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Capítulo XLVIII 5 page

«Está emocionado», pensó Milady.

‑Sin embargo, señora ‑dijo Felton‑, si sufrís realmente se en­viará a buscar un médico, y si nos engañáis, pues bien, entonces tanto peor para vos, pero al menos por nuestra parte no tendremos nada que reprocharnos.

Milady no respondió; pero echando hacia atrás su hermosa cabeza sobre la almohada, se fundió en lágrimas y estalló en sollozos.

Felton la miró un instante con su impasibilidad ordinaria; luego, co­mo la crisis amenazaba con prolongarse, salió; la mujer lo siguió. Lord de Winter no apereció.

‑Creo que empiezo a verlo claro ‑murmuró Milady con una ale­gría salvaje, sepultándose bajo las sábanas para ocultar a cuantos pu­dieran espiarle este arrebato de satisfacción interior.

Transcurrieron dos horas.

‑Ahora es tiempo de que la enfermedad cese ‑dijo‑; levanté­monos y obtengamos algunos éxitos desde hoy; no tengo más que diez días, y esta noche se habrán pasado dos.

Al entrar por la mañana en la habitación de Milady, le habían traí­do su desayuno; y ella había pensado que no tardarían en venir a le­vantar la mesa, y que en ese momento volvería a ver a Felton.

Milady no se equivocaba. Felton reapareció y, sin prestar atención a si Milady había tocado o no la comida, hizo una señal para que se llevasen fuera de la habitación la mesa, que ordinariamente traían com­pletamente servida.

Felton se quedó el último, tenía un libro en la mano.

Milady, tumbada en un sillón junto a la chimenea, hermosa, pálida y resignada, parecía una virgen santa esperando el martirio.

Felton se aproximó a ella y dijo:

‑Lord de Winter, que es católico como vos, señora, ha pensado que la privación de los ritos y de las ceremonias de vuestra religión puede seros penosa: consiente, pues, en que leáis cada día el ordinario de vuestra misa, y este es un libro que contiene el ritual.

Ante la forma en que Felton depositó aquel libro sobre la mesita junto a la que estaba Milady, ante el tono con que pronunció estas dos palabras: vuestra misa, ante la sonrisa desdeñosa con que las acompa­ñó, Milady alzó la cabeza y miró más atentamente al oficial.

Entonces, en aquel peinado severo, en aquel traje de una sencillez exagerada, en aquella frente pulida como el mármol, pero dura a im­penetrable como él, reconoció a uno de esos sombríos puritanos que con tanta frecuencia había encontrado tanto en la corte del rey Jacobo como en la del rey de Francia, donde, pese al recuerdo de San Barto­lomé, venían a veces a buscar refugio.



Tuvo, pues, una de esas inspiraciones súbitas como sólo las gentes de genio las reciben en las grandes crisis, en los momentos supremos que deben decidir su fortuna o su vida.

Estas dos palabras: vuestra misa, y una simple ojeada sobre Felton le habían revelado, en efecto, toda la importancia de la respuesta que iba a dar.

Pero con esa rapidez de inteligencia que le era peculiar, aquella res­puesta se presentó completamente formulada a sus labios:

‑¡Yo! ‑dijo con un acento de desdén, puesto al unísono con aquel que había observado en la voz del joven oficial‑, yo, señor, ¿mi misa? Lord de Winter, el católico corrompido, sabe bien que yo no soy de su religión, y que es una trampa que quiere tenderme.

‑¿Y de qué religión sois entonces, señora? ‑preguntó Felton con una sorpresa que, pese al dominio que sobre sí mismo tenía, no pudo ocultar por completo.

‑Lo diré ‑exclamó Milady con exaltación fingida‑ el día en que haya sufrido lo suficiente por mi fe.

La mirada de Felton descubrió a Milady toda la extensión del espa­cio que acababa de abrirse con esta sola frase.

Sin embargo, el joven oficial permaneció mudo a inmóvil: sólo su mirada había hablado.

‑Estoy en manos de mis enemigos ‑prosiguió ella con ese tono de entusiasmo que sabía familiar a los puritanos‑. Pues bien, ¡que mi Dios me salve o perezca yo por mi Dios! He ahí la respuesta que os suplico deis por mí a lord de Winter. Y en cuanto a ese libro ‑añadió ella señalando el ritual con la punta del dedo, pero sin tocarlo como si temiera mancillarse a tal contacto-, podéis llevároslo y serviros de él vos mismo, porque sin duda sois doblemente cómplice de lord de Winter, cómplice en su persecución, cómplice en su herejía.

