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Capítulo XXII 3 page

‑Senan las nueve poco más o menos, había oído yo algún ruido en la calle y quería saber qué podía ser, cuando al acercarme a mi puerta me di cuenta de que alguien trataba de entrar. Como soy pobre y no tengo miedo a que me roben, fui a abrir y vi a tres hombres a algunos pasos de allí. En la sombra había una carroza con caballos engancha­dos y caballos de mano. Esos caballos de mano pertenecían evidente­mente a los tres hombres que estaban vestidos de caballeros. «Ah, mis buenos señores ‑exclamé yo‑, ¿qué queréis?» «Debes tener una es­calera», me dijo aquel que parecía el jefe del séquito. «Sí, señor; una con la que recojo la fruta.» «Dánosla, y vuelve a tu casa. Ahí tienes un escudo por la molestia que te causamos. Recuerda solamente que si dices una palabra de lo que vas a ver y de lo que vas a oír (porque mirarás y escucharás pese a las amenazas que te hagamos, estoy segu­ro), estás perdido.» A estas palabras, me lanzó un escudo que yo reco­gí, y él tomó mi escalera. Efectivamente, después de haber cerrado la puerta del seto tras ellos hice ademán de volver a la casa; pero salí en seguida por la puerta de atrás y deslizándome en la sombra llegué hasta esa mata de saúco, desde cuyo centro podía ver todo sin ser vis­to. Los tres hombres habían hecho avanzar el coche sin ningún ruido, sacaron de él a un hombrecito grueso, pequeño, de pelo gris, mezqui­namente vestido de color oscuro, el cual se subió con precaución a la escalera miró disimuladamente en el interior del cuarto, volvió a bajar a paso de lobo y murmuró en voz baja: «¡Ella es!» Al punto aquel que me había hablado se acercó a la puerta del pabellón, la abrió con una llave que llevaba encima, volvió a cerrar la puerta y desapareció; al mismo tiempo los otros dos subieron a la escalera. El viejo permanecía en la portezuela el cochero sostenía a los caballos del coche y un laca­yo los caballos de silla. De pronto resonaron grandes gritos en el pabe­llón, una mujer corrió a la ventana y la abrió como para precipitarse por ella. Pero tan pronto como se dio cuenta de los dos hombres, re­trocedió; los dos hombres se lanzaron tras ella dentro de la habitación. Entonces ya no vi nada más; pero oía ruido de muebles que se rom­pen. La mujer gritaba y pedía ayuda. Pero pronto sus gritos fueron aho­gados; los tres hombres se acercaron a la ventana, llevando a la mujer en sus brazos; dos descendieron por la escalera y la transportaron al coche, donde el viejo entró junto a ella. El que se había quedado en el pabellón volvió a cerrar la ventana, salió un instante después por la puerta y se aseguró de que la mujer estaba en el coche: sus dos com­pañeros le esperaban ya a caballo, saltó él a su vez a la silla; el lacayo ocupó su puesto junto al cochero; la carroza se alejó al galope escoltada por los tres caballeros, y todo terminó. A partir de ese momento, yo no he visto nada ni he oído nada.



D'Artagnan, abrumado por una noticia tan terrible, quedó inmóvil y mudo, mientras todos los demonios de la cólera y los celos aullaban en su corazón.

‑Pero, señor gentilhombre ‑prosiguió el viejo, en el que aquella muda desesperación producía ciertamente más afecto del que hubie­ran producido los gritos y las lágrimas‑; vamos, no os aflijáis, no os la han matado, eso es lo esencial.

‑¿Sabéis aproximadamente ‑dijo D'Artagnan‑ quién era el hom­bre que dirigía esa infernal expedición?

‑No lo conozco.

‑Pero, puesto que os ha hablado, habéis podido verlo.

‑¡Ah! ¿Son sus señas lo que me pedís?

‑Sí.

‑Un hombre alto, enjuto, moreno, de bigotes negros, la mirada oscura, con aire de gentilhombre.

‑¡El es! ‑exclamó D'Artagnan‑. ¡Otra vez él! ¡Siempre él! Es mi demonio, según parece. ¿Y el otro?

‑¿Cuál?

‑El pequeño.

‑¡Oh, ese no era un señor, os lo aseguro! Además, no llevaba es­pada, y los otros le trataban sin ninguna consideración.

‑Algún lacayo ‑murmuró D'Artagnan‑. ¡Ah, pobre mujer! ¡Po­bre mujer! ¿Qué te han hecho?

‑Me habéis prometido el secreto ‑dijo el viejo.

