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Capítulo XXII 9 page

Sin embargo como Porthos había sido el primero en dar con su idea y como había persistido en ella, fue el primero en actuar. Era un hombre de acción aquel digno Porthos. D'Artagnan lo vio un día enca­ntinarse hacia la iglesia de Saint‑Leu, y lo siguió instintivamente: entró en el lugar santo después de haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su parte las intenciones más conquis­tadoras. Como D'Artagnan tomaba algunas precauciones para escon­derse, Porthos creyó no haber sido visto. D'Artagnan entró tras él; Porthos fue a situarse al lado de un pilar; D'Artagnan, siempre sin ser visto, se apoyó en otro.

Precisamente había sermón, lo cual hacía que la iglesia estuviera abarrotada. Porthos aprovechó la circunstancia para echar una ojeada a las mujeres; gracias a los buenos cuidados de Mosquetón, el, exterior estaba lejos de anunciar las penurias del interior: su sombrero estaba ciertamente algo pelado, su pluma descolorida, sus brocados algo des­lustrados, sus puntillas bastante raídas, pero a media luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía siendo el bello Porthos.

D'Artagnan observó en el banco más cercano al pilar donde Por­thos y él estaban adosados una especie de beldad madura, algo amari­llenta, algo seca, pero tiesa y altiva bajo sus cofias negras. Los ojos de Porthos se dirigían furtivamente hacia aquella dama, luego mariposea­ban a lo lejos por la nave.

Por su parte, la dama, que de vez en cuando se ruborizaba, lanza­ba con la rapidez del rayo una mirada sobre el voluble Porthos, y al punto los ojos de Porthos se ponían a mariposear con furor. Era claro que se trataba de un manejo que hería vivamente a la dama de las co­fias negras, porque se mordía los labios hasta hacerse sangre, se ara­ñaba la punta de la nariz y se agitaba desesperadamente en su asiento.

Al verlo, Porthos se atusó de nuevo su mostacho, estiró una se­gunda vez su perilla y se puso a hacer señales a una bella dama que estaba junto al coro, y que no solamente era una bella dama, sino que sin duda se trataba de una gran dama, porque tenía tras ella un negrito que había llevado el cojín sobre el que estaba arrodillada, y una donce­lla que sostenía el bolso bordado con escudo de armas en que se guar­daba el libro con que seguía la misa.

La dama de las cofias negras siguió a través de sus vueltas la mira­da de Porthos, y comprobó que se detenía sobre la dama del cojín de terciopelo, del negrito y de la doncella.

Mientras tanto, Porthos jugaba fuerte: guiños de ojos, dedos puestos sobre los labios, sonrisitas asesinas que realmente asesinaban a la hermosa desdeñada.

Por eso, en forma de mea culpa y golpeándose el pecho, ella lanzó un ¡hum! tan vigoroso que todo el mundo, incluso la dama del cojín rojo, se volvió hacia su lado; Porthos permaneció impasible, aunque había comprendido bien, pero se hizo el sordo.



La dama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las cofias negras, que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto sobre Porthos, que la encontró más hermosa que la dama de las cofias negras; un gran efecto sobre D'Artagnan, que reconoció a la dama de Meung, de Calais y de Douvres, a la que su perseguidor, el hombre de la cicatriz, había saludado con el nombre de milady.

D'Artagnan, sin perder de vista a la dama del cojín rojo, continuó siguiendo los manejos de Porthos, que le divertían mucho; creyó adi­vinar que la dama de las cofias negras era la procuradora de la calle Aux Ours, tanto más cuanto que la iglesia de Saint‑Leu no estaba muy alejada de la citada calle.

Adivinó entonces por inducción que Porthos trataba de tomarse la revancha por la derrota de Chantilly, cuando la procuradora se había mostrado tan recalcitrante respecto a la bolsa.

Pero en medio de todo aquello, D'Artagnan notó también que su rostro no correspondía a las galanterías de Porthos. Aquello no eran más que quimeras ilusiones; pero para un amor real, para unos celos verdaderos, ¿hay otra realidad que las ilusiones y las quimeras?

El sermón acabó; la procuradora avanzó hacia la pila de agua ben­dita; Porthos se adelantó y, en lugar de un dedo, metió toda la mano. La procuradora sonrió, creyendo que era para ella, por lo que Porthos hacía aquel extraordinario, pero pronto y cruelmente fue desengaña­da: cuando sólo estaba a tres pasos de él, éste volvió la cabeza, fijando de modo invariable los ojos sobre la dama del cojín rojo, que se había levantado y que se acercaba seguida de su negrito y de su doncella.