Felton no respondió, tomó el libro con el mismo sentimiento de re­pugnancia que ya había manifestado y se retiró pensativo. Lord de Win­ter vino hacia las cinco de la tarde; Milady había tenido tiempo durante todo el día de trazarse su plan de conducta; lo recibió como mujer que ya ha recuperado todas sus ventajas.

‑Parece ‑ dijo el barón sentándose en un sillón frente al que ocu­paba Milady y extendiendo indolentemente sus pies sobre el hogar‑, parece que hemos cometido una pequeña apostasía.

‑¿Qué queréis decir, señor?

‑Quiero decir que desde la última vez que nos vimos hemos cam­biado de religión; ¿os habréis casado por casualidad con un tercer ma­rido protestante?

‑Explicaos, milord ‑prosiguió la prisionera con majestad‑, por­que os declaro que oigo vuestras palabras pero que no las comprendo.

‑Entonces es que no tenéis religión de ningún tipo; prefiero esto ‑prosiguió riéndose burlonamente lord de Winter.

‑Es cierto que eso va mejor con vuestros principios ‑replicó fría­mente Milady.

‑¡Oh! Os confieso que me da completamente igual.

‑Aunque no confesarais esa indiferencia religiosa, milord, vues­tros excesos y vuestros crímenes darían fe de ella.

‑¡Vaya! Habláis de excesos, señora Mesalina; habláis de crímenes, lady Macbeth[L187] . O yo he oído mal o, diantre, sois bien impúdica.

‑Habláis así porque sabéis que nos escuchan, señor ‑respondió fríamente Milady‑, y porque queréis interesar a vuestros carceleros y a vuestros verdugos contra mí.

‑¡Mis carceleros! ¡Mis verdugos! Bueno, señora, lo tomáis en un tono poético y la comedia de ayer se vuelve esta noche tragedia. Por lo demás, dentro de ocho días estaréis donde debéis estar, y mi tarea habrá acabado.

‑¡Tarea infame! ¡Tarea impía! ‑replicó Milady con la exaltación de la víctima que provoca a su juez.

‑Palabra de honor que creo ‑dijo de Winter levantándose‑ que la bribona se vuelve loca. Vamos, vamos, calmaos, señora puritana, u os hago meter en el calabozo. Diantre, es mi vino español el que se os sube a la cabeza, ¿no es así? Estad tranquila, esa embriaguez no es peligrosa y no tendrá consecuencias.

Y lord de Winter se retiró jurando, cosa que en aquella época era un hábito completamente caballeresco.

Felton estaba en efecto detrás de la puerta y no había perdido ni palabra de toda esta escena.

Milady había adivinado bien.

‑¡Sí! ¡Vete, vete! ‑le dijo a su hermano‑. Por el contrario, las consecuencias se acercan, pero tú no las verás, imbécil, sino cuando sea tarde para evitarlas.

Se restableció el silencio, transcurrieron dos horas; trajeron la cena y encontraron a Milady ocupada en hacer sus oraciones, oraciones que había aprendido de un viejo servidor de su segundo marido, un purita­no de los más austeros. Parecía en éxtasis y no pareció prestar aten­ción siquiera a lo que pasaba en torno suyo. Felton hizo señal de que no se la molestara, y cuando todo quedó preparado él salió sin ruido con los soldados.

Milady sabía que podia ser espiada; continuó, pues, sus oraciones hasta el final, y le pareció que el soldado que estaba de centinela a su puerta no caminaba con el mismo paso y que parecía escuchar.

Por el momento no pretendía más, se levantó, se sentó a la mesa, comió poco y no bebió más que agua.

Una hora después vihieron a levantar la mesa, pero Milady obser­vó que esta vez Felton no acompañaba a los soldados.

Temía, por tanto, verla con demasiada frecuencia.

Se volvió hacia la pared para sonreír, porque en esa sonrisa había tal expresión de triunfo que esa sola sonrisa la habría denunciado.

Aún dejó transcurrir media hora, y como en aquel momento todo estaba en silencio en el viejo castillo, como no se oía más que el eterno murmullo del oleaje, esa respiración inmensa del océano, con su voz pura, armoniosa y vibrante comenzó la primera estrofa de este salmo que gozaba entonces de gran favor entre los puritanos:

 

Señor, si nos abandonas

es para uer si somos fuertes,

mas luego eres tú quien das

con tu celeste mano la palma a nuestros esfuerzos.

