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Capítulo XXII 10 page

D'Artagnan pensó que aquél era el momento de intervenir; de mo­do que se aproximó a la otra portezuela, descubriéndose respetuosa­mente, y dijo:

‑Señora, ¿me permitís ofreceros mis servicios? Parece que este caballero os ha encolerizado. Decid una palabra, señora, y yo me en­cargo de castigarlo por su falta de cortesía.

A las primeras palabras Milady se había vuelto, mirando al joven con extrañeza, y cuando él hubo terminado:

‑Señor ‑dijo ella, en muy buen francés‑, de todo corazón me pondría bajo vuestra protección si la persona que me molesta no fuera mi hermano.

‑¡Ah! Excusadme entonces ‑dijo D'Artagnan‑; como compren­deréis, lo ignoraba, señora.

‑¿Por qué se mezcla ese atolondrado ‑exclamó agachándose hasta la altura de la portezuela el caballero al que Milady había desig­nado como pariente suyo‑ y por qué no sigue su camino?

‑El atolondrado lo seréis vos ‑dijo D'Artagnan, agachándose a su vez sobre el cuello de su caballo y respondiendó por su lado por la portezuela‑; no sigo mi camino porque me apetece detener­me aquí.

El caballero dirigió algunas palabras en inglés a su hermana.

‑Yo os hablo en francés ‑dijo D'Artagnan‑; hacedme, pues, el placer, por favor, de responderme en la misma lengua. Sois el hermano de la señora, de acuerdo, pero por suerte no lo sois mío.

Podría creerse que Milady, temerosa como lo es de ordinario cualquier mujer, iría a interponerse en aquel inicio de provocación, a fin de impedir que la querella siguiese adelante; pero, por el contrario, se lanzó al fondo de su carroza y gritó fríamente al cochero.

‑¡Deprisa, al palacio!

La linda doncella lanzó una mirada de inquietud sobre D'Artagnan, cuyo buen aspecto parecía haber producido su efecto sobre ella.

La carroza partió dejando a los dos hombres uno frente al otro, sin ningún obstáculo material que los separase.

El caballero hizo un movimiento para seguir al coche, pero D'Ar­tagnan, cuya cólera ya en efervescencia había aumentado todavía más al reconocer en él al inglés que en Amiens le había ganado su caballo y había estado a punto de ganar a Athos su diamante, saltó a la brida y lo detuvo.

‑¡Eh, señor! ‑dijo‑. Me parecéis todavía más atolondrado que yo, porque me da la impresión de que olvidáis que entre nosotros hay una pequeña querella.

‑¡Ah, ah! ‑dijo en inglés‑. Sois vos, mi señor. ¿Pero es que tonéis siempre que jugar un juego a otro!

‑Sí, y eso me recuerda que tengo una revancha que tomar. Nos veremos, señor, si manejáis tan diestramente el estoque como el cubi­lete.



‑Veis de sobra que no llevo espada ‑dijo el inglés‑. ¿Queréis haceros el valiente contra un hombre sin armas?

‑Espero que la tengáis en casa ‑replicó D'Artagnan‑. En cual­quier caso, yo tengo dos y, si queréis, os prestaré una.

‑Inútil ‑dijo el inglés‑, estoy provisto de sobra de esa clase de utensilios.

‑Pues bien, mi digno gentilhombre ‑prosiguió D'Artagnan‑, ele­gid la más larga y venid a enseñármela esta tarde.

‑¿Dónde, si os place?

‑Detrás del Luxemburgo, es un barrio encantador para paseos del género del que os propongo.

‑De acuerdo, allí estaré.

‑¿Vuestra hora?

‑La seis.

‑A propósito, probablemente tendréis también uno o dos amigos.

‑Tengo tres que estarán muy honrados de jugar la misma partida que yo.

‑¿Tres? Perfecto. ¡Qué coincidencia! ‑dijo D'Artagnan‑. ¡Justo mi cuenta!

‑Y ahora, ¿quién sois? ‑preguntó el inglés.

‑Soy el señor D'Artagnan, gentilhombre gascón, que sirve en los guardias, compañía del señor Des Essarts. ¿Y vos?

‑Yo soy lord de Winter, barón de Sheffield[L151] .

