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Capítulo XXII 1 page

El ballet de la Merlaison

 

Al día siguiente no se hablaba en todo Paris más que del baile que los señores regidores de la villa darían al rey y a la reina, y en el cual sus Majestades debian bailar el famoso ballet de la Merlaison[L111] , que era el ballet favorito del rey.

En efecto, desde hacía ocho días se preparaba todo en el Ayunta­miento para aquella velada solemne. El carpintero de la villa había levantado los estrados sobre los que debían permanecer las damas in­vitadas; el tendera del Ayuntamiento había adornado las salas con doscientas velas de cera blanca, lo cual era un lujo inaudito para aque­lla época; en fin, veinte violines habían sido avisados, y el precio que se les daba había sido fijado en el doble del precio ordinario, dado que, según este informe, debían tocar durante toda la noche.

A las diez de la mañana, el señor de La Coste, abanderado de los guardias del rey, seguido de dos exentos y de varios arqueros del cuerpo, vino a pedir al escribano de la villa, llamado Clément, todas las llaves de puertas, habitaciones y oficinas del Ayuntamiento. Aque­llas llaves le fueron entregadas al instante; cada una de ellas llevaba un billete que debía servir para hacerla reconocer, y a partir de aquel momento el señor de La Coste quedó encargado de la guardia de to­das las puertas y todas las avenidas.

A las once vino a su vez Duhallier, capitán de los guardias, trayen­do consigo cincuenta arqueros que se repartieron al punto por el Ayun­tamiento, en las puertas que les habían sido asignadas.

A las tres llegaron dos compañías de guardias, una francesa, otra suiza. La compañía de los guardias franceses estaba compuesta: la mi­tad por hombres del señor Duhallier[L112] , la otra mitad por hombres del señor des Essarts.

A las seis de la tarde, los invitados comenzaron a entrar. A medida que entraban, eran colocados en el salón, sobre los estrados preparados.

A las nueve llegó la señora primera presidenta. Como era después de la reina la persona de mayor consideración de la fiesta, fue recibida por los señores del Ayuntamiento y colocada en el palco frontero al que debía ocupar la reina.

A las diez se trajo la colación de confituras para el rey en la salita del lado de la iglesia Saint‑Jean, y ello frente al aparador de plata del Ayuntamiento, que era guardado por cuatro arqueros.

A medianoche se oyeron grandes gritos y numerosas aclamacio­nes: era el rey que avanzaba a través de las calles que conducen del Louvre al palacio del Ayuntamiento, y que estaban iluminadas con lin­ternas de color.

Al punto los señores regidores, vestidos con sus trajes de paño y precedidos por seis sargentos, cada uno de los cuales llevaba un ha­chón en la mano, fueron ante el rey, a quien encontraron en las gra­das, donde el preboste de los comerciantes le dio la bienvenida, cum­plida la cual Su Majestad respondió excusándose de haber venido tan tarde, pero cargando la culpa sobre el señor cardenal, que lo había re­tenido hasta las once para hablar de los asuntos del Estado.



Su Majestad, en traje de ceremonia, estaba acompañado por S. A. R. Monsieur[L113] , por el conde de Soissons, por el gran prior[L114] , por el du­que de Longueville, por el duque D'Elbeuf, por el conde D'Harcourt, por el conde de La Roche‑Guyon, por el señor de Liancourt, por el señor de Baradas[L115] , por el conde de Cramail y por el caballero de Souveray.

Todos observaron que el rey tenía aire triste y preocupado.

Se había preparado para el rey un gabinete, y otro para Monsieur. En cada uno de estos gabinetes había depositados trajes de máscara. Otro tanto se había hecho para la reina y para la señora presidenta. Los señores y las damas del séquito de Sus Majestades debían vestirse de dos en dos en habitaciones preparadas a este efecto.

Antes de entrar en el gabinete, el rey ordenó que viniesen a preve­nirlo tan pronto como apareciese el cardenal.

Media hora después de la entrada del rey, nuevas aclamaciones so­naron: éstas anunciaban la llegada de la reina . Los regidores hicieron lo que ya habían hecho antes y precedidos por los sargentos se adelan­taron al encuentro de su ilustre invitada.

La reina entró en la sala: se advirtió que, como el rey, tenía aire triste y sobre todo fatigado.

