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Quinta jornada de cautividad

 

Milady había llegado a la mitad del triunfo y el éxito obtenido redo­blaba sus fuerzas.

No era difícil vencer, como lo había hecho hasta entonces, a hom­bres prontos a dejarse seducir y a quienes la educación galante de la corte arrastraba pronto a la trampa; Milady era bastante hermosa para no encontrar resistencia de parte de la carne, y era bastante hábil para pasar por encima de todos los obstáculos del espíritu.

Mas esta vez tenía que luchar contra una naturaleza salvaje, con­centrada, insensible a fuerza de austeridad; la religión y la penitencia habían hecho de Felton un hombre inaccesible a las seducciones co­rrientes. Daba vueltas en aquella cabeza exaltada a planes tan vastos, a proyectos tan tumultuosos, que no quedaba en ella sitio para ningún amor, de capricho o de materia, ese sentimiento que se nutre de ocio y crece con la corrupción. Milady había abierto por tanto brecha, con su falsa virtud, en la opinión de un hombre horriblemente prevenido contra ella, y con su belleza en el corazón y los sentidos de un hombre casto y puro. Finalmente, se había mostrado a sí misma la medida de sus medios, desconocidos para ella misma hasta entonces, mediante esta experiencia hecha sobre el sujeto más rebelde que la naturaleza y la religión podían someter a su estudio.

Sin embargo, durante la velada muchas veces había desespera­do ella del destino y de sí misma; no invocaba a Dios, ya lo sabemos, pero tenía fe en el genio del mal, esa inmensa soberanía que reina en todos los detalles de la vida humana, y a la que, como en la fábula árabe, un grano de granada le basta para reconstruir un mundo per­dido.

Milady, bien preparada para recibir a Felton, pudo montar sus ba­terías para el día siguiente. Sabía que no le quedaban más que dos días, que una vez firmada la orden por Buckingham (y Buckingham la fir­maría tanto más fácilmente cuanto que la orden llevaba un nombre fal­so, y que no podría él reconocer a la mujer de que se trataba), una vez firmada aquella orden, decíamos, el barón la haría embarcar inme­diatamente, y sabía también que las mujeres condenadas a la deporta­ción usan armas mucho menos poderosas en sus seducciones que las pretendidas mujeres virtuosas cuya belleza ilumina el sol del mundo, cuyo espíritu alaba la voz de la moda y un reflejo de aristocracia adora con sus luces encantadas. Ser una mujer condenada a una pena mise­rable a infamante no es impedimento para ser bella, pero es un obstá­culo para volverse alguna vez poderosa. Como todas las gentes de mé­rito real, Milady conocía el medio que convenía a su naturaleza, a sus recursos. La pobreza le repugnaba, la abyección disminuía dos tercios de su grandeza. Milady no era reina sino entre las reinas; su domina­ción necesitaba el placer del orgullo satisfecho. Mandar a seres inferio­res era para ella más una humillación que un placer.



Desde luego, habría vuelto de su exilio, eso no lo dudaba ni un ins­tante; pero ¿cuánto tiempo podría durar ese exilio? Para una naturale­za activa y ambiciosa como la de Milady, los días que uno no se ocupa en subir son días nefastos. ¡Piénsese, pues, cuál es la palabra con que deben denominarse los días que uno emplea en descender! Perder un año, dos años, tres años; es decir, una eternidad, volver cuando D'Ar­tagnan, feliz y triunfante, hubiera recibido de la reina, junto con sus amigos, la recompensa que se habían granjeado de sobra con los servicios que habían prestado: era ésta una de esas ideas devoradoras que una mujer como Milady no podía soportar. Por lo demás, la tormenta que bramaba en ella duplicaba su fuerza, y habría hecho estallar los muros de su prisión si su cuerpo hubiera podido tomar por un solo ins­tante las proporciones de su espíritu.

Luego, lo que en medio de todo esto la aguijoneaba era el recuer­do del cardenal. ¿Qué debía pensar, qué debía decir de su silencio el cardenal, desconfiado, inquieto, suspicaz; el cardenal, no sólo su úni­co apoyo, su único sostén, su único protector en el presente, sino ade­más el principal instrumento de su fortuna y de su venganza futura? Ella lo conocía, ella sabía que a su retraso tras un viaje inútil, por más que arguyese la prisión, por más que exaltase los sufrimientos soporta­dos, el cardenal respondería con aquella calma burlona del escéptico potente a la vez por la fuerza y por el genio: «¡No teníais que haberos dejado coger!»

Entonces Milady reunía toda su energía, murmurando en el fondo de su pensamiento el nombre de Felton, el único destello de luz que penetraba hasta ella en el fondo del infierno en que había caído; y co­mo una serpiente que enrolla y desenrolla sus anillos para darse ella misma cuenta de su fuerza, envolvía de antemano a Felton en los mil repliegues de su imaginación inventiva.

Sin embargo el tiempo transcurría, las horas, unas tras otras, pa­recían despertar la campana al pasar, y cada golpe del badajo de bron­ce repercutía en el corazón de la prisionera. A las nueve, lord de Win­ter hizo su visita acostumbrada, miró la ventana y los barrotes, sondeó el suelo y los muros, inspeccionó la chimenea y las puertas sin que du­rante esta larga y minuciosa inspección ni él ni Milady pronunciasen una sola palabra.

Indudablemente los dos comprendían que la situación se había vuel­to demasiado grave para perder el tiempo en palabras inútiles y en có­leras sin efecto.

‑Vamos, vamos ‑dijo el barón al dejarla‑, ¡esta noche todavía no escaparéis!

A las diez vino Felton a colocar un centinela; Milady reconoció su paso. Ahora lo adivinaba ella como una amante adivina el del amado de su corazón, y, sin embargo, Milady detestaba y despreciaba a la vez a aquel débil fanático.

No era la hora convenida, Felton no entró.

