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Capítulo XLVIII 6 page

Milady se estremeció, creyó que Felton había hablado; nunca en toda su vida quizá aquella mujer, que había experimentado tantas emo­ciones potentes y opuestas, había sentido latir su corazón tan violenta­mente.

Estaba sentada; lord de Winter cogió un sillón, lo acercó a su lado y se sentó junto a ella; luego, sacando de su bolso un papel que des­plegó lentamente:

‑Mirad ‑le dijo‑, quería mostraros esta especie de pasaporte que yo mismo he redactado y que en adelante os servirá de número de orden en la vida que consiento en dejaros.

Luego, volviendo sus ojos de Milady al papel, leyó:

 

«Orden de conducir a...»

 

‑El nombre está en blanco ‑interrumpió lord de Winter‑. Si te­néis alguna preferencia, indicádmela; y con tal que sea a un millar de leguas de Londres, se hará a vuestro gusto. Prosigo:

 

«Orden de conducir a... la citada Charlotte Backson, marcada por la justicia del reino de Francia, mas liberada por el castigo; permanecerá en esa residencia, sin apartarse nunca de ella más de tres leguas. En caso de tentativa de evasión, le será aplicada la pena de muerte. Recibirá cinco chelines diarios para su aloja­miento y alimentación.»

 

‑Esa orden no me concierne a mí ‑respondió fríamente Milady‑, porque lleva un nombre distinto al mío.

‑¡Un nombre! Pero ¿es que tenéis uno?

‑Tengo el de vuestro hermano.

‑Os equivocáis, mi hermano sólo es vuestro segundo marido, y el primero todavía vive. Decidme su nombre y lo pondré en vez del nombre de Charlotte Backson. ¿No? ¿No queréis?... ¿Guardáis silen­cio? ¡Está bien! Seréis inscrita bajo el nombre de Charlotte Backson.

Milady permaneció silenciosa; sólo que en esta ocasión no era ya por su afectación, sino por terror; creyó que la orden estaba dispuesta a ser ejecutada: pensó que lord de Winter había adelantado su partida; creyó que estaba condenada a partir aquella misma noche. En su mente todo lo vio, pues, perdido durante un instante cuando de pronto se dio cuenta de que la orden no estaba adornada con ninguna firma.

La alegría que sintió ante este descubrimiento fue tan grande que no la pudo ocultar.

‑Sí, sí ‑dijo lord de Winter, que se dio cuenta de lo que ella pensaba‑. Sí, buscáis la firma y os decís: no todo está perdido, por­que ese acta no está firmada; me lo enseñan para asustarme, eso es todò. Os equivocáis: mañana esta orden será enviada a lord de Buc­kingham; pasado mañana volverá firmada por su puño y adornada con su sello, y veinticuatro horas después, y de eso yo soy quien os res­ponde, recibirá su principio de ejecución. Adiós, señora, eso es todo lo que tenía que deciros.



‑Y yo os responderé, señor, que ese abuso de poder y ese exilio bajo nombre supuesto son una infamia.

‑¿Preferís ser colgada bajo vuestro verdadero nombre, Milady? Ya lo sabéis, las leyes inglesas son inexorables cuando se abusa del matrimonio; explicaos con franqueza: aunque mi nombre, o mejor el nom­bre de mi hermano, se halle mezclado en todo esto, correré el riesgo del escándalo en un proceso público con tal de estar seguro de que al mismo tiempo me veré libre de vos.

Milady no respondió, pero se tornó pálida como un cadáver.

‑¡Ah, ya veo que preferís la peregrinación! Divinamente, señora, y hay un viejo proverbio que dice que los viajes forman a la juventud. ¡A fe que no estáis equivocada después de todo: la vida es buena! Por eso no me preocupa que vos me la quitéis. Todavía queda por arreglar el asunto de los cinco chelines; me muestro algo parsimonioso, ¿no es as? Se debe a que no me preocupa que corrompáis a vuestros guar­dianes. Además, siempre os quedarán vuestros encantos para seducir­los. Usadlos si vuestro fracaso con Felton no os ha asqueado de las tentativas de ese género.