En el momento en que entraba, la cortina de una pequeña tribuna que hasta entonces había permanecido cerrada se abrió, y se vio apa­recer la cabeza pálida del cardenal vestido de caballero español. Sus ojos se fijaron sobre los de la reina, y una sonrisa de alegría terrible pasó por sus labios: la reina no tenía sus herretes de diamantes.

La reina permaneció algún tiempo recibiendo los cumplidos de los señores del Ayuntamiento y respondiendo a los saludos de las damas.

De pronto el rey apareció con el cardenal en una de las puer­tas de la sala. El cardenal le hablaba en voz baja y el rey estaba muy pálido.

El rey hendió la multitud y, sin máscara, con las cintas de su jubón apenas anudadas, se aproximó a la reina y con voz alterada le dijo:

‑Señora, ¿por qué, si os place, no tenéis vuestros herretes de dia­mantes cuando sabéis que me hubiera agradado verlos?

La reina tendió su mirada en torno a ella, y vio detrás del rey al cardenal que sonreía con una sonrisa diabólica.

‑Sire ‑respondió la reina con voz alterada‑, porque en medio de esta gran muchedumbre he temido que les ocurriera alguna desgracia.

‑¡Pues os habéis equivocado, señora! Si os he hecho ese regalo ha sido para que os adornarais con él. Os digo que os habéis equi­vocado.

Y la voz del rey estaba temblorosa de cólera; todos miraban y escu­chaban con asombro, sin comprender nada de lo que pasaba.

‑Sire ‑dijo la reina‑ puedo enviarlos a buscar al Louvre, don­de están, y así los deseos de Vuestra Majestad serán cumplidos.

‑Hacedlo, señora, hacedlo, y cuanto antes; porque dentro de una hora va a comenzar el ballet.

La reina saludó en señal de sumisión y siguió a las damas que de­bían conducirla a su gabinete.

Por su parte, el rey volvió al suyo.

Hubo en la sala un momento de desconcierto y confusión.

Todo el mundo había podido notar que algo había pasado entre el rey y la reina; pero los dos habían hablado tan bajo que, habiéndose alejado todos por respeto algunos pasos, nadie había oído nada. Los violines tocaban con toda su fuerza, pero no los escuchaban.

El rey salió el primero de su gabinete; iba en traje de caza de los más elegantes y Monsieur y los otros señores iban vestidos como él. Era el traje que mejor llevaba el rey, y así vestido parecía verdadera­mente el primer gentilhombre de su reino.

El cardenal se acercó al rey y le entregó una caja. El rey la abrió y encontró en ella dos herretes de diamantes.

‑¿Qué quiere decir esto? ‑preguntó al cardenal.

‑Nada ‑respondió éste‑. Sólo que si la reina tiene los herretes, cosa que dudo, contadlos, Sire, y si no encontráis más que diez, pre­guntad a Su Majestad quién puede haberle robado los dos herretes que hay ahí.

El rey miró al cardenal como para interrogarle; pero no tuvo tiem­po de dirigirle ninguna pregunta: un grito de admiración salió de todas las bocas. Si el rey parecía el primer gentilhombre de su reino, la reina era a buen seguro la mujer más bella de Francia.

Es cierto que su tocado de cazadora le iba de maravilla; tenía un sombrero de fieltro con plumas azules, un corpiño de terciopelo gris perla unido con broches de diamantes, y una falda de satén azul toda bordada de plata. En su hombro izquierdo resplandecían los herretes sostenidos por un nudo del mismo color que las plumas y la falda.

El rey se estremecía de alegría y el cardenal de cólera; sin embar­go, distantes como estaban de la reina, no podían contar los herretes; la reina los tenía, sólo que, ¿tenía diez o tenía doce?

En aquel momento, los violines hicieron sonar la señal del baile. El rey avanzó hacia la señora presidenta, con la que debía bailar, y S. A. Monsieur con la reina. Se pusieron en sus puestos y el baile comenzó.

El rey estaba en frente de la reina, y cada vez que pasaba a su lado, devoraba con la mirada aquellos herretes, cuya cuenta no podía saber. Un sudor frío cubría la frente del cardenal.

El baile duró una hora: tenía dieciséis intermedios.

El baile terminó en medio de los aplausos de toda la sala, cada cual llevó a su dama a su sitio, pero el rey aprovechó el privilegio que tenía de dejar a la suya donde se encontraba para avanzar deprisa hacia la reina.

