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Capítulo XXII 11 page

Indudablemente el procurador había sido prevenido de aquella vi­sita, porque no testimonió ninguna sorpresa ante la vista de Porthos, que avanzó sobre él con un aire bastante desenvuelto y lo saludó cor­tésmente.

‑Somos primos, según parece, señor Porthos ‑dijo el procura­dor levantándose a fuerza de brazos sobre su sillón de caña.

El viejo, envuelto en un gran jubón en el que se perdía su cuerpo endeble, era vigoroso y seco; sus ojillos grises brillaban como carbun­clos y parecían, junto con su boca gesticulera, la única parte de su ros­tro donde quedaba vida. Por desgracia, las piernas comenzaban a re­husar servir a toda aquella máquina ósea; desde que hacía cinco o seis meses se había dejado sentir este debilitamiento, el digno procurador se había convertido casi en el esclavo de su mujer.

El primo fue aceptado con resignación, eso fue todo. Un maese Coquenard ligero de piernas hubiera declinado todo parentesco con el señor Porthos.

‑Sí, señor, somos primos ‑dijo sin desconcertarse Porthos, que por otra parte jamás había contado con ser recibido por el marido con entusiamo.

‑¿Por parte de las mujeres, según creo? ‑dijo maliciosamente el procurador.

Porthos no se dio cuenta de la socarronería y la tomó por una inge­nuidad de la que se rió para sus adentros. La señora Coquenard, que sabía que el procurador ingenuo era una variedad muy rara en la espe­cie, sonrió algo y se ruborizó mucho.

Desde la llegada de Porthos, maese Coquenard había puesto con inquietud los ojos en un gran armario colocado frente a su escritorio de roble. Porthos comprendió que aquel armario, aunque no corres­pondiese a la forma del que había visto en sus sueños, debía ser el bien­aventurado arcón, y se congratuló de que la realidad tuviera seis pies más alto que el sueño.

Maese Coquenard no prosiguió más lejos sus investigaciones ge­nealógicas, pero volviendo su mirada inquieta del armario a Porthos, se encontró con decir:

‑Señor primo, antes de su partida para la campaña, nos hará el favor de cenar una vez con nosotros, ¿no es así, señora Coque­nard?

En esta ocasión Porthos recibió el golpe en pleno estómago y lo sintió; parece que por su lado la señora Coquenard tampoco fue in­sensible a él porque añadió:

‑Mi primo no volvería si cree que le tratamos mal; en caso contra­rio, tiene demasiado poco tiempo que pasar en París y, por consiguiente, para vernos, para que no le pidamos casi todos los instantes de quo pueda disponer hasta su partida.

‑¡Oh, mis piernas, mis pobres piernas! ¿Dónde estáis? ‑murmuró Coquenard. Y trató de sonreír.



Esta ayuda que le había llegado a Porthos en el momento que era atacado en sus esperanzas gastronómicas inspiró al mosquetero mucha gratitud hacia su procuradora.

Pronto llegó la hora de comer. Pasaron al comedor, gran sala oscura que se hallaba situada en frente a la cocina.

Los pasantes que, a lo que parece, habían notado en la casa perfumes desacostumbrados, eran de una exactitud militar, y tenían a mano sus taburetes, dispuestos como estaban a sentarse. Se los veía remo. ver por adelantado las mandíbulas con disposiciones tremendas.

«¡Rediós! ‑pensó Porthos lanzando una mirada sobre los tres ham­brientos, porque el mandadero no era, como es lógico, admitido er los honores de la mesa magistral‑. ¡Rediós! En lugar de mi primo, yo no conservaría semejantes golosos. Se diría náufragos que no han co­mido desde hace seis semanas.»

Maese Coquenard entró, empujado en su sillón de ruedas por la señora Coquenard, a quien Porthos, a su vez, vino a ayudar para lle­var a su marido hasta la mesa.

Apenas hubo entrado, movió la nariz y las mandíbulas al igual que sus pasantes.

‑¡Vaya vaya! ‑dijo‑. Tenemos una sopa prometedora.

‑¿Qué diablos huelen de extraordinario en la sopa? ‑dijo Port­hos ante el aspecto de un caldo pálido, abundante, pero completamente ciego y sobre el que nadaban algunas cortezas, raras como las islas de un archipiélago.

La señora Coquenard sonrió y a una indicación suya todo el mun­do se sentó con diligencia.

