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Capítulo XXII 12 page

‑Por eso ‑continuó Milady‑, ya me habría vengado en él si el cardenal, no sé por qué, no me hubiera recomendado tratarlo con mi­ramiento.

‑¡Oh, sil Pero la señora no ha tratado con miramientos a la mujer que él amaba.

‑¡Ah, la mercera de la calle des Fossoyeurs! Pero ¿no se ha olvi­dado ya él de que existía? ¡Bonita venganza, a fe!

Un sudor frío corría por la frente de D'Artagnan: aquella mujer era un monstruo.

Volvió a escuchar, pero por desgracia el aseo había terminado.

‑Está bien ‑dijo Milady‑, volved a vuestro cuarto y mañana tra­tad de tener una respuesta a la carta que os he dado.

‑¿Para el señor de Wardes? ‑dijo Ketty.

‑Claro, para el señor de Wardes.

‑Este me parece ‑dijo Ketty‑ una persona que debe de ser to­do lo contrario que ese pobre señor D'Artagnan.

‑Salid, señorita ‑dijo Milady‑, no me gustan los comentarios.

D'Artagnan oyó la puerta que se cerraba, luego el ruido de dos ce­rrojos que echaba Milady a fin de encerrarse en su cuarto; por su par­te, pero con la mayor suavidad que pudo, Ketty dio una vuelta de lla­ve; entonces D'Artagnan empujó la puerta del armario.

‑¡Oh, Dios mío! ‑dijo en voz baja Ketty‑. ¿Qué os pasa? ¡Qué pálido estáis!

‑¡Abominable criatura! ‑murmuró D'Artagnan.

‑¡Silencio, silencio salid! ‑dijo Ketty‑. No hay más que un tabi­que entre mi cuarto y el de Milady, se oye en uno todo lo que se dice en el otro.

‑Precisamente por eso no me marcharé ‑dijo D'Artagnan.

‑¿Cómo? ‑dijo Ketty ruborizándose.

‑O al menos me marcharé... más tarde.

Y atrajo a Ketty hacia él; no había medio de resistir ‑¡la resistencia hace tanto ruido!‑, por eso Ketty cedió.

Aquello era un movimiento de venganza contra Milady. D'Ar­tagnan encontró que tenían razón al decir que la venganza es placer de dioses. Por eso, con algo de corazón se habría contentado con esta nueva conquista; mas D'Artagnan sólo tenía ambición y orgullo.

Sin embargo, y hay que decirlo en su elogio, el primer empleo que hizo de su influencia sobre Ketty fue tratar de saber por ells qué había sido de la señora Bonacieux; pero la pobre muchacha juró sobre el cru­cifijo a D'Artagnan que ignoraba todo, pues su ama no dejaba nunca penetrar más que la mitad de sus secretos; sólo creía poder responder que no estaba muerta.

En cuanto a la causa que había estado a punto de hacer perder a Milady su crédito ante el cardenal, Ketty no sabía nada más; pero en esta ocasión D'Artagnan estaba más adelantado que ella: como había visto a Milady en su navío acuartelado en el momento en que él dejaba Inglaterra, sospechó que aquella vez se trataba de los herretes de dia­mantes.



Pero lo más claro de todo aquello es que el odio verdadero, el odio profundo, el odio inveterado de Milady procedía de que no había ma­tado a su cuñado.

D'Artagnan volvió al día siguiente a casa de Milady. Estaba ella de muy mal humor; D'Artagnan sospechó que era la falta de respuesta del señor de Wardes lo que tanto la molestaba. Ketty entró y Milady la recibió con dureza. Una ojeada que lanzó a D'Artagnan quería de­cir: ¡Ya veis cuánto sufro por vos!

Sin embargo, al final de la velada, la hermosa leona se dulcificó, escuchó sonriendo la frases dulces de D'Artagnan, incluso le dio la mano a besar.