‑Y os renuevo mi promesa, estad tranquilo, yo soy gentilhombre. Un gentilhombre no tiene más que una palabra, y yo os he dado la mía.

D'Artagnan volvió a tomar, con el alma afligida, el camino de la barca. Tan pronto se resistía a creer que se tratara de la señora Bo­nacieux, y esperaba encontrarla al día siguiente en el Louvre, como temía que ella tuviera una intriga con algún otro y que un celoso la hubiera sorprendido y raptado. Vacilaba, se desolaba, se deses­peraba.

‑¡Oh, si tuviese aquí a mis amigos! ‑exclamó‑. Tendría al me­nos alguna esperanza de volverla a encontrar; pero ¿quién sabe qué habrá sido de ellos?

Era medianoche poco más o menos; se trataba de encontrar a Plan­chet. D Artagnan se hizo abrir sucesivamente todas las tabernas en las que percibió algo de luz; en ninguna de ellas encontró a Planchet.

En la sexta, comenzó a pensar que la búsqueda era un poco aven­turada. D'Artagnan no había citado a su lacayo más que a las seis de la mañana y, estuviese donde estuviese, estaba en su derecho.

Además al joven le vino la idea de que, quedándose en los alre­dedores del lugar en que había ocurrido el suceso, quizá obtendría algún esclarecimiento sobre aquel misterioso asunto. En la sexta taber­na, como hemos dicho, D'Artagnan se detuvo, pidió una botella de vino de primera calidad, se acodó en el ángulo más oscuro y se deci­dió a esperar el día de este modo; pero también esta vez su esperanza quedó frustrada, y aunque escuchaba con los oídos abiertos, no oyó, en medio de los juramentos, las burlas y las injurias que entre sí cam­biaban los obreros, los lacayos y los carreteros que componían la ho­norable sociedad de que formaba parte, nada que pudiera ponerle so­bre las huellas de la pobre mujer raptada. Así pues, tras haber tragado su botella por ociosidad y para no despertar sospechas, trató de buscar en su rincón la postura más satisfactoria posible y de dormirse mal que bien. D'Artagnan tenía veinte años, como se recordará, y a esa edad el sueño tiene derechos imprescriptibles que reclaman imperiosamente incluso en los corazones más desesperados.

Hacia las seis de la mañana, D'Artagnan se despertó con ese ma­lestar que acompaña ordinariamente al alba tras una mala noche. No era muy largo de hacer su aseo; se tanteó para saber si no se habían aprovechado de su sueño para robarle, y habiendo encontrado su dia­mante en su dedo, su bolsa en su bolsillo y sus pistolas en su cintura, se levantó, pagó su botella y salió para ver si tenía más suerte en la búsqueda de su lacayo por la mañana que por la noche. En efecto, lo primero que percibió a través de la niebla húmeda y grisácea fue al honrado Planchet, que con los dos caballos de la mano esperaba a la puerta de una pequeña taberna miserable ante la cual D'Artagnan ha­bía pasado sin sospechar siquiera su existencia.

 

Capítulo XXV

Porthos

 

En lugar de regresar a su casa directamente, D'Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del señor de Tréville y subió rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a contarle todo lo que acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto; además, como el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad alguna información sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su señora.

El señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que había algo más en toda aquella aventura que una intriga de amor; luego, cuando D'Artagnan hubo acabado:

‑¡Hum! ‑dijo‑. Todo esto huele a Su Eminencia a una legua.

‑Pero ¿qué hacer? ‑dijo D'Artagnan.

‑Nada, absolutamente nada ahora sólo abandonar Paris como os he dicho, lo antes posible. Yo veré a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda ignora; estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo alguna buena nueva que deciros. Dejadlo en mis manos.

D'Artagnan sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no te­nía la costumbre de prometer, y que cuando por azar prometía, man­tenía, y con creces, lo que habia prometido. Saludó, pues, lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su lado sentía vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la mano deseándole un buen viaje.

Decidido a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante, D'Artagnan se encaminó hacia la calle des Fos­soyeurs, a fin de velar por la preparación de su equipaje. Al acercarse a su casa, reconoció al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie ante el umbral de su puerta. Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre el carácter siniestro de su huésped volvió en­tonces a la memoria de D’Artagnan que lo miró más atentamente de lo que hasta entonces había hecho. En efecto, además de aquella pali­dez amarillenta y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la san­gre y que por el otro lado podía ser sólo accidental, D'Artagnan obser­vó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia a las arrugas de su cara. Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hi­pócrita no llora con las lágrimas que un hombre de buena fe. Toda fal­sedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro.