‑Muy bien, soy vuestro servidor, señor barón ‑dijo D'Artagnan‑, aunque tengáis nombres difíciles de retener.

Y espoleando a su caballo, lo puso al galope y tomó el camino de Paris.

Como solía hacer en semejantes ocasiones, D'Artagnan bajó dere­cho a casa de Athos.

Encontró a Athos acostado sobre un gran canapé en el que, como había dicho, esperaba que su equipo viniese a encontrarlo.

Contó a Athos todo lo que acababa de pasar, menos la carta del señor de Wardes.

Athos quedó encantado cuando supo que iba a batirse contra un inglés. Ya hemos dicho que era su sueño.

Enviaron a buscar al instante a Porthos y a Aramis por los lacayos, y se los puso al corriente de la situación.

Porthos sacó su espada fuera de la funda y se puso a espadonear contra el muro retrocediendo de vez en cuando y haciendo flexiones como un bailarín. Aramis, que seguía trabajando en su poema se en­cerró en el gabinete de Athos y pidió que no lo molestaran hasta el momento de desenvainar.

Athos pidió por señas a Grimaud una botella.

En cuanto a D'Artagnan, preparó para sus adentros un pequeño plan cuya ejecución veremos más tarde, y que le prometía alguna aven­tura graciosa, como podía verse por las sonrisas que de vez en cuando cruzaban su rostro cuya ensoñación iluminaban.

 

Capítulo XXXI

Ingleses y franceses

 

Llegada la hora, se dirigieron con los cuatro lacayos hacia el Lu­xemburgo, a un recinto abandonado a las cabras. Athos dio una mo­neda al cabrero para que se alejase. Los lacayos fueron encargados de hacer de centinelas.

Inmediatamente una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se unió a los mosqueteros; luego tuvieron lugar las presentaciones según las costumbres de ultramar.

Los ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus adversarios fueron, pues, para ellos tema no sólo de sospresa sino aun de inquietud.

‑Pero a todo esto ‑dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus nombres‑, no sabemos quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes; son nombres de pastores.

‑Como bien suponéis, milord, son nombres falsos ‑dijo Athos.

‑Lo cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos ‑respondió el inglés.

‑Habéis jugado de buena gana contra nosostros sin conocerlos ‑dijo Athos‑, y con ese distintivo nos habéis ganado nuestros dos caballos.

‑Cierto, pero no arriesgábamos más que nuestras pistolas; esta vez arriesgamos nuestra sangre: se juega con todo el mundo, pero uno sólo se bate con sus iguales.

‑Eso es justo ‑dijo Athos. Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que debía batirse y le dijo su nombre en voz baja.

Porthos y Aramis hicieron otro tanto por su lado.

‑¿Os basta eso ‑dijo Athos a su adversario‑, y me creéis tan gran señor como para hacerme la gracia de cruzar la espada conmigo?

‑Sí, señor ‑dijo el inglés inclinándose.

‑Y bien, ahora, ¿queréis que os diga una cosa? ‑repuso fríamente Athos.

‑¿Cuál? ‑preguntó el inglés.

‑Nunca deberíais haberme exigido que me diese a conocer.

‑¿Por qué?

‑Porque se me cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y porque voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por ahí.

El inglés miró a Athos, creyendo que éste bromeaba; pero Athos no bromeaba por nada del mundo.

‑Señores ‑dijo dirigiéndose al mismo tiempo a sus compañeros y a sus adversarios‑, ¿estamos?

‑Sí ‑respondieron todos a una, ingleses y franceses.

‑Entonces, en guardia ‑dijo Athos.

Y al punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate comenzó con un encarnizamiento muy natural entre gentes dos veces enemigas.

Athos luchaba con tanta calma y método como si estuviera en una sala de armas.

Porthos, corregido sin duda de su excesiva confianza por su aven­tura de Chantilly, hacía un juego lleno de sutileza y prudencia.

Aramis, que tenía que terminar el tercer canto de su poema, se apre­suraba como hombre muy ocupado.

Athos fue el primero en matar a su adversario: no le había lanzado más que una estocada, pero como había avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el corazón.

