dice que no hay que creer en las fisonomías; pero ¿en qué creer entonces, si no es en la más bella obra del Señor? En cuanto a mí, quizá esté equivocada toda mi vida; pero me fiaré siempre de una persona cuyo rostro me inspire simpatía.

‑¿Seríais tentada, pues, de creer que esta joven es inocente? ‑dijo la abadesa.

‑El señor cardenal no castiga sólo los crímenes ‑dijo ella‑; hay ciertas virtudes que persigue con más severidad que ciertas fechorías.

‑Permitidme, señora, expresaros mi extrañeza ‑dijo la abadesa.

‑Y ¿de qué? ‑preguntó Milady con ingenuidad.

‑Del lenguaje que tenéis.

‑¿Qué encontráis de sorprendente en este lenguaje? ‑preguntó Milady sonriendo.

‑Vois sois amiga del cardenal, puesto que os envía aquí, y sin em­bargo...

‑Y, sin embargo, hablo mal de él ‑prosiguió Milady, acabando el pensamiento de la superiora.

‑Al menos no habláis bien.

‑Es que yo no soy su amiga ‑dijo ella suspirando‑, sino su víc­tima.

‑Pero, sin embargo, ¿esa carta por la que os recomienda a mí?

‑Es una orden contra mí de mantenerme en una especie de pri­sión de la que me hará sacar por algunos de sus satélites.

‑Mas ¿por qué no habéis huido?

‑¿Dónde iría? ¿Creéis que hay un lugar en la tierra que no pueda alcanzar el cardenal si quiere molestarme en tender la mano? Si yo fuera hombre, en rigor, todavía sería posible; pero mujer, ¿qué queréis que haga una mujer? Esa joven pensionista que tenéis aquí, ¿ha tratado de huir?

‑No, cierto, pero ella es otra cosa, creo que está retenida en Francia por algún amor.

‑Entonces ‑dijo Milady con un suspiro‑, si ama no es comple­tamente desgraciada.

‑¿O sea ‑dijo la abadesa mirando a Milady con interés creciente‑, que lo que estoy viendo es también una pobre perseguida?

‑¡Ay, sí! ‑dijo Milady.

La abadesa miró un instante a Milady con inquietud, como si un nuevo pensamiento surgiese en su mente.

‑¿Vos no sois enemiga de nuestra santa fe? ‑dijo ella balbu­ceando.

‑¡Yo! ‑exclamó Milady‑. ¿Yo protestante? ¡Oh, no, pongo por testigo al Dios que nos oye de que, por el contrario, soy ferviente ca­tólica!

‑Entonces ‑dijo la abadesa sonriendo‑, tranquilizaos; la casa en que estáis no será una prisión muy dura, y haremos todo lo necesario para haceros amar la cautividad. Hay más, encontraréis aquí a esa jo­ven perseguida sin duda a consecuencia de alguna intriga cortesana. Es amable, graciosa.

‑¿Cómo la llamáis?

‑Me ha sido recomendada por alguien situado muy arriba, bajo el nombre de Ketty. No he tratado de saber su otro nombre.

‑¡Ketty! ‑exclamó Milady‑. ¿Cómo? ¿Estáis segura?

‑¿Que se hace llamar así? Sí, señora. ¿La conoceríais?

Milady sonrió para sí misma y ante la idea que le había venido de que aquella mujer pudiera ser su antigua doncella. Al recuerdo de esta joven se mezclaba un recuerdo de cólera, y un deseo de venganza ha­bía alterado los rasgos de Milady, que, por lo demás, casi al punto adop­taron la expresión calma y benévola que esta mujer de cien rostros les había hecho perder momentáneamente.

‑¿Y cuándo podré ver a esa joven dama, por la que siento una simpatía tan grande? ‑preguntó Milady.

‑Pues esta noche ‑dijo la abadesa‑, hoy mismo. Pero habéis viajado durante cuatro horas, como vos misma me habéis dicho; esta mañana os habéis levantado a las cinco, debéis necesitar descanso. Acostaos y dormid, a la hora de la cena os despertaremos.

Aunque Milady hubiera podido prescindir muy bien del sueño, sos­tenida como estaba por todas las excitaciones que una nueva aventura hacía experimentar a su corazón ávido de intrigas, no por eso dejó de aceptar el ofrecimiento de la superiora: desde hacía doce o quince días había pasado por tantas emociones diversas que, aunque su cuerpo de hierro podía aún soportar la fatiga, su alma necesitaba reposo.

Se despidió, pues, de la abadesa y se acostó, dulcemente acunada por las ideas de venganza que naturalmente le había traído el nombre de Ketty. Recordaba aquella promesa casi ilimitada que le había hecho el cardenal si triunfaba en su empresa. Había triunfado; podría, pues, vengarse de D'Artagnan.

Sólo una cosa espantaba a Milady: era el recuerdo de su marido, el conde de La Fère, a quien había creído muerto o al menos expatria­do, y que ahora volvía a encontrar bajo el nombre de Athos, el mejor amigo de D'Artagnan.

Pero, también, si era amigo de D'Artagnan, había debido prestarle ayuda en todas las intrigas, con ayuda de las cuales la reina había des­baratado los proyectos de Su Eminencia; si era amigo de D'Artagnan, era enemigo del cardenal, y sin duda conseguiría ella envolverlo en la venganza en cuyos pliegues contaba con ahogar al joven mosquetero.

Todas estas esperanzas eran dulces pensamientos para Milady; por eso, acunada por ellos, se durmió al punto. .

Fue despertada por una voz dulce que resonó al pie de su cama. Abrió los ojos y vio a la abadesa acompañada de una joven de cabellos rubios, de tez delicada, que fijaba sobre ella una mirada llena de bene­volente curiosidad.

El rostro de aquella joven le era completamente desconocido: las dos se examinaron con una atención escrupulosa, al tiempo que cam­biaban los saludos de uso; las dos eran muy bellas, pero de belleza com­pletamente distinta. Sin embargo, Milady sonrió al reconocer que aven­tajaba con mucho a la joven mujer en clase y modales aristocráticos. Es cieto que el hábito de novicia que llevaba la joven no era muy ven­tajoso para sostener una lucha de este género.

La abadesa las presentó una a otra; luego, cuando fue cumplida esta formalidad, como sus deberes la llamaban a la iglesia, dejó a las dos jóvenes mujeres solas.