Cuando la dama del cojín rojo estuvo junto a Porthos, Porthos sa­có su mano toda chorreante de la pila; la bella devota tocó con su ma­no afilada la gruesa mano de Porthos, hizo, sonriendo, la señal de la cruz y selió de la iglesia.

Aquello fue demasiado para la procuradora; no dudó de que aquella dama y Porthos estaban requebrándose. Si hubiera sido una gran da­ma, se habría desmayado; pero como no era más que una procurado­ra, se contentó con decir al mosquetero con un furor concentrado:

‑¡Eh, señor Porthos! ¿No me vais a ofrecer a mí agua bendita?

Al oír aquella voz, Porthos se sobresaltó como lo haría un hombre que se despierta tras un sueño de cien años.

‑Se..., señora ‑exclamó él‑. ¿Sois vos? ¿Cómo va vuestro ma­rido, mi querido señor Coquenard? ¿Sigue tan pícaro como siempre? ¿Dónde tenía yo los ojos, que no os he visto siquiera en las dos horas que ha durado ese sermón?

‑Estaba a dos pasos de vos, señor ‑respondió la procuradora‑, y no me habéis visto porque no teníais ojos más que para la hermosa dama a quien acabáis de dar agua bendita.

Porthos fingió estar apurado.

‑¡Ah! ‑dijo‑. Habéis notado...

‑Hay que estar ciego para no verlo.

‑Sí ‑dijo displicentemente Porthos‑; es una duquesa amiga mía con la que tengo muchos problemas para encontrarme por los celos de su marido, y que me había avisado que vendría hoy, sólo para ver­me, a esta pore iglesia, en este barrio perdido.

‑Señor Porthos ‑dijo la procuradora‑ ¿tendríais la bondad de ofrecerme el brazo durante cinco minutos? Hablaría de buena gana con vos.

‑Por supuesto, señora ‑dijo Porthos, guiñándose un ojo a sí mis­mo como un jugador que ríe de la víctima que va a hacer.

En aquel momento, D'Artagnan pasaba persiguiendo a milady; lanzó una ojeada hacia Porthos y vio aquella mirada triunfante.

‑¡Vaya, vaya! ‑se dijo a sí mismo, razonando sobre el sentido de la moral extrañamente fácil de aquella época galante‑. Ahí hay uno que fácilmente podrá equiparse en el plazo previsto.

Porthos, cediendo a la presión del brazo de su procuradora como una barca cede al gobernalle, llegó al claustro de Saint‑Magloire, pasa­je poco frecuentado, encerrado por molinetes en sus dos extremos. No se veía, por el día, más que mendigos comiendo o niños jugando.

‑¡Ah, señor Porthos! ‑exclamó la procuradora cuando se hubo tranquilizado de que nadie extraño a la población habitual de la locali­dad podía verlos ni oírlos‑. Vaya, señor Porthos, estáis hecho un con­quistador, según parece.

‑¿Yo, señora? ‑dijo Porthos engallándose‑. ¿Y eso por qué?

‑¿Y las señas de hace un momento, y el agua bendita? Pero por lo menos es una princesa esa dama, con su negrito y su doncella.

‑Os equivocáis. Dios mío, no ‑respondió Porthos‑, es simple­mente una duquesa.

‑¿Y ese recadero que la esperaba en la puerta, y esa carroza con un cochero de lujosa librea que esperaba en su pescante?

Porthos no había visto ni el recadero ni la canoza; pero con su mi­rada de mujer celosa, la señora Coquenard lo había visto todo.

Porthos lamentó no haber hecho a la dama del cojín rojo princesa a la primera.

‑¡Ah, sois un muchacho amado por las hermosas, señor Porthos! ‑prosiguió suspirando la procuradora.

‑Pero ‑respondió Porthos‑ comprenderéis que con un físico co­mo el que la naturaleza me ha dotado, no dejo de tener aventuras.

‑¡Dios mío! ¡Qué pronto olvidan los hombres! ‑exclamó la pro­curadora alzando los ojos al cielo.