Porthos fue el segundo en tender al suyo sobre la hierba: le había atravesado el muslo. Entonces, como el inglés le entregaba su espada sin hacer más resistencia, Porthos lo tomó en brazos y lo llevó a su ca­rroza.

Aramis presionó al suyo con tanto vigor que, después de haber ce­dido una cincuentena de pasos, terminó por emprender la huida a to­do correr y desapareció entre el abucheo de los lacayos.

En cuanto a D'Artagnan, había jugado pura y simplemente un jue­go defensivo; luego, cuando hubo visto a su adversario muy cansado, de un ataque de cuarta al flanco le había hecho soltar la espada. El barón, viéndose desarmado, dio dos o tres pasos hacia atrás; pero en este movimiento, su pie resbaló y cayó boca arriba.

D'Artagnan estuvo sobre él de un salto y poniéndole la espada en la garganta le dijo:

‑Podría mataros, señor, y estáis entre mis manos, pero os conce­do la vida por amor a vuestra hermana.

D'Artagnan se hallaba en el colmo de la alegría; acababa de reali­zar el plan que había proyectado de antemano, y cuyo desarrollo ha­bía hecho aflorar a su rostro las sonrisas de que hemos hablado.

El inglés, encantado con habérselas con un gentilhombre tan aco­modaticio, estrechó a D'Artagnan entre sus brazos, hizo mil caranto­ñas a los tres mosqueteros y, como el adversario de Porthos ya estaba instalado en el coche y el de Aramis había puesto pies en polvorosa, no hubo que pensar más que en el difunto.

Cuando Porthos y Aramis lo desnudaban con la esperanza de que su herida no fuera mortal, una gruesa bolsa escapó de su cintura. D'Ar­tagnan la recogió y se la tendió a lord de Winter.

‑¿Y qué diablos queréis que haga yo con esto? ‑dijo el inglés.

‑Entregádsela a su familia ‑dijo D'Artagnan.

‑A su familia no le preocupa esa miseria: tiene más de quince mil luises de renta; guardaos esa bolsa para vuestros lacayos.

D'Artagnan metió la bolsa en su bolsillo.

‑Y ahora, joven amigo, porque espero que me permitiréis daros ese nombre ‑dijo lord de Winter‑, desde esta noche, si lo deseáis, os presentaré a mi hermana, lady Clarick; porque quiero que ella os conceda sus favores, y como no está mal vista en la come, quizá en el futuro una palabra dicha por ella no os fuera del todo inútil.

D'Artagnan se ruborizó de placer y se inclinó en señal de asenti­miento.

Mientras tanto, Athos se había acercado a D'Artagnan.

‑¿Qué pensáis hacer con esa bolsa? ‑le dijo en voz baja al oído

‑Contaba con entregárosla, mi querido Athos.

‑¿A mí? ¿Y eso por qué?

‑¡Toma! Vos lo habéis matado: son los despojos opimos.

‑¡Yo heredero de un enemigo! ‑dijo Athos‑. ¿Por quién me tomáis entonces?

‑Es costumbre de guerra ‑dijo D'Artagnan‑. ¿Por qué no ha­bría de ser costumbre de un duelo?

‑Ni siquiera he hecho eso en el campo de batalla ‑dijo Athos.

Porthos se encogió de hombros. Aramis, con un movimiento de labios, aprobó a Athos.

‑Entonces ‑dijo D'Artagnan‑, demos este dinero a los lacayos, como lord de Winter nos ha dicho que hagamos.

‑Sí ‑dijo Athos‑, demos esa bolsa no a nuestros lacayos, sino a los lacayos ingleses.

Athos cogió la bolsa y la lanzó a las manos del cochero.

‑Para vos y vuestros compañeros.

Esta grandeza de modales en un hombre completamente privado de todo, sorprendió al mismo Porthos, y esta generosidad francesa, contada por lord de Winter y su amigo, tuvo gran éxito en todas partes salvo entre los señores Grimaud, Mosquetón Planchet y Bazin.

Lord de Winter dio a D'Artagnan, al despedirse, la dirección de su hermana; vivía en la Place Royale, que era entonces el barrio de mo­da, en el número 6. Además, se comprometía a ir a recogerlo para presentarlo. D'Artagnan lo citó a las ocho, en casa de Athos.