El primero en ser servido fue maese Coquenard, luego Porthos; después la señora Coquenard llenó su plato y distribuyó las cortezas sin caldo a los pasantes impacientes.

En aquel momento se abrió por sí sola la puerta del comedor rechi­nando, y Porthos, a través de los batientes entreabiertos, vio al peque­ño recadero que, no pudiendo participar en el festín, comía su pan en­tre el doble olor de la cocina y del comedor.

Tras la sopa, la criada trajo una gallina hervida; magnificiencia que hizo dilatar los párpados de los invitados de tal forma que parecían a punto de romperse.

‑¡Cómo se ve que queréis a vuestra familia, señora Coquenard! ‑dijo el procurador con una sonrisa casi trágica‑. Esto es una galan­tería que tenéis con vuestro primo.

La pobre gallina era delgada y estaba revestida de uno de esos grue­sos pellejos erizados que los huesos nunca horadan pese a sus esfuerzos; habrían tenido que buscarla durante mucho tiempo antes de en­contrarla en el palo al que se había retirado para morir de vejez.

«¡Diablos! ‑pensó Porthos‑. ¡Sí que es triste esto! Yo respeto la vejez, pero hago poco caso de si está hervida o asada.»

Y miró a la redonda para ver si su opinión era compartida; pero al contrario que él, no vio más que ojos resplandecientes, que devora­ban por adelantado aquella sublime gallina, objeto de sus desprecios.

La señora Coquenard atrajo la fuente para sí, separó hábilmente las dos grandes patas negras, que puso en el plato de su marido; cortó el cuello, que se puso, dejando a un lado la cabeza, para ella; cor­tó el ala para Porthos y devolvió a la criada que acababa de traerlo el animal, que volvió casi intacto, y que había desaparecido antes de que el mosquetero tuviera tiempo de examinar las variaciones que el de­sencanto pone en los rostros, según los caracteres y temperamentos de quienes lo experimentan.

En lugar del pollo, hizo su entrada una fuente de habas, fuente enor­me en la que hacían ademán de mostrarse algunos huesos de cordero, a los que en un principio se hubiera creído acompañados de carne.

Mas los pasantes no fueron víctimas de esta superchería y los ros­tros lúgubres se convirtieron en rostros resignados.

La señora Coquenard distribuyó este manjar a los jóvenes con la moderación de una buena ama de casa.

Llegó la ronda del vino. Maese Coquenard echó de una botella de gres muy exigua el tercio de un vaso a cada uno de los jóvenes, se sirvió a sí mismo en proporciones casi iguales, y la botella pasó al pun­to del lado de Porthos y de la señora Coquenard.

Los jóvenes llenaron con agua aquel tercio de vino, luego, cuando habían bebido la mitad del vaso, volvían a llenarlo, y seguían hacién­dolo siempre así; lo cual les llevaba al final de la comida a tragar una bebida que del color del rubí había pasado al del topacio quemado.

Porthos comió tímidamente su ala de gallina, y se estremeció al sentir bajo la mesa la rodilla de la procuradora que venía a encontrar la suya. Bebió también medio vaso de aquel vino tan escatimado, y que reco­noció como uno de esos horribles caldos de Montreuil, terror de los, paladares expertos.

Maese Coquenard lo miró engullir aquel vino puro y suspiró.

‑¿Queréis comer estas habas, primo Porthos? ‑dijo la señora Co­quenard en ese tono que quiere decir: Creedme, no las comáis.

‑¡Al diablo si las pruebo! ‑murmuró por lo bajo Porthos. Y aña­dió en voz alta‑: Gracias, prima, no tengo más hambre.

Y se hizo un silencio. Porthos no sabía qué comportamiento tener. El procurador repitió varias veces:

¡Ay señora Coquenard! Os felicito, vuestra comida era un ver­dadero festín. ¡Dios, cómo he comido!

Maese Coquenard había comido su sopa, las patas negras de la ga­llina y el único hueso de cordero en que había algo de carne.

Porthos creyó que se burlaban de él, y comenzó a retorcerse el mos­tacho y a fruncir el entrecejo; pero la rodilla de la señora Coquenard vino suavemente a aconsejarle paciencia.

Aquel silencio y aquella intrerrupción de servicio, que se habían vuel­to ininteligibles para Porthos, tenían por el contrario una significación terrible para los pasantes: a una mirada del procurador, acompañada de una sonrisa de la señora Coquenard, se levantaron lentamente de la mesa, plegaron sus servilletas más lentamente aún, luego saludaron y se fueron.

