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Capítulo XXII 2 page

‑Ahora ‑dijo el señor de Tréville bajando la voz a interrogando con la mirada a todos los ángulos de la habitación para ver si estaban completamente solos‑, ahora hablemos de vos, joven amigo, porque es evidente que vuestro feliz retorno tiene algo que ver con la alegría del rey, con el triunfo de la reina y con la humillación de su Eminencia. Se trata de protegeros.

‑¿Qué he de temer ‑respondió D'Artagnan‑ mientras tenga la dicha de gozar del favor de Sus Majestades?

‑Todo, creedme. El cardenal no es hombre que olvide una misti­ficación mientras no haya saldado sus cuentas con el mistificador, y el mistificador me parece ser cierto gascón de mi conocimiento.

‑¿Creéis que el cardenal esté tan adelantado como vos y sepa que soy yo quien ha estado en Londres?

‑¡Diablos! ¿Habéis estado en Londres? De Londres es de donde habéis traído ese hermoso diamante que brilla en vuestro dedo? Tened cuidado, mi querido D'Artagnan, no hay peor cosa que el presente de un enemigo. ¿No hay sobre esto cierto verso latino?... Esperad...

‑Sí, sin duda ‑prosiguió D'Artagnan, que nunca había podido meterse la primera regla de los rudimentos en la cabeza y que, por ig­norancia, había provocado la desesperación de su preceptor‑; sí, sin duda, debe haber uno.

‑Hay uno, desde luego ‑dijo el señor de Tréville, que tenía cier­ta capa de letras‑ y el señor de Benserade me lo citaba el otro día... Esperad, pues... Áh, ya está:

 

Timeo Danaos et dona ferentes[L117]

 

Lo cual quiere decir: «Desconfiad del enemigo que os hace presentes». ‑Ese diamante no proviene de un enemigo, señor ‑repuso D'Ar­tagnan‑, proviene de la reina.

‑¡De la reina! ¡Oh, oh! ‑dijo el señor de Tréville‑. Efectivamen­te es una auténtica joya real, que vale mil pistolas por lo menos. ¿Por quién os ha hecho dar este regalo?

‑Me lo ha entregado ella misma.

‑Y eso, ¿dónde?

‑En el gabinete contiguo a la habitación en que se cambió de tocado.

‑¿Cómo?

‑Dándome su mano a besar.

‑¡Habéis besado la mano de la reina! ‑exclamó el señor de Tré­ville mirando a D'Artagnan.

‑¡Su Majestad me ha hecho el honor de concederme esa gracia!

‑Y eso, ¿en presencia de testigos? Imprudente, tres veces impru­dente.

‑No, señor, tranquilizaos, nadie lo vio ‑repuso D'Artagnan. Y le contó al señor de Tréville cómo habían ocurrido las cosas.

‑¡Oh, las mujeres, las mujeres! ‑exclamó el viejo soldado‑. Las reconozco en su imaginación novelesca; todo lo que huele a misterio les encanta; así que vos habéis visto el brazo, eso es todo; os encontra­ríais con la reina y no la reconoceríais; ella os encontraría y no sabría quién sois vos.



‑No, pero gracias a este diamante... ‑repuso el joven.

‑Escuchad ‑dijo el señor de Tréville‑. ¿Queréis que os dé un consejo, un buen consejo, un consejo de amigo?

‑Me haréis un honor, señor ‑dijo D'Artagnan.

‑Pues bien, id al primer orfebre que encontréis y vendedie ese dia­mante por el precio que os dé; por judío que sea, siempre encontreréis ochocientas pistolas. Las pistolas no tienen nombre, joven, y ese anillo tiene uno terrible, y que puede traicionar a quien lo lleve.

‑¡Vender este anillo! ¡Un anillo que viene de mi soberana! ¡Jamás! ‑dijo D'Artagnan.

‑Entonces volved el engaste hacia dentro, pobre loco, porque es de todos sabido que un cadete de Gascuña no encuentra joyas seme­jantes en el escriño de su madre.

‑¿Pensáis, pues, que tengo algo que temer? ‑preguntó d'Ar­tagnan.

‑Equivale a decir, joven, que quien se duerme sobre una mina cuya mecha está encendida debe considerarse a salvo en comparación con vos.

‑¡Diablo! ‑dijo D'Artagnan, a quien el tono de seguridad del se­ñor de Tréville comenzaba a inquietar‑. ¡Diablo! ¿Qué debo hacer?

