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Capítulo XLVIII 4 page

‑Y aunque esto fuera un interrogatorio ‑repücó el cardenal‑, otros distintos a vosotros los han sufrido, señor Athos, y han res­pondido.

‑Por eso, Monseñor, he dicho a Vuestra Eminencia que no te­nía más que preguntar, y que nosotros estábamos prestos para res­ponder.

‑¿De quién era esa carta que íbais a leer, señor Aramis, y que vos habéis ocultado?

‑Una carta de mujer, Monseñor.

‑¡Oh! Lo supongo ‑dijo el cardenal‑; hay que ser discreto para esa clase de cartas; sin embargo, se pueden mostrar a un confesor; co­mo sabéis, he recibido las órdenes.

‑Monseñor ‑dijo Athos con una calma tanto más terrible cuanto que se jugaba la cabeza al dar esta respuesta‑, la carta es de una mujer, pero no está firmada ni Marion de Lorme, ni señorita D'Ai­guillon.

El cardenal se volvió pálido como la muerte, un destello leonado salió de sus ojos; se volvió como para dar una orden a Cahusac y a La Houdiniére. Athos vio el movimiento: dio un páso hacia los mos­queteros, sobre los que los tres amigos tenían fijos los ojos como hom­bres poco dispuestos a dejarse detener. Con el cardenal eran tres; los mosqueteros, comprendidos los lacayos, eran siete; juzgó que la pami­da sería muy desigual, que Athos y sus compañeros conspiraban real­mente; y mediante uno de esos giros rápidos que siempre tenía a su disposición, toda su cólera se fundió en una sonrisa.

‑¡Vamos, vamos! ‑dijo‑. Sois jóvenes valientes, orgullosos a ple­na luz, fieles en la oscuridad; no hay mal alguno en vigilar sobre uno mismo cuando se vigila tan bien sobre los demás; señores, no he olvi­dado la noche en que me servisteis de escolta para it al Colombier-­Rouge; si hubiera algún peligro que temer en la ruta que voy a seguir os rogaría que me acompañaseis; pero como no lo hay, permaneced donde estáis, acabad vuestras botellas, vuestra partida y vuestra carta. Adiós, señores.

Y volviendo a montar en su caballo, que Cahusac le había traído, los saludó con la mano y se alejó.

Los cuatro jóvenes, de pie a inmóviles, lo siguieron con los ojos sin decir una sola palabra hasta que hubo desaparecido.

Luego se miraron.

Todos tenían el rostro consternado, porque pese al adiós amistoso de Su Eminencia comprendían que el cardenal se iba con la rabia en el corazón.

Sólo Athos sonreía con sonrisa potente y desdeñosa. Cuando el cardenal estuvo fuera del alcance de la voz y de la vista:

‑¡Ese Grimaud ha gritado muy tarde! ‑dijo Porthos, que tenia mu­chas ganas de hacer caer su mal humor sobre alguien.

Grimaud iba a responder para excusarse. Athos alzó el dedo y Gri­maud se calló.



‑¿Habrías entregado la carta, Aramis? ‑dijo D'Artagnan.

‑Estaba totalmente resuelto ‑dijo Aramis con su voz más aflautada‑: si hubiera exigido que le fuera entregada la carta, le ha­bría presentado la carta con una mano, y con la otra le habría pasado mi espada a través del cuerpo.

‑Eso me esperaba ‑dijo Athos‑; por eso me he lanzado entre vos y él. En verdad, ese hombre es muy imprudente al hablar así a otros hombres; se diría que no se las ha visto más que con mujeres y niños.

‑Mi querido Athos ‑dijo D'Artagnan‑, os admiro, pero después de todo estábamos en culpa.