‑Os agradezco, señora ‑le dijo‑, la deferencia que habéis mos­trado hacia mis deseos, pero creo que os faltan dos herretes, y yo os los devuelvo.

Y con estas palabras, tendió a la reina los dos herretes que le había entregado el cardenal.

‑¡Cómo, Sire! ‑exclamó la joven reina fingiendo sorpresa‑. ¿Me dais aún otros dos? Entonces con éstos tendré catorce.

En efecto, el rey contó y los doce herretes se hallaron en los hom­bros de Su Majestad.

El rey llamó al cardenal.

‑Y bien, ¿qué significa esto, monseñor cardenal? ‑preguntó el rey en tono severo.

‑Eso significa, Sire ‑respondió el cardenal‑, que yo deseaba que Su Majestad aceptara esos dos herretes y, no atreviéndome a ofrecér­selos yo mismo, he adoptado este medio.

‑Y yo quedo tanto más agradecida a Vuestra Eminencia ‑res­pondió Ana de Austria con una sonrisa que probaba que no era vícti­ma de aquella ingeniosa galantería‑, cuanto que estoy segura de que estos dos herretes os cuestan tan caros ellos solos como los otros doce han costado a Su Majestad.

Luego, habiendo saludado al rey y al cardenal, la reina tomó el camino de la habitación en que se había vestido y en que debía des­vestirse.

La atención que nos hemos visto obligados a prestar durante el co­mienzo de este capítulo a los personajes ilustres que en él hemos intro­ducido, nos han alejado un instante de aquel a quien Ana de Austria debía el triunfo inaudito que acababa de obtener sobre el cardenal y que, confundido, ignorado perdido en la muchedumbre apiñada en una de las puertas, miraba desde allí esta escena sólo comprensible pa­ra cuatro personas: el rey, la reina Su Eminencia y él.

La reina acababa de ganar su habitación y D'Artagnan se aprestaba a retirarse cundo sintió que le tocaban ligeramente en el hombro; se volvió y vio a una mujer joven que le hacía señas de seguirla. Aquella joven tenía el rostro cubierto por un antifaz de terciopelo negro, mas pese a esta precaución que, por lo demás, estaba tomada más para los otros que para él, reconoció al instante mismo a su guía habitual, la ligera a ingeniosa señora Bonacieux.

La víspera apenas si se habían visto en el puesto del suizo Germain, donde D'Artagnan la había hecho llamar. La prisa que tenía la joven por llevar a la reina la excelente noticia del feliz retorno de su mensaje­ro hizo que los dos amantes apenas cambiaran algunas palabras. D'Ar­tagnan siguió, pues, a la señora Bonacieux movido por un doble senti­miento: el amor y la curiosidad. Durante todo el camino, y a medida que los corredores se hacían más desiertos, D'Artagnan quería detener a la joven, cogerla, contemplarla, aunque no fuera más que un instan­te; pero vivaz como un pájaro, se deslizaba siempre entre sus manos, y cuando él quería hablar, su dedo puesto en su boca con un leve gesto imperativo lleno de encanto le recordaba que estaba bajo el im­perio de una potencia a la que debía obedecer ciegamente, y que le prohibía incluso la más ligera queja; por fin, tras un minuto o dos de vueltas y revueltas, la señora Bonacieux abrió una puerta a introdujo al joven en un gabinete completamente oscuro. Allí le hizo una nueva señal de mutismo, y abriendo una segunda puerta oculta por una tapi­cería cuyas aberturas esparcieron de pronto viva luz, desapareció.

D'Artagnan permaneció un instante inmóvil y preguntándose dón­de estaba, pero pronto un rayo de luz que penetraba por aquella habi­tación, el aire cálido y perfumado que llegaba hasta él, la conversación de dos o tres mujeres, en lenguaje a la vez respetuoso y elegante, la palabra Majestad muchas veces repetida, le indicaron claramente que estaba en un gabinete contiguo a la habitación de la reina.

El joven permaneció en la sombra y esperó.

La reina se mostraba alegre y feliz, lo cual parecía asombrar a las personas que la rodeaban y que tenían por el contrario la costumbre de verla casi siempre preocupada. La reina achacaba aquel sentimien­to gozoso a la belleza de la fiesta, al placer que le había hecho experi­mentar el baile, y como no está permitido contradecir a una reina, son­ría o llore, todos ponderaban la galantería de los señores regidores del Ayuntamiento de Paris.