‑Id, jóvenes, id a hacer la digestión trabajando ‑dijo gravemente el procurador.

Una vez idos los pasantes, la señora Coquenard se levantó y sacó un trozo de queso, confitura de membrillo y un pastel que ella misma había hecho con almendras y miel.

Maese Coquenard frunció el ceño, porque veía demasiados pos­tres; Porthos se pellizcó los labios, porque veía que no había nada que comer.

Miró si aún estaba allí el plato de habas; el plato de habas había desaparecido.

‑Gran festín ‑exclamó maese Coquenard agitándose en su silla‑, auténtico festín, epuloe epularum[L153] ; Lúculo cena en casa de Lúculo.

Porthos miró la botella que estaba a su lado, y esperó que con vi­no, pan y queso comería; pero no había vino, la botella estaba vacía; el señor y la señora Coquenard no parecieron darse cuenta.

‑Está bien ‑se dijo Porthos‑, ya estoy avisado.

Pasó la lengua sobre una cucharilla de confituras y se dejó pegados los labios en la pasta pegajosa de la señora Coquenard.

‑Ahora ‑se dijo‑, el sacrificio está consumado. ¡Ay, si tuviera la esperanza de mirar con la señora Coquenard en el armario de su marido!

Maese Coquenard, tras las delicias de semejante comida, que él llamaba exceso, sintió la necesidad de echarse la siesta. Porthos espe­raba que tendría lugar a continuación y en aquel mismo lugar; pero el procurador maldito no quiso oír nada: hubo que llevarlo a su habita­ción y gritó hasta que estuvo delante de su armario, sobre cuyo rebor­de, por mayor precaución aún, posó sus pies.

La procuradora se llevó a Porthos a una habitación vecina y co­menzaron a sentar las bases de la reconciliación.

‑Podréis venir tres veces por semana ‑dijo la señora Coquenard.

‑Gracias ‑dijo Porthos‑, no me gusta abusar; además, tengo que pensar en mi equipo.

‑Es cierto ‑dijo la procuradora gimiendo- Ese desgraciado ­equipo. . .

‑¡Ay, sí! ‑dijo Porthos‑. Es por él.

‑Pero ¿de qué se compone el equipo de vuestro regimiento, se­ñor Porthos?

‑¡Oh, de muchas cosas! ‑dijo Porthos‑. Los mosqueteros, co­mo sabéis, son soldados de elite, y necesitan muchos objetos que son inútiles para los guardias o para los Suizos.

‑Pero detalládmelos...

‑En total pueden llegar a... ‑dijo Porthos, que prefería discutir el total que el detalle.

La procuradora esperaba temblorosa.

¿A cuánto? ‑dijo ella‑. Espero que no pase de... detuvo, le faltaba la palabra.

‑¡Oh, no! ‑dijo Porthos‑. No pasa de dos mil quinientas libras; creo incluso que, haciendo economías, con dos mil libras me arreglaré.

‑¡Santo Dios, dos mil libras! ‑exclamó ella‑. Eso es una fortuna.

Porthos hizo una mueca de las más significativas; la señora Coque­nard la comprendió.

‑Preguntaba por el detalle porque, teniendo muchos parientes y clientes en el comercio, estaba casi segura de obtener las cosas a la m tad del precio a que las pagaríais vos.

‑¡Ah, ah ‑dijo Porthos‑, si es eso lo que habéis querido decir!

‑Sí, querido señor Porthos. ¿Así que lo primero que necesitáis es un caballo?

‑Sí, un caballo.

‑¡Pues bien, precisamente lo tengo!

‑¡Ah! ‑dijo Porthos radiante‑. O sea que lo del caballo está arreglado; luego me hacen falta el enjaezamiento completo, que se compone de objetos que sólo un mosquetero puede comprar, y que por otra parte no subirá de las trescientas libras.

‑Trescientas libras, entonces pondremos trescientas libras ‑dijo la procuradora con un suspiro.

Porthos sonrió: como se recordará, tenía la silla que le venía di Buckingham: eran por tanto trescientas libras que contaba con mete astutamente en su bolsillo.

‑Luego ‑continuó‑, está el caballo de mi lacayo y mi equipaje en cuanto a las armas es inútil que os preocupéis, las tengo.