La novicia, al ver a Milady acostada, quería seguir a la superiora, mas Milady la retuvo.

‑¿Cómo señora? ‑le dijo ella‑. ¿Apenas os he visto y ya que­réis privarme de vuestra presencia, con la cual, sin embargo, contaba yo, os lo confieso, para el tiempo que tengo que pasar aquí?

‑No, señora ‑respondió la novicia‑ sólo que temía haber es­cogido mal el momento; dormid, estáis fatigada.

‑Bueno ‑dijo Milady‑, ¿qué pueden pedir las personas que duer­men? Un buen despertar. Este despertar vos me lo habéis dado; de­jadme gozar de él a mi gusto.

Y cogiéndole la mano, la atrajo sobre un sillón que estaba junto a su lecho.

La novicia se sentó.

‑¡Dios mío ‑dijo ella‑, qué desgraciada soy! Hace ya seis meses que estoy aquí, sin la sombra de una distracción; llegáis vos, vuestra presencia iba a ser para mí una compañía encantadora, y he aquí que lo más probable es que de un momento a otro vaya a dejar el convento.

‑¡Cómo! ‑dijo Milady‑. ¿Os marcháis en seguida?

‑Al menos eso espero ‑dijo la novicia con una expresión de ale­gría que no trataba de disfrazar por nada del mundo.

‑Creo haber entendido que habéis sufrido por parte del cardenal ‑continuó Milady‑; hubiera sido un motivo más de simpatía entre nosotras.

‑Ya me lo ha dicho nuestra buena madre. ¿Es, por tanto, verdad que también vos erais una víctima de ese malvado cardenal?

‑¡Chiss! ‑dijo Milady‑. Incluso aquí no hablemos así de él; to­das mis desgracias proceden de haber dicho más o rlenos lo que vos acabáis de decir, delante de una mujer a quien yo creía amiga mía y que me ha traicionado. Y vos, ¿sois también vos víctima de una traición?

‑No ‑dijo la novicia‑, sino de mi desvelo por una mujer a la que yo quería, por quien hubiera dado mi vida, por la que aún la daría.

‑Y que os ha abandonado, ¿no es eso?

‑He sido lo bastante injusta para creerlo, pero desde hace dos o tres días he obtenido prueba de lo contrario, y se lo agradezco a Dios; me habría costado creer que me había olvidado. Pero vos, señora ‑continuó la novicia‑ me parece que estáis libre, y que si quisierais huir, no dependería más que de vos.

‑¿Dónde queréis que vaya sin amigos, sin dinero, en una parte de Francia que no conozco, adonde no he venido nunca?...

‑¡Oh! ‑exclamó la novicia‑. En cuanto a amigos, los tendréis por todas partes donde os mostréis. Parecéis tan buena y sois tan bella...

‑Esto no me impide ‑prosiguió Milady endulzando su sonrisa de manera que le daba una expresión angelical‑ que yo esté sola y per­seguida.

‑Escuchad ‑dijo la novicia‑, hay que tener esperanza en el cie­lo, como veis; siempre viene en el momento en que el bien que se ha hecho defiende nuestra causa ante Dios, y mirad, quizá sea una suerte para vos, por humilde y sin poder que yo sea, que me hayáis encon­trado; porque si yo salgo de aquí, pues bien, tendré algunos amigos poderosos que, después de haberse puesto en campaña por mí, po­drán también ponerse en campaña por vos.

‑¡Oh! Cuando he dicho que estaba sola ‑dijo Milady, esperando hacer hablar a la novicia hablando de ella misma‑, no es por falta de tener algunos conocimientos situados arriba; pero estos conocimientos tiemblan ante el cardenal: la reina misma no se atreve a sostener a al­guien contra el cardenal; tengo pruebas de que su majestad, pese a su excelente corazón, ha sido obligada más de una vez a abandonar a la cólera de Su Eminencia a personas que la habían servido.

‑Creedme, señora, la reina puede parecer haber abandonado a esas personas; pero no hay que creer en las apariencias; cuanto más perseguidas son, más piensa en ellas, y con frecuencia, en el momen­to en que ellas menos lo piensan, tienen pruebas de su buen recuerdo.

‑¡Ay! ‑dijo Milady‑. Lo creo. Es tan buena la reina...

‑¡Oh, entonces conocéis a esa bella y noble reina, puesto que ha­bláis así! ‑exclamó la novicia con entusiasmo.

‑Es decir ‑replicó Milady, acorralada en sus posiciones‑, a ella personalmente no tengo el honor de conocerla; pero conozco a buen número de sus amigos más íntimos: conozco al señor de Putange, he conocido en Inglaterra al señor Dujart, conozco al señor de Tréville.

‑¡El señor de Tréville! ‑exclamó la novicia‑. ¿Conocéis al señor de Tréville?

‑Sí, perfectamente, mucho incluso.

‑¿El capitán de los mosqueteros del rey?

‑El capitán de los mosqueteros del rey.

‑¡Oh, vais a ver ‑exclamó la novicia‑ cómo dentro de un mo­mento vamos a ser muy conocidas, casi amigas! Si conocéis al señor de Tréville habréis debido ir a su casa.

‑¡Con frecuencia! ‑dijo Milady, que una vez entrada en esta vía y dándose cuenta de que la mentira triunfaba, quería llevarla hasta el final.

‑En su casa habréis debido ver a algunos de sus mosqueteros...

‑¡A todos los que habitualmente recibe! ‑respondió Milady, para quien esta conversación empezaba a tener un interés real.

‑Nombradme a algunos de los que vos conozcáis y veréis que es­tarán entre mis amigos.

‑Conozco ‑dijo Milady embarazada‑ al señor de Louvigny, al señor de Courtivron, al señor de Férussac.

La novicia la dejó decir; luego, viendo que se detenía:

‑¿Y no conocéis ‑le dijo‑ a un gentilhombre llamado Athos?

Milady se puso tan pálida como las sábanas entre las que se acos­taba, y por dueña que fuera de sí misma no pudo impedirse lanzar un grito cogiendo la mano de su interlocutora y devorándola con la mirada.

‑¿Qué, qué os ocurre? ¡Oh, Dios mío! ‑preguntó aquella pobre mujer‑. ¿He dicho algo que os haya herido?