Dos horas después, y cuando daban las doce, el centinela fue rele­vado.

Esta vez sí era la hora; por eso, a partir de ese momento Milady esperó con impaciencia.

El nuevo centinela comenzó a pasearse por el corredor.

Al cabo de diez minutos llegó Felton.

Milady prestó oído.

‑Escucha ‑dijo el joven al centinela‑ no te alejes de este pues­to bajo ningún pretexto, porque sabes que la noche pasada un solda­do fue castigado por milord por haber dejado su puesto un instante, aunque fui yo quien, durante su corta ausencia, vigiló en su puesto.

‑Sí, lo sé ‑dijo el soldado.

‑Te recomiendo, por tanto, la más exacta vigilancia. Yo ‑aña­dió‑ voy a entrar para inspeccionar por segunda vez la habitación de esta mujer, que según temo tiene siniestros proyectos contra sí misma y a la cual he recibido orden de cuidar.

‑Bueno ‑murmuró Milady‑, ¡ya tenemos al austero puritano mintiendo!

En cuanto al soldado, se contentó con sonreír.

‑¡Diantre! Mi teniente ‑dijo‑, no sois tan desgraciado por estar encargado de semejantes comisiones, sobre todo si milord os autoriza a mirar hasta en su cama.

Felton se ruborizó; en cualquier otra circunstancia hubiera repren­dido al soldado que se permitía semejante broma; pero su conciencia murmuraba demasiado alto para que su boca osase hablar.

‑Si llamo ‑dijo‑, ven; igual que si alguien viene, llámame.

‑Sí, mi teniente ‑dijo el soldado.

Felton entró en la habitación de Milady. Milady se levantó.

‑¿Ya estáis aquî? ‑dijo ella.

‑Os había prometido venir ‑dijo Felton‑ y he venido.

‑Me habíais prometido otra cosa además.

‑¿Qué? ¡Dios mío! ‑dijo el joven que, pese a su dominio sobre sí mismo, sentía sus rodillas temblar y comenzar a brotar el sudor en su frente.

‑Habíais prometido traerme un cuchillo y dejármelo tras nuestra conversación.

‑No habléis de eso, señora ‑dijo Felton‑ no hay situación por terrible que sea que autorice a una criatura de Dios a darse la muerte. He reflexionado que no debo hacerme nunca culpable de semejante pecado.

‑¡Ah, habéis reflexionado! ‑dijo la prisionera sentándose en su sillón con una sonrisa de desdén‑. También yo he reflexionado.

‑¿En qué?

‑En que yo no tenía nada que decir a un hombre que no mante­nía su palabra.

‑¡Dios mío! ‑murmuró Felton.

‑Podéis retiraros ‑dijo Milady‑, no hablaré.

‑¡Aquí está el cuchillo! ‑dijo Felton sacando de su bolsillo el ar­ma que según su promesa había traído, pero que dudaba en entregar a su prisionera.

‑Veámoslo ‑dijo Milady.

‑¿Qué vais a hacer?

‑Palabra de honor, os lo devuelvo al momento; lo pondré sobre la mesa y vos quedaréis entre él y yo.

Felton tendió el arma a Milady, que examinó atentamente su tem­ple y probó la punta en el extremo de su dedo.

‑Bien ‑dijo ella devolviendo el cuchillo al joven oficial‑, es un buen acero; sois un fiel amigo, Felton.

Felton cogió el arma y la puso sobre la mesa como acababa de ser acordado con su prisionera.

Milady lo siguió con los ojos e hizo un gesto de satisfacción.

‑Ahora ‑dijo ella‑, escuchadme.

La recomendación era inútil: el joven oficial estaba de pie ante ella esperando sus palabras para devorarlas.

‑Felton ‑dijo Milady con una severidad llena de melancolía‑, Felton, si vuestra hermana, la hija de vuestro padre, os dijera: «Joven aún, bastante hermosa por desgracia, me hicieron caer en una tram­pa, resistí; se multiplicaron en torno mío las emboscadas, resistí; se blas­femó la religión a la que sirvo, al Dios que adoro, porque llamaba en mi ayuda a ese Dios y a esa religión, resistí; entonces se me prodigaron los ultrajes, y como no podían perder mi alma, quisieron mancillar mi cuerpo para siempre; finalmente...»

Milady se detuvo, y una sonrisa amarga pasó por sus labios.

‑Finalmente ‑dijo Felton‑, finalmente, ¿qué han hecho?