 

Estos versos no eran excelentes, les faltaba incluso mucho para serlo; mas como todos saben, los protestantes no se las daban de poetas.

Al cantar, Milady escuchaba: el soldado de guardia a su puerta se había detenido como si se hubiera convertido en piedra. Milady pudo por tanto juzgar el efecto que había producido.

Entonces ella continuó su canto con un fervor y un sentimiento inex­presables; le pareció que los sonidos se desparramaban a lo lejos bajo las bóvedas a iban como un encanto mágico a dulcificar el corazón de sus carceleros. Sin embargo, parece que el soldado de centinela, celo­so católico sin duda, agitó el encanto, porque a través de la puerta dijo:

‑¡Callaos, señora! Vuestra canción es triste como un De profun­dis[L188] , y si además de estar de guardia aquí hay que oír cosas seme­jantes, no habrá quien aguante.

‑¡Silencio! ‑dijo una voz grave que Milady reconoció como la de Felton‑. ¿A qué os mezcláis, gracioso? ¿Os ha ordenado alguien im­pedir cantar a esta mujer? No. Se os ha ordenado custodiarla, disparar sobre ella si intenta huir. Custodiadla; si huye, matadla; pero no alte­réis en nada las órdenes.

Una expresión de alegría indecible iluminó el rostro de Milady, mas esta expresión fue fugitiva como el reflejo de un rayo, y sin dar la im­presión de haber oído el diálogo del que no se había perdido ni una palabra, siguió dando a su voz todo el encanto, toda la amplitud y toda la seducción que el demonio había puesto en ella:

 

Para tantos lloros y miseria,

para mi exilio y para mis cadenas,

tengo mi juuentud, mi plegaria,

y Dios, que tendrá en cuenta los males que he sufrido

 

Aquella voz, de una amplitud nunca oída y de una pasión sublime, daba a la poesía ruda a inculta de estos salmos una magia y una expre­sión que los puritanos más exaltados raramente encontraban en los can­tos de sus hermanos, que ellos se veían obligados a adornar con todos los recursos de su imaginación: Felton creyó oír cantar al ángel que consolaba a los tres hebreos en el horno[L189] :

Milady continuó:

 

Mas para nosotros llegará el día

de la liberación, Dios justo y fuerte;

y si nuestra esperanza es engañado

siempre nos queda el martirio y la muerte.

 

Esta estrofa, en la que la terrible encantadora se esforzó por poner toda su alma acabó de sembrar el desorden en el corazón del joven oficial; abrió bruscamente la puerta y Milady lo vio aparecer pálido co­mo siempre, pero con los ojos ardientes y casi extraviados.

‑¿Por qué cantáis así ‑dijo‑ y con semejante voz?

‑Perdón, señor ‑dijo Milady con dulzura‑, olvidaba que mis can­tos no son de recibo en esta casa. Sin duda os he ofendido en vuestras creencias; pero ha sido sin querer, os lo juro, perdonadme, pues, una falta que quizá es grande, pero que desde luego es involuntaria.

Milady estaba tan bella en aquel momento, el éxtasis religioso en que parecía sumida daba tal expresión a su semblante que Felton, des­lumbrado, creyó ver al ángel que hacía un instante sólo creía oír.

‑Sí, sí ‑respondió‑, sí: perturbáis, agitáis a las personas que vi­ven en este castillo.

Y el pobre insensato no se daba cuenta de la incoherencia de sus frases, mientras Milady hundía su ojo de lince en lo más profundo de su corazón.

‑Me callaré ‑dijo Milady bajando los ojos con toda la dulzara que pudo dar a su voz, con toda la resignación que pudo impnmir a su porte.

‑No, no, señora ‑dijo Felton‑; sólo que cantad menos alto, so­bre todo por la noche.

Y a estas palabras, Felton, sintiendo que no podría conservar mu­cho tiempo su severidad para con la prisionera, se precipitó fuera de su habitación.

‑Habéis hecho bien, teniente ‑dijo el soldado‑; esos cantos per­turban el alma; sin embargo, uno termina por acostumbrarse. ¡Es tan hermosa su voz!