‑¿Un caballo para vuestro lacayo? ‑contestó la procuradora­. Vaya, sois un gran señor, amigo mío.

‑Eh, señora ‑dijo orgullosamente Porthos‑, ¿soy acaso un muerto de hambre?

‑No, sólo decía que un bonito mulo tiene a veces tan buena pinta como un caballo, y que me parece que consiguiéndoos un buen mulo para Mosquetón...

‑Bueno, dejémoslo en un buen mulo ‑dijo Porthos‑; tenéis razón, he visto a muy grandes señores españoles cuyo séquito iba en mulo pero entonces incluid, señora Coquenard, un mulo con penachos cascabeles.

‑Estad tranquilo ‑dijo la procuradora.

‑Queda la maleta.

‑Oh, en cuanto a eso no os preocupéis ‑exclamó la señor, Coquenard‑, mi marido tiene cinco o seis maletas, escogeréis la mejor; tiene una sobre todo que le gustaba mucho para sus viajes y qu, es tan grande que cabe un mundo.

‑Y esa maleta, ¿está vacía? ‑preguntó ingenuamente Porthos

‑Claro que está vacía ‑respondió ingenuamente por su lado la procuradora.

‑¡Ay, la maleta que yo necesito ha de ser una maleta bien provista, querida!

La señora Coquenard lanzó nuevos suspiros. Molière no había escrito aún su escena de L'Avare: la señora Coquenard precede por tanto a Harpagón[L154] .

En resumen, el resto del equipo fue debatido sucesivamente de la misma manera; y el resultado de la escena fue que la procuradora pe­diría a su marido un préstamo de ochocientas libras en plata, y propor­cionaría el caballo y el mulo que tendrían el honor de llevar a la gloria a Porthos y a Mosquetón.

Fijadas estas condiciones, y estipulados los intereses así como la fe­cha de rembolso, Porthos se despidió de la señora Coquenard. Esta quería retenerlo poniéndole ojos de cordera; pero Porthos pretextó las exigencias del servicio, y fue necesario que la procuradora cediese el puesto al rey.

El mosquetero volvió a su casa con un hambre de muy mal humor.

 

Capítulo XXXIII

Doncella y señora

 

Entre tanto, como hemos dicho, pese a los gritos de su conciencia y a los sabios consejos de Athos, D'Artagnan se enamoraba más de hora en hora de Milady; por eso no dejaba de ir ningún día a hecerle una corte a la que el aventurero gascón estaba convencido de que tar­de o temprano no podía dejar ella de corresponderle.

Una noche que llegaba orgulloso, ligero como hombre que espera una lluvia de oro, encontró a la doncella en la puerta cochera; pero esta vez la linda Ketty no se contentó con sonreírle al pasar: le cogió dulcemente la mano.

‑¡Bueno! ‑se dijo D'Artagnan‑. Estará encargada de algún men­saje para mí de parte de su señora; va a darme alguna cita que no ha­brá osado darme ella de viva voz.

Y miró a la hermosa niña con el aire más victorioso que pudo adoptar.

‑Quisiera deciros dos palabras, señor caballero... ‑balbuceó la doncella.

‑Habla, hija mía, habla ‑dijo D'Artagnan‑, te escucho.

‑Aquí, imposible: lo que tengo que deciros es demasiado largo y sobre todo demasiado secreto.

‑¡Bueno! Entonces, ¿qué se puede hacer?

‑Si el señor caballero quisiera seguirme ‑dijo tímidamente Ketty.

‑Donde tú quieras, hermosa niña.

‑Venid entonces.

Y Ketty, que no había soltado la mano de D'Artagnan, lo arrastró por una pequeña escalera sombría y de caracol, y tras haberle hecho subir una quincena de escalones, abrió una puerta.

‑Entrad, señor caballero ‑dijo‑, aquí estaremos solos y podre­mos hablar.

‑¿Y de quién es esta habitación, hermosa niña? ‑preguntó d'Ar­tagnan.

‑Es la mía, señor caballero; comunica con la de mi ama por esta puerta. Pero estad tranquilo no podrá oír lo que decimos, jamás se acuesta antes de medianoche.

D'Artagnan lanzó una ojeada alrededor. El cuartito era encantador de gusto y de limpieza; pero, a pesar suyo, sus ojos se fijaron en aque­lla puerta que Katty le había dicho que conducía a la habitación de Milady.