D’Artagnan salió no sabiendo qué pensar; pero como era un mu­chacho al que no se hacía fácilmente perder la cabeza, al tiempo que hacía su corte a Milady, había esbozado en su mente un pequeño plan.

Encontró a Ketty en la puerta, y como la víspera subió a su cuarto para tener noticias. A Ketty la había reñido mucho, la había acusado de neglicencia. Milady no comprendía nada del silencio del conde de Wardes, y le había ordenado entrar en su cuarto a las nueve de la ma­ñana para coger una tercera carta.

D'Artagnan hizo prometer a Ketty que llevaría a su casa esa carta a la mañana siguiente; la pobre joven prometió todo lo que quiso su amante: estaba loca.

Las cosas pasaron como la víspera; D'Artagnan se encerró en su armario. Milady llamó, hizo su aseo, despidió a Ketty y cerró su puer­ta. Como la víspera, D'Artagnan no volvió a su casa hasta la cinco de la mañana.

A las once, vio llegar a Ketty; llevaba en la mano un nuevo billete de Milady. Aquella vez, la pobre muchacha ni siquiera trató de dispu­társelo a D'Artagnan: le dejó hacer; pertenecía en cuerpo y alma a su hermoso soldado.

D'Artagnan abrió el billete y leyó lo que sigue:

 

«Esta es la tercera vez que os escribo para deciros que os amo. Tened cuidado de que no os escriba una cuarta vez para deciros que os detesto.

Si os arrepentís de vuestra forma de comportaros conmigo, la joven que os entregue este billete os dirá de qué forma un hom­bre galante puede obtener su perdón.»

 

D'Artagnan enrojeció y palideció varias veces al leer este billete.

‑¡Oh, seguís amándola! ‑dijo Ketty, que no había separado un instante los ojos del rostro del joven.

‑No, Ketty, te equivocas, ya no la amo; pero quiero vengarme de sus desprecios.

‑Sí, conozco vuestra venganza; ya me lo habéis dicho.

‑¡Qué te importa, Ketty! Sabes de sobra que sólo te amo a ti.

‑¿Cómo se puede saber eso?

‑Por el desprecio que haré de ella.

Ketty suspiró.

D'Artagnan cogió una pluma y escribió:

 

«Señora, hasta ahora había dudado de que fuese yo el desti­natario de esos dos billetes vuestros, tan indigno me creía de se­majante honor; además, estaba tan enfermo que en cualquier caso hubiese dudado en responder.

Pero hoy debo creer en el exceso de vuestras bondades por­que no sólo vuestra carta, sino vuestra criada también, me ase­gura que tengo la dicha de ser amado por vos.

No tiene ella necesidad de decirme de qué manera un hombre galante puede obtener su perdón. Por tanto, iré a pediros el mío esta noche a las once. Tardar un día sería ahora a mis ojos haceros una nueva ofensa.

Aquel a quien habéis hecho el más feliz de los hombres.

 

Conde de Wardes.»

 

Este billete era, en primer lugar, falso; en segundo lugar una indeli­cadeza; incluso era, desde el punto de vista de nuestras costumbres , actuales, algo como una infamia; pero no se tenían tantos miramientos en aquella época como se tienen hoy. Por otro lado D'Artagnan, por confesión propia, sabía a Milady culpable de traición a capítulos más importantes y no tenía por ella sino una estima muy endeble. Y sin em­bargo, pese a esa poca estima, sentía que una pasión insensata por aquella mujer le quemaba. Pasión embriagada de desprecio; pero pa­sión o sed, como se quiera.

La intención de D'Artagnan era muy simple; por la habitación de Ketty llegaba él a la de su ama; se beneficiaba del primer momento de sorpresa, de vergüenza, de terror para triunfar de ella; quizá fracasara, pero había que dejar algo al azar. Dentro de ocho días se iniciaba la campaña y había que partir; D'Artagnan no tenía tiempo de hilar el amor perfecto.