Aunque D'Artagnan no conociese a la reina, distinguió su voz de las otras voces, en primer lugar por un ligero acento extranjero, luego por ese sentimiento de dominación, impreso naturalmente en todas las palabras soberanas. La oyó acercarse y alejarse de aquella puerta abier­ta, y dos o tres veces vio incluso la sombra de un cuerpo interceptar la luz.

Finalmente, de pronto, una mano y un brazo adorables de forma y de blancura pasaron a través de la tapicería; D'Artagnan comprendió que aquella era su recompensa: se postró de rodillas, cogió aquella ma­no y apoyó respetuosamente sus labios; luego aquella mano se retiró dejando en las suyas un objeto que reconoció como un anillo; al punto la puerta volvió a cerrarse y D'Artagnan se encontró de nuevo en la más completa oscuridad.

D'Artagnan puso el anillo en su dedo y esperó otra vez; era evi­dente que no todo había terminado aún. Después de la recompensa de su abnegación venía la recompensa de su amor. Además, el ballet había acabado, pero la noche apenas había comenzado: se cenaba a las tres y el reloj de Saint‑Jean hacía algún tiempo que había tocado ya las dos y tres cuartos.

En efecto, poco a poco el ruido de las voces disminuyó en la habitación vecina; se las oyó alejarse; luego, la puerta del gabinete donde estaba D'Artagnan se volvió a abrir y la señora Bonacieux se adelantó.

‑¡Vos por fin! ‑exclamó D'Artagnan.

‑¡Silencio! ‑dijo la joven, apoyando su mano sobre los labios del joven‑. ¡Silencio! E idos por donde habéis venido.

‑Pero ¿cuándo os volveré a ver? ‑exclamó D'Artagnan.

‑Un billete que encontraréis al volver a vuestra casa lo dirá. ¡Mar­chaos, marchaos!

Y con estas palabras abrió la puerta del corredor y empujó a D'Ar­tagnan fuera del gabinete.

D'Artagnan obedeció cómo un niño, sin resistencia y sin ob­ción alguna, lo que prueba que estaba realmente muy enamo­rado.

 

Capítulo XXIII

La cita

 

D'Artagnan volvió a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y aunque tuvo que atravesar los peores barrios de Paris, no tuvo ningún mal encuentro. Ya se sabe que hay un dios que vela por los borrachos y los enamorados.

Encontró la puerta de su casa entreabierta, subió su escalera, y lla­mó suavemente y de una forma convenida entre él y su lacayo. Plan­chet, a quien dos horas antes había enviado del palacio del Ayunta­miento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la puerta.

‑¿Alguien ha traído una carta para mî? ‑preguntó vivamente D'Artagnan.

‑Nadie ha traído ninguna carta, señor ‑respondió Planchet‑; pero hay una que ha venido totalmente sola.

‑¿Qué quieres decir, imbécil?

‑Quiero decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa llave no me haya abandonado, he encon­trado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en vuestro dormitorio.

‑¿Y dónde está esa carta?

‑La he dejado donde estaba, señor. No es natural que las cartas entren así en casa de las gentes. Si la ventana estuviera abierta, o sola­mente entreabierta, no digo que no; pero no, todo estaba hermética­mente cerrado. Señor, tened cuidado, porque a buen seguro hay al­guna magia en ella.

Durante este tiempo, el joven se había lanzado a la habitación y abierto la carta; era de la señora Bonacieux y estaba concebida en es­tos términos:

 

«Hay vivos agradecimientos que haceros y que transmitiros. Estad esta noche hacia las diez en Saint‑Cloud, frente al pabe­llón que se alza en la esquina de la casa del señor D'Estrées[L116] .

 

C. B.»

 

Al leer aquella carta, D'Artagnan sentía su corazón dilatarse y en­cogerse con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.

Era el primer billete que recibía, era la primera cita que se le conce­día. Su corazón, henchido por la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso terrestre que se llamaba el amor.

‑¡Y bien, señor! ‑dijo Planchet, que había visto a su amo enroje­cer y palidecer sucesivamente‑. ¿No es justo lo que he adivinado y que se trata de algún asunto desagradable?