‑Estar vigilante siempre y ante cualquier cosa. El cardenal tiene la memoria tenaz y la mano larga; creedme, os jugará una mala pasada.

‑Pero ¿cuál?

‑¿Y qué sé yo? ¿No tiene acaso a su servicio todas las trampas del demonio? Lo menos que puede pasaros es que se os arreste.

‑¡Cómo! ¿Se atreverían a arrestar a un hombre al servicio de Su Majestad?

‑¡Pardiez! Mucho les ha preocupado con Athos. En cualquier ca­so, joven, creed a un hombre que está hace treinta años en la corte; no os durmáis en vuestra seguridad, estaréis perdido. Al contrario, y soy yo quien os lo digo, ved enemigos por todas partes. Si alguien os busca pelea, evitadla, aunque sea un niño de diez años el que la bus­ca; si os atacan de noche o de día, batíos en retirada y sin vergüenza; si cruzáis un puente, tantead las planchas, no vaya a ser que una os falte bajo el pie; si pasáis ante una casa que están construyendo, mirad al aire, no vaya a ser que una piedra os caiga encima de la cabeza; si volvéis a casa tarde, haceos seguir por vuestro criado, y que vuestro criado esté armado, si es que estáis seguro de vuestro criado. Descon­fiad de todo el mundo, de vuestro amigo, de vuestro hermano, de vues­tra amante, de vuestra amante sobre todo.

D'Artagnan enrojeció.

‑De mi amante ‑repitió él maquinalmente‑. ¿Y por qué más de ella que de cualquier otro?

‑Es que la amante es uno de los medios favoritos del cardenal; no lo hay más expeditivo: una mujer os vende por diez pistolas, testigo Dalila[L118] . ¿Conocéis las Escrituras, no?

D'Artagnan pensó en la cita que le había dado la señora Bonacieux para aquella misma noche; pero debemos decir, en elogio de nuestro heroe, que la mala opinión que el señor de Tréville tenía de las muje­res en general, no le inspiró la más ligera sospecha contra su preciosa huéspeda.

‑Pero, a propósito ‑prosiguió el señor de Tréville‑. ¿Qué ha si­do de vuestros tres compañeros?

‑Iba a preguntaros si vos habíais sabido alguna noticia.

‑Ninguna, señor.

‑Pues bien yo los dejé en mi camino: a Porthos en Chantilly, con un duelo entre las manos; a Aramis en Crévocoeur, con una bala en el hombro, y a Athos en Amiens, con una acusación de falso monede­ro encima.

‑¡Lo veis! ‑dijo el señor de Tréville‑. Y vos, ¿cómo habéis escapado?

‑Por milagro, señor, debo decirlo, con una estocada en el pecho y clavando al señor conde de Wardes en el dorso de la ruta de Calais como a una mariposa en una tapicería.

‑¡Lo veis todavía! De Wardes, un hombre del cardenal, un primo de Rochefort. Mirad, amigo mío, se me ocurre una idea.

‑Decid, señor.

‑En vuestro lugar, yo haría una cosa.

‑¿Cuál?

‑Mientras Su Eminencia me hace buscar en Paris, yo, sin tambor ni trompeta, tomaría la ruta de Picardía, y me ¡ría a saber noticias de mis tres compañeros. ¡Qué diablo! Bien merecen ese pequeño detalle por vuestra parte.

‑El consejo es bueno, señor, y mañana partiré.

‑¡Mañana! ¿Y por qué no esta noche?

‑Esta noche, señor, estoy retenido en Paris por un asunto indis­pensable.

‑¡Ah, joven, joven! ¿Algún amorcillo? Tened cuidado, os lo repi­to; fue la mujer la que nos perdió a todos nosotros, y la que nos perde­rá aún a todos nosotros. Creedme, partid esta noche.

‑¡Imposible, señor!

‑¿Habéis dado vuestra palabra?

‑Sí, señor.

‑Entonces es otra cosa; pero prometedme que, si no sois muerto esta noche, mañana partiréis.

‑Os lo prometo.

‑¿Necesitáis dinero?

‑Tengo todavía cincuenta pistolas. Es todo lo que me hace falta, según pienso.

‑Pero ¿vuestros compañeros?

‑Pienso que no deben necesitarlo. Salimos de Paris cada uno con setenta y cinco pistolas en nuestros bolsillos.