Aquella presentación a Milady preocupaba mucho la cabeza de nues­tro gascón. Recordaba de qué extraña manera se había mezclado aquella mujer hasta entonces en su destino. Estaba convencido de que era al­guna criatura del cardenal y, sin embargo, se sentía invenciblemente arrastrado hacia ella por uno de esos sentimientos de que uno no se da cuenta. Su único temor era que Milady reconociese en él al hombre de Meung y de Douvres. En ese caso, ella sabría que era uno de los amigos del señor de Tréville, y, por consiguiente, que pertenecía en cuerpo y alma al rey, lo cual, desde ese momento, le haría perder par­te de sus ventajas, porque conocido de Milady como él la conocía a ella, jugaría con ella el mismo juego. En cuanto a aquel principio de intriga entre ella y el conde de Wardes, nuestro presuntuoso se preo­cupaba más bien poco, aunque el marqués fuera joven, guapo, rico y fuerte en el favor del cardenal. No en balde se tiene veinte años, y, sobre todo, ¡no en balde ha nacido uno en Tarbes!

D'Artagnan comenzó por ir a su casa para hacerse un aseo esplen­dente; luego se dirigió a la de Athos, y, según su costumbre, se lo con­tó todo. Athos escuchó sus proyectos; luego movió la cabeza y le reco­mendó prudencia con algo de amargura.

‑¡Vaya! ‑le dijo‑. Acabáis de perder a una mujer que decís que es buena, encantadora y perfecta, y ya estáis corriendo detrás de otra.

D'Artagnan se dio cuenta de la verdad de este reproche.

‑Yo amaba a la señora Bonacieux de corazón, mientras que a Mi­lady la amo con la cabeza; al hacerme llevar a su casa, busco sobre todo conocer el papel que juega en la corte.

‑¡Diantre, el papel que juega! No es difícil de adivinar después de todo cuanto me habéis dicho. Es un emisario del cardenal: una mujer que os atraerá a una trampa en la que dejaréis sencillamente la cabeza.

‑¡Diablos, mi querido Athos! Veis las cosas muy negras, en mi opinión.

‑Querido, desconfío de las mujeres, ¿qué queréis? Estoy pagando por ello, y sobre todo de las mujeres rubias. Según me habéis dicho, Milady es rubia.

‑Tiene el pelo del rubio más hermoso que se pueda hallar.

‑¡Ay, mi pobre D'Artagnan! ‑exclamó Athos.

‑Escuchad, quiero saber; luego, cuando sepa lo que deseo saber me alejaré.

‑Ilustraos, pues ‑dijo flemáticamente Athos.

Lord de Winter llegó a la hora indicada, pero Athos, prevenido a tiempo, pasó a la segunda habitación. Encontró, pues, a D'Artagnao solo, y como eran cerca de las ocho llevó consigo al joven.

Una elegante carroza esperaba abajo, y como estaba enjaezadé con dos excelentes caballos, en un instante estuvieron en la Place Royale.

Milady Clarick recibió graciosamente a D'Artagnan. Su palacete era de una sustuosidad notable; y aunque la mayoría de los ingleses, expulsados por la guerra, abandonaban Francia o estaban a punto de abandonarla, Milady acababa de hacer en su casa nuevos gastos: lo cual probaba que la medida general que despedía a los ingleses no la afectaba.

‑Veis aquí ‑dijo lord de Winter presentando a D'Artagnan a su hermana‑ a un joven gentilhombre que ha tenido mi vida entre sus manos, y que no ha querido abusar de su ventaja, aunque fuésemos dos veces enemigos, por ser yo quien lo insultó, y por ser inglés. Agradecédselo, pues, señora, si sentís alguna amistad por mí.

Milady frunció ligeramente el entrecejo; una nube apenas visible pasó por su frente, y en sus labios apareció una sonrisa tan extraña que el joven, que vio ese triple matiz, tuvo como un escalofrío.

El hermano no vio nada; se había vuelto para jugar con el mono favorito de Milady, al que había tirado por el jubón.