‑Finalmente, una noche decidieron paralizar esa resistencia que no se podía vencer: una noche mezclaron en mi agua un poderoso nar­cótico; apenas hube acabado mi cena, me sentí caer poco a poco en un entumecimiento desconocido. Aunque no sintiese desconfianza, un temor vago se apoderó de mí y traté de luchar contra el sueño; me levanté, quise correr a la ventana, pedir socorro, pero mis piernas se negaron a llevarme; me parecía que el techo bajaba contra mi cabeza y me aplastaba con su peso; tendí los brazos, traté de hablar, no pude más que lanzar sonidos inarticulados; un embotamiento irresistible se apoderaba de mí, me agarré a un sillón, sintiendo que iba a caer, mas pronto aquel apoyo fue insuficiente para mi brazos débiles, caí sobre una rodilla, luego sobre las dos; quise gritar, mi lengua estaba helada; Dios no me vio ni me oyó sin duda, y me deslizé por el suelo, presa de un sueño que se parecía a la muerte. De todo cuanto pasó en este sueño y del tiempo que transcurrió durante su duración, ningún recuer­do tengo; la única cosa que recuerdo es que me desperté acostada en una habitación redonda cuyo moblaje era suntuoso, y en la que la luz sólo penetraba por una abertura del techo. Por lo demás, ninguna puerta parecía dar entrada a ella: se hubiera dicho una prisión magnífica. Pa­sé mucho tiempo hasta que pude darme cuenta del lugar en que me encontraba y de todos los detalles que cuento, mi espíritu parecía lu­char inútilmente para sacudir las pesadas tinieblas de aquel sueño al que no podía arrancarme; tenía percepciones vagas de un espacio recorrido, de la rodadura de un coche, de un sueño horrible en el que mis fuerzas se agotarían; pero todo aquello era tan sombrío y tan indis­tinto en mi pensamiento, que estos sucesos parecían pertenecer a otra vida distinta a la mía y, sin embargo, mezclada a la mía por una fantás­tica dualidad. A veces, el estado en que me encontraba me pareció tan extraño, que creí que era un sueño. Me levanté vacilante, mis ves­tidos estaban junto a mí, sobre una silla: no recordaba ni haberme des­nudado ni haberme acostado. Entonces poco a poco la realidad se pre­sentó a mí llena de púdicos terrores: yo no estaba ya en la casa en que vivía; por lo que podía juzgar por la luz del sol, habían transcurrido ya dos tercios del día; había dormido desde la vigilia hasta la noche; mi sueño había durado, pues, casi veinticuatro horas. ¿Qué había pasado durante aquel largo sueño? Me vestí tan rápidamente como me fue po­sible. Todos mis movimientos lentos y embotados atestiguaban que la influencia del narcótico no se había disipado aún por completo. Por lo demás, aquel cuarto estaba amueblado para recibir a una mujer; y la coqueta más acabada no habría tenido un solo deseo que formular que, paseando su mirada por el cuarto, no hubiera visto completamente cumplido. Desde luego no era yo la primera cautiva que se había visto encerrada en aquella espléndida prisión; pero como comprenderéis, Felton, cuanto más bella era la prisión, más miedo me daba. Sí, era una prisión porque traté en vano de salir de ella. Tanteé todos los mu­ros con objeto de descubrir una puerta: en todas las partes los muros devolvieron un sonido plano y sordo. Quizá quince veces di la vuelta a aquella habitación, buscando una salida cualquiera: no la había; caí agotada de fatiga y de terror en un sillón. Durante este tiempo, la no­che se acercaba rápidamente y con la noche aumentaban mis terrores: no sabía si debía quedarme donde estaba sentada; me parecía que es­taba rodeada de peligros deconocidos en los que iba a caer a cada Pa­so. Aunque no hubiese comido nada desde la víspera, mis temores me impedían sentir hambre. Ningún ruido de fuera, que me permitiese me­dir el tiempo, llegaba hasta mí; presumía sólo que podían ser de las siete a las ocho de la noche; porque estábamos en el mes de octubre, y la oscuridad era total. De pronto, el chirrido de una puerta que gira sobre sus goznes me hizo temblar; un globo de fuego apareció encima de la abertura guarnecida de vidrios del techo arrojando una viva luz en mi habitación y vislumbré con terror que un hombre estaba de pie a algunos pasos de mí. Una mesa con dos cubiertos, con una cena to­talmente preparada, se había alzado como por magia en medio del cuar­to. Aquel hombre era el que me perseguía desde hacía un año, el que había jurado mi deshonor y el que, a las primeras palabras que salie­ron de su boca, me hizo comprender que lo había cumplido la noche anterior.

‑¡Infame! ‑murmuró Felton.

‑¡Oh, sí, infame! ‑exclamó Milady viendo el interés que el joven oficial, cuya alma parecía suspendida de sus labios, se tomaba en este extraño relato‑. ¡Oh, sí, infame! Había creído que le bastaba con ha­ber triunfado de mí en mi sueño para que todo estuviese dicho; venía esperando que yo aceptaría mi vergüenza, puesto que mi vergüenza estaba consumada; venía a ofrecerme su fortuna a cambio de mi amor. Todo cuanto el corazón de una mujer puede contener de soberbio des­precio y de palabras desdeñosas lo arrojé sobre aquel hombre; sin du­da estaba habituado a reproches semejantes porque me escuchó tran­quilo, sonriente y con los brazos cruzados sobre el pecho; luego, cuan­do creyó que yo había dicho todo, se adelantó hacia mí: yo salté hacia la mesa, cogí un cuchillo y lo apoyé sobre mi pecho. «Dad un paso más ‑le dije‑ y además de mi deshonor tendréis también mi muerte que reprocharos.» Sin duda, en mi mirada, en mi voz, en toda mi per­sona había esa verdad de gesto, de ademán y de acento que lleva la convicción a las almas más perversas, porque se detuvo. «¡Vuestro amor! ‑me dijo‑. ¡Oh, no! Sois una amante encantadora para que consienta en perderos así, después de haber tenido la dicha de poseeros, una sola vez solamente. ¡Adiós, hermosa! Esperaré para volver a visitaros a que estéis en mejores disposiciones.» Tras estas palabras, silbó; el globo de llama que iluminaba mi habitación subió y desapareció; volví a en­contrarme en la oscuridad. El mismo ruido de una puerta que se abre y se cierra se reprodujo un instante después, el globo resplandeciente descendió de nuevo y volví a encontrarme sola. Aquel momento fue horrible; si aún tenía algunas dudas sobre mi desdicha, esas dudas se habían desvanecido en una desesperante realidad: estaba en poder de un hombre al que no sólo detestaba sino al que despreciaba; un hom­bre capaz de todo y que ya me había dado una prueba fatal de a lo que podía atreverse.

‑Mas ¿quién era ese hombre? ‑preguntó Felton.