‑¿Os volveré a ver antes de vuestra partida?

‑No, creo que no, señor, a menos que haya alguna novedad.

‑¡Entonces, buen viaje!

‑Gracias, señor.

Y D'Artagnan se despidió del señor de Tréville, emocionado como nunca por su solicitud completamente paternal hacia sus mosqueteros.

Pasó sucesivamente por casa de Athos, de Porthos y de Aramis. Ninguno de los tres había vuelto. Sus criados tambien estaban ausen­tes, y no había noticia ni de los unos ni de los otros.

‑¡Ah, señor! ‑dijo Planchet al divisar a D'Artagnan‑. ¡Qué con­tento estoy de verle!

‑¿Y eso por qué, Planchet? ‑preguntó el oven.

‑¿Confiáis en el señor Bonacieux, nuestro huésped?

‑¿Yo? Lo menos del mundo.

‑¡Oh, hacéis bien, señor!

‑Pero ¿a qué viene esa pregunta?

‑A que mientras hablabais con él, yo os observaba sin escucha­ros; señor, su rostro ha cambiado dos o tres veces de color.

‑¡Bah!

‑El señor no ha podido notarlo, preocupado como estaba por la carta que acababa de recibir; pero, por el contrario, yo, a quien la extraña forma en que esa carta había llegado a la casa había puesto en guardia no me he perdido ni un solo gesto de su fisonomía.

‑¿Y cómo la has encontrado?

‑Traidora señor.

‑¿De verdad?

‑Además, tan pronto como el señor le ha dejado y ha desapareci­do por la esquina de la calle, el señor Bonacieux ha cogido su sombre­ro, ha cerrado su puerta y se ha puesto a correr en dirección contraria.

‑En efecto, tienes razón, Planchet, todo esto me parece muy sos­pechoso, y estáte tranquilo, no le pagaremos nuestro alquiler hasta que la cosa no haya sido categóricamente explicada.

‑El señor se burla, pero ya verá.

‑¿Qué quieres, Planchet? Lo que tenga que ocurrir está escrito.

‑¿El señor no renuncia entonces a su paseo de esta noche?

‑Al contrario, Planchet, cuanto más moleste al señor Bonacleux, tanto más iré a la cita que me ha dado esa carta que tanto lo inquieta.

‑Entonces, si la resolución del señor...

‑Inquebrantable, amigo mío; por tanto, a las nueves estate pre­parado aquí, en el palacio; yo vendré a recogerte.

Planchet, viendo que no había ninguna esperanza de hacer renun­ciar a su amo a su proyecto, lanzó un profundo suspiro y se puso a almohazar [L119] al tercer caballo.

En cuanto a D'Artagnan, como en el fondo era un muchacho lleno de prudencia, en lugar de volver a su casa, se fue a cenar con aquel cura gascón que, en los momentos de penuria de los cuatro amigos, les había dado un desayuno de chocolate.

 

 

Capítulo XXIV

El pabellón

 

A las nueve, D'Artagnan estaba en el palacio de los Guardias; en­contró a Planchet armado. El cuarto caballo había llegado.

Planchet estaba armado con su mosquetón y una pistola.

D'Artagnan tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno en un caballo y se alejaron sin ruido. Hacía noche cerrada, y nadie los vio salir. Planchet se puso a continuación de su amo, y marchó a diez pasos tras él.

D'Artagnan cruzó los muelles, salió por la puerta de la Conféren­ce [L120] y siguió luego el camino, más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint‑Cloud.

Mientras estuvieron en la ciudad, Planchet guardó respetuosamen­te la distancia que se había impuesto; pero cuando el camino comenzó a volverse más desierto y más oscuro, fue acercándose lentamente; de tal modo que cuando entraron en el bosque de Boulogne, se encontró andando codo a codo con su amo. En efecto, no debemos disimular que la oscilación de los corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban viva inquietud. D'Artagnan se dio cuenta de que algo extraordinario ocurría en su lacayo.

‑¡Y bien, señor Planchet! ‑le preguntó‑. ¿Nos pasa algo?

‑¿No os parece, señor, que los bosques son como iglesias?

‑¿Y eso por qué, Planchet?

‑Porque tanto en éstas como en aquéllos nadie se atreve a hablar en voz alta.

‑¿Por qué no te atreves a hablar en voz alta, Planchet? ¿Porque tienes miedo?