‑Menos pronto que las mujeres ‑respondió Porthos‑; porque, en fin, señora, yo puedo decir que he sido víctima, cuando herido, mo­ribundo, me he visto abandonado a los cirujanos; yo, el vástago de una familia ilustre, que me habíia fiado de vuestra amistad, he estado a punto de morir de mis heridas, primero; y de hambre después, en un mal albergue de Chantilly, y eso sin que vos os hayáis dignado res­ponder una sola vez a las ardientes cartas que os he escrito.

‑Pero, señor Porthos... ‑murmuró la procuradora, que se daba cuenta de que, a juzgar por la conducta de las mayores damas de su tiempo, había cometido un error.

‑Yo, que había sacrificado por vos a la condesa de Peñaflor...

‑Lo sé.

‑A la baronesa de...

‑Señor Porthos, no me abruméis.

‑A la duquesa de...

‑Señor Porthos, sed generoso.

‑Tenéis razón, señora; además, no acabaría.

‑Pero es que mi marido no quiere oír hablar de prestar.

‑Señora Coquenard ‑dijo Porthos‑, acordaos de la primera carta que me escribisteis y que conservo grabada en mi memoria.

La procuradora lanzó un gemido.

‑Pero es que, además ‑dijo ella‑, la suma que pedíais prestada era algo fuerte.

‑Señora Coquenard, os daba preferencia. No he tenido más que escribir a la duquesa de... No quiero decir su nombre, porque no sé lo que es comprometer a una mujer; pero lo que sí sé es que yo no he tenido más que escribirle para que me enviase mil quinientos.

La procuradora derramó una lágrima.

‑Señor Porthos ‑dijo‑, os juro que me habéis castigado de so­bra y que si en el futuro os encontráis en semejante paso, no tendréis más que dirigiros a mí.

‑Dejémoslo, señora ‑dijo Porthos, como sublevado‑; no hable­mos de dinero, por favor, es humillante.

‑¡Así que no me amáis ya! ‑dijo lenta y tristemente la procu­radora.

Porthos guardó un silencio majestuoso.

‑¿Así es como me respondéis? ¡Ay, comprendo!

‑Pensad en la ofensa que me habéis hecho, señora; se me ha que­dado aquí ‑dijo Porthos, poniendo la mano en su corazón y apretan­do con fuerza.

‑¡Yo la repararé, mi querido Porthos!

‑Además, ¿qué os pedía? ‑prosiguió Porthos con un movimien­to de hombros lleno de sencillez‑. Un préstamo, nada más. Después de todo, no soy un hombre poco razonable. Sé que no sois rica, señora Coquenard, que vuestro marido está obligado a sangrar a los pobres litigantes para sacar unos pobres escudos. Si fueseis con­desa, marquesa o duquesa, sería distinto, y en tal caso no podría perdonaros.

La procuradora se picó.

‑Sabed, señor Porthos ‑dijo ella‑, que mi caja fuerte, por muy caja fuerte de procuradora que sea, está quizá mejor provista que la de todas vuestras remilgadas anruinadas.

‑Doble ofensa la que me hacéis entonces ‑dijo Porthos soltando el brazo de la procuradora de debajo del suyo‑; porque si vos sois rica, señora Coquenard, entonces no hay excusa que valga en vuestra negativa.

‑Cuando digo rica ‑prosiguió la procuradora, que vio que se ha­bía dejado arrastrar demasiado lejos‑, no hay que tomar la palabra al pie de la letra. No soy lo que se dice rica, pero vivo holgada.

‑Mirad, señora ‑dijo Porthos‑, no hablemos más de todo eso, os lo suplico. Me habéis despreciado; entre nosotros la simpatía se apagó.

‑¡Qué ingrato sois!

‑¡Ah, encima podéis quejaros! ‑dijo Porthos.

‑¡Idos, pues, con vuestra bella duquesa! Yo no os retengo.

‑¡Vaya, por lo menos no está tan seca como creo!

‑Veamos, señor Porthos, una vez más, la última: ¿Aún me amáis?

‑¡Ah, señora! ‑dijo Porthos con el tono más melancólico que pudo adoptar‑. Justo cuando vamos a entrar en campaña, en una campa­ña en que mis presentimientos me dicen que sere muerto...

‑¡Oh, no digáis esas cosas! ‑exclamó la procuradora estallando en sollozos.

‑Algo me lo dice ‑continuó Porthos, poniéndose más y más me­lancólico.