‑Pasé la noche en una silla, estremeciéndome al menor ruido; por­que a media noche más o menos, la lámpara se había apagado, y yo ya me había vuelto a encontrar en la oscuridad. Mas la noche pasó sin nuevas tentativas de mi perseguidor. Llegó el día, la mesa había desa­parecido; sólo que yo tenía aún el cuchillo en la mano. Aquel cuchillo era toda mi esperanza. Yo estaba rota de fatiga; el insomnio quemaba mis ojos; no me había atrevido a dormir ni un solo instante: el día me tranquilizó, fui a echarme sobre mi cama sin abandonar el cuchillo libe­rador que oculté bajo mi almohada. Cuando me desperté, una nueva mesa estaba servida. Esta vez, pese a mis terrores, a pesar de mis an­gustias, se hizo sentir un hambre devoradora; hacía cuarenta y ocho horas que no había tomado ningún alimento: comí pan y algunas fru­tas; luego, acordándome del narcótico mezclado al agua que había be­bido, no toqué la que estaba en la mesa y fui a llenar mi vaso en una fuente de mármol adosada al muro, encima de mi lavabo. Sin embar­go, pese a esta precaución, no permanecí menos tiempo en una angustia horrorosa; pero mis temores no estaban fundados esta vez: pasé la jornada sin experimentar nada que se pareciese a lo que temía. Ha­bía tenido la precaución de vaciar a medias la jarra para que no se die­ran cuenta de mi desconfianza. Llegó la noche, y'con ella la oscuridad; sin embargo, por profunda que fuese, mis ojos comenzaban a habi­tuarse a ella; vi en medio de las tinieblas hundirse la mesa en el suelo; un cuarto de hora después reapareció con mi cena; un instante des­pués, gracias a la misma lámpara, mi habitación se iluminó de nuevo. Estaba resuelta a no comer más que objetos a los que fuera imposible mezclar ningún somnífero: dos huevos y algunas frutas compusieron mi comida; luego fui a tomar un vaso de agua de mi fuente protectora y lo bebí. A los primeros sorbos, me pareció que no tenía el mismo gusto que por la mañana: una sospecha rápida se apoderó de mí, me detuve, pero ya había tragado medio vaso. Tiré el resto con horror, y esperé, con el sudor del espanto en la frente. Sin duda, algún invisi­ble testigo me había visto tomar el agua de aquella fuente, y había apro­vechado mi confianza para asegurar mejor mi pérdida tan fríamente resuelta, tan cruelmente perseguida. No había transcurrido media ho­ra cuando se produjeron los mismos síntomas; sólo que como aquella vez no había bebido más que medio vaso de agua, luché más tiempo, y en lugar de dormirme completamente, caí en un estado de somno­lencia que me dejaba sentir lo que pasaba en torno mío, a la vez que me quitaba la fuerza de defenderme o de huir. Me arrastré hacia mi cama, para buscar allí la única defensa que me quedaba, mi cuchillo salvador; pero no pude llegar hasta la cabecera: caí de rodillas, con las manos aferradas a una de las columnas del pie; entonces compren­dí que estaba perdida.

Felton palideció horrorosamente, y un estremecimiento convulsivo corrió por todo su cuerpo.

‑Y lo que era más horroroso ‑continuó Milady con la voz altera­da como si hubiera experimentado aún la misma angustia que en aquel momento terrible‑ es que aquella vez yo tenía conciencia del peligro que me amenazaba; es que mi alma, puedo decirlo, velaba en mi cuerpo adormecido; es que yo veía, es que oía; es cierto que todo aquello era como un sueño, pero no por ello menos espantoso. Vi la lámpara que ascendía y que poco a poco me dejaba en la oscuridad; luego oí el chi­rrido tan bien conocido de aquella puerta, aunque aquella puerta sólo se hubiera abierto dos veces. Sentí instintivamente que alguien se acer­caba a mí; dicen que el desgraciado perdido en los desiertos de Améri­ca siente de este modo la cercanía de la serpiente. Quería hacer un esfuerzo, trataba de gritar; gracias a una increíble energía de voluntad me levanté, para volver a caer al punto... y volver a caer en los brazos de mi perseguidor.

‑Decidme, pues, ¿quién era ese hombre? ‑exclamó el joven ofi­cial.

Milady vio de una sola mirada todo el sufrimiento que inspiraba a Felton, sopesándolo en cada detalle de su relato; pero no quería ha­cerle gracia de ninguna tortura. Con mayor profundidad le rompería el corazón, con mayor seguridad la vengaría. Ella continuó, pues, co­mo si no hubiera oído su exclamación, o como si hubiera pensado que no había llegado aún el momento de responder a ella.

‑Sólo que aquella vez el infame tenía que habérselas no ya con una especie de cadáver inerte, sin ningún sentimiento. Ya os lo he di­cho: aunque no conseguía recuperar el ejercicio completo de mis fa­cultades, me quedaba el sentimiento de mi peligro: luchaba, pues, con todas mis fuerzas, y, sin duda, pese a lo debilitada que estaba, oponía una larga resistencia, porque lo oí exclamar: «¡Estas miserables purita­nas! Saba que cansan a sus verdugos, pero las creía menos fuertes con­tra sus seductores.» ¡Ay! Aquella resistencia desesperada no podía du­rar mucho tiempo, sentí que mis fuerzas se agotaban; y esta vez no fue de mi sueño de lo que el cobarde se aprovechó, fue de mi desva­necimiento.

Felton escuchaba sin hacer oír otra cosa que una especie de rugido sordo; sólo el sudor corría sobre su frente de mármol, y su mano ocul­ta bajo su uniforme desgarraba su pecho.

‑Mi primer movimiento al volver en mí fue buscar bajo mi almo­hada aquel cuchillo que no había podido alcanzar; si no había servido para la defensa podía servir al menos para la expiación. Pero al coger aquel cuchillo, Felton, me vino una idea terrible. He jurado decíroslo todo y os lo diré todo; os he prometido la verdad, la diré aunque me pierda.

‑Os vino la idea de vengaros de aquel hombre, ¿no es eso? ‑ex­clamó Felton.