‑Toma ‑dijo el joven entregando a Ketty el billete completamen­te cerrado‑ dale esta carta a Milady; es la respuesta del señor de War­des.

La pobre Ketty se puso pálida como la muerte, sospechaba lo que contenía aquel billete.

‑Escucha, querida niña ‑le dijo D'Artagnan‑, comprendes que esto debe terminar de una forma o de otra; Milady puede descubrir que le has entregado el primer billete a mi criado en lugar de entregár­selo al criado del conde; que soy yo quien ha abierto los otros que tenían que haber sido abiertos por el señor de Wardes; entonces Milady te echa y ya la conoces, no es una mujer como para quedarse en esa venganza.

‑¡Ay! ‑dijo Ketty‑. ¿Por quién me he expuesto a todo esto?

‑Por mí, lo sabes bien hermosa mía ‑dijo el joven‑, y por esto te estoy muy agradecido, te lo juro.

‑Pero ¿qué contiene vuestro billete?

‑Milady te lo dirá.

‑¡Ay, vos no me amáis ‑exclamó Ketty‑, y soy muy desgraciada!

Este reproche tuvo una respuesta con la que siempre se engañan las mujeres: D'Artagnan respondió de forma que Ketty permaneciese en el error más grande.

Sin embargo, ella lloró mucho antes de decidirse a entregar aquella carta a Milady; por fin se decidió, que es todo lo que D'Artagnan quería.

Además le prometió que aquella noche saldría temprano de casa de su ama y que al salir del salón del ama iría a su cuarto.

Esta promesa acabó por consolar a la póbre Ketty.

 

Capítulo XXXIV

Donde se trata del equipo de Aramis y de Porthos

 

Desde que los cuatro amigos estaban a la caza cada cual de su equi­po, no había entre ellos reunión fija. Cenaban unos sin otros, donde cada uno se encontraba, o mejor, donde se podía. El servicio, por su lado, les llevaba también una buena parte de su precioso tiempo, que transcurría tan deprisa. Habían convenido solamente en encontrarse una vez por semana, hacia la una en el alojamiento de Athos, dado que este último, según el juramento que había hecho, no pasaba del umbral de su puerta.

El mismo día en que Ketty había ido a buscar a D'Artagnan a su casa era día de reunión.

Ápenas hubo salido Ketty, D'Artagnan se dirigió hacia la calle Férou.

Encontró a Athos y Aramis que filosofaban. Aramis tenía ciertas ve­leidades de volver a ponerse la sotana. Athos, según su costumbre, ni lo disuadía ni lo alentaba. Athos era de la opinión de dejar a cada cual a su libre albedrío. Nunca daba consejos a no ser que se los pidie­ran. E incluso había que pedírselos dos veces.

‑En general, no se piden consejos ‑decía‑ más que para no se­guirlos; o, si se siguen, es para tener a alguien a quien se puede repro­char el haberlos dado.

Porthos llegó un momento después de D'Artagnan. Los cuatro ami­gos estaban, pues, reunidos.

Los cuatro rostros expresaban cuatro sentimientos distintos: el de Porthos tranquilidad; el de D'Artagnan, esperanza; el de Aramis, in­quietud; el de Athos, despreocupación.

Al cabo de un instante de conversación en la cual Porthos dejó entrever que una persona situada muy arriba había tenido a bien encar­garse de sacarle del apuro, entró Mosquetón.

Venía a rogar a Porthos que pasase a su alojamiento, donde su presencia era urgente, según decía con aire muy lastimoso.

‑¿Es mi equipo? ‑preguntó Porthos.

‑Sí y no ‑respondió Mosquetón.

‑Pero ¿qué es lo que quieres decir?...

‑Venid, señor.

Porthos se levantó, saludó a sus amigos y siguió a Mosquetón.

Un instante después, Bazin apareció en el umbral de la puerta.