‑Decid mejor que tenéis un nuevo amor.

‑No, os hablo sinceramente. Ningún nuevo amor me conmueve, e incluso siento aquí, en el fondo de mi corazón, algo que habla por vos. Pero dentro de quince días, como sabéis o como quizá no sepáis, esa fatal campaña empieza: voy a estar muy preocupado por mi equi­po. Luego voy a hacer un viaje para ver a mi familia, en el fondo de Bretaña, para conseguir la suma necesaria para mi partida.

Porthos notó un último combate entre el amor y la avaricia.

‑Y como ‑continuó‑ la duquesa que acabáis de ver en la igle­sia tiene sus tierras junto a las mías, haremos el viaje juntos. Los viajes, como sabéis, parecen mucho menos largos cuando se hacen acom­pañado.

‑¿No tenéis ningún amigo en Paris, señor Porthos? ‑dijo la pro­curadora.

‑Creía tenerlo ‑dijo Porthos adoptando su aire melancólico‑, pero he visto claramente que me equivocaba.

‑Lo tenéis, señor Porthos, lo tenéis ‑prosiguió la procuradora en un transporte que le sorprendió a ella misma‑; venid mañana a casa. Vos sois hijo de mi tía, por tanto mi primo; venís de Noyon, en Picar­día; tenéis varios procesos en Paris y estáis sin procurador. ¿Habéis re­tenido todo esto?

‑Perfectamente, señora.

‑Venid a la hora de la comida.

‑Muy bien.

‑Y manteneos firme ante mi marido, que es marrullero pese a sus setenta y seis años.

‑¡Setenta y seis años! ¡Diablo! ¡Hermosa edad! ‑repuso Porthos. ‑La edad madura, querréis decir, señor Porthos. Por eso el pobre hombre puede dejarme viuda de un momento a otro ‑continuó la pro­curadora lanzando una mirada significativa a Porthos‑. Afortunada­mente, por contrato de matrimonio, nos hemos pasado todo al último que viva.

‑¿Todo? ‑dijo Porthos.

‑Todo.

‑Ya veo que sois una mujer precavida, mi querida señora Co­quenard ‑dijo Porthos apretando tiernamente la mano de la pro­curadora.

‑¿Estamos, pues, reconciliados, querido señor Porthos? ‑dijo ella haciendo melindres.

=Para toda la vida ‑replicó Porthos con el mismo aire.

‑Hasta la vista entonces, traidor mío.

‑Hasta la vista, olvidadiza mía.

‑¡Hasta mañana, angel mío!

‑¡Hasta mañana, llama de mi vida!

 

Capítulo XXX

Milady

 

D'Artagnan había seguido a Milady sin ser notado por ella; la vio subir a su carroza y la oyó dar a su cochero la orden de ir a Saint­-Germain.

Era inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos caballos. D'Artagnan volvió, por tanto, a la calle Férou.

En la calle de Seine encontró a Planchet que se hallaba parado an­te la tienda de un pastelero y que parecía extasiado ante un brioche de la forma más apetecible.

Le dio orden de ir a ensillar dos caballos a las cuadras del señor de Tréville, uno para él, D'Artagnan, y otro para Planchet, y venir a reunírsele a casa de Athos, porque el señor de Tréville había puesto sus cuadras de una vez por todas al servicio de D'Artagnan.

Planchet se encaminó hacia la calle del Colombier y D'Artagnan hacia la calle Férou. Athos estaba en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino español que había traído de su viaje a Picardía. Hizo señas a Grimaud de traer un vaso para d'Arta­gnan y Grimaud obedeció como de costumbre.

D'Artagnan contó entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la procuradora, y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en camino de equiparse.

‑Pues yo estoy muy tranquilo ‑respondió Athos a todo este relato‑; no serán las mujeres las que hagan los gastos de mi arnés.

‑Y, sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi que­rido Athos, no habría ni princesa ni reina a salvo de vuestros dardos amorosos.

‑¡Qué joven es este D'Artagnan! ‑dijo Athos, encogiéndose de hombros.

E hizo señas a Grimaud para que trajera una segunda botella.

En aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y anunció a su señor que los dos caballos estaban allí.

‑¿Qué caballos? ‑preguntó Athos.

‑Dos que el señor de Tréville me presta para el paseo y con los que voy a dar una vuelta por Saint‑Germain.