‑¡Pues, sí! ‑dijo Milady‑. Aquella idea no era de cristiana, lo sé; sin duda ese eterno enemigo de nuestra alma, ese león que ruge sin cesar en torno de nosotros la soplaba a mi espíritu. En fin, ¿qué puedo deciros Felton? ‑continuó Milady con el tono de una mujer que se acusa de un crimen‑. Me vino esa idea y sin duda ya no me dejó. Hoy llevo el castigo de ese pensamiento homicida.

‑Continuad, continuad ‑dijo Felton‑, tengo prisa por veros lle­gar a la venganza.

‑¡Oh! Resolví que tenía que llegar lo antes posible, no dudaba de que él volvería a la noche siguiente Por el día no tenía nada que te­mer. Por eso, cuando vino la hora del almuerzo, no dudé en comer y beber: estaba resuelta a fingir que cenaba, pero no tomaría nada; de­bía por tanto, combatir mediante la nutrición de la mañana el ayuno de Ìa noche. Sólo que oculté un vaso de agua sustraída a mi desayu­no, dado que había sido la sed la que más me había hecho sufrir cuan­do había permanecido cuarenta y ocho horas sin beber ni comer. El día transcurrió sin tener otra influencia sobre mí que afirmarme en la resolución tomada: sólo que tuve cuidado de que mi rostro no traicio­nase en nada el pensamiento de mi corazón, porque no dudaba de que era observada; varias veces incluso sentí una sonrisa en mis labios. Felton, no me atrevo a deciros ante qué idea sonreía, sentiríais horror de mí...

‑Continuad, continuad ‑dijo Felton‑, ya veis que escucho y que tengo prisa por llegar.

‑Llegó la noche, los acontecimientos habituales se produjeron; en la oscuridad, como de costumbre, fue servida mi cena, luego la lámpa­ra se iluminó, y me senté a la mesa. Comí sólo algunas frutas: fingí que me servía agua de la jarra, pero sólo bebí de la que había conser­vado en mi vaso; la sustitución, por lo demás, fue hecha con la maña suficiente para que mis espías, si los tenía, no concibiesen sospecha alguna. Tras la cena, ofrecí las mismas señales de embotamiento que la víspera; pero esta vez, como si sucumbiese a la fatiga o como si me familiarizase con el peligro, me arrastré hacia la cama a hice semblante de adormecerme. En esta ocasión había encontrado mi cuchillo bajo la almohada y, al tiempo que fingía dormir, mi mano apretaba convul­sivamente la empuñadura. Transcurrieron dos horas sin que ocurriese nada nuevo. ¡Aquella vez, Dios mío! ¡Quién me hubiera dicho esto la víspera: comenzaba a temer que no viniese! Por fin, vi la lámpara ele­varse suavemente y desaparecer en las profundidades del techo; mi habitación se llenó de tinieblas, pero hice un esfuerzo por horadar con la mirada la oscuridad. Aproximadamente pasaron diez minutos. No oía yo otro ruido que el del latido de mi corazón. Yo imploraba al cielo para que viniese. Por fin oí el ruido tan conocido de la puerta que se abría y volvía a cerrarse; oí, pese al espesor de la alfombra, un paso que hacía chirriar el suelo; vi, pese a la oscuridad, una sombra que se acercaba a mi cama.

‑¡Daos prisa daos prisa! ‑dijo Felton‑. ¿No veis que cada una de vuestras palabras me quema como plomo derretido?