 

Capítulo LIV

Tercera jornada de cautividad

 

Felton había venido, pero todavía tenía que dar un paso. Había que retenerlo, o mejor, era preciso que se quedase solo, y Milady sólo os­curamente veía aún el medio que debía conducirla a este resultado.

Se necesitaba más aún: había que hacerlo hablar, a fin de hablarle también. Porque Milady lo sabía de sobra, su mayor seducción estaba en su voz, que recorría con tanta habilidad toda la gama de tonos, des­de la palabra humana hasta el lenguaje celeste.

Y, sin embargo, pese a toda su seducción, Milady podría fracasar porque Felton estaba prevenido, y esto contra el menor azar. Desde ese momento, vigiló todas sus acciones, todas sus palabras, hasta la más simple mirada de sus ojos, hasta su gesto, hasta su respiración, que se podía interpretar como un suspiro. En fin ella estudió todo, como hace un hábil cómico a quien se acaba de dar un papel nuevo en un puesto que no tiene la costumbre de ocupar.

Respecto a lord de Winter su conducta era más fácil: también esta­ba decidida desde la víspera. Permanecer muda y digna en su presen­cia, irritarlo de vez en cuando por medio de un desdén afectado, por medio de una palabra despectiva, empujarlo a amenazas y a violencias que hicieran contraste con su resignación, tal era su proyecto. Felton vería: quizá no dijera nada; pero vería.

Por la mañana Felton vino como de costumbre; pero Milady le de­jó presidir todos los preparativos del desayuno sin dirigirle la palabra. Por eso, en el momento en que iba él a retirarse, ella tuvo un rayo de esperanza; porque creyó que era él quien iba a hablar; pero sus la­bios se movieron sin que ningún sonido saliera de su boca, y haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, encerró en su corazón las palabras que iban a escapar de sus labios, y salió.

Hacia mediodía, entró lord de Winter.

Hacía un hermoso día de invierno, y un rayo de ese pálido sol de Inglaterra que ilumina pero no calienta, pasaba a través de los barrotes de la prisión.

Milady miraba por la ventana, y fingió no oír la puerta que se abría.

‑¡Vaya vaya! ‑dijo lord de Winter‑. Tras haber hecho come­dia, tras haber hecho tragedia, ahora hacemos melancolía.

La prisionera no respondió.

‑Sí, sí ‑continuó lord de Winter‑, comprendo; de buena gana quisierais estar en libertad en esa orilla; de buena gana querríais, sobre un buen navío, hender las olas de ese mar verde como la esmeralda; querríais de buena gana, bien en tierra, bien sobre el océano, tender­me una de esas buenas emboscadas que tan bien sabéis combinar. ¡Pa­ciencia, paciencia! Dentro de cuatro días os será permitida la orilla, os será abierto el mar, más abierto de lo que quisierais, porque dentro de cuatro días Inglaterra será desembarazada de vos.

Milady unió las manos, y alzando sus hermosos ojos al cielo:

‑¡Señor, Señor! ‑dijo con una angélica suavidad de gesto y de entonación‑. Perdonad a este hombre como yo lo perdono.

‑Sí, reza, maldita ‑exclamó el barón‑. Tu oración es tanto más generosa cuanto que, te lo juro, estás en poder de un hombre que no perdonará.

Y salió.

En el momento en que salía, una mirada penetrante se coló por la puerta entreabierta, y ella vislumbró a Felton que volvía a su sitio rápidamente para no ser visto por ella.

Entonces se arrojó de rodillas y se puso a rezar.

‑¡Dios mío, Dios mío! ‑dijo‑. Vos sabéis por qué santa causa sufro; dadme, pues, la fuerza de sufrir.

La puerta se abrió suavemente; la hermosa suplicante fingió no ha­ber oído, y con una voz llena de lágrimas continuó:

‑¡Dios vengador, Dios de bondad! ¿Dejaréis que se cumplan los horribles proyectos de este hombre?

Sólo entonces fingió ella oír el ruido de los pasos de Felton y, al­zándose rápida como el pensamiento, se ruborizó como si tuviera ver­güenza de haber sido sorprendida de rodillas.

‑No me gusta molestar a los que rezan, señora ‑dijo gravemente Felton‑; no os molestéis, pues, por mí, os lo suplico.

‑¿Cómo sabéis que rezaba? Señor ‑dijo Milady, con una voz aho­gada por los sollozos‑, os equivocáis; señor, yo no rezaba.