‑¿Y qué vais a hacer a Saint‑Germain? ‑preguntó aún Athos.

Entonces D'Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había vuelto a encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la cicatriz junto a la sien, era su eterna preocu­pación.

‑Es decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la se­ñora Bonacieux ‑dijo Athos encogiéndose desdeñosamente de hom­bros como si se compadeciese de la debilidad humana.

‑¿Yo? ¡Nada de eso! ‑exclamó D'Artagnan‑. Sólo tengo curio­sidad por aclarar el misterio con el que está relacionada. No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por más desconocida que me sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una influencia en mi vida.

‑De hecho, tenéis razón ‑dijo Athos‑. No conozco una mujer que merezca la pena que se la busque cuando está perdida. La señora Bonacieux está perdida, ¡tanto peor para ella! ¡Que ella misma se en­cuentre!

‑No, Athos, no, os engañáis ‑dijo D'Artagnan‑; amo a mi po­bre Costance más que nunca, y si supiese el lugar en que está, aunque fuera en el fin del rrìundo, partiría para sacarla de las manos de sus verdugos; pero lo ignoro, todas mis búsquedas han sido inútiles. ¿Qué queréis? Hay que distraerse.

‑Distraeos, pues, con Milady, mi querido D'Artagnan; lo deseo de todo corazón, si es que eso puede divertiros.

‑Escuchad, Athos ‑dijo D'Artagnan‑; en lugar de estaros ence­rrado aquí como si estuvierais en la cárcel, montad a caballo y venid conmigo a pasearos por Saint‑Germain.

‑Querido ‑replicó Athos‑, monto mis caballos cuando los tengo; si no, voy a pie.

Pues bién yo ‑respondió D'Artagnan sonriendo ante la misan­tropía de Athos, que en otro le hubiera ciertamente herido‑, yo soy menos orgulloso que vos, yo monto lo que encuentro. Por eso, hasta luego, mi querido Athos.

‑Hasta luego ‑dijo el mosquetero haciendo a Grimaud seña de descorchar la botella que acababa de traer.

D'Artagnan y Planchet montaron y tomaron el camino de Saint-­Germain.

A lo largo del camino, lo que Athos había dicho al joven de la se­ñora Bonacieux le venía a la mente. Aunque D'Artagnan no fuera de carácter muy sentimental, la linda mercera había causado una impre­sión real en su corazón; como decía, estaba dispuesto a ir al fin del mun­do para buscarla. Pero el mundo tiene muchos fines por eso de que es redondo; de suerte que no sabía hacia qué lado volverse.

Mientras tanto, iba a tratar de saber lo que Milady era. Milady ha­bía hablado con el hombre de la capa negra, luego lo conocía. Ahora bien, en la mente de D'Artagnan era el hombre de la capa negra el que había raptado a la señora Bonacieux la segunda vez, como la ha­bía raptado la primera. D'Artagnan, pues, sólo mentía a medias, lo cual es mentir bien poco, cuando decía que dedicándose a la busca de Mi­lady se ponía al mismo tiempo a la busca de Costance.

Mientras pensaba así y mientras daba de vez en cuando un golpe de espuela a su caballo, D'Artagnan había recorrido el camino y llega­do a Saint‑Germain. Acababa de bordear el pabellón en que diez años más tarde debía nacer Luis XIV[L150] . Atravesaba una calle muy desierta, mirando a izquierda y dlyrecha por si reconocía algún vestigio de su bella inglesa, cuando en la planta baja de una bonita casa que según la costumbre de la época no tenía ninguna ventana que diese a la ca­lle, vio aparecer una figura conocida. Esta figura paseaba por una es­pecie de terraza adornada de flores. Planchet fue el primero en reco­nocerla.

‑¡Eh, señor! ‑dijo dirigiéndose a D'Artagnan‑. ¿No os acordáis de esa cara de papamoscas?

‑No ‑dijo D'Artagnan‑; y, sin embargo, estoy seguro de que no es la primera vez que veo esa cara.

‑Ya lo creo, rediez ‑dijo Planchet‑: es el pobre Lubin, el lacayo del conde Wardes, al que tan bien dejasteis apañado hace un mes, en Calais en el camino hacia la casa de campo del gobernador.

‑¡Ah, claro ‑dijo D'Artagnan‑, y ahora lo reconozco! ¿Crees que él te reconocerá a ti?