‑Entonces ‑continuó Milady‑ entonces reuní todas mis fuer­zas, me acordé de que el momento de la venganza, o, mejor dicho, de la justicia había sonado; me consideraba otra Judith; me recogí so­bre mí misma, con mi cuchillo en la mano, y cuando lo vi junto a mí tendiendo los brazos para buscar a su víctima, entonces, con el último grito del dolor y de la desesperación, le golpeé en medio del pecho. ¡Miserable! ¡Lo había previsto todo: su pecho estaba cubierto de una cota de malla! El cuchillo se embotó. «¡Ay, ay! ‑exclamó cogiéndome el brazo y arrancándome el arma que tan mal me había servido‑. ¡Que­réis mi vida, hermosa puritana! Mas esto es más que odio, esto es in­gratitud. ¡Vamos, vamos, calmaos, calmaos, niña mía! Había creído que os habíais dulcificado. No soy de esos tiranos que conservan las muje­res por la fuerza: no me amáis, dudaba de ello con mi fatuidad ordina­ria; ahora estoy convencido. Mañana seréis libre.» Yo no tenía más que un deseo: era que me matase. «¡Tened cuidado! ‑le dije‑. Mi liber­tad es vuestro deshonor. Sí, porque apenas salga de aquí diré todo, diré la violencia que habéis usado contra mí, diré mi cautividad. De­nunciaré este palacio de infamia; estáis colocado muy alto, milord, mas temblad. Por encima de vos está el rey, por encima del rey está Dios.» Por dueño que pareciese de sí mismo, mi perseguidor dejó traslucir un movimiento de cólera. Yo no podía ver la expresión de su rostro, pero había sentido estremecerse su brazo sobre el que estaba puesta mi ma­no. «Entonces, no saldréis de aquí», dijo. «¡Bien, bien! ‑exclamé yo. Entonces el lugar de mi suplicio será también el de mi tumba. Yo mori­ré aquí y ya veréis si un fantasma que acusa no es más terrible aún que un vivo que amenaza.» «No se os dejará ningún arma.» «Hay una que la desesperación ha puesto al alcance de toda criatura que tenga el valor de servirse de ella. Me dejaré morir de hambre.» «Veamos ‑dijo el miserable‑, ¿no vale más la paz que una guerra como ésta? Os de­vuelvo la libertad ahora mismo, os proclamo una virtud, os denomino la Lucrecia [L192] de Inglaterra. » «Y yo, yo digo que vos sois Sextus, yo os denuncio a los hombres como os he denunciado ya a Dios; y si ha­ce falta que, como Lucrecia, firme mi acusación con mi sangre, la fir­maré.» «¡Ah, ah! ‑dijo mi enemigo en un tono burlón‑. Entonces es distinto. A fe que a fin de cuentas estáis bien aquí: nada os faltará, y si os dejáis morir de hambre, será culpa vuestra.» Tras estas palabras se retiró, oí abrirse y volverse a cerrar la puerta y permanecí abismada, menos aún, lo confieso, en mi dolor que en la vergüenza de no haber­me vengado. Mantuvo su palabra. Todo el día, toda la noche transcu­rrieron sin que volviese a verlo. Pero yo también mantuve mi palabra, y no comí ni bebí; como le había dicho, estaba resuelta a dejarme mo­rir de hambre. Pasé el día y la noche rezando, porque esperaba que Dios me perdonase mi suicidio. La segunda noche la puerta se abrió; estaba tumbada en el suelo, las fuerzas comenzaban a abandonarme. Ante el ruido, me levanté sobre una mano. «Y bien ‑me dijo una voz que vibraba de una forma demasiado terrible a mi oído para que no la reconociese‑; y bien, nos hemos dulcificado un poco, y pagaremos nuestra libertad con la sofa promesa del silencio. Mirad, soy buen prín­cipe ‑añadió‑, y aunque no me gustan los puritanos, les hago justi­cia, así como a las puritanas, cuando son hermosas. Vamos, hacedme un pequeño juramento sobre la cruz, no os pido más.» «¡Sobre la cruz! ‑exclamé yo levantándome, porque al oír aquella voz aborrecida ha­bía vuelto a encontrar todas mis fuerzas‑. ¡Sobre la cruz! Juro que nin­guna promesa, ninguna amenaza, ninguna tortura me cerrará la boca. ¡Sobre la cruz! Juro denunciaros por todas panes como asesino, como ladrón del honor, como cobarde. ¡Sobre la cruz! Juro, si alguna vez consigo salir de aquí, pedir venganza contra vos al género humano en­tero.» «¡Tened cuidado! ‑dijo la voz con un acento de amenaza que yo no había oído todavía‑. Tengo un recurso supremo, que no em­plearé más que en último extremo, de cerraros la boca o al menos de impedir que alguien crea una sola palabra de lo que digáis.» Reuní to­das mis fuerzas para responder con una carcajada. El vio que entre no­sotros había adelante una guerra eterna, una guerra a muerte. «Escu­chad ‑dijo‑, os doy aún el resto de esta noche y el día de mañana; reflexionad: si prometéis callaros, la riqueza, la consideración, los ho­nores incluso os rodearán; si amenazáis con hablar, os condeno a la infamia.» «¡Vos! ‑exclamé yo‑. ¡Vos!» «¡A la infamia eterna, indele­ble!» «¡Vos!», repetí yo. ¡Oh, os lo digo, Felton, le creía insensato! «Sí, yo», contestó él. «¡Ah, dejadme! ‑le dije‑. Salid si no queréis que ante vuestros ojos me rompa la cabeza contra la pared.» «Está bien ‑replicó él‑, vos lo habéis querido, hasta mañana por la noche.» «Hasta mañana por la noche», respondí yo dejándome caer y mordien­do la alfombra de rabia...

Felton se apoyaba sobre un mueble y Milady vela con alegría de demonio que quizá le faltara la fuerza antes del fin del relato.

 

Capítulo LVII

Un recurso de tragedia clásica

 

Tras un momento de silencio, empleado por Milady en observar al joven que la escuchaba, continuó su relato:

‑Hacía casi tres días que no había comido ni bebido, sufría tortu­ras atroces: a veces pasaban por mí como nubes que me apretaban la frente, que me tapaban los ojos: era el delirio. Llegó la noche; esta­ba tan débil que a cada instante me desvanecía y cada vez que me des­vanecía daba gracias a Dios, porque creía que iba a morir. En medio de unos de estos desvanecimientos, oí abrirse la puerta; el terror me volvió en mí. Mi perseguidor entró seguido de un hombre enmascara­do: él también estaba enmascarado; pero yo reconí su paso, yo reco­nocí aquel aire imponente que el infierno ha dado a su persona para desgracia de la humanidad. «Y bien ‑me dijo‑, ¿estáis decidida a hacerme el juramento que os he pedido?» «Vos lo habéis dicho, los puritanos no tienen más que una palabra: la mía ya la habéis oído, ¡y es llevaros en la tierra ante el tribunal de los hombres; en el cielo, ante el tribunal de Dios!» «¿Así que persistís?» «Juro ante Dios que me oye: tomaré el mundo entero por testigo de vuestro crimen, y esto hasta que encuentre un vengador.» «Sois una prostituta ‑dijo con voz tonante‑, y sufriréis el suplicio de las prostitutas. Marcada a los ojos del mundo que invocaréis, ¡tratad de probar a ese mundo que no so¡s culpable ni loca!» Luego, dirigiéndose al hombre que le acompañaba: «Verdugo ‑dijo‑, cumple tu deber.»

‑¡Oh, su nombre, su nombre! ‑exclamó Felton‑. ¡Su nombre, decídmelo!

‑Entonces, pese a mis gritos, pese a mi resistencia, porque yo co­menzaba a comprender que para mí se trataba de algo peor que la muer­te, el verdugo me cogió, me volcó sobre el suelo, me magulló con sus agarrones y, ahogada por los sollozos, casi sin conocimiento, invocan­do a Dios que no me escuchaba, lancé de pronto un espantoso grito de dolor y de vergüenza: un hierro ardiendo, un hierro candente, el hiero del verdugo, se había impreso en mi hombro.

Felton lanzó un rugido.

‑Mirad ‑dijo Milady, levantándose entonces con una majestad de reina‑, mirad, Felton, ved cómo han inventado un nuevo marti­rio para la doncella pura y, sin embargo, víctima de la brutalidad de un malvado. Aprended a conocer el corazón de los hombres, y en adelante haceos con menos facilidad instrumento de sus injustas ven­ganzas.