Le pareció pues, a D'Artagnan que el señor Bonacieux llevaba una máscara, a incluso que aquella máscara era de las más desagradables de ver.

En consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de él sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo interpeló:

‑¡Y bien, joven ‑le dijo‑, parece que andamos de juerga! ¡Diablos, las siete de la mañana! Me parece que os apartáis de las costum­bres recibidas y que volvéis a la hora en que los demás salen.

‑No se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux ‑dijo el joven‑, y sois modelo de las gentes ordenadas. Es cierto que cuan­do se pone una mujer joven y bonita, no hay necesidad de correr de­trás de la felicidad; es la felicidad la que viene a buscaros, ¿no es así, señor Bonacieux?

Bonacieux se puso pálido como la muerte y muequeó una sonrisa.

‑¡Ah, ah! ‑dijo Bonacieux‑. Sois un compañero bromista. Pero ¿dónde diablos habéis andado de correría esta noche, mi joven ami­go? Parece que no hacía muy buen tiempo en los atajos.

D'Artagnan bajó los ojos hacia sus botas todas cubiertas de barro; pero en aquel movimiento sus miradas se dirigieron al mismo tiempo hacia los zapatos y las medias del mercero; se hubiera dicho que los había mojado en el mismo cenegal; unos y otros tenían manchas com­pletamente semejantes.

Entonces una idea súbita cruzó la mente de D'Artagnan. Aquel hom­brecito grueso, rechoncho, cuyos cabellos agrisaban ya, aquella espe­cie de lacayo vestido con un traje oscuro, tratado sin consideración por las gentes de espada que componían la escolta, era el mismo Bona­cieux. El marido había presidido el rapto de su mujer.

Le entraron a D'Artagnan unas terribles ganas de saltar a la gar­ganta del mercero y de estrangularlo; pero ya hemos dicho que era un muchacho muy prudente y se contuvo. Sin embargo, la revolución que se había operado en su rostro era tan visible que Bonacieux quedó espantado y trató de retroceder un paso; pero precisamente se encon­traba delante del batiente de la puerta, que estaba cerrada, y el obs­táculo que encontró le forzó a quedarse en el mismo sitio.

‑¡Vaya, sois vos quien bromeáis, mi valiente amigo! ‑dijo D'Artagnan‑. Me parece que si mis botas necesitan una buena esponja, vuestras medias y vuestros zapatos también reclaman un buen cepilla­do. ¿Es que también vos os habéis corrido una juerga, maese Bona­ceux? ¡Diablos! Eso sería imperdonable en un hombre de vuestra edad y que además tiene una mujer joven y bonita como la vuestra.

‑¡Oh, Dios mío, no! ‑dijo Bonacieux‑. Ayer estuve en Saint­-Mandé para informarme de una sirvienta de la que no puedo prescin­dir, y como los caminos estaban en malas condiciones he traído todo ese fango que aún no he tenido tiempo de hacer desaparecer.

El lugar que designaba Bonacieux como meta de correría fue una nueva prueba en apoyo de las sospechas que había concebido D'Ar­tagnan. Bonacieux había dicho Saint‑Mandé porque Saint‑Mandé es el punto completamente opuesto a Saint‑Cloud.

Aquella probabilidad fue para él un primer consuelo. Si Bonacieux sabía dónde estaba su mujer, siempre se podría, empleando medios extremos, forzar al mercero a soltar la lengua y dejar escapar su secre­to. Se trataba sólo de convertir esta probabilidad en certidumbre.

‑Perdón, mi querido señor Bonacieux, si prescindo con vos de los modales ‑dijo D'Artagnan‑; pero nada me altera más que no dor­mir, tengo una sed implacable; permitidme tomar un vaso de agua de vuestra casa; ya lo sabéis, eso no se niega entre vecinos.

Y sin esperar el permiso de su huésped, D'Artagnan entró rápida­mente en la casa y lanzó una rápida ojeada sobre la cama. La cama no estaba deshecha. Bonacieux no se había acostado. Acababa de vol­ver hacía una o dos horas; había acompañado a su mujer hasta el lu­gar al que la habían conducido, o por lo menos hasta el primer relevo.

‑Gracias, maese Bonacieux ‑dijo D'Artagnan vaciando su vaso‑, eso es todo cuanto quería de vos. Ahora vuelvo a mi casa, voy a ver si Planchet me limpia las botas y, cuando haya terminado, os lo man­daré por si queréis limpiaros vuestros zapatos.