«Felton no ha hablado ‑se dijo Milady‑, nada está perdido aún.»

‑Y ahora, señora, hasta luego. Mañana vendré para anunciaros la partida de mi mensajero.

Lord de Winter se levantó, saludó irónicamente a Milady y salió. Milady respiró: todavía tenía cuatro días por delante; cuatro días le bastaban para terminar de seducir a Felton.

Una idea terrible se le ocurrió entonces: que lord de Winter envia­ría quizá al propio Felton a hacer firmar la orden a Buckingham; de esa suerte Felton se le escapaba, y para que la prisionera triunfase se necesitaba la magia de una seducción continua.

Sin embargo, como hemos dicho, una cosa la tranquilizaba: Felton no había hablado.

No quiso parecer conmocionada por las amenazas de lord de Win­ter, se sentó a la mesa y comió.

Luego, como había hecho la víspera, se puso de rodillas y repitió en voz alta sus oraciones. Como la víspera, el soldado dejó de caminar y se detuvo para escucharla.

Al punto oyó pasos más ligeros que los del centinela que venían del fondo del corredor y que se detenían ante su puerta.

‑Es él ‑dijo.

Y comenzó el mismo canto religioso que la víspera había exaltado tan violentamente a Felton.

Mas, aunque su voz dulce, plena y sonora vibró más armoniosa y más desgarradora que nunca, la puerta permaneció cerrada. En una de las miradas furtivas que lanzaba sobre un pequeño postigo, le pare­ció a Milady vislumbrar a través de la reja cerrada los ojos ardientes del joven; pero fuera realidad o visión, esta vez él tuvo sobre sí mismo el poder de no entrar.

Sólo que instantes después de que ella terminara su canto religio­so, Milady creyó oír un profundo suspiro; luego los mismos pasos que había oído acercarse se alejaron lentamente y como con pesar.

 

Capítulo LV

Cuarta jornada de cautividad

 

Al día siguiente, cuando Felton entró en la habitación de Milady, la encontró de pie, subida sobre un sillón, teniendo entre sus manos una cuerda tejida con la ayuda de algunos pañuelos de batista desga­rrados en tiras trenzadas unas con otras atadas cabo con cabo; al rui­do que Felton hizo al abrir la puerta, lady saltó con presteza al pie de su sillón, y trató de ocultar tras ella aquella cuerda improvisada que sostenía en la mano.

El joven estaba aún más pálido que de costumbre, y sus ojos en­rojecidos por el insomnio indicaban que había pasado una noche febril.

Sin embargo, su frente estaba armada de una serenidad más aus­tera que nunca.

Avanzó lantamente hacia Milady, que se había sentado, y cogien­do un cabo de la trenza asesina que por descuido, o adrede quizá, ella había dejado ver:

‑¿Qué es esto, señora? ‑preguntó fríamente.

‑¿Esto? Nada ‑dijo Milady sonriendo con esa expresión doloro­sa que tan bien sabía dar ella a su sonrisa‑. El hastío es el enemigo mortal de los prisioneros, me aburría y me he divertido trenzando esta cuerda.

Felton dirigió los ojos hacia el punto del muro de la habitación ante el que había encontrado a Milady de pie sobre el sillón en que ahora estaba sentada, y por encima de su cabeza divisó un gancho dorado, empotrado en el muro, y que servía para colgar bien los uniformes, bien las armas.

Temblaba, y la prisionera vio aquel temblor; porque aunque tuvie­ra los ojos bajos, nada se le escapaba.

‑¿Y qué hacéis de pie sobre ese sillón? ‑preguntó.

‑¿Qué os importa? ‑respondió Milady.

‑Deseo saberlo ‑contestó Felton.

‑No me preguntéis ‑dijo la prisionera‑; vos sabéis de sobra que a nosotros, los verdaderos cristianos, nos está prohibido mentir.

‑Pues bien ‑dijo Felton‑; voy a deciros lo que hacíais, o mejor, lo que ibais a hacer: ibais a acabar la obra fatal que alimentáis en vues­tro espíritu; pensad, señora, que si nuestro Dios prohíbe la mentira, prohíbe mucho más severamente aún el suicidio.