Con rápido gesto, Milady abrió su vestido, desgarró la batista que cubría su seno y, ruborizada por una fingida cólera y una vergüenza teatral, mostró al joven la huella indeleble que deshonraba aquel hom­bro tan bello.

‑Pero ‑exclamó Felton‑ es una flor de lis lo que ahí veo.

‑Precisamente ahí es donde está la infamia ‑respondió Milady‑. La marca de Inglaterra... había que probar qué tribunal me la había impuesto, yo habría hecho una apelación pública a todos los tribu­nales del reino; mas la marca de Francia..., ¡oh!, con ella estaba bien marcada.

Aquello era demasiado para Felton.

Pálido, inmóvil, aplastado por esta revelación espantosa, deslum­brado por la belleza sobrehumana de aquella mujer que se desnudaba ante él con un impudor que le pareció sublime, terminó cayendo de rodillas ante ella como hacían los primeros cristianos ante aquellas pu­ras y santas mártires que la persecución de los emperadores libraba en el circo a la sanguinaria lubricidad del populacho. La marca desapare­ció, sólo quedó la belleza.

‑¡Perdón, perdón! ‑exclamó Felton‑. ¡Oh, perdón!

Milady leyó en sus ojos: amor, amor.

‑¿Perdón de qué? ‑preguntó ella.

‑Perdón por haberme unido a vuestros perseguidores.

Milady le tendió la mano.

‑¡Tan bella, tan joven! ‑exclamó Felton cubriendo aquella mano de besos.

Milady dejó caer sobre él una de esas miradas que de un esclavo hacen un rey.

Felton era puritano: dejó la mano de esta mujer para besar sus pies.

El ya no la amaba más, la adoraba.

Cuando aquella crisis hubo pasado, cuando Milady pareció haber recobrado su sangre fría, que no había perdido nunca; cuando Felton hubo visto volverse a cerrar bajo el velo de la castidad aquellos tesoros de amor que no se le ocultaban sino para hacérselos desear más ar­dientemente:

‑¡Ah! Ahora ‑dijo‑ no tengo más que una cosa que pediros, es el nombre de vuestro verdadero verdugo; porque para mí no hay más que uno; el otro era el instrumento nada más.

‑¿Cómo, hermano? ‑exclamó Milady‑. ¿Es preciso que toda­vía te lo nombre, no lo has adivinado?

‑¿Qué? ‑contestó Felton‑. ¡El..., también él..., siempre él! ¿Qué? El verdadero culpable...

‑El verdadero culpable ‑dijo Milady‑ es el estragador de Ingla­terra, el perseguidor de los verdaderos creyentes, el cobarde rapaz del honor de tantas mujeres, el que por un capricho de su corazón corrom­pido va a hacer derramar tanta sangre a dos reinos, el que protege a los prostestantes hoy y que mañana los traicionará...

‑¡Buckingham! ¡Entonces es Buckingham! ‑exclamó Felton exas­perado.

Milady ocultó su rostro en sus manos, como si no hubiera podido soportar la vergüenza que este hombre le recordaba.

‑¡Buckingham el verdugo de esta angélica criatura! ‑exclamó Felton‑. Y tú, Dios mío, no lo has fulminado, y tú lo has dejado no­ble, honrado, poderoso para la perdición de todos nosotros.

‑Dios abandona a quien se abandona a sí mismo ‑dijo Milady.

‑Pero, entonces, ¡quiere atraer sobre su cabeza el castigo reserva­do a los malditos! ‑continuó Felton con exaltación creciente‑. ¡Quie­re que la venganza humana anticipe la justicia celeste!

‑Los hombres lo temen y lo protegen.

‑¡Oh, yo ‑dijo Felton‑, yo no lo temo y no lo protegeré!...

Milady sintió su alma bañada por una alegría infernal.

-Pero ¿cómo lord de Winter, mi protector, mi padre ‑preguntó Felton‑, está mezclado en todo esto?

‑Escuchad, Felton ‑prosiguió Milady‑, porque al lado de hom­bres cobardes y despreciables todavía hay naturalezas grandes y gene­rosas. Yo tenía un prometido, un hombre al que yo amaba y que me amaba; un corazón como el vuestro, Felton, un hombre como vos. Fui a él y le conté todo; me conocía y no dudó ni un solo instante. Era un gran señor, era un hombre en todo el igual de Buckingham. No me dijo nada, se ciñó solamente su espada, se envolvió en su capa y se dirigió a Buckingham Palace.

‑Sí, sí ‑dijo Felton‑, comprendo; aunque con semejantes hom­bres no sea la espada lo que hay que emplear, sino el puñal.

‑Buckingham se había ido la víspera, enviado como embaja­dor a España, donde iba a pedir la mano de la infanta para el rey Car­los I, que no era entonces más que príncipe de Gales. Mi prometido volvió. «Escuchad ‑me dijo‑, ese hombre ha partido y, por consiguiente, por ahora, escapa a mi venganza; pero, mientras tanto, uná­nomos, como debíamos estarlo; luego, confiad en lord de Winter para sostener su honor y el de su mujer.»

‑¡Lord de Winter! ‑exclamó Felton.

‑Sí ‑dijo Milady‑ lord de Winter, y ahora debéis comprender­lo todo, ¿no es así?: Buckingham permaneció ausente más de un año. Ocho días antes de su llegada lord de Winter murió súbitamente, de­jándome única heredera. ¿De dónde venía el golpe? Dios, que todo lo sabe, lo sabe sin duda, yo a nadie acuso...

‑¡Oh, qué abismo, qué abismo! ‑exclamó Felton.