‑No, pero ese nombre me ha sorprendido porque también yo he conocido a ese gentilhombre, y porque me parece extraño encontrar a alguien que le conozca mucho.

‑¡Oh, sí, mucho, no solamente a él, sino también a sus amigos, los señores Porthos y Aramis!

‑De veras, también a ellos los conozco ‑exclamó Milady, que sin­tió el frío penetrar hasta su corazón.

‑Pues bien, si los conocéis, debéis saber que son buenos y fran­cos compañeros. ¿Por qué nos os dirigís a ellos si necesitáis apoyo?

‑Es decir ‑balbuceó Milady‑, yo no estoy vinculada realmente a ninguno de ellos; los conozco por haber oído hablar mucho de ellos a uno de mis amigos, el señor D'Artagnan.

‑¡Conocéis al señor D'Artagnan! ‑exclamó la novicia a su vez, cogiendo la mano de Milady y devorándola con los ojos.

Luego notando la extraña expresión de la mirada de Milady:

‑Perdón, señora ‑dijo‑, ¿a título de qué lo conocéis?

‑Pues ‑replico Milady en apuros‑ a título de amigo.

‑Me engañáis, señora ‑dijo la novicia‑; habéis sido su amante.

‑Sois vos quien lo habéis sido, señora ‑exclamó Milady a su vez.

‑¡Yo! ‑dijo la novicia.

‑Sí, vos; ahora os conozco, vos sois la señora Bonacieux.

La joven retrocedió, llena de sorpresa y de terror.

‑¡Oh, no lo neguéis! Responded ‑prosiguió Milady.

‑Pues bien: sí, señora; yo le amo ‑dijo la novicia‑, ¿somos rivales?

El rostro de Milady se encendió de un fuego tan salvaje que en cual­quier otra circunstancia la señora Bonacieux habría huido de espanto; pero estaba totalmente dominada por los celos.

‑Veamos: decís, señora ‑prosiguió la señora Bonacieux con una energía de la que se la hubiera creído incapaz‑, qué habéis sido o sois su amante?

‑¡Oh, oh! ‑exclamó Milady con un acento que no admitía duda sobre su verdad‑. ¡Jamás, jamás!

‑Os creo ‑dijo la señora Bonacieux‑; mas ¿por qué entonces habéis gritado así?

‑¿Cómo, no comprendéis? ‑dijo Milady, que se había repuesto de su turbación y que había recuperado toda su presencia de ánimo.

‑¡Cómo queréis que comprenda! Yo no sé nada.

‑¿No comprendéis que, por ser mi amigo, D'Artagnan me había tomado por confidente?

‑¿De veras?

‑¡No comprendéis que lo sé todo: vuestro rapto de la casita de Saint‑Germain, su desaparición, la de sus amigos, sus búsquedas inú­tiles desde ese momento! Y ¿cómo no queréis que me sorprenda, cuan­do sin sospechármelo me encuentro con vos, de quien hemos hablado con tanta frecuencia juntos, con vos, a quien él ama con toda la fuerza de su alma, con vos, a quien él me había hecho amar antes de haberos visto? ¡Ay, querida Costance, ahora os encuentro, por fin os veo!

Y Milady tendió sus brazos a la señora Bonacieux, que, convenci­da por lo que acababa de decirle, no vio ya en esta mujer, en quien un instante antes había creído su rival, más que una amiga sincera y abnegada.

‑¡Oh, perdonadme, perdonadme! ‑exclamó ella dejándose ir so­bre su hombro‑. ¡Lo amo tanto!

Las dos mujeres estuvieron un instante abrazadas. Desde luego, si las fuerzas de Milady hubieran estado a la altura de su odio, la señora Bonacieux sólo hubiera salido muerta de aquel abrazo. Pero no pu­diendo ahogarla, le sonrió.

‑¡Oh, querida, querida muchacha ‑dijo Milady‑, cuán feliz soy al veros! Dejadme miraros ‑y diciendo estas palabras la devoraba in­quisitivamente con la mirada‑. Sí, sois vos. ¡Ah y, por cuanto me ha dicho, os reconozco ahora, os reconozco perfectamente!

La pobre joven no podía sospechar lo que de horrorosamente cruel pasaba tras la muralla de aquella frente pura, tras aquelos ojos tan bri­llantes donde no leía otra cosa sino interés y compasión.

‑Entonces sabéis cuánto he sufrido ‑dijo la señora Bonacieux‑, puesto que os he dicho lo que él sufría; pero sufrir por él es felicidad.

Milady replicó maquinalmente.

‑Sí, es felicidad.

Ella pensaba en otra cosa.

‑Y, además ‑continuó la señora Bonacieux‑, mi suplicio toca a su término; mañana, quizá esta noche, lo volveré a ver, y entonces el pasado no existirá.

‑¿Esta noche? ¿Mañana? ‑exclamó Milady sacada de su enso­ñación por aquellas palabras‑. ¿Qué queréis decir? ¿Esperáis alguna nueva de él?

‑Lo espero a él.

‑A él. ¿D'Artagnan aquí?

‑El mismo.

‑¡Pero es imposible! Está en el sitio de La Rochelle con el carde­nal; no volverá a París sino después de la toma de la ciudad.

‑Vos creéis eso, pero ¿es que hay algo imposible para mi D'Ar­tagnan el noble y leal gentilhombre?

‑¡Oh, no puedo creeros!

‑¡Buenos entonces leed! ‑dijo en el exceso de su orgullo y de su alegría la desventurada joven presentando una carta a Milady.

«¡La escritura de la señora Chevreuse! ‑se dijo para sus adentros Milady‑. ¡Ay, estaba segura de que tenía conocimientos por ese lado!»

Y leyó ávidamente estas pocas líneas:

 

«Mi querida niña, estad preparada: nuestro amigo os verá muy pronto, y no os verá más que para arrancaros de la prisión en que vuestra seguridad exigía que estuvieseis oculta; preparaos, pues, para la partida y no desesperéis jamás de nosotros.

Vuestro encantador gascón acaba de mostrarse valiente y fiel como siempre; decidle que se le agradece en alguna parte el avi­so que ha dado.»

 

‑Sí, sí ‑dijo Milady‑, sí, la carta es precisa. ¿Sabéis cuál es ese aviso?

‑No, sospecho solamente que haya prevenido a la reina de algu­na nueva maquinación del cardenal.