‑Cuando Dios ve a una de esas criaturas injustamente persegui­da, colocada entre el suicidio y el deshonor, creedme, señor, ‑res­pondió Milady con un tono de profunda convicción‑, Dios le perdo­na el suicidio; porque entonces el suicidio es el martirio.

‑Decís demasiado o demasiado poco; hablad, señora, en nombre del cielo, explicaos.

‑¿Que os cuente mis desgracias para que las tratéis de fábulas? ¿Que os diga mis proyectos para que vayáis a denunciarlos a mi perse­guidor? No, señor. Además, ¿qué os importa la vida o la muerte de una infeliz condenada? Vos no responderéis más que de mi cuerpo, ¿no es as? Y con tal que presentéis un cadáver que sea reconocido por el mío, no se os exigirá más y quizá incluso tengáis recompensa doble.

‑¡Yo, señora, yo! ‑exclamó Felton‑. ¿Suponer que aceptaré el premio de vuestra vida? ¡Oh, no pensáis en lo que decís!

‑Dejadme hacer, Felton, dejadme hacer ‑dijo Milady exaltándo­se‑; todo soldado debe ser ambicioso, ¿no es as? Vos sois teniente; pues bien, seguiréis mi cortejo con el grado de capitán.

‑Pero ¿qué os he hecho yo ‑dijo Felton trastornado‑ para que me carguéis con semejante responsabilidad ante los hombres y ante Dios? Dentro de algunos días os marcharéis muy lejos de aquí, señora, vuestra vida no estará ya bajo mi custodia, y entonces ‑añadió él con un suspiro‑ haréis lo que queráis.

‑O sea ‑exclamó Milady como si no pudiera resistir a una santa indignación‑, vos, un hombre piadoso, vos a quien se llama un justo, no pedís otra cosa: no ser inculpado, no ser inquietado por mi muerte.

‑Yo debo velar por vuestra vida, señora, y velaré por ella.

‑Mas ¿comprendéis la misión que cumplís? Cruel ya, si yo fuera culpable, ¿qué nombre le daríais, qué nombre le dará el Señor si soy inocente?

‑Yo soy soldado, señora, y cumplo las órdenes que he recibido.

‑¿Creéis que el día del jucio final Dios separará los verdugos cie­gos de los jueces inicuos? Vos no queréis que yo mate mi cuerpo, y os hacéis el agente de quien quiere matar mi alma.

‑Pero, os lo repito ‑prosiguió Felton transtornado‑, ningún pe­ligro os amenaza, y yo respondo por lord de Winter como de mí mismo.

‑¡Insensato! ‑exclamó Milady‑ Pobre insensato que se atreve a responder de otro hombre cuando los más sabios, cuando los más grandes, según Dios, dudan en responder de ellos mismos, y que se coloca en el partido más fuerte y más feliz para abrumar a la más débil y más desdichada.

‑Imposible, señora, imposible ‑murmuró Felton, que en el fon­do de su corazón sentía la justicia de este argumento‑; prisionera, no recuperaréis por mí la libertad; viva, no perderéis por mí la vida.

‑Sí ‑exclamó Milady‑, pero perderé lo que es mucho más caro que la vida, perderé el honor, Felton, y seréis vos, vos, a quien yo ha­ré responsable ante Dios y ante los hombres de mi vergüenza y de mi infamia.

Esta vez Felton, por más impasible que fuera o que fingiera ser, no pudo resistir a la influencia secreta que ya se había apoderado de él: ver a aquella mujer tan hermosa, blanca como la más cándida vi­sión, verla alternativamente desconsolada y amenazadora, sufrir a la vez el ascendiente del dolor y de la belleza, era demasiado para un vi­sionario, era demasiado para un cerebro minado por los sueños ardien­tes de la fe extática, era demasiado para un corazón corroído a la vez por el amor del cielo que abrasa, por el odio de los hombres que devora.