‑¿Pensáis acaso, señora ‑respondió Felton con su misma voz gra­ve, aunque con un acento más dulce‑ que me creo con derecho de impedir a una criatura prosternarse ante su Creador? ¡No lo permita Dios! Por otra parte, el arrepentimiento sienta bien a los culpables; sea el que fuere el crimen que haya cometido, un culpable a los pies de Dios me parece sagrado.

‑¡Culpable yo! ‑dijo Milady con una sonrisa que habría desarma­do al angel del juicio final‑. ¡Culpable! ¡Dios mío, tú sabes bien si lo soy! Si decís que estoy condenada, señor, sea en buena hora; pero ya lo sabéis Dios, que ama a los mártires, permite que, a veces, se condene a los inocentes.

‑Si estuvierais condenada, si fuerais mártir ‑respondió Felton‑, razón de más para rezar, y yo mismo os ayudaría con mis plegarias.

‑¡Oh! Vos sois justo ‑exclamó Milady, precipitándose a sus pies‑; mirad, no puedo resistir por más tiempo, porque temo que me falten las fuerzas en el momento en que tenga que sostener la lucha y confe­sar mi fe; escuchad, pues, la súplica de una mujer desesperada. Os engañan, señor, pero no se trata de esto, no os pido más que una gra­cia, y si me la concedéis, os bendeciré en este mundo y en el otro.

‑Hablad con el señor, señora ‑dijo Felton‑; afortunadamente no estoy encargado ni de perdonar ni de castigar; y es alguien más alto que yo a quien Dios ha confiado esa responsabilidad.

‑A vos, no, sólo a vos. Escuchadme, antes de contribuir a mi per­dición, antes de contribuir a mi ignominia.

‑Si habéis merecido esa vergüenza, señora, si habéis incurrido en esa ignominia, hay que sufrirla ofreciéndola a Dios.

‑¡Qué decís! ¡Oh, no me comprendéis! Cuando yo hablo de igno­minia, creéis que hablo de un castigo cualquiera, de la prisión o de la muerte. ¡Ojalá plazca al cielo! ¿Qué me importan a mí la muerte o la prisión?

‑Soy yo quien ahora no os comprende, señora.

‑O quien finge no comprenderme, señor ‑respondió la prisione­ra con una sonrisa de duda.

‑¡No, señora, por el honor de un soldado, por la fe de un cris­tiano!

‑¡Cómo! ¿Ignoráis los designios de lord de Winter sobre mí?

‑Los ignoro.

‑Imposible, sois su confidente.

‑Yo no miento nunca, señora.

‑¡Oh! Se esconde demasiado poco para que no se le adivine.

‑Yo no trato de adivinar nada, señora; yo espero que se confíe a mí; y aparte de lo que ante vos me ha dicho, lord de Winter nada me ha confiado.

‑Mas ‑exclamó Milady con un increíble acento de verdad‑, ¿no sois, pues, su cómplice, no sabéis, pues, que él me destina a una ver­güenza que todos los castigos de la tierra no podrían igualar en horror?

‑Os equivocáis, señora ‑dijo Felton enrojecido‑; lord de Win­ter no es capaz de semejante crimen.

«Bueno ‑dijo Milady para sus adentros‑, ¡sin saber lo que es, lo llama crimen!»

Y luego, en voz alta:

‑El amigo del infame es capaz de todo.

‑¿A quién llamáis infame? ‑preguntó Felton.

‑¿Hay en Inglaterra dos hombres a quien un nombre semejante pueda convenir?

‑¿Os referís a Georges Villiers? ‑dijo Felton, cuyas miradas se inflamaron.

‑A quien los paganos, los gentiles y los infieles llaman duque de Buckingham ‑prosiguió Milady‑. ¡No habría creído que hubiera un inglés en toda Inglaterra que necesitara una explicación tan larga para reconocer a aquel al que me refería!

‑La mano del Señor está extendida sobre él ‑dijo Felton‑, no escapará al castigo que merece.

Felton no hacía sino expresar respecto al duque el sentimiento de execración que todos los ingleses habían consagrado a aquel a quien los mismos católicos llamaban el exactor, el concusionario, el disoluto, y a quien los puritanos llamaban simplemente Satán.