‑Sed bienvenido, señor ‑dijo Milady con una voz cuya dulzura singular contrastaba con los síntomas de mal humor que acababa de observar D'Artagnan‑, hoy habéis adquirido derechos eternos para mi gratitud.

El inglés se volvió entonces y contó el combate sin omitir detalle. Milady escuchó con la mayor atención; sin embargo, se veía fácilmente, por más esfuerzo que hiciese por ocultar sus impresiones, que el relato no le resultaba agradable. La sangre subía a su cabeza, y su pequeño pie se agitaba impacientemente bajo la falda.

Lord de Winter no se dio cuenta de nada. Luego, cuando hubo terminado, se acercó a una mesa donde estaban servidos, sobre una bandeja, una botella de vino español y vasos. Llenó dos vasos y con un gesto invitó a D'Artagnan a beber.

D'Artagnan sabía que era contrariar mucho a un inglés negarse a brindar con él. Se acercó, pues, a la mesa y cogió el segundo vaso. Sin embargo, no había perdido de vista a Milady, y en el cristal vislum­bró el cambio que acababa de operarse en su rostro. Ahora que ella no creía ser mirada, un sentimiento que se parecía a la ferocidad ani­maba su fisonomia. Mordía su pañuelo a dentelladas.

Aquella linda criadita a la que D'Artagnan ya había visto entró en­tonces; dijo en inglés algunas palabras a lord de Winter, que pidió al punto a D’Artagnan permiso para retirarse, excusándose con la urgen­cia del asunto que le llamaba, y encargando a su hermana obtener su perdon.

D'Artagnan cambió un apretón de manos con lord de Winter y vol­vió junto a Milady. El rostro de aquella mujer, con movilidad sorpren­dente, había recuperado su expresión llena de gracia, y sólo algunas pequeñas manchas rojas sobre su pañuelo indicaban que se había mor­dido los labios hasta hacerse sangre.

Sus labios eran magníficos, hubiérase dicho de coral.

La conversación tomó un giro jovial. Milady parecía haberse repues­to enteramente. Contó que lord de Winter no era más que su cuñado, y no su hermano: se habia casado con el segundón de la familia, que a había dejado viuda con un hijo. Ese hijo era el único heredero de lord de Winter, si lord de Winter no se casaba. Todo esto dejaba ver a D'Artagnan un velo que envolvía algo, pero no distinguía aún nada bajo ese velo.

Por lo demás, al cabo de media hora de conversación D'Artagnan estaba convencido de que Milady era compatriota suya: hablaba francés con una pureza y una elegancia que no dejaban duda alguna al respecto.

D Artagnan se deshizo en palabras galantes y en protestas de afec­to. A todas las sandeces que se le escaparon a nuestro gascón, Milady sonrió con benevolencia. Llegó la hora de retirarse. D'Artagnan se des­pidió de Milady y salió del salón como el más feliz de los hombres.

En la escalera encontró a la linda doncella, que le rozó suavemente al pasar y, ruborizándose hasta el blanco de los ojos, le pidió perdón por haberle tocado con una voz tan dulce que el perdón le fue conce­dido al instante.

D'Artagnan volvió al día siguiente y fue recibido mejor aún que la víspera. Lord de Winter no estaba, y fue Milady quien esta vez le hizo todos los honores de la velada. Pareció interesarse mucho por él, le preguntó de dónde era, quiénes eran sus amigos, y si no había pensa­do alguna vez en vincularse al servicio del señor cardenal.

D'Artagnan que, como sabemos, era muy prudente para un gas­cón de veinte años, se acordó entonces de sus sospechas sobre Milady; le hizo un gran elogio de Su Eminencia, le dijo que no habría dejado de entrar en los guardias del cardenal en lugar de entrar en los guardias del rey si hubiera conocido al señor de Cavois en lugar de co­nocer al señor de Tréville.

Milady cambió de conversación sin afectación alguna, y preguntó a D'Artagnan de la forma más descuidada del mundo si había estado alguna vez en Inglaterra.

D'Artagnan respondió que había sido enviado por el señor de Tré­ville para tratar de una remonta de caballos, y que incluso se había trai­do cuatro como muestra.

En el curso de esta conversación, Milady se pellizcó dos o tres ve­ces los labios: tenía que vérselas con un gascón que jugaba fuerte.