Y dejó al mercero todo pasmado por aquel singular adiós y pre­guntándose si no había caído en su propia trampa.

En lo alto de la escalera encontró a Planchet todo estupefacto.

‑¡Ah, señor! ‑exclamó Planchet cuando divisó a su amo‑. Ya tenemos otra, y esperaba con impaciencia que regresaseis.

‑Pues, ¿qué pasa? ‑preguntó D'Artagnan.

‑¡Oh, os apuesto cien, señor, os apuesto mil si adivanáis la visita que he recibido para vos en vuestra ausencia!

‑¿Y eso cuándo?

‑Hará una media hora, mientras vos estabais con el señor de Tréville.

‑¿Y quién ha venido? Vamos, habla.

‑El señor de Cavois[L121] .

‑¿El señor de Cavois?

‑En persona.

‑¿El capitán de los guardias de Su Eminencia?

‑El mismo.

‑¿Venía a arrestarme?

‑Es lo que me temo, señor, y eso pese a su aire zalamero.

‑¿Tenía el aire zalamero, dices?

‑Quiero decir que era todo mieles, señor.

‑¿De verdad?

‑Venía, según dijo, de parte de Su Eminencia, que os quería mu­cho, a rogaros seguirle al Palais Royal.

‑Y tú, ¿qué le has contestado?

‑Que era imposible, dado que estabais fuera de casa, como podía él mismo ver.

‑¿Y entonces qué ha dicho?

‑Que no dejaseis de pasar por allí durante el día; luego ha añadi­do en voz baja: «Dile a tu amo que Su Eminencia está completamente dispuesto hacia él, y que su fortuna depende quizá de esa entrevista».

‑La trampa es bastante torpe para ser del cardenal ‑repuso son­riendo el joven.

‑También yo he visto la trampa y he respondido que os desespe­raríais a vuestro regreso. «¿Dónde ha ido?», ha preguntado el señor de Cavois. «A Troyes, en Champagne», le he respondido. «¿Y cuán­do se ha marchado?» «Ayer tarde».

‑Planchet, amigo mío ‑interrumpió D'Artagnan‑, eres realmente un hombre precioso.

‑¿Comprendéis, señor? He pensado que siempre habría tiempo, si deseáis ver al señor de Cavois, de desmentirme diciendo que no os habíais marchado; sería yo en tal caso quien habría mentido, y como no soy gentilhombre, puedo mentir.

‑Tranquilízate, Planchet, tu conservarás tu reputación de hombre verdadero: dentro de un cuarto de hora partimos.

‑Es el consejo que iba a dar al señor; y, ¿adónde vamos, si se puede saber?

‑¡Pardiez! Hacia el lado contrario del que tú has dicho que había ido. Además, ¿no tienes prisa por tener nuevas con Grimaud, de Mos­quetón y de Bazin, como las tengo yo de saber qué ha pasado de Athos, Porthos y Aramis?

‑Claro que sí, señor ‑dijo Planchet‑, y yo partiré cuando que­ráis; el aire de la provincia nos va mejor, según creo, en este momento que el aire de Paris. Por eso, pues...

‑Por eso, pues, hagamos nuestro petate, Planchet y partamos; yo iré delante, con las manos en los bolsillos para que nadie sospeche nada. Tú te reunirás conmigo en el palacio de los Guardias. A propósi­to, Planchet, creo que times razón respecto a nuestro huésped, y que decididamente es un horrible canalla.

‑¡Ah!, creedme, señor, cuando os digo algo; yo soy fisonomista, y bueno.

D'Artagnan descendió el primero, como había convenido; luego, para no tener nada que reprocharse, se dirigió una vez más al domici­lio de sus tres amigos: no se había recibido ninguna noticia de ellos; sólo una carta toda perfumada y de una escritura elegante y menuda había llegado para Aramis. D'Artagnan se hizo cargo de ella. Diez mi­nutos después, Planchet se reunió en las cuadras del palacio de los Guar­dias. D'Artagnan, para no perder tiempo, ya había ensillado su caballo él mismo.

‑Está bien ‑le dijo a Planchet cuando éste tuvo unido el maletín de grupa al equipo‑; ahora ensilla los otros tres, y partamos.

‑¿Creéis que iremos más deprisa con dos caballos cada uno? ‑preguntó Planchet con aire burlón.

‑No, señor bromista ‑respondió D'Artagnan‑, pero con nues­tros cuatro caballos podremos volver a traer a nuestros tres amigos, si es que todavía los encontramos vivos.