‑Miedo a ser oído, sí, señor.

‑¡Miedo a ser oído! Nuestra conversación es sin embargo moral, mi querido Planchet, y nadie encontraría nada qué decir de ella.

‑¡Ay, señor! ‑repuso Planchet volviendo a su idea madre‑. Ese señor Bonacieux tiene algo de sinuoso en sus cejas y de desagradable en el juego de sus labios.

‑¿Quién diablos te hace pensar en Bonacieux?

‑Señor, se piensa en lo que se puede y no en lo que se quiere.

‑Porque eres un cobarde, Planchet.

‑Señor, no confundamos la prudencia con la cobardía; la prudencia es una virtud.

‑Y tú eres virtuoso, ¿no es así, Planchet?

‑Señor, ¿no es aquello el cañón de un mosquete que brilla? ¿Y si bajáramos la cabeza?

‑En verdad ‑murmuró D'Artagnan, a quien las recomendacio­nes del señor de Tréville volvían a la memoria‑, en verdad, este ani­mal terminará por meterme miedo.

Y puso su caballo al trote.

Planchet siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hu­biera sido su sombra, y se encontró trotando tras él.

‑¿Es que vamos a caminar así toda la noche, señor? ‑preguntó.

‑No, Planchet, porque tú has llegado ya.

‑¿Cómo que he llegado? ¿Y el señor?

‑Yo voy a seguir todavía algunos pasos.

‑¿Y el señor me deja aquí solo?

‑¿Tienes miedo Planchet?

‑No, pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes dan reumatismos y que un lacayo que tiene reumatis­mos es un triste servidor, sobre todo para un amo alerta como el señor.

‑Bueno, si tienes frío, Planchet, entra en una de esas tabernas que ves allá abajo, y me esperas mañana a las seis delante de la puerta.

‑Señor, he comido y bebido respetuosamente el escudo que me disteis esta mañana, de suerte que no me queda ni un maldito centavo en caso de que tuviera frío.

‑Aquí tienes media pistola. Hasta mañana.

D'Artagnan descendió de su caballo, arrojó la brida en el brazo de Planchet y se alejó rápidamente envolviéndose en su capa.

‑¡Dios, qué frío tengo! ‑exclamó Planchet cuando hubo perdido de vista a su amo y, apremiado como estaba por calentarse, se fue a todo correr a llamar a la puerta de una casa adornada con todos los atributos de una taberna de barrio.

Sin embargo, D'Artagnan, que se había metido por un pequeño atajo, continuaba su camino y llegaba a Saint‑Cloud; pero en lugar de seguir la carretera principal, dio la vuelta por detrás del castillo, ganó una especie de calleja muy apartada y pronto se encontró frente al pa­bellón indicado. Estaba situado en un lugar completamente desierto. Un gran muro, en cuyo ángulo estaba aquel pabellón dominaba un lado de la calleja, y por el otro un seto defendía de los transeúntes un pequeño jardín en cuyo fondo se alzaba una pobre cabaña.

Había llegado a la cita, y como no le habían dicho anunciar su pre­sencia con ninguna señal, esperó.

Ningún ruido se dejaba oír, se hubiera dicho que estaba a cien le­gUas de la capital. D'Artagnan se pegó al seto después de haber lanza­do una ojeada detrás de sí. Por encima de aquel seto, aquel jardín y aquella cabaña, una niebla sombría envolvía en sus pliegues aquella inmensidad en que duerme París, vacía, abierta inmensidad donde bri­llaban algunos puntos luminosos, estrellas fúnebres de aquel infierno.

Pero para D'Artagnan todos los aspectos revestían una forma feliz, todas las ideas tenían una sonrisa, todas las tinieblas eran diáfanas. La hora de la cita iba a sonar.

En efecto, al cabo de algunos instantes, el campanario de Saint-­Cloud dejó caer lentamente diez golpes de su larga lengua mugiente.

Había algo lúgubre en aquella voz de bronce que se lamentaba así en medio de la noche.

Pero cada una de aquellas horas que componían la hora esperada vibraba armoniosamente en el corazón del joven.

Sus ojos estaban fijos en el pequeño pabellón situado en el ángulo del muro, cuyas ventanas estaban todas cerradas con los postigos, sal­vo una sola del primer piso.