‑¿Cómo en culpa? ‑prosiguió Athos‑. ¿De quién es este aire que respiramos? ¿De quién este océano sobre el que se extiende nues­tras miradas? ¿De quién esta arena sobre la que estamos tumbados? ¿De quién esta carta de vuestra amante? ¿Son del cardenal? A fe mía que ese hombre se figura que el mundo le pertenece; estáis ahí, balbu­ceante, estupefacto, aniquilado; se hubiera dicho que la Bastilla se al­zaba ante vos y que la gigantesca Medusa [L184] os convertía en piedra. Veamos, ¿es que acaso es conspirar estar enamorado? Vois estáis ena­morado de una mujer a la que el cardenal ha hecho encerrar, queréis apartarla de las manos del cardenal; es una partida que jugáis con Su Eminencia: esa carta es vuestro juego; ¿por qué ibais a mostrar vuestro juego a vuestro adversario? Eso no se hace. ¿Que él lo adivina? En buena hora. Nosotros adivinamos el suyo de sobra.

‑De hecho ‑dijo D'Artagnan‑, lo que vos decís, Athos, está lle­no de sentido.

‑En tal caso, que no vuelva a tratarse de lo que acaba de ocurrir, y que Aramis prosiga la carta de su prima donde el señor cardenal le ha interrumpido.

Aramis sacó la carta de su bolso, los tres amigos se acercaron a él y los tres lacayos se reunieron de nuevo junto a la damajuana.

‑No habíais leido más que una o dos líneas ‑dijo D'Artagnan‑; empezad, pues, la carta desde el principio.

‑Encantado ‑dijo Aramis.

 

«Querido primo, creo que me decidiré a partir para Stenay, donde mi hermana ha hecho entrar a nuestra pequeña criada en el convento de las Carmelitas; esa pobre muchacha está re­signada, sabe que no se puede vivir en ninguna otra parte sin que esté en peligro la salvación de su alma. Sin embargo, si los asuntos de nuestra familia se arreglan como nosotros deseamos, creo que ella correrá el riesgo de condenarse, y que volverá jun­to a aquellos a los que echa de menos, tanto más cuanto que sabe que se piensa siempre en ella. Mientras tanto, no es dama­siado desdichada: todo cuanto desea es una carta de su preten­diente. Sé de sobra que esa clase de géneros pasa difícilmente por entre las verjas; mas, después de todo, como ya os he dado pruebas de ello, querido primo, no soy demasiado torpe y me haré cargo de esa comisión. Mi hermana os agradece vuestro re­cuerdo fiel y eterno. Ha sentido por un instante una gran inquie­tud; mas, finalmente, se ha tranquilizado algo ahora, tras haber enviado a su agente allá a fin de que nada imprevisto ocurra.

Adiós, mi querido primo, dadnos nuevas de vos con la ma­yor frecuencia que podáis, es decir, cuantas veces creáis poder hacerlo con seguridad. Recibid un abrazo.

 

Marie Michon.»

 

‑¡Cuánto os debo, Aramis! ‑exclamó D'Artagnan‑. ¡Querida Costance! ¡Por fin tengo nuevas suyas! ¡Vive, está a buen seguro en un convento, está en Stenay! ¿Dónde pensáis que está Stenay, Athos?

‑A algunas leguas de las fronteras; una vez levantado el asedio, podremos it a dar una vuelta por ese lado.

‑Y esperemos que no sea muy tarde ‑dijo Porthos‑; esta ma­ñana han colgado a un espía que ha declarado que los rochelleses es­taban con los cueros de sus zapatos. Suponiendo que tras haber comi­do el cuero se coman la suela, no sé qué les quedará para después, a menos que se coman unos a otros.

‑¡Pobres imbéciles! ‑dijo Athos vaciando un vaso de excelente vino de Burdeos, que sin tener en aquella época la reputación que tie­ne hoy, no por eso la merecía menos‑. ¡Pobres imbéciles! ¡Como si la religión católica no fuera la más ventajosa y agradable de las religio­nes! Da igual ‑prosiguió tras haber hecho chascar su lengua contra el paladar‑, son gentes valientes. Mas ¿qué diablos hacéis, Aramis? ‑continuó Athos‑. ¿Guardáis esa carta en vuestro bolsillo?