Ketty adivinó lo que pasaba en el alma del joven, y lanzó un suspiro.

‑¡Amáis entonces a mi ama, señor caballero! ‑dijo ella.

‑¡Más de lo que podría decir! ¡Estoy loco por ella!

Ketty lanzó un segundo suspiro.

‑¡Ah, señor ‑dijo ella‑, es una lástima!

‑¿Y qué diablos ves en ello que sea tan molesto? ‑preguntó d'Ar­tagnan.

‑Es que, señor ‑prosiguió Ketty‑ mi ama no os ama.

‑¡Cómo! ‑dijo d'Artagnan‑. ¿Te ha encargado ella decírmelo?

‑¡Oh, no, señor! Soy yo quien, por interés hacia vos, he tomado la decisión de avisaros.

‑Gracias, mi buena Ketty, pero sólo por la intención, porque comprenderás la confidencia no es agradable.

‑Es decir, que no creéis lo que os he dicho, ¿verdad?

‑Siempre cuesta creer cosas semejantes, hermosa niña, aunque no sea más que por amor propio.

‑¿Entonces no me creéis?

‑Confieso que hasta que no te dignes darme algunas pruebas de lo que me adelantáis

‑¿Qué decís a esto?

Y Ketty sacó de su pecho un billetito.

‑¿Para mí? ‑dijo d'Artagnan apoderándose préstamente de la carta.

‑No, para otro.

‑¿Para otro?

‑Sí.

‑¡Su nombre, su nombre! ‑exclamó d'Artagnan.

‑Mirad la dirección.

‑Señor conde de Wardes. El recuerdo de la escena de Saint‑Germain se apareció de pronto al espíritu del presuntuoso gascón; con un movimiento rápido como el pensamiento, desgarró el sobre pese al grito que lanzó Ketty al ver lo que iba a hacer, o mejor, lo que hacía.

‑¡Oh, Dios mío, señor caballero! ‑dijo‑. ¿Qué hacéis?

‑¡Yo nada! ‑dijo d'Artagnan; y leyó:

 

«No habéis contestado a mi primer billete. ¿Estáis entonces enfermo, o bien habéis olvidado los ojos que me pusisteis en el baile de la señora Guise? Aquí tenéis la ocasión, conde, no la dejéis escapar.»

 

D'Artagnan palideció; estaba herido en su amor propio, se creyó herido en su amor.

‑¡Pobre señor d'Artagnan! ‑dijo Ketty con voz llena de compa­sión y apretando de nuevo la mano del joven.

‑¿Tú me compadeces, pequeña? ‑dijo d'Artagnan.

‑¡Sí, sí, con todo mi corazón, porque también yo sé lo que es el amor!

‑¿Tú sabes lo que es el amor? ‑dijo d'Artagnan mirándola por primera vez con cierta atención.

-¡Ay, sí!

-Pues bien, en lugar de compadecerme, mejor harías en ayudar­me a vengarme de tu ama.

‑¿Y qué clase de venganza querríais hacer?

‑Quisiera triunfar en ella, suplantar a mi rival.

‑A eso no os ayudaré jamás, señor caballero –dijo vivamente Ketty.

‑Y eso, ¿por qué? ‑preguntó d'Artagnan.

‑Por dos razones.

‑¿Cuáles?

‑La primera es que mi ama jamás os amará.

‑¿Tú qué sabes?

‑La habéis herido en el corazón.

‑¡Yo! ¿En qué puedo haberla herido, yo, que desde que la conoz­co vivo a sus pies como un esclavo? Habla, te lo suplico.

‑Eso no lo confesaré nunca más que al hombre... que lea hasta el fondo de mi alma.

D'Artagnan miró a Ketty por segunda vez. La joven era de un fres­cor y de una belleza que muchas duquesas hubieran comprado con su corona.

‑Ketty ‑dijo él‑, yo leeré hasta el fondo de tu alma cuando quie­ras; que eso no te preocupe, querida niña.

Y le dio un beso bajo el cual la pobre niña se puso roja como una cereza.

‑¡Oh, no! ‑exclamó Ketty‑. ¡Vos no me amáis! ¡Amáis a mi ama, lo habéis dicho hace un momento!

‑Y eso te impide hacerme conocer la segunda razón.

‑La segunda razón, señor caballero ‑prosiguió Ketty envalentonada por el beso primero y luego por la expresión de los ojos d joven‑, es que en amor cada cual para sí.