A través de aquella ventana brillaba una luz suave que argentaba el follaje tembloroso de dos o tres tilos que se elevaban formando gru­po fuera del parque. Evidentemente, detrás de aquella ventanita, tan graciosamente iluminada, le aguardaba la señora Bonacieux.

Acunado por esta idea, D Artagnan esperó por su parte media ho­ra sin impaciencia alguna, con los ojos fijos sobre aquella casita de la que D'Artagnan percibía una parte del techo de molduras doradas, ates­tiguando la elegancia del resto del apartamento.

El campanario de Saint‑Cloud hizo sonar las diez y media.

Aquella vez, sin que D'Artagnan comprendiese por qué, un tem­blor recorrió sus venas. Quizá también el frío comenzaba a apoderarse de él y tornaba por una sensación moral lo que sólo era una sensación completamente física.

Luego le vino la idea de que había leído mal y que la cita era para las once solamente.

Se acercó a la ventana, se situó en un rayo de luz, sacó la carta de su bolsillo y la releyó; no se había equivocado, efectivamente la cita era para las diez.

Volvió a ponerse en su sitio, empezando a inquietarse por aquel silencio y aquella soledad.

Dieron las once.

D'Artagnan comenzó a temer verdaderamente que le hubiera ocu­rrido algo a la señora Bonacieux.

Dio tres palmadas, señal ordinaria de los enamorados; pero nadie le respondió, ni siquiera el eco.

Entonces pensó con cierto despecho que quizá la joven se había dormido mientras lo esperaba.

Se acercó a la pared y trató de subir, pero la pared estaba reciente­mente revocada, y D'Artagnan se rompió inútilmente las uñas.

En aquel momento se fijó en los árboles, cuyas hojas la luz conti­nuaba argentando, y como uno de ellos emergía sobre el camino, pen­só que desde el centro de sus ramas su mirada podría penetrar en el pa­bellón.

El árbol era fácil. Además D'Artagnan tenía apenas veinte años, y por lo tanto se acordaba de su oficio de escolar. En un instante estuvo en el centro de las ramas, y por los vidrios transparentes sus ojos se hundieron en el interior del pabellón.

Cosa extraña, que hizo temblar a D'Artagnan de la planta de los pies a la raíz de sus cabellos, aquella suave luz, aquella tranquila lám­para iluminaba una escena de desorden espantoso; uno de los cristales de la ventana estaba roto, la puerta de la habitación había sido hundi­da y medio rota pendía de sus goznes; una mesa que hubiera debido estar cubierta con una elegante cena yacía por tierra; frascos en añicos, frutas aplastadas tapizaban el piso; todo en aquella habitación da­ba testimonio de una lucha violenta y desesperada; D'Artagnan creyó incluso reconocer en medio de aquel desorden extraño trozos de vesti­dosy algunas manchas de sangre maculando el mantel y las cortinas.

Se dio prisa por descender a la calle con una palpitación horrible en el corazón; quería ver si encontraba otras huellas de violencia.

Aquella breve luz suave brillaba siempre en la calma de la noche. D'Artagnan se dio cuenta entonces, cosa que él no había observado al principio, porque nada le empujaba a tal examen, que el suelo, bati­do aquí, pisoteado allá, presentaba huellas confusas de pasos de hom­bres y de pies de caballos. Además, las ruedas de un coche, que pa­recía venir de París, habían cavado en la tierra blanda una profunda huella que no pasaba más allá del pabellón y que volvía hacia Paris.

Finalmente, prosiguiendo sus búsquedas, D'Artagnan encontró junto al muro un guante de mujer desgarrado. Sin embargo, aquel guante, en todos aquellos puntos en que no había tocado la tierra embarrada, era de una frescura irreprochable. Era uno de esos guantes perfuma­dos que los amantes gustan quitar de una hermosa mano.

A medida que D'Artagnan proseguía sus investigaciones, un sudor más abundante y más helado perlaba su frente, su corazón estaba opri­mido por una horrible angustia, su respiración era palpitante; y sin em­bargo se decía a sí mismo para tranquilizarse que aquel pabellón no tenía nada en común con la señora Bonacieux; que la joven le había dado cita ante aquel pabellón y no en el pabellón, que podía estar re­tenida en Paris por su servicio, quizá por los celos de su marido.