‑A fe, señor, que estaba tan confuso que dudo que haya guarda­do de mí un recuerdo muy claro.

‑Pues bien, vete entonces a hablar con ese muchacho ‑dijo D'Artagnan‑ a infórmate en la conversación si su amo ha muerto.

Planchet se bajó del caballo, se dirigió directamente a Lubin que, en efecto, no lo reconoció, y los dos lacayos se pusieron a hablar con el mejor entendimiento del mundo, mientras D'Artagnan empujaba los dos caballos a una calleja y dando la vuelta a una casa volvía para asis­tir a la conferencia tras un seto de avellanos.

Al cabo de un instante de observación detrás del seto oyó el ruido de un coche y vio detenerse frente a él la carroza de Milady. No podía equivocarse, Milady estaba dentro. D'Artagnan se tendió sobre el cuerpo de su caballo para ver todo sin ser visto.

Milady sacó su encantadora cabeza rubia por la portezuela y dio órdenes a su doncella.

Esta última, joven de veinte a veintidós años, despierta y viva, ver­dadera doncella de gran dama, saltó del estribo en el que estaba senta­da según la costumbre de la época y se dirigió a la terraza en la que D'Artagnan había visto a Lubin.

D'Artagnan siguió a la doncella con los ojos y la vio encaminarse hacia la terraza. Pero, por azar, una orden del interior había llamado a Lubin, de modo que Planchet se había quedado solo, mirando por todas partes por qué camino había desaparecido D'Artagnan.

La doncella se aproximó a Planchet, al que tomó por Lubin, y ten­diéndole un billete dijo:

‑Para vuestro amo.

‑¿Para mi amo? ‑repuso Planchet extrañado.

‑Sí, y es urgente. Daos prisa.

Dicho esto ella huyó hacia la carroza, vuelta de antemano hacia el sitio por el que había venido; se lanzó sobre el estribo y la carroza partió de nuevo.

Planchet dio vueltas y más vueltas al billete y luego, acostumbrado a la obediencia pasiva, saltó de la terraza, se metió en la callejuela y al cabo de veinte pasos encontró a D'Artagnan, quien habiéndolo visto todo, iba a su encuentro.

‑Para vos, señor ‑dijo Planchet presentando el billete al joven.

‑¿Para mí? ‑dijo D'Artagnan‑. ¿Estás seguro de ello?

‑Claro que estoy seguro; la doncella ha dicho: «Para tu amo.» Y yo no tengo más amo que vos, así que... ¡Vaya real moza! A fe que...

D'Artagnan abrió la carta y leyó estas palabras:

 

«Una persona que se interesa por vos más de lo que puede decir, quisiera saber qué día podríais pasear por el bosque. Mañana, en el hostal del Champ du Drap d'Or, un lacayo de negro y rojo esperará vuestra respuesta.»

 

‑¡Oh, oh, esto sí que va rápido! ‑se dijo D'Artagnan‑. Parece que Milady y yo nos preocupamos por la salud de la misma persona. Y bien, Planchet, ¿cómo va ese buen señor Wardes? Entonces, ¿no ha muerto?

‑No, señor; va todo lo bien que se puede ir con cuatro estocadas en el cuerpo, porque, sin que yo os lo reproche, le largasteis cuatro a ese buen gentilhombre, y aún está débil, porque perdió casi toda su sangre. Como le había dicho al señor, Lubin no me ha reconocido, y me ha contado de cabo a rabo nuestra aventura.

‑Muy bien, Planchet, eres el rey de los lacayos; ahora vuelve a subir al caballo y alcancemos la carroza.

No costó mucho; al cabo de cinco minutos divisaron la carroza de­tenida al otro lado de la carretera; un caballero ricamente vestido esta­ba a la portezuela.

La conversación entre Milady y el caballero era tan animada que D'Artagnan se detuvo al otro lado de la carroza sin que nadie, salvo la linda doncella, se diera cuenta de su presencia.

La conversación transcurría en inglés, lengua que D'Artagnan no comprendía; pero por el acento el joven creyó adivinar que la bella in­glesa estaba encolerizada; terminó con un gesto que no dejó lugar a dudas sobre la naturaleza de aquella conversación: un golpe de abani­co aplicado con tal fuerza que el pequeño adorno femenino voló en mil pedazos.

El caballero lanzó una carcajada que pareció exasperar a Milady.


Date: 2015-12-17; view: 530


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