‑¿Para qué me queréis, amigo mío? ‑dijo Aramis con aquella dul­zura de lenguaje que se observaba en él cada vez que sus ideas lo lle­vaban hacia la iglesia.

‑Un hombre espera al señor en casa ‑respondió Bazin.

‑¡Un hombre! ¿Qué hombre?

‑Un mendigo.

‑Dadle limosna, Bazin, y decidle que ruege por un pobre pe­cador.

‑Ese mendigo quiere forzosamente hablaros, y pretende que es­taréis encantado de verlo.

‑¿No ha dicho nada de particular para mí?

‑Sí. Si el señor Aramis, ha dicho, duda en venir a buscarme, le anunciaréis que llego de Tours.

‑¿De Tours? ‑exclamó Aramis‑. Señores, mil perdones, pero sin duda este hombre me trae noticias que esperaba.

Y levantándose al punto se alejó rápidamente.

Quedaron Athos y D'Artagnan.

‑Creo que esos muchachos han encontrado su solución. ¿Qué pen­sáis, D'Artagnan? ‑dijo Athos.

‑Sé que Porthos lleva camino de conseguirlo ‑dijo D'Artagnan‑; y en cuanto a Aramis, a decir verdad, nunca me ha preocupado mu­cho; pero vos, mi querido Athos, vos que tan generosamente habéis distribuido las pistolas del inglés que eran vuestra legítima, ¿que vais a hacer?

‑Estoy muy contento de haber matado a ese maldito, querido, da­do que es pan bendito matar un inglés, pero si me hubiera embolsado sus pistolas me pesarían como un remordimiento.

‑¡Vamos, mi querido Athos! Realmente tenéis ideas inconce­bibles.

‑¡Dejémoslo, dejémoslo! El señor de Tréville, que me hizo el ho­nor de visitarme ayer, me dijo que frecuentáis a esos ingleses sospe­chosos que protege el cardenal.

‑Eso quiere decir que visito una inglesa de la que ya os he hablado.

‑Ah, sí, la mujer rubia respecto a la cual os he dado consejos que naturalmente os habéis cuidado mucho de seguir.

‑Os he dado mis razones.

‑Sí, veis ahí vuestro equipo, según creo por lo que me habéis dicho.

‑¡Nada de eso! He conseguido la certeza de que esa mujer tiene algo que ver con el rapto de la señora Bonacieux.

‑Sí, comprendo; para encontrar a una mujer, hacéis la corte a otra: es el camino más largo, pero el más divertido.

D'Artagnan estuvo a punto de contárselo todo a Athos; pero un punto lo detuvo: Athos era un gentilhombre severo sobre el pundo­nor, y en todo aquel pequeño plan que nuestro enamorado había fija­do respecto a Milady había ciertas cosas que de antemano, estaba se­guro de ello, no obtendrían el asentimiento del puritano; prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era el hombre menos curioso de la tie­rra, las confidencias de D'Artagnan se quedaron ahí.

Dejaremos, pues, a los dos amigos, que no tenían nada muy im­portante que decirse, para seguir a Aramis.

A la nueva de que el hombre que quería hablarle llegaba de Tours, ya hemos visto con qué rapidez el joven había seguido, o mejor, ade­lantado a Bazin; no dio, pues, más que un salto de la cane Férou a la calle de Vaugirard.

Al entrar en su casa, encontró efectivamente a un hombre de esta­tura baja y ojos inteligentes, pero cubierto de harapos.

‑¿Sois vos quien preguntáis por mí? ‑dijo el mosquetero.

‑Yo pregunto por el señor Aramis; ¿sois vos quien os llamáis asî?

‑Yo mismo; ¿tenéis algo que entregarme?

‑Sí, si me mostráis cierto pañuelo bordado.

‑Helo aquí ‑dijo Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de madera de ébano incrustado de nácar‑, helo aquí, mirad.