A la misma hora que la víspera D'Artagnan se retiró. En el corre­dor volvió a encontrar a la linda Ketty, tal era el nombre de la doncella, Esta lo miró con una expresión de misteriosa benevolencia en la que no podía equivocarse. Pero D'Artagnan estaba tan preocupado por el ama que no se fijaba más que en lo que venía de ella.

D'Artagnan volvió a la casa de Milady al día siguiente, y al siguien­te, y cada vez Milady le brindó una acogida más graciosa.

Cada vez también, bien en la antecámara, bien en el corredor, bien en la escalinata, volvía a encontrar a la linda doncella.

Pero como ya hemos dicho, D'Artagnan no prestaba ninguna aten­ción a esta persistencia de la pobre Ketty.

 

Capítulo XXXII

Una cena de procurador

 

Mientras tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había hecho olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador. Al día siguiente, hacia la una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux Ours, con el paso de un hombre que tiene dos veces suerte.

Su corazón palpitaba, pero no era, como el de D'Artagnan, por un amor joven a impaciente. No, un interés más material le latigaba la san­gre, iba por fin a franquear aquel umbral misterioso, a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de maese Coquenard.

Iba a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus sueños; arcón de forma alargada y profunda, lleno de ca­denas y cerrojos, empotrado en el suelo; arcón del que con tanta fre­cuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia, de la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras.

Y luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin familia, el soldado habituado a los albergues, a los tugu­rios; a las tabernas, a las posadas, el gastrónomo forzado la mayor par­te del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas caseras, a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que cuanto más duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes.

Venir en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente amarilla y arrugada del viejo procurador, des­plumar algo a los jóvenes pasantes enseñándoles la baceta, el passe­dix y el lansquenete [L152] en sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de honorarios por la lección que les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía sonreír enormemente a Porthos.

El mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en aquel tiempo sobre los procuradores y que les han so­brevivido: la tacañería, los recortes, los días de ayuno, pero como des­pués de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado siempre muy intempectivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una procuradora, por supuesto, esperó encon­trar una casa montada de forma halagüeña.

Sin embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el co­mienzo era para animar a la gente: alameda hedionda y negra, escale­ra mal aclarada por barrotes a través de los cuales se filtraba la luz de un patio vecino; en el primer piso una puerta baja y herrada con enor­mes clavos como la puerta principal de Grand Chátelet.

Porthos llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido ba­jo una selva virgen de pelo, vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo la altura que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja que indica el hábito de vivir bien.

Otro pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un mandadero de doce años tras el tercero.

En total, tres pasantes y medio; lo cual, para la época, anunciaba un bufete de los más surtidos.

Aunque el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía el ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador para que adelantase la hora.

La señora Coquenard llegó, pues, por la puerta de la vivienda casi al mismo tiempo que su invitado llegaba por la puerta de la escalera, y la aparición de la digna dama lo sacó de un gran apuro. Los pasantes eran curiosos y él, no sabiendo demasiado bien qué decir a aquella ga­ma ascendente y descendente, permanecía con la lengua muda.

‑Es mi primo ‑exclamó la procuradora‑; entrad pues, entrad, señor Porthos.

El nombre de Porthos causó efecto en los pasantes, que se echa­ron a reír; pero Porthos se volvió, y todos los rostros recuperaron su gravedad.

Llegaron al gabinete del procurador tras haber atravesado la ante­cámara donde estaban los pasantes, y el estudio donde habrían debido estar; esta última habitación era una especie de sala negra y amuebla­da, con papelotes. Al salir del estudio, dejaron la cocina a la derecha y entraron en la sala de recibir.

Todas aquellas habitaciones que se comunicaban no inspiraron en Porthos buenas ideas. Las palabras debían oírse desde lejos por todas aquellas puertas abiertas; luego, al pasar, había lanzado una mirada rápida y escrutadora en la cocina, y a sí mismo se confesaba, para vergüenza de la procuradora y para pesar suyo, que no había visto ese fuego, esa animación, ese movimiento que a la hora de una buena co­mida reinan ordinariamente en ese santuario de la gula.


Date: 2015-12-17; view: 486


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