‑Sí, eso es sin duda ‑dijo Milady, devolviendo la carta a la seño­ra Bonacieux y dejando caer su cabeza pensativa sobre su pecho.

En aquel momento se oyó el galope de un caballo.

‑¡Oh! ‑exclamó la señora Bonacieux precipitándose a la ven­tana‑. ¿Será ya él?

Milady había permanecido en su cama, petrificada por la sorpresa; tantas cosas inesperadas le llegaban de golpe que por primera vez la cabeza le fallaba.

‑¡EI, él! ‑murmuró ella‑. ¿Será él?

Y permanecía en la cama con los ojos fijos.

‑¡Ay, no! ‑dijo la señora Bonacieux‑. Es un hombre que no co­nozco y que, sin embargo, parece que viene hacia aquí; sí, aminora su carrera, se deteniene en la puerta, llama.

Milady saltó fuera de su cama.

‑¿Estáis completamente segura de que no es él? ‑dijo ella.

‑¡Oh, sí, completamente segura!

‑Quizá hayáis visto mal.

‑¡Oh! Aunque no viera más que la pluma de su sombrero, la pun­ta de su capa, lo reconocería.

Milady seguía vistiéndose.

‑No importa, ¿decís que ese hombre viene hacia aquî?

‑Sí, ha entrado.

‑Es para vos o para mí.

‑¡Oh, Dios mío, qué agitada parecéis!

‑Sí, lo confieso, yo no tengo vuestra confianza, temo cualquier cosa del cardenal.

‑¡Chis! ‑dijo la señora Bonacieux‑. Alguien viene.

Efectivamente, la puerta se abrió y entró la superiora.

‑ Sois vos la que llegáis de Boulogne? ‑preguntó a Milady.

-Sí, soy yo ‑respondió ésta tratando de recuperar su sangre fría‑. ¿Quién pregunta por mí?

‑Un hombre que no quiere decir su nombre, pero que viene de parte del cardenal.

‑¿Y qué quiere decirme? ‑preguntó Milady.

‑Que quiere hablar con una dama que ha llegado de Boulogne.

‑Entonces hacedlo entrar, señora, os lo ruego.

‑¡Oh, Dios mío, Dios mío! ‑dijo la señora Bonacieux‑. ¿Será alguna mala noticia?

‑Tengo miedo.

‑Os dejo con ese extraño, pero tan pronto como se marche, vol­veré si me lo permitís.

‑¡Cómo no! Os lo suplico.

La superiora y la señora Bonacieux salieron.

Milady se quedó sola, fijos los ojos en la puerta; un instante des­pués se oyó el ruido de espuelas que resonaban en las escaleras, luego los pasos se acercaron, luego la puerta se abrió y apareció un hombre.

Milady lanzó un grito de alegría: aquel hombre era el conde de Ro­chefort, el instrumento ciego de Su Eminencia.

 

Capítulo LXII

Dos variedades de demonios

 

‑¡Ah! ‑exclamaron al mismo tiempo Rochefort y Milady‑. ¡Sois vos!

‑Sí, soy yo.

‑¿Y llegáis?... ‑preguntó Milady.

‑De La Rochelle. ¿Y vos?

‑De Inglaterra.

‑¿Buckingham?

‑Muerto o herido peligrosamente; cuando yo partía sin haber po­dido obtener nada de él, un fanático acababa de asesinarlo.

‑¡Ah! ‑exclamó Rochefort con una sonrisa‑. ¡He ahí un azar muy feliz! Y que satisfará mucho a Su Eminencia. ¿Le habéis avisado?

‑Le escribí desde Boulogne. Pero ¿cómo estáis aquí?

‑Su Eminencia, inquieto, me ha enviado en vuestra busca.

‑Llegué ayer.

‑¿Y qué habéis hecho desde ayer?

‑No he perdido mi tiempo.

‑¡Oh! Eso me lo sospecho de sobra.

‑¿Sabéis a quién he encontrado aquí?

‑No.

‑Adivinad.

‑¿Cómo queréis...?

‑A esa joven a quien la reina ha sacado de prisión.

‑¿La amante del pequeño D'Artagnan?

‑Sí, a la señora Bonacieux, cuyo retiro ignoraba el cardenal.

‑Bueno ‑dijo Rochefort‑, ahí tenemos un azar que puede igua­larse con el otro. El señor cardenal es realmente un hombre privilegiado.

‑¿Comprendéis mi asombro ‑continuó Milady‑ cuando me he encontrado cara a cara con esta mujer?

‑¿Ella os conoce?

‑No.

‑Entonces, ¿os mira como a una extraña?

Milady sonrió.

‑¡Soy su mejor amiga!

‑Por mi honor ‑dijo Rochefort‑, no hay como vos, mi querida condesa, para hacer milagros.

‑Y vale la pena, caballero ‑dijo Milady‑, porque ¿sabéis qué pasa?

‑No.

‑Van a venir a buscarla mañana o pasado mañana con una orden de la reina.

‑¿De verdad? ¿Y quién?

‑D'Artagnan y sus amigos.

‑Realmente harán tanto que nos veremos obligados a enviarlos a la Bastilla.

‑¿Por qué no se ha hecho ya?

‑¡Qué queréis! Porque el señor cardenal tiene por esos hombres una debilidad que yo no comprendo.

‑¿De veras?

‑Sí.

‑Pues bien, decidle esto, Rochefort, decidle que nuestra conver­sación en el albergue del Colombier‑Rouge fue oída por esos cuatro hombres; decidle que después de su partida uno de ellos subió y me arrancó mediante la violencia el salvoconducto que me había dado; de­cidie que habían hecho avisar a lord de Winter de mi paso a Inglaterra; que también en esta ocasión han estado a punto de hacer fracasar mi misión, como hicieron fracasar la de los herretes; decidle que entre esos cuatro hombres, sólo dos son de temer, D'Artagnan y Athos; decidle que el tercero, Aramis, es el amante de la señora de Chevreuse: hay que dejar vivir a éste, sabemos su secreto, puede ser útil; en cuanto al cuarto, Porthos, es un tonto, un fatuo y un necio: que no se preocu­pe siquiera.

‑Pero esos cuatro hombres deben estar en este momento en el asedio de La Rochelle.