Pero todos estos razonamientos eran severamente criticados, des­truidos, arrollados por aquel sentimiento de dolor íntimo que, en cier­tas ocasiones, se apodera de todo nuestro ser y nos grita, para todo cuanto en nosotros está destinado a oírnos, que una gran desgracia planea sobre nosotros.

Entonces D'Artagnan enloqueció casi: corrió por la carretera, to­mb el mismo camino que ya había andado, avanzó hasta la barca e interrogó al barquero.

Hacia las siete de la tarde el barquero había cruzado el río con una mujer envuelta en un mantón negro, que parecía tener el mayor inte­rés en no ser reconocida; pero precisamente debido a esas precaucio­nes que tomaba, el barquero le había prestado una atención mayor, y había visto que la mujer era joven y hermosa.

Entonces, como hoy, había gran cantidad de mujeres jóvenes y her­mosas que iban a Saint‑Cloud y que tenían interés en no ser vistas, y sin embargo D'Artagnan no dudó un solo instante que no fuera la señora Bonacieux la que el barquero había visto.

D'Artagnan aprovechó la lámpara que brillaba en la cabaña del bar­quero para volver a leer una vez más el billete de la señora Bonacieux y asegurarse de que no se había engañado, que la cita era en Saint‑Cloud y no en otra parte, ante el pabellón del señor D'Estrées y no en otra calle.

Todo ayudaba a probar a D'Artagnan que sus presentimientos no lo engañaban y que una gran desgracia había ocurrido.

Volvió a tomar el camino del castillo a todo correr; le parecía que en su ausencia algo nuevo había podido pasar en el pabellón y que las informaciones lo esperaban allí.

La calleja continuaba desierta, y la misma luz suave y calma salía desde la ventana.

D'Artagnan pensó entonces en aquella casucha muda y ciega, pe­ro que sin duda había visto y que quizá podía hablar.

La puerta de la cerca estaba cerrada, pero saltó por encima del seto, y pese a los ladridos del perm encadenado, se acercó a la cabaña.

A los primeros golpes que dio, no respondió nadie.

Un silencio de muerte reinaba tanto en la cabaña como en el pabe­llón; no obstante, como aquella cabaña era su último recurso, insistió.

Pronto le pareció oír un ligero ruido interior, ruido temeroso, y que parecía temblar él mismo de ser oído.

Entonces D'Artagnan dejó de golpear y rogó con un acento tan lle­no de inquietud y de promesas, de terror y zalamería, que su voz era capaz por naturaleza de tranquilizar al más miedoso. Por fin, un viejo postigo carcomido se abrió, o mejor se entreabrió, y se volvió a cerrar cuando la claridad de una miserable lámpara que ardía en un rincón hubo iluminado el tahalí, el puño de la espada y la empuñadura de las pistolas de D'Artagnan. Sin embargo, por rápido que fuera el movi­miento, D'Artagnan había tenido tiempo de vislumbrar una cabeza de anciano.

‑¡En nombre del cielo, escuchadme! Yo esperaba a alguien que no viene, me muero de inquietud. ¿No habrá ocurrido alguna desgra­cia por los alrededores? Hablad.

La ventana volvió a abrirse lentamente, y el mismo rostro apareció de nuevo, sólo que ahora más pálido aún que la primera vez.

D'Artagnan contó ingenuamente su historia, nombres excluidos; dijo cómo tenía una cita con una joven ante aquel pabellón, y cómo, al no verla venir, se había subido al tilo y, a la luz de la lámpara, había visto el desorden de la habitación.

El viejo lo escuchó atentamente, al tiempo que hacía señas de que estaba bien todo aquello; luego, cuando D'Artagnan hubo terminado, movió la cabeza con un aire que no anunciaba nada bueno.

‑¿Qué queréis decir? ‑exclamó D'Artagnan‑. ¡En nombre del cielo, explicaos!

‑¡Oh, señor ‑dijo el viejo‑, no me pidáis nada! Porque si os di­jera lo que he visto, a buen seguro que no me ocurrira nada bueno.

‑¿Habéis visto entonces algo? ‑repuso D'Artagnan‑. En tal críso, en nombre del cielo ‑continuó, entregándole una pistola‑, de­cid, decid lo que habéis visto, y os doy mi palabra de gentilhombre de que ninguna de vuestras palabras saldrá de mi corazón.

El viejo leyó tanta franqueza y dolor en el rostro de D'Artagnan que le hizo seña de escuchar y le dijo en voz baja:


Date: 2015-12-17; view: 500


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