‑Está bien ‑dijo el mendigo‑, despedid a vuestro lacayo.

En efecto, Bazin, curioso por saber lo que el mendigo quería de su maestro, había acompasado el paso al suyo, y había llegado casi al mismo tiempo que él; pero esta celeridad no le sirvió de gran cosa; a la invitación del mendigo, su amo le hizo seña de retirarse, y no tuvo más remedio que obedecer.

Una vez que Bazin salió, el mendigo lanzó una mirada rápida en torno a él, a fin de asegurarse de que nadie podía verlo ni oírlo, y abrien­do su vestido harapiento mal apretado por un cinturón de cuero, se puso a descoser la parte alta de su jubón, de donde sacó una carta.

Aramis lanzó un grito de alegría a la vista del sello, besó la escritu­ra, y con un respeto casi religioso abrió la epístola, que contenía lo que sigue:

 

«Amigo, la suerte quiere que sigamos separados por algún tiempo aún; mas los hermosos días de la juventud no se han per­dido sin retorno. Cumplid vuestro deber en el campamento; yo cumplo el mío en otra parte; haced la campaña como gentilhom­bre valiente, y pensad en mí, que beso tiernamente vuestros ojos negros.

 

¡Adiós, o mejor, hasta luego!»

 

 

El mendigo seguía descosiendo; de sus sucios vestidos sacó una a una ciento cincuenta pistolas dobles de España, que alineó sobre la me­sa; luego, abrió la puerta, saludó y partió antes de que el joven, estu­pefacto, hubiera osado dirigirle la palabra.

Aramis releyó entonces la carta, y se dio cuenta de que aquella carta tenía un post‑scriptum.

 

«P.‑S. ‑Podéis acoger al portador, que es conde y grande de España. »

 

‑¡Sueños dorados! ‑exclamó Aramis‑. ¡Oh hermosa vida! Sí, somos jóvenes. Sí, aún tendremos días felices. ¡Óh, para ti, para ti, amor mío, mi sangre, mi vida, todo, todo, mi bella dueña!

Y besaba la carta con pasión sin mirar siquiera el oro que centellea­ba sobre la mesa.

Bazin llamó suavemente a la puerta; Aramis no tenía ya motivo para mantenerlo a distancia; le permitió entrar.

Bazin quedó estupefacto a la vista de aquel oro y olvidó que venía a anunciar a D'Artagnan, que, curioso por saber quién era el mendigo, venía a casa de Aramis al salir de la de Athos.

Pero como D'Artagnan no se preocupaba mucho con Aramis, al ver que Bazin olvidaba anunciarlo, se anunció él mismo.

‑¡Diablo, mi querido Aramis! ‑dijo D'Artagnan‑. Si esto son las ciruelas que os envían de Tours, presentaréis mis respetos al jardinero que las cosecha.

‑Os equivocáis, querido ‑dijo Aramis siempre discreto‑, es mi librero, que acaba de enviarme el precio de aquel poema en versos de una sílaba que comencé allá.

‑¡Ah, claro! ‑dijo D'Artagnan‑. Pues bien, vuestro librero es ge­neroso, mi querido Aramis, es todo cuanto puedo deciros.

‑¡Cómo, señor! ‑exclamó Bazin‑. ¿Tan caro se vende un poe­ma? ¡Es increble! Oh, señor, haced‑ cuantos queráis, podéis converti­ros en el émulo del señor de Voiture y del señor de Benserade. Tam­bién a mí me gusta esto. Un poeta es casi un abate. ¡Ah, señor Aramis, meteos, pues, a poeta, os lo suplico!

‑Bazin, amigo mío ‑dijo Aramis‑, creo que os estáis mezclan­do en la conversación.

Bazin comprendió que se había equivocado; bajó la cabeza y salió.

‑¡Vaya! ‑dijo D'Artagnan con una sonrisa‑. Vendéis vuestras producciones a peso de oro, sois muy afortunado, amigo mío; pero tened cuidado, vais a perder esa carta que sale de vuestra casaca, y que sin duda también es de vuestro librero.