‑Eso creía como vos; pero una carta que la señora Bonacieux ha recibido de la señora de Chevreuse, y que ha cometido la imprudencia de comunicarme, me lleva a creer que por el contrario estos cuatro hom­bres están de camino y vienen a llevársela.

‑¡Diablos! ¿Qué hacer?

‑¿Qué os ha dicho el cardenal a mi respecto?

‑Que reciba vuestros partes escritos o verbales, que vuelva al pues­to, y cuando él sepa lo que habéis hecho, pensará en lo que debéis hacer.

‑¿Debo entonces quedarme aquî? ‑preguntó Milady.

‑Aquí o en los alrededores.

‑¿No podéis llevarme con vos?

‑No, la orden es formal; en los alrededores del campamento po­dríais ser reconocida, y vuestra presencia, como comprenderéis, com­prometería a Su Eminencia, sobre todo después de lo que acaba de pasar allá. Sólo que decidme por adelantado dónde esperaréis noticias del cardenal, que yo sepa siempre dónde encontraros.

‑Escuchad, es probable que no pueda permanecer aquí.

‑¿Por qué?

‑Olvidáis que mis enemigos pueden llegar de un momento a otro.

‑Cierto; pero entonces, ¿esa mujercita va a escapársele a Su Emi­nencia?

‑¡Bah! ‑dijo Milady con una sonrisa que no pertenecía más que a ella‑. Olvidáis que yo soy su mejor amiga.

‑¡Ah, es cierto! Puedo, por tanto, decir al cardenal que, respecto a esa mujer...

‑Que esté tranquilo.

‑¿Eso es todo?

‑El sabrá lo que quiere decir.

‑Lo adivinará. Ahora, veamos, ¿qué debo hacer yo?

‑Salir al instante; me parece que las nuevas que lleváis bien me­recen que nos demos prisa.

‑Mi silla se ha partido al entrar en Lillers.

‑¡Estupendo!

‑¿Cómo estupendo?

‑Sí, necesito vuestra silla ‑dijo la condesa.

‑¿Y cómo iré yo entonces?

‑A todo galope.

‑Os tienen sin cuidado esas ciento ochenta leguas.

‑¿Qué es eso?

‑Se harán. ¿Y luego?

‑Luego, al pasar por Lillers, me devolvéis la silla con orden a vues­tro criado de ponerse a mi disposición.

‑Bien.

‑Indudablemente, tendréis encima de vos alguna orden del car­denal...

‑Tengo mi pleno poder.

‑Lo mostraréis a la abadesa diciendo que vendrán a buscarme, bien hoy, bien mañana, y que yo tendré que seguir a la persona que se presente en vuestro nombre.

‑¡Muy bien!

‑No olvidéis tratarme duramente cuando habléis de mí a la aba­desa.

‑¿Por qué?

‑Yo soy una víctima del cardenal. Tengo que inspirar confianza a esa pobre señora Bonacieux.

‑De acuerdo. Ahora, ¿queréis hacerme un informe de todo lo que ha pasado?

‑Ya os he contado los acontecimientos, tenéis buena memoria, repetid las cosas tal como os las he dicho, un papel se pierde.

‑Tenéis razón; basta con saber dónde encontraros, para que no vaya a recorrer inútilmente por los alrededores.

‑Es cierto, esperad.

‑¿Tenéis un mapa?

‑¡Oh! Conozco esta región de maravilla.

‑¿Vos? ¿Cuándo habéis venido aquí?

‑Fui criada aquí.

‑¿De verdad?

‑Siempre sirve de algo, como veis, haber sido criada en alguna parte.

‑Entonces me esperáis...

‑Dejadme pensar un instante; claro, mirad, en Armentières.

‑¿Qué es Armentières?

‑Una pequeña aldea junto al Lys; no tendré más que cruzar el río y estoy en un país extranjero.

‑¡De maravilla! Pero que quede claro que no atravesaréis el río más que en caso de peligro.

‑Por supuesto.

‑Y en ese caso, ¿cómo sabré dónde estáis?

‑¿Necesitáis a vuestro lacayo?

‑No.

‑¿Es un hombre seguro?

‑A toda prueba.

‑Dádmelo; nadie lo conoce, lo dejo en el lugar del que mé voy y él os lleva adonde estoy.

‑¿Y decís que me esperáis en Armentières?

‑En Armentières ‑respondió Milady.

‑Escribidme ese nombre en un trozo de papel, no vaya a ser que lo olvide; un nombre de aldea no es comprometedor, ¿no es as?

‑¿Quién sabe? No imports ‑dijo Milady escribiendo el nombre en media hoja de papel‑, me comprometo.

‑¡Bien! ‑dijo Rochefort cogiendo de las manos de Milady el pa­pel, que plegó y metió en el forro de su sombrero‑. Por otra parte, tranquilizaos; voy a hacer como los niños, y en caso de que pierda ese papel, repetiré el nombre durante todo el camino. Y ahora, ¿eso es todo?

‑Creo que sí.

‑Intentaremos recordar: Buckingham, muerto o gravemente he­rido; vuestra conversación con el cardenal, oída por los cuatro mos­queteros; lord de Winter avisado de vuestra llegada a Portsmouth; D'Artagnan y Athos, a la Bastilla; Aramis, amante de la señora de Che­vreuse; Porthos, un fauto; la señora Bonacieux, vuelta a encontrar; en­viaros la silla lo antes posible; poner mi lacayo a vuestra disposición; hacer de vos una víctima del cardenal para que la abadesa no sospe­che; Armentières, a orillas del Lys. ¿Es eso?

‑Realmente, mi querido caballero, sois un milagro de memoria. A propósito, añadid una cosa.

‑¿Cuál?

‑He visto bosques muy bonitos que deben lindar con el jardín del convento, decid que me está permitido pasear por esos bosques. ¿Quién sabe? Quizá tenga necesidad de salir por una puerta de atrás.

‑Pensáis en todo.

‑Y vos, vos olvidáis una cosa.

‑¿Cuál?

‑Preguntarme si necesito dinero.

‑Tenéis razón, ¿cuánto queréis?

‑Todo el oro que tengáis.

‑Tengo aproximadamente quinientas pistolas.

‑Yo tengo otro tanto; con mil pistolas se hace frente a todo; va­ciad vuestros bolsillos.

‑Aquí están, condesa.

‑Bien, mi querido conde. ¿Cuándo partís?