‑Te equivocas, Planchet ‑respondió D'Artagnan‑, y la prueba es que ahí tienes un escudo para que bebas a mi salud.

‑Agradezco al señor el escudo que me da, y le prometo seguir exactamente sus instrucciones; pero no es menos cierto que las cartas que entran así en las casas cerradas...

‑Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo.

‑Entonces, ¿el señor está contento? ‑preguntó Planchet.

‑¡Mi querido Planchet, soy el más feliz de los hombres!

‑¿Puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?

‑Sí, vete.

‑Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no es menos cierto que esa carta...

Y Planchet se retiró moviendo la cabeza con aire de duda que no había conseguido borrar enteramente la liberalidad de D'Artagnan.

Al quedarse solo, D'Artagnan leyó y releyó su billete, luego besó y volvió a besar veinte veces aquellas líneas trazadas por la mano de , su bella amante. Finalmente se acostó, se durmió y tuvo sueños dorados.

A las siete de la mañana se levantó y llamó a Planchet, que a la segunda llamada abrió la puerta, el rostro todavía mal limpio de las inquietudes de la víspera.

‑Planchet ‑le dijo D'Artagnan‑, salgo por todo el día quizá; eres, pues, libre hasta las siete de la tarde; pero a las siete de la tarde, estate dispuesto con dos caballos.

‑¡Vaya! ‑dijo Planchet‑. Parece que todavía vamos a hacernos agujerear la piel en varios lugares.

‑Cogerás tu mosquetón y tus pistolas.

‑¡Bueno! ¿Qué decía yo? ‑exclamó Planchet‑. Estaba seguro; , esa maldita carta...

‑Tranquilízate, imbécil, se trata simplemente de una partida de placer.

‑Sí, como los viajes de recreo del otro día, en los que llovían las balas y donde había trampas.

‑Además, si tenéis miedo, señor Planchet ‑prosiguió D'Arta­gnan‑, iré sin vos; prefiero viajar solo antes que tener un compañero que tiembla.

‑El señor me injuria ‑dijo Planchet‑; me parece, sin embargo, que me ha visto en acción.

‑Sí, pero creo que gastaste todo tu valor de una sola vez.

‑El señor verá que cuando la ocasión se presente todavía me queda; sólo que ruego al señor no prodigarlo demasiado si quiere que me quede por mucho tiempo.

‑¿Crees tener todavía cierta cantidad para gastar esta noche?

‑Eso espero.

‑Pues bien, cuento contigo.

‑A la hora indicada estaré dispuesto; sólo que yo creía que el se­ñor no tenía más que un caballo en la cuadra de los guardias.

‑Quizá no haya en estos momentos más que uno, pero esta no­che habrá cuatro.

‑Parece que nuestro viaje fuera un viaje de remonta.

‑Exactamente ‑dijo D'Artagnan.

Y tras hacer a Planchet un último gesto de recomendación salió.

El señor Bonacieux estaba a su puerta. La intención de D'Arta­gnan era pasar de largo sin hablar al digno mercero; pero éste hizo un saludo tan suave y tan benigno que su inquilino hubo por fuerza no sólo de devolvérselo, sino incluso de trabar conversación con él.

Por otra parte, ¿cómo no tener un poco de condescendencia para con un marido cuya mujer os ha dado una cita para esa misma noche en Saint‑Cloud, frente al pabellón del señor D'Estrées? D'Artagnan se acercó con el aire más amable que pudo adoptar.

La conversación recayó naturalmente sobre el encarcelamiento del pobre hombre. El señor Bonacieux, que ignoraba que D'Artagnan ha­bía oído su conversación con el desconocido de Meung, contó a su jo­ven inquilino las persecuciones de aquel monstruo del señor de Laffe­mas, a quien no cesó de calificar durante todo su relato de verdugo del cardenal, y se extendió largamente sobre la Bastilla, los cerrojos, los postigos, los tragaluces, las rejas y los instrumentos de tortura.

D'Artagnan lo escuchó con una complacencia ejemplar; luego, cuan­do hubo terminado:

‑Y la señora Bonacieux ‑dijo por fin‑, ¿sabéis quién la había raptado? Porque no olvido que gracias a esa circunstancia molesta de­bo la dicha de haberos conocido.