Aramis se puso rojo hasta el blanco de los ojos, volvió a meter su carta y a abotonar su jubón.

‑Mi querido D'Artagnan ‑dijo‑, vayamos si os parece en busca de nuestros amigos; y puesto que soy rico, hoy volveremos a comer juntos a la espera de que vos seais rico en otra ocasión.

‑¡A fe que con mucho gusto! ‑dijo D'Artagnan‑. Hace tiempo que no hemos hecho una comida decente; y como por mi cuenta esta noche tengo que hacer una expedición algo arriesgada, no me moles­tará, lo confieso, que se me suba la cabeza con algunas botellas de vie­jo borgoña.

‑¡Vaya por el viejo borgoña! Tampoco yo lo detesto ‑dijo. Ara­mis, a quien la vista del oro había quitado como con la mano sus ideas de retiro.

Y tras poner tres o cuatro pistolas en su bolso para responder a las necesidades del momento, guardó las otras en el cofre de ébano in­crustado de nácar donde ya estaba el famoso pañuelo que le había ser­vido de talismán.

Los dos amigos se dirigieron primero a casa de Athos que, fiel al juramento que había hecho de no salir, se encargó de hacerse traer a cena a casa; como entendía a las mil maravillas los detalles gastro­nómicos, D'Artagnan y Aramis no pusieron ninguna dificultad en de­jarle ese importante cuidado.

Se dirigían a casa de Porthos cuando en la esquina de la calle du Bac se encontraron con Mosquetón, que con aire lastimero echaba por delante de él a un mulo y a un caballo.

D'Artagnan lanzó un grito de sorpresa, que no estaba exento de mezcla de alegría.

‑¡Ah, mi caballo amarillo! ‑exclamó‑. Aramis, ¡mirad ese caballo!

‑¡Oh, horroroso rocín! ‑dijo Aramis.

‑Pues bien, querido ‑prosiguió D'Artagnan‑, es el caballo so­bre el que vine a Paris.

‑¿Cómo? ¿El señor conoce este caballo? ‑dijo Mosquetón.

‑Es de un color original ‑dijo Aramis‑; es el único que he visto en mi vida con ese pelo.

‑Eso creo también ‑prosiguió D'Artagnan‑; yo lo vendí por eso en tres escudos, y debió ser por el pelo, porque el esqueleto no vale desde luego dieciocho libras. Pero ¿cómo se encuentra entre tus ma­nos este caballo, Mosquetón?

‑¡Ah ‑dijo el criado‑ no me habléis de ello, señor, es una mala pasada del marido de nuestra duquesa!

‑¿Cómo ha sido eso, Mosquetón?

‑Sí, somos vistos con buenos ojos por una mujer de calidad, la duquesa de..., pero perdón, mi amo me ha recomendado ser discre­to. Nos había forzado a aceptar un pequeño recuerdo, un magnífico caballo berberisco y un mulo andaluz, que eran maravillosos de ver; el marido se ha enterado del asunto, ha confiscado al pasar las dos mag­níficas bestias que nos enviaban, ¡y las ha sustituido por estos horribles animales!

‑Que tú devuelves ‑dijo D'Artagnan.

‑Exacto ‑contestó Mosquetón‑; comprenderéis que no pode­mos aceptar semejantes monturas a cambio de las que nos han pro­metido.

‑No, pardiez, aunque me hubiera gustado ver a Porthos sobre rni Botón de Oro; eso me habría dado una idea de lo que era yo mismo cuando llegué a Paris. Pero no te entretenemos, Mosquetón, vete a hacer el recado de tu amo, vete. ¿Está él en casa?

‑Sí, señor ‑dijo Mosquetón‑, pero muy desapacible, id.