‑Dentro de una hora: el tiempo de tomar un bocado, durante el cual enviaré a buscar un caballo de posts.

‑¡De maravilla! ¡Adiós, caballero!

‑Adiós, condesa.

‑Recomendadme al cardenal ‑dijo Milady.

‑Recomendadme a Satán ‑replicó Rochefort.

Milady y Rochefort cambiaron una sonrisa y se separaron.

Una hora después, Rochefort partió a galope tendido en su caba­llo; cinco horas más tarde pasaba por Arras. Nuestros lectores ya saben cómo había sido reconocido por D'Ar­tagnan, y cómo este reconocimiento, inspirando temores a los cuatro mosqueteros, habían dado nueva actividad a su viaje.

 

Capítulo LXlll

Gota de agua

 

Apenas había salido Rochefort, volvió a entrar la señora Bonacieux. Encontró a Milady con el rostro risueño.

‑Y bien ‑dijo la joven‑ lo que vos temíais ha llegado, por tanto; esta noche o mañana el cardenal os envía a recoger.

‑¿Quién os ha dicho eso, niña mía? ‑preguntó Milady.

‑Lo he oído de la boca misma del mensajero.

‑Venid a sentaros aquí a mi lado ‑dijo Milady.

‑Ya estoy aquí.

‑Esperad que me asegure de si alguien nos escucha.

‑¿Por qué todas estas precauciones?

‑Ahora vais a saberlo. Milady se levantó y fue a la puerta la abrió, miró en el corredor y volvió a sentarse junto a la señora Bonacieux.

‑Entonces ‑dijo ella‑, ha interpretado bien su papel.

‑¿Quién?

‑El que se ha presentado a la abadesa como enviado del cardenal.

‑Era entonces un papel que representaba?

‑Sí, niña mía.

‑Ese hombre no es entonces...

‑Ese hombre ‑dijo Milady bajando la voz‑ es mi hermano.

‑¡Vuestro hermano! ‑exclamó la señora Bonacieux.

‑Pues sí, sólo vos sabéis este secreto, niña mía; si lo confiáis a al­guien, sea el que sea, estaré perdida, y quizá vos también.

‑¡Oh, Dios mío!

‑Escuchad, lo que pasa es esto: mi hermano, que venía en mi ayuda para sacarme de aquí a la fuerza si era preciso, se ha encontra­do con el emisario del cardenal que venía a buscarme; lo ha seguido. Al llegar a un lugar del camino solitario y apartado, ha sacado la espa­da conminando al mensajero a entregarle los papeles de que era por­tador; el mensajero ha querido defenderse, mi hermano lo ha matado.

‑¡Oh! ‑exclamó la señora Bonacieux temblando.

‑Era el único medio, pensad en ello. Entonces mi hermano ha resuelto sustituir la fuerza por la astucia: ha cogido los papeles y se ha presentado aquí como el emisario mismo del cardenal, y dentro de una hora o dos, un coche debe venir a recogerme de parte de Su Emi­nencia.

‑Comprendo; ese coche es vuestro hermano quien os lo envía.

‑Exacto; pero eso no es todo: esa carta que habéis recibido y que creéis de la señora de Chevreuse...

‑¿Qué?

‑Es falsa.

‑¿Cómo?

‑Sí, falsa: es una trampa para que no hagáis resistencia cuando vengan a buscaros.

‑Pero si vendrá D'Artagnan.

‑Desengañaos, D'Artagnan y sus amigos están retenidos en al ase­dio de La Rochelle.

‑¿Cómo sabéis eso?

‑Mi hermano ha encontrado a los emisarios del cardenal con traje de mosqueteros. Os habrían llamado a la puerta, vos habríais creído que se trataba de amigos os raptaban y os llevaban a Paris.

‑¡Oh, Dios mío! Mi cabeza se pierde en medio de este caos de ini­quidades. Siento que si esto durase ‑continuó la señora Bonacieux llevando sus manos a su frente‑ me volvería loca.

‑Esperad.

‑¿Qué?

‑Oigo el paso de un caballo, es el de mi hermano que se marcha; quiero decirle el último adiós, venid.

Milady abrió la ventana a hizo señas a la señora Bonacieux de reu­nirse con ella. La joven fue allí.

Rochefort pasaba al galope.

‑¡Adiós, hermano! ‑exclamó Milady.

El caballero alzó la cabeza, vio a las dos jóvenes y, rnientras seguía corriendo, hizo a Milady una seña amistosa con la mano.

‑¡Este buen Georges! ‑dijo ella volviendo a cerrar la ventana con una expresión de rostro llena de afecto y melancolía.

Y volvió a sentarse en su sitio, como si se sumiera en reflexiones completamente personales.

‑Querida señora ‑dijo la señora Bonacieux‑, perdón por inte­rrumpiros, pero ¿qué me aconsejáis hacer? ¡Dios mío! Vos tenéis más experiencia que yo; hablad, os escucho.

‑En primer lugar ‑dijo Milady‑, puede que yo me equivoque y que D'Artagnan y sus amigos vengan realmente en vuestra ayuda.

‑¡Oh, hubiera sido demasiado hermoso! ‑exclamó la señora Bonacieux‑. Y tanta felicidad no está hecha para mí.

‑Entonces, atended; será simplemente una cuestión de tiempo, una especie de carrera para saber quién llegará primero. Si son vues­tros amigos los que los aventajan en rapidez, estaréis salvada; si son los satélites del cardenal, estaréis perdida.

‑¡Oh sí, perdida sin remisión! ¿Qué hacer entonces? ¿Qué hacer?

‑Habría un medio muy simple, muy natural...

‑¿Cuál? Decid.

‑Sería esperar oculta en los alrededores y aseguraros de quiénes son los hombres que vienen a buscaros.

‑Pero ¿dónde esperar?

‑¡Oh, eso sí que no es un problema! Yo misma me detendré y me ocultaré a algunas leguas de aquí, a la espera de que mi hermano venga a reunirse conmigo; pues bien, os llevo conmigo, nos esconde­mos y esperamos juntas.

‑Pero no me dejarán partir, aquí estoy casi prisionera.

‑Como creen que yo me marcho por orden del cardenal, no cree­rán que estéis deseosa de seguirme.

‑¿Y?