‑Sí ‑dijo D'Artagnan‑, Athos tiene razón, hay que quemarla.

Quién sabe si el señor cardenal no tiene un secreto para interrogar a las cenizas...

‑Debe tener uno ‑dijo Athos.

‑Pero ¿qué queréis hacer con esa carta? ‑preguntó Porthos.

‑Venid aquí, Grimaud ‑dijo Athos.

Grimaud se levantó y obedeció.

‑Para castigaros por haber hablado sin permiso, amigo mío, vais a comer este trozo de papel; luego, para recompensar el servicio que nos habéis hecho, beberéis este vaso de vino; aquí tenéis la carta pri­mero, masticad con energía.

Grimaud sonrió y con los ojos fijos sobre el vaso que Athos acaba­ba de llenar hasta el borde, trituró el papel y lo tragó.

‑¡Bravo, maese Grimaud! ‑dijo Athos‑. Y ahora tomad esto; bien, os dispenso de dar las gracias.

Grimaud tragó silenciosamente el vaso de vino de Burdeos, pero sus ojos alzados al cielo hablaban durante todo el tiempo que duró esta dulce ocupación un lenguaje que no por ser mudo era menos expre­sivo.

‑Y ahora ‑dijo Athos‑, a menos que el señor cardenal tenga la ingeniosa idea de hacer abrir el vientre de Grimaud, creo que pode­mos estar casi tranquilos.

Durante este tiempo Su Eminencia continuaba su paseo melancóli­co murmurando entre sus mostachos.

‑¡Decididamente es preciso que estos cuatro hombres sean míos!

 

Capítulo LII

Primera jornada de cautividad

 

Volvamos a Milady, a la que una mirada lanzada sobre las costas de Francia nos ha hecho perder la vista un instante.

La volvemos a encontrar en la posición desesperada en que lo he­mos dejado, ahondando un abismo de sombrías reflexiones, sombrío infierno a cuya puerta ha dejado casi la esperanza; porque por primera vez duda, porque por vez primera siente miedo.

En dos ocasiones le ha fallado su fortuna, en dos ocasiones se ha visto descubierta y traicionada, y en estas dos ocasiones ha sido contra el genio fatal enviado sin duda por el Señor para combatirla contra lo que ha fracasado: D'Artagnan la ha vencido a ella, esa invencible po­tencia del mal.

El la ha engañado en su amor, humillado en su orgullo, hecho fra­casar en su ambición, y ahora la pierde en su fortuna, la golpea en su libertad, la amenaza incluso en su vida. Es más, ha alzado una punta de su mascara, esa égida con que ella se cubre y que la vuelve tan fuerte.

D'Artagnan ha alejado de Buckingham, a quien ella odia como odia a todo cuanto ha amado, la tempestad con que lo amenazaba Riche­lieu en la persona de la reina. D'Artagnan se ha hecho pasar por de Wardes, hacia quien ella sentía una de esas fantasias de tigresa, indo­mables como las tienen las mujeres de ese carácter. D'Artagnan cono­cía ese terrible secreto que ella juró que nadie conocería sin morir. Fi­nalmente, en el momento en que acaba de obtener una firma en blan­co con cuya ayuda iba a vengarse de su enemigo, esa firma en blanco le es arrancada de las manos, y es D'Artagnan quien la tiene prisionera y quien va a enviarla a algún inmundo Botany‑Bay[L185] , a algún Tyburn infame del océano Indico.

Porque indudablemente todo esto le viene de D'Artagnan; ¿de quién procederían tantas vergüenzas amontonadas sobre su cabeza si no es de él? Sólo él ha podido transmitir a lord de Winter todos esos horren­dos secretos, que él ha descubierto uno tras otro por una especie de fatalidad. Conoce a su cuñado, le habrá escrito.