Milady vio la turbación, sentía por intuición la llama de las pasiones opuestas que ardían con la sangre en las venas del joven fanático; y como un general hábil que, viendo al enemigo dispuesto a retroceder, marcha sobre él lanzando el grito de victoria, ella se levantó, bella co­mo una sacerdotisa antigua, inspirada como una virgen cristiana, y con el brazo extendido, el cuello al descubierto, los cabellos esparcidos, re­teniendo con una mano su vestido púdicamente recogido sobre su pe­cho, la mirada iluminada por ese fuego que ya había llevado el desor­den a los sentidos del joven puritano, caminó hacia él, exclamando con un aire vehemente de su voz tan dulce, a la que, en aquella ocasión, prestaba un acento terrible:

 

Entrega a Baal su víctima,

arroja a los leones el mártir:

¡Dios hará que te arrepientas!...

A él clamo desde el abismo.

 

Felton se detuvo ante este extraño apóstrofe, como petrificado.

‑¿Quién sois vos, quién sois vos? ‑exclamó él juntando las manos‑. ¿Sois una enviada de Dios, sois un ministro de los infiernos, sois ángel o demonio, os llamáis Eloah o Astarté?

‑¿No me has reconocido, Felton? Yo no soy ni un ángel ni un demonio, soy una hija de la tierra, soy una hermana de tu creencia, eso es todo.

‑¡Sí, sil ‑dijo Felton‑. Aún dudaba, pero ahora creo.

‑¡Crees y, sin embargo, eres el cómplice de ese hijo de Belial que se llama lord de Winter! ¡Crees y, sin embargo, me dejas en manos de mis enemigos, del enemigo de Inglaterra, del enemigo de Dios! ¡Crees y, sin embargo, me entregas a quien llena y mancilla el mundo con sus herejías y sus desenfrenos, a ese infame Sardanápalo [L190] a quien los ciegos llaman duque de Buckingham y a quien los creyentes llaman el anticristo!

‑¿Yo entregaros a Buckingham? ¿Yo? ¿Qué decís?

‑Tienen ojos ‑exclamó Milady‑ y no verán; tienen oídos y no oirán[L191] .

‑Sí, sí ‑dijo Felton pasándose las manos por la frente cubierta de sudor como para arrancar de ella su última duda‑; sí, reconozco la voz que me habla en mis sueños: sí, reconozco los rasgos del ángel que se me aparece cada noche, gritando a mi alma que no puede dor­mir: «¡Golpea, salva a Inglaterra, sálvate a ti mismo, porque morirás sin haber calmado a Dios!» ¡Hablad, hablad! ‑exclamó Felton‑. Ahora puedo comprenderos.

Un destello de alegría terrible, pero rápido como el pensamiento, brotó de los ojos de Milady.

Por fugitiva que hubiera sido aquella luz homicida, Felton la vio y se estremeció como si aquella luz hubiera iluminado los abismos del corazón de aquella mujer.

Felton se acordó de pronto de las advertencias de lord de Winter, de las seducciones de Milady, de sus primeras tentativas desde su lle­gada; retrocedió un paso y bajó la cabeza, pero sin cesar de mirarla; como si, fascinado por aquella extraña criatura, sus ojos no pudieran desprenderse de sus ojos.

Milady no era mujer capaz de equivocarse en cuanto al sentido de aquella duda. Bajo sus aparentes emociones su sangre fría no la aban­donaba. Antes de que Felton le hubiera respondido y de que ella se viera obligada a proseguir aquella conversación tan difícil de sostener en el mismo acento de exaltación, dejó caer sus manos y, como si la debilidad de la mujer se superpusiese al entusiamo del instante:

‑Mas no ‑dijo‑, no me toca a mí ser la Judith que libró a Betu­lia de este Holofernes. La espada del Eterno es demasiado pesada pa­ra mi brazo. Dejadme, pues, rehuir el deshonor de la muerte, dejadme refugiarme en el martirio. No os pido ni la libertad, como haría un cul­pable, ni la venganza, como haría una pagana. Dejadme rríorir, eso es todo. Os suplico, os imploro de rodillas: dejadme morir, y mi último suspiro será una bendición para mi salvador.

Ante esta voz dulce y suplicante, ante esta mirada tímida y abatida, Felton se acercó. Poco a poco la encantadora se había revestido de aquellos adornos mágicos que se ponía y quitaba a voluntad, es decir, la belleza, la dulzura, las lágrimas y, sobre todo, el irresistible atractivo de la voluptuosidad mística, la más devoradora de las voluptosidades.