‑Pues lo siguiente: el coche está en la puerta, vos me despedís, subís al estribo para estrecharme en vuestros brazos por última vez; el criado de mi hermano que viene a recogerme está avisado, hace una señal al postillón y partimos al galope.

‑Pero D'Artagnan, D'Artagnan, ¿si viene?

‑¿No hemos de saberlo?

‑¿Cómo?

‑Nada más fácil. Hacemos regresar a Béthune a ese criado de mi hermano, del cual, ya os lo he dicho, podemos fiarnos; se disfraza y se aloja frente al convento; si son los emisarios del cardenal los que vienen, no se mueve; si es el señor D'Artagnan y sus amigos, los lleva adonde estamos nosotras.

‑Entonces, ¿los conoce?

‑Claro, ha visto al señor D'Artagnan en mi casa.

‑¡Oh, sí, sí, tenéis razón! De esta forma todo va de la mejor mane­ra posible; pero no nos aiejemos de aquí.

‑A siete a ocho leguas todo lo más, nos sïtuamos junto a la fron­tera, por ejemplo, y a la primera alerta, salimos de Francia.

‑Y hasta entonces, ¿qué hacer?

‑Esperar.

‑Pero ¿y si ilegan?

‑El coche de mi hermano llegará antes que ellos.

‑¿Si estoy lejos de vos cuando vengan a recogernos, comiendo o cenando, por ejemplo?

‑Haced una cosa.

‑¿Cuál?

‑Decid a vuestra buena superiora que para dejarnos lo menos po­sible le pedís permiso de compartir mi comida.

‑¿Lo permitirá?

‑¿Qué inconveniente hay en eso?

‑¡Oh, muy bien de esta forma no nos dejaremos un instante!

‑Pues bien, bajad a su cuarto para hacerle saber vuestra petición; siento mi cabeza pesada, voy a dar una vuelta por el jardín.

‑Id, pero ¿dónde os volveré a encontrar?

‑Aquí, dentro de una hora.

‑Aquí, dentro de una hora. ¡Oh, cuán buena sois! Os lo agradezco. Cómo no interesarme de vos? Aunque no fuerais hermosa y en­canta ora, ¿no sois la amiga de uno de mis mejores amigos?

‑Querido D'Artagnan. ¡Oh, cómo os lo agradecerá!

‑Eso espero. Vamos, todo está convenido, bajemos.

‑¿Vais al jardín?

‑Sí.

‑Seguid este corredor, una escalerita os conduce allí.

‑¡De maravilla! ¡Gracias!

Y las dos mujeres se separaron cambiando una encantadora sonrisa. Milady había dicho la verdad, tenía la cabeza pesada porque sus proyectos mal clasificados entrechocaban como en un caos. Necesita­ba estar sola para poner un poco de orden en sus pensamientos. Veía vagamente en el futuro; pero le hacía falta un poco de silencio y de quietud para dar a todas sus ideas, aún confusas, una forma nítida, un plan fijo.

Lo más acuciante era raptar a la señora Bonacieux, ponerla en lu­gar seguro y allí, llegado el caso, hacer de ella un rehén. Milady co­menzaba a temer el resultado de aquel duelo terrible en que sus ene­migos ponían tanta perseverancia como ella encarnizamiento.

Por otra parte, sentía, como se siente venir una tormenta, que aquel resultado estaba cercano y no podía dejar de ser terrible.

Lo principal para ella, como hemos dicho, era por tanto tener en sus manos a la señora Bonacieux. La señora Bonacieux era la vida de D'Artagnan; era más que su vida, era la de la mujer que él amaba; era, en caso de mala suerte, un medio de tratar y obtener con toda seguridad buenas condiciones.

Ahora bien, este punto estaba fijado: la señora Bonacieux, sin desconfianza, la seguía; una vez oculta con ella en Armentières, era fácil hacerle creer que D'Artagnan no había venido a Béthune. Dentro de quince días como máximo, Rochefort estaría de vuelta; durante esos quince días, por otra parte, pensaría sobre lo que tenía que hacer para vengarse de los cuatro amigos. No se aburriría, gracias a Dios, porque tendría el pasatiempo más dulce que los sucesos pueden con­ceder a una mujer de su carácter: una buena venganza que perfec­cionar.

Al tiempo que pensaba, ponía los ojos a su alrededor y clasificaba en su cabeza la topografía del jardín. Milady era como un general que prevé juntas la victoria y la derrota, y que está preparado, según las alternativas de la batalla, para ir hacia adelante o batirse en retirada.

Al cabo de una hora oyó una voz dulce que la llamaba: era la seño­ra Bonacieux. La buena abadesa había consentido naturalmente en todo y, para empezar, iban a cenar juntas.

-Al llegar al patio, oyeron el ruido de un coche que se detenía en la puerta.

‑¿Oís? ‑dijo ella.

‑Sí, el rodar de un coche.

‑Es el que mi hermano nos envía.

‑¡Oh, Dios mío!

‑¡Vamos, valor!

Llamaron a la puerta del convento, Milady no se había engañado.

‑Subid a vuestra habitación ‑le dijo a la señora Bonacieux‑, ten­dréis algunas joyas que desearéis llevaros.

‑Tengo sus cartas ‑dijo ella.

‑Pues bien, id a buscarlas y venid a reuniros conmigo a mi cuarto, cenaremos de prisa; quizá viajemos una parte de la noche, hay que tomar fuerzas.

‑¡Gran Dios! ‑dijo la señora Bonacieux llevándose la mano al pecho‑. El corazón me ahoga, no puedo caminar.

‑¡Valor, vamos, valor! Pensad que dentro de un cuarto de hora estaréis salvada, y pensad que lo que vais a hacer, lo hacéis por él.

‑¡Oh sí, todo por él! Me habéis devuelto mi valor con una sola palabra; id, yo me reuniré con vos.

Milady subió rápidamente a su cuarto, encontró allí al lacayo de Rochefort y le dio sus instrucciones.

Debía esperar a la puerta; si por casualidad aparecían los mosque­teros, el coche partía al galope, daba la vuelta al convento a iba a espe­rar a Milady a una pequeña aldea situada al otro lado del bosque. En este caso, Milady cruzaba el jardín y ganaba la aldea a pie; ya lo había dicho, Milady conocía de maravilla esta parte de Francia.

Si los mosqueteros no aparecían, las cosas marcharían como esta­ba convenido: la señora Bonacieux subía al coche so protexto de de­cirle adiós y Milady raptaba a la señora Bonacieux.