¡Cuánto odio destila! Allí inmóvil, con los ojos ardientes y fijos en su cuarto desierto, ¡cómo los destellos de sus rugidos sordos, que a ve­ces escapan con su respiración del fondo de su pecho, acompañan per­fectamente el ruido del oleaje que asciende, gruñe, muge y viene a romperse, como una desesperación eterna a impotente, contra las ro­cas sobre las cuales está construido ese castillo sombrío y orgulloso! ¡Có­mo concibe, a la luz de los rayos que su cólera tormentosa hace brillar en su espíritu, contra la señorita Bonacieux, contra Buckingham y, so­bre todo, contra D'Artagnan, magníficos proyectos de venganza, per­didos en las lejanías del futuro!

Sí, pero para vengarse hay que ser libre, y para ser libre, cuando se está prisionero, hay que horadar un muro, desempotrar los barro­tes, agujerear el suelo; empresas todas estas que puede llevar a cabo un hombre paciente y fuerte, pero ante las cuales deben fracasar las irritaciones febriles de una mujer. Por otra parte, para hacer todo esto hay que tener tiempo, meses, años, y ella..., ella tiene diez o doce días, según lo dicho por lord de Winter, su fraterno y terrible carcelero.

Y, sin embargo, si fuera hombre intentaría todo esto, y quizá triun­faría. ¿Por qué, pues, el cielo se ha equivocado de esta forma, ponien­do esta alma viril en ese cuerpo endeble y delicado?

Por eso han sido terribles los primeros momentos de cautividad: algunas convulsiones de rabia que no ha podido vencer han pagado su deuda de debilidad femenina a la naturaleza. Pero poco a poco ha superado los relámpagos de su loca cólera, los estremecimientos ner­viosos que han agitado su cuerpo han desaparecido, y ahora está re­plegada sobre sí misma como una serpiente fatigada que reposa.

‑Vamos, vamos; estaba loca al dejarme llevar así ‑dice hundien­do en el espejo, que refleja en sus ojos su mirada brillante[L186] , por la que parece interrogarse a sí misma‑. Nada de violencia, la violencia es una prueba de debilidad. En primer lugar, nunca he triunfado por ese me­dio; quizá si usara mi fuerza contra las mujeres, tendría oportunidad de encontralas más débiles aún que yo, y por consiguiente vencerlas, pero es contra hombres contra los que yo lucho, y no soy para ellos más que una mujer. Luchemos como mujer, mi fuerza está en mi debi­lidad

Entonces, como para rendirse a sí misma cuenta de los cambios que podía imponer a su fisonomía tan expresiva y tan móvil, la hizo adoptar a la vez todas las expresiones, desde la de la cólera que crispa­ba sus rasgos hasta la de la más dulce, afectuosa y seductora sonrisa. Luego sus cabellos adoptaron sucesivamente bajo sus manos sabias las ondulaciones que creyó que podían ayudar a los encantos de su ros­tro. Finalmente, satisfecha de sí misma, murmuró:

‑Vamos, nada está perdido. Sigo siendo hermosa.

Eran, aproximadamente, las ocho de la noche; Milady vio una ca­ma; pensó que un descanso de algunas horas refrescaria no sólo su cabeza y sus ideas, sino también su tez. Sin embargo, antes de acostar­se, le vino una idea mejor. Había oído hablar de cena. Estaba ya desde hacía una hora en aquella habitación, no podían tardar en traerle su comida. La prisionera no quiso perder tiempo, y resolvió hacer, desde aquella misma noche, alguna tentativa para sondear el terreno estu­diando el carácter de las personas a las que su custodia estaba con­fiada.

Una luz apareció por debajo de la puerta; aquella luz anunciaba el regreso de sus carceleros. Milady, que se había levantado, se lanzó vi­vamente sobre su sillón, la cabeza echada hacia atrás, sus hermosos cabellos sueltos y esparcidos, su pecho medio desnudo bajo sus enca­jes chafados, una mano sobre el corazón y la otra colgando.