Sólo entonces d'Artagnan se acordó de las miradas lánguidas d Ketty y de sus encuentros en la antecámara, en la escalinata, en el corredor, sus roces con la mano cada vez que lo encontraba y sus suspiros ahogados; pero absorto por el deseo de agradar a la gran dama había descuidado a la doncella; quien caza el águila no se preocupa del gorrión.

Mas aquella vez nuestro gascón vio de una sola ojeada todo el partido que podía sacar de aquel amor que Ketty acababa de confesar de una forma tan ingenua o tan descarada: intercepción de cartas dirigidas al conde de Wardes, avisos en el acto, entrada a toda hora en la habitación de Ketty, contigua a la de su ama. El pérfido, como se vi sacrificaba ya mentalmente a la pobre muchacha para obtener a Milady de grado o por fuerza.

‑¡Y bien! ‑le dijo a la joven‑. ¿Quieres, querida Ketty, que te dé una prueba de ese amor del que tú dudas?

‑¿De qué amor? ‑preguntó la joven.

‑De ese que estoy dispuesto a sentir por ti.

‑¿Y cuál es esa prueba?

‑¿Quieres que esta noche pase contigo el tiempo que suelo pasar con tu ama?

‑¡Oh, sí! ‑dijo Ketty aplaudiendo‑. De buena gana.

‑Pues bien, querida niña ‑dijo D'Artagnan sentándose en un sillón‑, ven aquí que yo te diga que eres la doncella más bonita qu nunca he visto.

Y le dijo tantas cosas y tan bien que la pobre niña, que no pedi otra cosa que creerlo, lo creyó... Sin embargo, con gran asombro d D'Artagnan, la joven Ketty se defendía con cierta resolución.

El tiempo pasa de prisa cuando se pasa en ataques y defensas

Sonó la medianoche y se oyó casi al mismo tiempo sonar la campanilla en la habitación de Milady.

‑¡Gran Dios! ‑exclamó Ketty‑. ¡Mi señora me llama! ¡Idos, idos rápido!

D'Artagnan se levantó, cogió su sombrero como si tuviera intención de obedecer; luego, abriendo con presteza la puerta de un gra armario en lugar de abrir la de la escalera, se acurrucó dentro en rnedio de los vestidos y las batas de Milady.

‑¿Qué hacéis? ‑exclamó Ketty.

D'Artagnan, que de antemano había cogido la llave, se encerró en el armario sin responder.

‑¡Bueno! ‑gritó Milady con voz agria‑. ¿Estáis durmiendo? ¿Por qué no venís cuando llamo?

Y D'Artagnan oyó que abrían violentamente la puerta de comuni­cación.

‑Aquí estoy, Milady, aquí estoy ‑exclamó Ketty lanzándose al encuentro de su ama.

Las dos juntas entraron en el dormitorio, y como la puerta de co­municación quedó abierta, D'Artagnan pudo oír durante algún tiempo todavía a Milady reñir a su sirvienta; luego se calmó, y la conversación recayó sobre él mientras Ketty arreglaba a su ama.

‑¡Bueno! ‑dijo Milady‑. Esta noche no he visto a nuestro gas­cón.

‑¡Cómo, señora! ‑dijo Ketty‑. ¿No ha venido? ¿Será infiel an­tes de ser feliz?

‑¡Oh! No, se lo habrá impedido el señor de Tréville o el señor Des Essarts. Me conozco, Ketty, y sé que a ése lo tengo cogido.

‑¿Qué hará la señora?

‑¿Qué haré?... Tranquilízate, Ketty, entre ese hombre y yo hay algo que él ignora... Ha estado a punto de hacerme perder mi crédito ante Su Eminencia... ¡Oh! Me vengaré.

‑Yo creía que la señora lo amaba

‑¿Amarlo yo? Lo detesto. Un necio, que tiene la vida de lord de Winter entre sus manos y que no lo mata y así me hace perder tres­cientas mil libras de renta.

‑Es cierto ‑dijo Ketty‑, vuestro hijo era el único heredero de su tío, y hasta su mayoría vos habríais gozado de su fortuna.

D'Artagnan se estremeció hasta la médula de los huesos al oír a aquella suave criatura reprocharle, con aquella voz estridente que a ella tanto le costaba ocultar en la conversación, no haber matado a un hom­bre al que él la había visto colmar de amistad.


Date: 2015-12-17; view: 458


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