‑¡Oh, Dios mío, Dios mío! ‑exclamó Milady‑. Cuando os supli­co enviar a ese hombre el castigo que le es debido, sabéis que no es por venganza propia por lo que lo persigo, sino que es la liberación de todo un pueblo lo que imploro.

‑¿Lo conocéis entonces? ‑preguntó Felton.

«Por fin me pregunta», se dijo a sí misma Milady en el colmo de la alegría por haber llegado tan pronto a tan gran resultado.

‑¡Oh! ¿Si lo conozco? ¡Claro que sí! ¡Para mi desgracia, para mi desgracia eterna!

Y Milady se torció los brazos como llegada al paroxismo del dolor. Felton sintió sin duda en sí mismo que su fuerza lo abandonaba, y dio algunos pasos hacia la puerta; la prisionera, que no lo perdía de vista, saltó en su persecución y lo detuvo.

‑¡Señor! ‑exclamó‑. Sed bueno, sed clemente, escuchad mi rue­go: ese cuchillo que la fatal prudencia del barón me ha quitado, por­que sabe el uso que quiero hacer de él. ¡Oh, escuchadme hasta el final! ¡Ese cuchillo dejádmelo un mimuto solamente, por gracia, por piedad! Abrazo vuestras rodillas; mirad, cerraréis la puerta, no es en vos en quien quiero usarlo. ¡Dios!, en vos, el único ser justo, bueno y com­pasivo que he encontrado; en vos, mi salvador quizá; un minuto, ese cuchillo, un minuto, uno sólo, y os lo devuelvo por el postigo de la puerta; nada más que un minuto, señor Felton, ¡y habréis salvado mi honor!

‑¡Mataros! ‑exclamó Felton con terror, olvidando retirar sus ma­nos de las manos de la prisionera‑. ¡Mataros!

‑¡He dicho señor ‑murmuró Milady bajando la voz y dejándose caer abatida sobre el suelo‑, he dicho mi secreto! Lo sabe todo, Dios mío, estoy perdida.

Felton permanecía de pie, inmóvil e indeciso.

«Aún duda ‑pensó Milady‑, no he sido suficientemente verda­dera.»

Se oyó caminar en el corredor; Milady reconoció el paso de lord de Winter. Felton lo reconoció también y se adelantó hacia la puerta.

Milady se abalanzó.

‑¡Oh!, ni una palabra ‑dijo con voz concentrada‑, ni una pala­bra de cuanto os he dicho a ese hombre, o estoy perdida, y seréis vos, vos...

Luego, como los pasos se acercaban, ella se calló por miedo a que su voz fuera oída, apoyando con un gesto de terror infinito su hermosa mano sobre la boca de Felton. Felton rechazó suavemente a Milady, que fue a caer sobre una tumbona.

Lord de Winter pasó ante la puerta sin detenerse, y se oyó el ruido de los pasos que se alejaban.

Felton, pálido como la muerte, permaneció algunos instantes con el oído tenso y escuchando; luego, cuando el ruido se hubo apagado por completo, respiró como un hombre que sale de un sueño, y se pre­cipitó fuera de la habitación.

‑¡Ah! ‑dijo Milady escuchando a su vez el ruido de los pasos de Felton, que se alejaban en dirección opuesta a los de lord de Winter‑. ¡Por fin eres mío!

Luego su frente se ensombreció.

‑Si le habla al barón ‑dijo‑, estoy perdida, porque el barón, que sabe de sobra que no me mataré, me pondrá delante de él un cuchillo en las manos, y él verá que toda esta gran desesperación no era más que un juego.

Fue a situarse ante el espejo y se miró: jamás había estado tan bella.

‑¡Oh, sí ‑dijo sonriendo‑, pero él no hablará!

Por la noche, lord de Winter vino con la cena.

‑Señor ‑le dijo Milady‑, ¿vuestra presencia es un accesorio obli­gado de mi cautividad, o podríais ahorrarme ese aumento de torturas que causan vuestras visitas?

‑¡Cómo, querida hermana! ‑dijo de Winter‑. ¿No me anuncias­teis sentimentalmente, con esa linda boca tan cruel hoy para mí, que veníais a Inglaterra con el único fin de verme a vuestro gusto, goce cu­ya privación, según decíais, sentíais tanto que lo arriesgasteis todo por eso: mareo, tempestad, cautividad? Pues bien, aquí me tenéis, que­dad satisfecha; además, esta vez mi visita tiene un motivo.


Date: 2015-12-17; view: 440


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