La señora Bonacieux entró y, para quitarle cualquier sospecha, si es que la tenía, Milady repitió ante ella al lacayo toda la última parte de sus instrucciones.

Milady hizo algunas preguntas sobre el coche: era una silla tirada por tres caballos, guiada por un postillón; el lacayo de Rochefort debía precederla como correo.

Era un error de Milady su temor a que la señora Bonacieux tuviera sospechas: la pobre joven era demasiado pura para sospechar en otra mujer semejante perfidia; además, el nombre de la condesa de Win­ter, que había oído pronunciar a la abadesa, le era completamente des­conocido, a ignoraba incluso que una mujer hubiera tenido parte tan grande y tan fatal en las desgracias de su vida.

‑Ya lo veis ‑dijo Milady cuando el lacayo hubo salido‑, todo está dispuesto. La abadesa no sospecha nada y cree que viene a bus­carme de parte del cardenal. Ese hombre va a dar las últimas órdenes: tomad algo, bebed una gota de vino y partamos.

‑Sí ‑dijo maquinalmente la señora Bonacieux‑, sí, partamos.

Milady le hizo señas de sentarse ante ella, le puso un vasito de vino español y le sirvió una pechuga.

‑Ved ‑le dijo‑, todo nos ayuda: la oscuridad llega; al alba ha­bremos llegado a nuestro refugio y nadie podrá sospechar dónde esta­mos. Vamos, valor, tomad algo.

La señora Bonacieux comió maquinalmente algunos bocados y tem­pló sus labios en el vaso.

‑Vamos, vamos ‑dijo Milady llevando el suyo a sus labios‑, ha­ced como yo.

Pero en el momento en que lo acercaba a su boca, su mano quedó suspendida: acababa de oír en la ruta como el rodar lejano de un galo­pe que se iba aproximando; luego, casi al mismo tiempo, le pareció oír relinchos de caballos.

Aquel ruido la sacó de su alegría como un ruido de tormenta des­pierta en medio de un hermoso sueño; palideció y corrió a la ventana mientras la señora Bonacieux, levantándose toda temblorosa, se apo­yaba sobre su silla para no caer.

No se veía nada aún, sólo se oía el galope que continuaba acer­cándose.

‑¡Oh, Dios mío! ‑dijo la señora Bonacieux‑. ¿Qué es ese ruido?

‑El de nuestros amigos o de nuestros enemigos ‑dijo Milady con su terrible sangre fría‑; quedaos donde estáis; voy a decíroslo.

La señora Bonacieux permaneció de pie, muda, inmóvil y pálida como una estatua.

El ruido se hacía más fuerte, los caballos no debían estar a más de ciento cincuenta pasos; si no se los divisaba todavía, es porque la ruta formaba un codo. Sin embargo, el ruido se hacía tan nítido que se hubieran podido contar los caballos por el ruido irregular de sus herraduras.

Milady miraba con toda la potencia de su atención. Necesitó poco tiempo para poder reconocer a los que llegaban.

De pronto, en el recodo del camino, vio relucir los sombreros galo­nados y flotar las plumas; contó dos, después cinco, luego ocho caba­lleros; uno de ellos precedía a todos los demás en dos cuerpos de caballo.

Milady lanzó un rugido ahogado. En el que venía a la cabeza reco­noció a D'Artagnan.

‑¡Oh, Dios mío, Dios mío! ‑exclamó la señora Bonacieux‑. ¿Qué pasa?

‑Es el uniforme de los guardias del señor cardenal; no hay un mo­mento que perder ‑exclamó Milady‑. ¡Huyamos, huyamos!

‑Sí, sí, huyamos ‑repitió la señora Bonacieux, pero sin poder dar un paso, clavada como estaba en su sitio por el terror.

Se oyó a los caballeros que pasaban bajo la ventana.

‑¡Venid, pero venid! ‑exclamaba Milady tratando de arrastrar a la joven por el brazo‑. Gracias al jardín, aún podemos huir, tengo la llave; pero démonos prisa, dentro de cinco minutos será demasiado tarde.

La señora Bonacieux trató de caminar, dio dos pasos y cayó de rodillas.

Milady trató de levantarla y de llevársela, pero no pudo conseguirlo.

En aquel momento se oyó el rodar de un coche, que, a la vista de los mosqueteros partió al galope. Luego, tres o cuatro disparos sonaron.

‑Por última vez, ¿queréis venir? ‑exclamó Milady.

¡Oh, Dios mío, Dios mío! Veis que las fuerzas me faltan, veis que no puedo caminar: huid sola.

‑¡Huir sola! ¡Dejaros aquíl No, no nunca ‑exclamó Milady.

De pronto, un destello lívido brotó de sus ojos; de un salto, como loca, corrió a la mesa, echó en el vaso de la señora Bonacieux el contenido de un engaste de anillo que abrió con una presteza sin­gular.

Era un grano rojizo que se fundió al punto.

Luego, cogiendo el vaso con una mano firme:

‑Bebed ‑dijo‑, este vino os dará fuerzas, bebed.

‑¡Constance, Constance! ‑respondió el joven‑. ¿Dónde estáis? ¡Dios mío!

En el mismo momento, la puerta de la celda cedió al choque más que se abrió; varios hombres se precipitaron en la habitación; la señora Bonacleux había caído en un sïllón sin poder hacer un movi­miento.

D'Artagnan arrojó una pistola aún humeante que tenía en la mano y cayó de rodillas ante su dueña, Athos voivió a poner la suya en su cintura; Porthos y Aramis, que tenían desnudas sus espadas, las en­vainaron.

‑¡Oh, D'Artagnan! ¡Mi bien amado D'Artagnan! ¡Vienes por fin, no me habían engañado, eres tú!

‑¡Sí, sí, Constance! ¡Juntos!

‑¡Oh! Por más que ella decía que no vendrías yo esperaba en se­creto; no he querido huir. lAy, qué bien he hecho, qué feliz soy!

A la palabra de ella, Athos, que estaba sentado tranquilamente, se levantó de un salto.

‑¡E!la! ¿Quién es ella? ‑preguntó D'Artagnan.

‑Mi compañera; la que, por amistad hacia mí, quería sustraerme a mis perseguidores; !


Date: 2015-12-17; view: 490


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