‑¡Ay! ‑dijo Felton‑. No puedo más que una cosa, compadece­ros si me probáis que sois una víctima. Mas lord de Winter tiene crueles quejas contra vos. Vos sois cristiana, sois mi hermana en religión; me siento arrastrado hacia vos, yo que no he amado más que a mi bienhechor, yo, que no he encontrado en la vida más que traidores e impíos. Pero vos, señora, tan bella en realidad, tan pura en aparien­cia, para que lord de Winter os persiga, habréis cometido iniquidades.

‑Tienen ojos ‑repitió Milady con un acento indecible de dolor-­ y no verán; tienen oídos y no oirán.

‑Entonces ‑exclamó el joven oficial‑ hablad, hablad, pues.

‑¡Confiaros mi vergüenza! ‑exclamó Milady con el rubor del pu­dor en el rostro‑. Porque a menudo el crimen de uno es la vergüenza del otro. ¡Confiaros mi vergüenza a vos, un hombre; yo, una mujer! ¡Oh! ‑continuo ella llevando púdicamente su mano sobre sus hermo­sos ojos‑. ¡Oh, jamás, jamás podré!

‑¡A mí, a un hermano! ‑exclamó Felton.

Milady lo miró largo tiempo con una expresión que el joven oficial tomó por duda, y que, sin embargo, no era más que una observación y, sobre todo, voluntad de fascinar.

Felton, suplicante a su vez, juntó las manos.

‑Pues bien ‑dijo Milady‑, me fío de mi hermano, me atrevo.

En ese momento se oyó el paso de lord de Winter; pero esta vez el terrible cuñado de Milady no se contentó, como había hecho la vís­pera, con pasar delante de la puerta y alejarse: se detuvo, cambió dos palabras con el centinela, luego la puerta se abrió y apareció él.

Mientras se habían cambiado esas dos palabras, Felton había retro­cedido vivamente, y cuando lord de Winter entró, él estaba a algunos pasos de la prisionera.

El barón entró lentamente y dirigió su mirada escrutadora de la pri­sionera al joven oficial.

‑Hace mucho tiempo, John ‑dijo‑, que estáis aquí. ¿Os ha con­tado esa mujer sus crímenes? Entonces comprendo la duración de la entrevista.

Felton temblaba, y Milady sintió que estaba perdida si no acudía en ayuda del puritano desconcertado.

‑¡Ah! ¡Teméis que vuestra prisionera se os escape! ‑dijo ella‑. Pues bien, preguntad a vuestro digno carcelero qué gracia solicitaba de él hace un instante.

‑¿Pedíais una gracia? ‑dijo el baron suspicaz.

‑Sí, milord ‑replicó el joven confuso.

‑Y veamos, ¿qué gracia? ‑preguntó lord de Winter.

‑Un cuchillo que ella me devolverá por el postigo un mimuto des­pués de haberlo recibido ‑respondió Felton.

‑¿Hay aquí alguien escondido a quien esta graciosa persona quiera degollar? ‑prosiguió lord de Winter con su voz burlona y despreciativa.

‑Estoy yo ‑respondió Milady.

‑Os he dado a elegir entre América y Tyburn ‑replicó lord de Winter‑; escoged Tyburn, Milady: la cuerda es todavía más segura que el cuchillo creedme.

Felton palideció y dio un paso adelante pensando que, en el mo­mento en que él había entrado, Milady tenía una cuerda.

‑Tenéis razón ‑dijo ésta‑, y ya había pensado en ello ‑luego añadió con una voz sorda‑: lo volveré a pensar.

Felton sintió correr un estremecimiento hasta en la médula de sus huesos; probablemente lord de Winter percibió este movimiento.

‑Desconfía, John ‑dijo‑. John, amigo mío, me he apoyado en ti, ten cuidado. ¡Te he prevenido! Además, ten valor, hijo mío, dentro de tres días nos veremos libres de esta criatura, y donde la envíen no perjudicará a nadie.