‑¡Ah! ‑dijo el señor Bonacieux‑. Se han guardado mucho de decírmelo, y mi mujer por su parte, me ha jurado por todos los dioses que ella no lo sabía. Pero y de vos ‑continuó el señor Bonacieux en un tono de ingenuidad perfecta‑, ¿qué ha sido de vos todos estos días pasados? No os he visto ni a vos ni a vuestros amigos, y no creo que haya sido en el pavimento de París donde habéis cogido todo el polvo que Planchet quitaba ayer de vuestras botas.

‑Tenéis razón, mi querido señor Bonacieux, mis amigos y yo he­mos hecho un pequeño viaje.

‑¿Lejos de aquí?

‑¡Oh, Dios mío, no, a unas cuarenta leguas sólo! Hemos ido a lle­var al señor Athos a las aguas de Forges, donde mis amigos se han quedado.

‑¿Y vos habéis vuelto, verdad? ‑prosiguió el señor Bonacieux dando a su fisonomía su aire más maligno‑. Un buen mozo como vos no consigue largos permisos de su amante, y erais impacientemente esperado en Paris, ¿no es así?

‑A fe ‑dijo riendo el joven‑, os lo confieso, mi querido señor Bonacieux, tanto más cuanto que veo que no se os puede ocultar na­da. Sí, era esperado, y muy impacientemente, os respondo de ello.

Una ligera nube pasó por la frente de Bonacieux, pero tan ligera que D'Artagnan no se dio cuenta.

‑¿Y vamos a ser recompensados por nuestra diligencia? ‑continuó el mercero con una ligera alteración en la voz, alteración que D'Arta­gnan no notó como tampoco había notado la nube momentánea que un instante antes había ensombrecido el rostro del digno hombre.

‑¡Vaya! ¿Vais a sermonearme? ‑dijo riendo D'Artagnan.

‑No, lo que os digo es sólo ‑repuso Bonacieux‑, es sólo para saber si volveremos tarde.

‑¿Por qué esa pregunta, querido huésped? ‑preguntó D'Arta­gnan‑. ¿Es que contáis con esperarme?

‑No, es que desde mi arresto y el robo que han cometido en mi casa, me asusto cada vez que oigo abrir una puerta, y sobre todo por la noche. ¡Maldita sea! ¿Qué queréis? Yo no soy un hombre de espada.

‑¡Bueno! No os asustéis si regreso a la una, a las dos o a las tres de la mañana; y si no regreso, tampoco os asustéis.

Aquella vez Bonacieux se quedó tan pálido que D'Artagnan no pudo dejar de darse cuenta, y le preguntó qué tenía.

‑Nada ‑respondió Bonacieux‑, nada. Desde estas desgracias, estoy sujeto a desmayos que se apoderan de mí de pronto, y acabo de sentir pasar por mí un estremecimiento. No le hagáis caso, vos no tenéis más que ocuparos de ser feliz.

‑Entonces tengo ocupación, porque lo soy.

‑No todavía, esperar entonces, vos mismo lo habéis dicho: esta noche.

‑¡Bueno, esta noche llegará, a Dios gracias! Y quizá la estéis espe­rando vos con tanta impaciencia como yo. Quizá esta noche la señora Bonacieux visite el domicilio conyugal.

‑La señora Bonacieux no está libre esta noche ‑respondió con tono grave el marido‑; está retenida en el Louvre por su servicio.

‑Tanto peor para vos, mi querido huésped, tanto peor; cuando soy feliz quisiera que todo el mundo lo fuese; pero parece que no es posible.

Y el joven se alejó riéndose a carcajadas que sólo él, eso pensaba, podía comprender.

‑¡Divertíos mucho! ‑respondió Bonacieux con un acento se­pulcral.

Pero D'Artagnan estaba ya demasiado lejos para oírlo y, aunque lo hubiera oído, en la disposición de ánimo en que estaba, no lo hubie­ra ciertamente notado.

Se dirigió hacia el palacio del señor de Tréville; su visita de la vís­pera había sido como se recordará, muy corta y muy poco explicativa.

Encontró al señor de Tréville con la alegría en el alma. El rey y la reina habían estado encantadores con él en el baile. Cierto que el car­denal había estado perfectamente desagradable.

A la una de la mañana se había retirado so pretexto de que estaba indispuesto. En cuanto a Sus Majestades, no habían vuelto al Louvre hasta las seis de la mañana.


Date: 2015-12-17; view: 473


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