Descorrieron los cerrojos, la puerta chirrió sobre sus goznes, y en la habitación resonaron unos pasos que se aproximaron.

‑Poned ahí esa mesa ‑dijo una voz que la prisionera reconoció como la de Felton.

La orden fue ejecutada.

‑Traeréis antorchas y haréis el relevo del centinela ‑continuó Felton.

Esta doble orden que dio a los mismos individuos el joven teniente probó a Milady que sus servidores eran los mismos hombres que sus guardianes, es decir soldados.

Las órdenes de Felton eran ejecutadas por los demás con una si­lenciosa rapidez que daba buena idea del floreciente estado en que man­tenía la disciplina.

Finalmente, Felton, que aún no había mirado a Milady, se volvió hacia ella.

‑¡Ah, ah! ‑dijo‑. Duerme, está bien; cuando se despierte cenará.

Y dio algunos pasos para salir.

‑Pero, mi teniente ‑dijo un soldado menos estoico que su jefe, y que se había acercado a Milady‑, esta mujer no duerme.

‑¿Cómo que no duerme? ‑dijo Felton‑. ¿Entonces, qué hace?

‑Está desvanecida; su rostro está muy pálido, y por más que es­cucho no oigo su respiración.

‑Tenéis razón ‑dijo Felton tras haber mirado a Milady desde el lugar en que se encontraba, sin dar un paso hacia ella‑; id a avisar a lord de Winter que su prisionera está desvanecida porque no sé qué hacer: el caso no estaba previsto.

El soldado salió para cumplir las órdenes de su oficial: Felton se sentó en un sillón que por azar se encontraba junto a la puerta y espe­ró sin decir una palabra, sin hacer un gesto. Milady poseía ese gran arte, tan estudiado por las mujeres, de ver a través de sus largas pesta­ñas sin dar la impresión de abrir los párpados: vislumbró a Felton que le daba la espalda, continuó mirándolo durante diez minutos aproxi­madamente, y durante esos diez minutos el impasible guardián no se volvió ni una sola vez.

Pensó entonces que lord de Winter iba a venir a dar, con su pre­sencia, nueva fuerza a su carcelero: su primera prueba estaba perdida, adoptó su partido como mujer que cuenta con sus recursos; en conse­cuencia, alzó la cabeza, abrió los ojos y suspiró débilmente.

A este suspiro Felton se volvió por fin.

‑¡Ah! Ya habéis despertado señora ‑dijo‑; nada tengo que ha­cer ya aquí. Si necesitáis algo, llamad.

‑¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Cuánto he sufrido! ‑murmuró con aquella voz armoniosa que, semejante a la de las encantadoras anti­guas, encantaba a todos a quienes quería perder.

Y al enderezarse en su sillón adoptó una posición más graciosa y más abandonada aún que la que tenía cuando estaba tumbada.

Felton se levantó.

‑Seréis servida de este modo tres veces al día, señora ‑dijo‑: por la mañana, a las nueve; durante el día, a la una, y por la noche, a las ocho. Si no os va bien, podéis indicar vuestras horas en lugar de las que os propongo, y en este punto obraremos conforme a vuestros deseos.

‑Pero ¿voy a quedarme siempre sola en esta habitación grande y triste? ‑preguntó Milady.

‑Se ha avisado a una mujer de los alrededores, mañana estará en el castillo, y vendrá siempre que deseéis su presencia.

‑Os lo agradezco, señor ‑respondió humildemente la prisionera.

Felton hizo un leve saludo y se dirigió hacia la puerta. En el mo­mento en que iba a franquear el umbral lord de Winter apareció en el corredor, seguido del soldado que había ido a llavarle la nueva del desvanecimiento de Milady. Traía en la mano un frasco de sales.

‑¿Y bien? ¿Qué es? ¿Qué es lo que pasa aquî? ‑dijo con una voz burlona viendo a su prisionera de pie y a Felton dispuesto a salir‑. ¿Esta muerta ha resucitado ya? Demonios, Felton, hijo mío, ¿no has visto que te tomaba por un novicio y que representaba para ti el primer acto de una comedia cuyos desarrollos tendremos sin duda el placer de seguir?