‑Lord de Winter había muerto sin decir nada a su hermano. El secreto terrible debía quedar oculto a todos hasta que estallase como el rayo sobre la cabeza del culpable. Vuestro protector había visto con pesar este matrimonio de su hermano mayor con una joven sin fortu­na. Sentí que no podía esperar de un hombre engañado en sus espe­ranzas de herencia apoyo alguno. Pasé a Francia resuelta a permane­cer allí durante todo el resto de mi vida. Pero toda mi fortuna está en Inglaterra; cerradas las comunicaciones por la guerra, todo me faltó: me vi obligada entonces a volver; hace seis días arribé a Portsmouth.

‑¿Y bien? ‑dijo Felton.

‑Y bien. Buckingham se enteró sin duda de mi regreso, habló de él a lord de Winter, ya prevenido contra mí, y le dijo que su cuñada era una prostituida, una mujer marcada. La voz pura y noble de mi marido no estaba allí para defenderme. Lord de Winter creyó todo cuan­to se le dijo, con tanta mayor facilidad cuanto que tenía interés en creer­lo. Me hizo detener, me condujo aquí, me puso bajo vuestra custodia. El resto vos lo sabéis: pasado mañana me destierra, me deporta; pasa­do mañana me relega entre los infames. ¡Oh!, la trampa está bien urdi­da, la conspiración es hábil y mi honor no sobrevivirá a ella. De sobra veis que es preciso que yo muera, Felton; ¡Felton, dadme ese cuchillo!

Y tras estas palabras, como si todas sus fuerzasa estuvieran agota­das, Milady se dejó ir débil y lánguida entre los brazos del joven oficial que, ebrio de amor, de cólera y de voluptuosidades desconocidas, la recibió con transporte, la apretó contra su corazón, todo tembloroso ante el aliento de aquella boca tan bella, todo extraviado al contacto de aquel seno tan palpitante.

‑No, no ‑dijo‑; no, tú vivirás honrada y pura, vivirás para triun­far de tus enemigos.

Milady lo rechazó lentamente con la mano atrayéndolo con la mi­rada; mas Felton, a su vez, se apoderó de ella, implorándola como a una divinidad.

‑¡Oh! ¡La muerte, la muerte! ‑dijo ella, velando su voz y sus párpados‑. ¡Oh, la muerte antes que la vergüenza! Felton, hermano mío, amigo mío, te lo ruego.

‑No ‑exclamó Felton‑, no, ¡tú vivirás y serás vengada!

‑Felton, llevo la desgracia a todo lo que me rodea. ¡Felton, aban­dóname! ¡Felton, déjame morir!

‑Pues bien, muramos entonces juntos ‑exclamó él apoyando sus labios sobre los de la prisionera.

Varios golpes sonaron en la puerta; esta vez, Milady lo rechazó real­mente.

‑Escucha ‑dijo‑, nos han oído; alguien viene. ¡Se acabó, esta­mos perdidos!

‑No ‑dijo Felton‑, es el centinela que me previene sólo de que llega una ronda.

‑Entonces, corred a la puerta y abrid vos mismo.

Felton obedeció: aquella mujer era ya todo su pensamiento, toda su alma.

Se encontró frente a un sargento que mandaba una patrulla de vi­gilancia.

‑¡Y bien! ¿Qué ocurre? ‑preguntó el joven teniente.

‑Me habíais dicho que abriese la puerta si oía pedir ayuda ‑dijo el soldado‑, pero habéis olvidado dejarme la llave; os he oído gritar sin comprender lo que decíais, he querido abrir la puerta, estaba cerra­da por dentro y entonces he llamado al sargento.

‑Y aquí estoy ‑dijo el sargento.

Felton, extraviado, casi loco, permanecía sin voz.

Milady comprendió que le correspondía coger las riendas de la situación; corrió a la mesa y cogió el cuchillo que había depositado Felton:

‑¿Y con qué derecho queréis impedirme morir? ‑dijo ella.

‑¡Gran Dios! ‑exclamó Felton viendo brillar el cuchillo en su mano.

En aquel momento, una carcajada irónica resonó en el corredor.

El barón, atraído por el ruido, en bata, con la espada bajo el brazo, estaba de pie en el umbral de la puerta.

‑¡Ah, ah! ‑dijo‑. Ya estamos ante el último acto de la tragedia; ya lo veis, Felton el drama ha seguido todas las fases que yo había indicado; pero estad tranquilo, la sangre no correrá.

Milady comprendió que estaba perdida si no daba a Felton una prue­ba inmediata y terrible de su valor.

‑Os equivocáis, milord, la sangre correrá. ¡Ojalá esa sangre caiga sobre los que la hacen correr!

Felton lanzó un grito y se precipitó hacia ella; era demasiado tarde: Milady se había golpeado.

Pero el cuchillo había encontrado, afortunadamente, deberíamos decir que hábilmente, la ballena de hierro que en esa época defendía como una coraza el pecho de las mujeres; se había deslizado desga­rrando el vestido y había penetrado al bies entre la carne y las costillas.

El vestido de Milady no por ello quedó menos manchado de san­gre en un segundo.

Milady había caído de espaldas y parecía desvanecida.

Felton arrancó el cuchillo.

‑Ved, milord ‑dijo con aire sombrío‑. ¡Ahí tenéis una mujer que estaba bajo mi custodia y que se ha matado!

‑Estad tranquilo, Felton ‑dijo lord de Winter‑, no está muerta, los demonios no mueren tan fácilmente, tranquilizaos a id a esperarme en mi cuarto.

‑Pero, milord.

‑Id, os lo ordeno.

A esta conminación de su superior, Felton obedeció; pero, al salir, puso el cuchillo en su pecho.

En cuanto a lord de Winter, se contentó con llamar a la mujer que servía a Milady, y cuando hubo venido le recomendó a la prisionera que seguía desvanecida, y la dejó sola con ella.

Sin embargo, como en conjunto, pese a sus sospechas, la herida podía ser grave, envió al instante un hombre a caballo a buscar un médico.

 


Date: 2015-12-17; view: 635


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