‑¡Ya lo oís! ‑exclamó Milady con escándalo de tal forma que el barón creyó que ella se dirigía al cielo y que Felton comprendió que era para él.

Felton bajó la cabeza y meditó.

El barón tomó al oficial por el brazo volviendo la cabeza sobre su hombro, a fin de no perder de vista a Milady hasta haber salido.

‑Vamos, vamos ‑dijo la prisionera cuando la puerta se hubo cerrado‑, no estoy tan adelantada como creía. Winter ha cambiado su estupidez ordinaria por una prudencia desconocida. ¡Lo que es el deseo de venganza, y cuánto forma al hombre ese deseo! En cuanto a Felton, duda. ¡Ay, no es un hombre como ese maldito D'Artagnan! Un puritano no adora más que a las vírgenes, y las adora juntando las manos. Un mosquetero ama a las mujeres, y las ama juntado los brazos.

Sin embargo, Milady esperó con impaciencia, porque sospechaba que la jornada no pasaría sin volver a ver a Felton. Por fin una hora después de la escena que acabamos de contar, oyó que se hablaba en voz baja junto a la puerta, luego al punto la puerta se abrió y reconoció a Felton.

El joven avanzó rápidamente por el cuarto, dejando la puerta abierta tras él y haciendo señal a Milady de callarse; tenía el rostro alterado.

‑¿Qué me queréis? ‑dijo ella.

‑Escuchad ‑respondió Felton en voz baja‑, acabo de alejar al centinela para poder permanecer aquí sin que se sepa que he venido, para hablaros sin que se pueda oír lo que os digo. El barón acaba de contarme una historia espantosa.

Milady adoptó una sonrisa de víctima resignada y sacudió la cabeza.

‑O vos sois un demonio ‑continuó Felton‑, o el barón, mi bien­hechor, mi padre, es un monstruo. Os conozco desde hace cuatro días, le amo a él desde hace diez años; puedo, pues, dudar entre los dos; no os asustéis de lo que os digo, necesito estar convencido. Esta no­che, después de las doce, vendré a veros, vos me convenceréis.

‑No, Felton, no, hermano mío ‑dijo ella‑, el sacrificio es de­masiado grande, y siento cuánto os cuesta. No, estoy perdida, no os perdáis conmigo. Mi muerte será mucho más elocuente que mi vida, y el silencio del cadáver os convencerá mucho mejor que las palabras de la prisionera.

‑Callaos, señora ‑exclamó Felton‑, y no me habléis así; he ve­nido para que me prometáis bajo palabra de honor, para que me juréis por lo más sagrado para vos que no atentaréis contra vuestra vida.

‑No quiero prometer ‑dijo Milady‑ porque nadie más que yo respeta el juramento y, si prometiera, tendría que cumplirlo.

‑¡Pues bien! ‑dijo Felton‑. Comprometeos sólo hasta el momen­to en que me volváis a ver. Si cuando me hayáis vuelto a ver persistís aún, ¡pues bien!, entonces seréis libre, y yo mismo os daré el arma que me habéis pedido.

‑¡De acuerdo! ‑dijo Milady‑. Esperaré por vos.

‑Juradlo.

‑Lo juro por nuestro Dios. ¿Estáis contento?

‑Bien ‑dijo Felton‑; hasta esta noche.

Y se precipitó fuera del cuarto, volvió a cerrar la puerta y esperó fuera, con el espontón del soldado en la mano, como si hubiera mon­tado la guardia en su lugar.

Una vez vuelto el soldado, Felton le devolvió el arma.

Entonces, a través del postigo al que se había acercado, Milady vio al joven persignarse con un fervor delirante a irse por el corredor con un transporte de alegría.

En cuanto a ella, volvió a su puesto con una sonrisa de salvaje des­precio en sus labios, y repitió blasfemando ese nombre terrible de Dios por el que había jurado sin haber aprendido nunca a conocerlo.

‑¡Mi Dios! ‑dijo ella‑. ¡Fanático insensato! ¡Mi Dios soy yo, yo, y él quien me ayudará a vengarme!

 

Capítulo LVI


Date: 2015-12-17; view: 467


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