‑Lo he pensado, milord ‑dijo Felton‑; pero como la prisionera es mujer después de todo, he querido tener los miramientos que todo hombre bien nacido debe a una mujer, si no por ella, al menos por uno mismo.

Milady sintió un estremecimiento por todo su cuerpo. Estas pala­bras de Felton pasaban como hielo por todas sus venas.

‑O sea ‑prosiguió de Winter riendo‑, esos hermosos cabellos sabiamente esparcidos, esa piel blanca y esa lánguida mirada, ¿no te han seducido aún, corazón de piedra?

‑No, milord ‑respondió el impasible joven‑, y creedme, se ne­cesita algo más que tejemanejes y coqueterías de mujer para corrom­perme.

‑En tal caso, mi bravo teniente, dejemos a Milady buscar otra co­sa y vayamos a cenar. ¡Ah!, tranquilízate, tiene la imaginación fecun­da, y el segundo acto de la comedia no tardará en seguir al primero.

Y a estas palabras lord de Winter pasó su brazo bajo el de Felton y se lo llevó riendo.

‑¡Oh! Ya encontraré lo que necesitas ‑murmuró Milady entre dientes‑; estáte tranquilo pobre monje frustrado, pobre soldado con­vertido, que te has cortado el uniforme de un hábito.

‑A propósito ‑prosiguió de Winter deteniéndose en el umbral de la puerta‑, no es preciso, Milady, que este fracaso os quite el apetito. Catad ese pollo y ese pescado que no he hecho envenenar, palabra de honor. Me llevo bastante bien con mi cocinero, y como no tiene que heredar de mí, tengo en él plena y total confianza. Haced como yo. ¡Adiós, querida hermana! Hasta vuestro próximo desvanecimiento.

Era cuanto Milady podía soportar: sus manos se crisparon sobre su sillón, sus dientes rechinaron sordamente, sus ojos siguieron el movimiento de la puerta que se cerró tras lord de Winter y Felton; y cuando se vio sola, una nueva crisis de desesperación se apoderó de ella; lan­zó los ojos sobre la mesa, vio brillar un cuchillo, se abalanzó y lo cogió; pero su desengaño fue cruel: la hoja era redonda y de plata flexible.

Una carcajada resonó tras la puerta mal cerrada, y la puerta volvió a abrirse.

‑¡Ja, ja! ‑exclamó lord de Winter‑. ¡Ja, ja, ja! ¿Ves, mi valiente Felton, ves lo que te había dicho? Ese cuchillo era para ti; hijo mío, te habría matado. ¿Ves? Es uno de sus defectos, desembarazarse así, de una forma o de otra, de las personas que la molestan. Si te hubiera escuchado, el cuchillo habría sido puntiagudo y de acero: entonces se acabó Felton, te habría degollado y después de ti a todo el mundo. Mira, además, John, qué bien sabe empuñar su cuchillo.

En efecto, Milady empuñaba aún el arma ofensiva en su mano cris­pada, pero estas últimas palabras, este supremo insulto, destensaron sus manos, sus fuerzas y hasta su voluntad.

El cuchillo cayó a tierra.

‑Tenéis razón, milord ‑dijo Felton con un acento de profundo disgusto que resonó hasta en el fondo del corazón de Milady‑, tenéis razón y soy yo el que estaba equivocado.

Y los os salieron de nuevo.

Pero esta vez Milady prestó oído más atento que la primera vez, y oyó alejarse sus pasos y apagarse en el fondo del corredor.

‑Estoy perdida ‑murmuró‑, heme aquí en poder de gentes so­bre las que no tendré más ascendiente que sobre estatuas de bronce o granito; me conocen de memoria y están acorazados contra todas mis armas. Es, sin embargo, imposible que esto termine como ellos han decidido.