Y continuó su camino hacia el paseo des Grands‑Augustins, mien­tras los dos amigos iba a llamar a la puerta del infortunado Porthos. Este les había visto atravesar el patio y se había abstenido de abrir. Lla­maron, pues, inútilmente.

Mientras tanto, Mosquetón continuaba su camino y al atravesar el Pont‑Neuf, siempre arreando delante de él sus dos matalones, llegó a la calle aux Ours. Llegado allí, ató, según las órdenes de su amo, caballo y mulo a la aldaba de la puerta del procurador; luego, sin in­quietarse por su suerte futura, volvió en busca de Porthos y le anunció que su recado estaba hecho.

Al cabo de cierto tiempo, las dos desgraciadas bestias, que no ha­bían comido desde la mañana, hicieron tal ruido alzando y dejando caer la aldaba de la puerta que el procurador ordenó a su recadero ir a in­formarse en el vecindario a quién pertenecían el çaballo y el mulo.

La señora Coquenard reconoció su regalo, y no comprendió al prin­cipio nada de aquella devolución; pero pronto la visita de Porthos la iluminó. La furia que brillaba en los ojos del mosquetero, pese a la coac­ción que se imponía espantó a la sensible amante. En efecto, Mos­quetón no había ocultado a su amo que había encontrado a D'Artag­nan y a Aramis, y que D'Artagnan había reconocido en el caballo ama­rillo la jaca bearnesa sobre la que había venido a Paris y que había ven­dido por tres escudos.

Porthos salió tras haber dado cita a la procuradora en el claustro Saint‑Maglorie. La procuradora, al ver que Porthos se iba, lo invitó a cenar, invitación que el mosquetero rehusó con aire lleno de ma­jestad.

La señora Coquenard se dirigió toda temblorosa al claustro Saint-­Maglorie, porque adivinaba los reproches que allí le esperaban; pero estaba fascinada por las grandes maneras de Porthos.

Todas las imprecaciones y reproches que un hombre herido en su amor propio puede dejar caer sobre la cabeza de una mujer, Porthos las dejó caer sobre la cabeza inclinada de la procuradora.

‑iAy! ‑dijo‑. Lo he hecho lo mejor que he podido. Uno de nues­tros clientes es mercader de caballos, debía dinero al bufete, y se mos­traba recalcitrante. He cogido este mulo y este caballo por lo que nos debía; me había prometido dos monturas regias.

‑iPues bien, señora ‑dijo Porthos‑, si os debía más de cinco es­cudos vuestro chalán es un ladrón!

‑No está prohibido buscar lo barato, señor Porthos ‑dijo la pro­curadora tratando de excusarse.

‑No, señora, pero quienes buscan lo barato deben permitir a los otros buscarse amigos más generosos.

Y Porthos, girando sobre sus talones, dio un paso para retirarse.

‑¡Señor Porthos, señor Porthos! ‑exclamó la procuradora‑. Me he equivocado, lo reconozco, y no habría debido regatear tratándose de equipar a un caballero como vos.

Porthos, sin responder, dio un segundo paso de retirada.

La procuradora creyó verlo en una nube centelleante todo rodea­do de duquesas y marquesas que le lanzaban bolsas de oro a los pies.

‑¡Deteneos, en nombre del cielo! Señor Porthos ‑exclamó‑, de­teneos y hablemos.

‑Hablar con vos me trae mala suerte ‑dijo Porthos.

‑Pero decidme, ¿qué pedís?

‑Nada, porque esto equivale a lo mismo que si os pidiese algo.

La procuradora se colgó del brazo de Porthos, y en el impulso de su dolor, exclamó:

‑Señor Porthos, yo ignoro todo esto, ¿sé acaso lo que es un ca­ballo? ¿Sé lo que son los arneses?

‑Teníais que haber confiado en mí, que sí lo sé, señora; pero ha­béis querido economizar y, en consecuencia, prestar a usura.


Date: 2015-12-17; view: 403


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