En efecto, como indicaba esta última reflexión, ese retorno instinti­vo a la esperanza, en aquella alma profunda el temor y los sentimien­tos débiles no flotaban demasiado tiempo. Milady se sentó a la mesa, comió de varios platos, bebió un poco de vino español, y sintió que le volvía toda su resolución.

Antes de acostarse ya había comentado, analizado, mirado por to­das su facetas, examinado desde todos los puntos de vista las palabras, los pasos, los gestos, los signos y hasta el silencio de sus carceleros, y de este estudio profundo, hábil y sabio, había resultado que Felton era, en conjunto, el más vulnerable de sus dos perseguidores.

Una frase sobre todo volvía a la mente prisionera:

‑Si te hubiera escuchado ‑había dicho lord de Winter a Felton.

Por tanto, Felton había hablado en su favor, puesto que lord de Winter no había querido escuchar a Felton.

‑Débil o fuerte ‑repetía Milady‑, ese hombre tiene un destello de piedad en su alma; de ese destelló haré yo un incendio que lo de­vovará. En cuanto al otro, me conoce, me teme y sabe lo que tiene que esperar de mí si alguna vez me escapo de sus manos; es, pues, inútil intentar nada sobre él. Pero Felton es otra cosa: es un joven inge­nuo, puro y que parece virtuoso; a éste hay un medio de perderlo.

Y Milady se acostó y se durmió con la sonrisa en los labios; quien la hubiera visto durmiendo la habría supuesto una muchacha soñando con la corona de flores que debía poner sobre su frente en la próxima fiesta.

 

Capitulo LIII

Segunda jornada de cautividad

 

Milady soñaba que por fin tenía a D'Artagnan, que asistía a su su­plicio, y era la vista de su sangre odiosa corriendo bajo el hacha del verdugo lo que dibujaba aquella encantadora sonrisa sobre sus labios.

Dormía como duerme un prisionero acunado por su primera espe­ranza.

Al día siguiente, cuando entraron en su cuarto, estaba todavía en su cama. Felton estaba en el corredor: traía la mujer de que había ha­blado la víspera y que acababa de llegar; esta mujer entró y se aproxi­mó a la cama de Milady ofreciéndole sus servicios.

Milady era habitualmente pálida; su tez podia, pues, equivocar a una persona que la viera por primera vez.

‑Tengo fiebre ‑dijo ella‑; no he dormido un solo instante du­rante toda esta larga noche, sufro horriblemente; ¿seréis vos más hu­mana de lo que fueron ayer conmigo?

‑¿Queréis que llame a un médico? ‑dijo la mujer.

Felton escuchaba este diálogo sin decir una palabra.

Milady reflexionaba que cuanta más gente la rodease más gente ten­dría que apiadar y más se redoblaría la vigilancia de lord de Winter; además, el médico podría declarar que la enfermedad era fingida, y Milady, tras haber perdido la primera parte, no quería perder la segunda.

‑Ir a buscar a un médico ‑dijo‑, ¿para qué? Esos señores de­clararon ayer que mi mal era una comedia; sin duda ocurriría lo mismo hoy; porque desde ayer noche han tenido tiempo de avisar al doctor.

‑Entonces ‑dijo Felton impacientado‑, decid vos misma, seño­ra, qué tratamiento queréis seguir.

‑¿Lo sé yo acaso? ¡Dios mío! Siento que sufro, eso es todo; me den lo que me den, poco me importa.

‑Id a buscar a lord de Winter ‑dijo Felton cansado de aquellas quejas eternas.

‑¡Oh, no, no! ‑exclamó Milady‑. No señor, no lo llaméis, os lo ruego; estoy bien, no necesito nada, no lo llaméis.

Puso una vehemencia tan prodigiosa, una elocuencia tan arrebata­dora en esta exclamación, que Felton, arrobado, dio algunos pasos den­tro de la habitación.


Date: 2015-12-17; view: 449


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