‑Lo cual será una gran suerte ‑respondió Planchet‑, pero en fin, no hay que desesperar de la misericordia de Dios.

‑Amén ‑dijo D'Artagnan, montando a horcajadas en su caballo.

Y los dos salieron del palacio de los Guardias, alejándose cada uno por una punta de la calle, debiendo el uno dejar Paris por la barrera de La Villette y el otro por la barrera de Montmartre, para reunirse más allá de Saint‑Denis, maniobra estratégica que ejecutada con igual pun­tualidad fue coronada por los más felices resultados. D'Artagnan y Plan­chet entraron juntos en Pierrefitte.

Planchet estaba más animado, todo hay que decirlo, por el día que por la noche.

Sin embargo, su prudencia natural no le abandonaba un solo ins­tante; no había olvidado ninguno de los incidentes del primer viaje, y tenía por enemigos a todos los que encontraba en camino. Resultaba de ello que sin cesar tenía el sombrero en la mano, lo que le valía seve­ras reprimendas de parte de D'Artagnan, quien temía que, debido a tal exceso de cortesía, se le tomase por un criado de un hombre de poco valer.

Sin embargo, sea que efectivamente los viandantes quedaran con­movidos por la urbanidad de Planchet, sea que aquella vez ninguno fue apostado en la ruta del joven, nuestros dos viajeros llegaron a Chan­tilly sin accidente alguno y se apearon ante el hostal del Grand Saint Martin[L122] , el mismo en el que se habían detenido durante su primer viaje.

El hostelero, al ver al joven seguido de su lacayo y de dos caballos de mano, se adelantó respetuosamente hasta el umbral de la puerta. Ahora bien, como ya había hecho once leguas, D'Artagnan juzgó a pro­pósito detenerse, estuviera o no estuviera Porthos en el hostal. Ade­más, quizá no fuera prudente informarse a la primera de lo que había sido del mosquetero. Resultó de estas reflexiones que D'Artagnan, sin pedir ninguna noticia de lo que había ocurrido, se apeó, encomendó los caballos a su lacayo, entró en una pequeña habitación destinada a recibir a quienes deseaban estar solos, y pidió a su hostelero una bo­tella de su mejor vino y el mejor desayuno posible, petición que corro­boró más aún la buena opinion que el alberguista se había hecho de su viajero a la primera ojeada.

Por eso D'Artagnan fue servido con una celeridad milagrosa.

El regimiento de los guardias se reclutaba entre los primeros gentil­hombres del reino, y D'Artagnan, seguido de un lacayo y viajando con cuatro magníficos caballos, no podía, pese a la sencillez de su unifor­me, dejar de causar sensación. El hostelero quiso servirle en persona; al ver lo cual, D'Artagnan hizo traer dos vasos y entabló la siguiente conversación:

‑A fe mía, mi querido hostelero ‑dijo D'Artagnan llenando los dos vasos‑, os he pedido vuestro mejor vino, y si me habéis engaña­do vais a ser castigado por donde pecasteis, dado que como detesto beber solo, vos vais a beber conmigo. Tomad, pues, ese vaso y beba­mos. ¿Por qué brindaremos, para no herir ninguna suceptibilidad? ¡Be­bamos por la prosperidad de vuestro establecimiento!

‑Vuestra señoría me hace un honor ‑dijo el hostelero‑, y le agra­dezco sinceramente su buen deseo.

‑Pero no os engañéis ‑dijo D'Artagnan‑, hay quizá más egoís­mo de lo que pensáis en mi brindis: sólo en los establecimientos que prosperan le recibien bien a uno; en los hostales en decadencia todo va manga por hombro, y el viajero es víctima de los apuros de su hués­ped; pero yo que viajo mucho y sobre todo por esta ruta, quisiera ver a todos los alberguistas hacer fortuna.

‑En efecto ‑dijo el hostelero‑, me parece que no es la primera vez que tengo el honor de ver al señor.

‑Bueno, he pasado diez veces quizá por Chantilly, y de las diez veces tres o cuatro por lo menos me he detenido en vuestra casa. Mi­rad, la última vez hará diez o doce días aproximadamente; yo acom­pañaba a unos amigos, mosqueteros, y la prueba es que uno de ellos se vio envuelto en una disputa con un extraño, con un desconocido, un hombre que le buscó no sé qué querella.

‑¡Ah! ¡Sí, es cierto! ‑dijo el hostelero‑. Y me acuerdo perfecta­mente. ¿No es del señor Porthos de quien Vuestra Señoría quiere hablarme?

‑Ese es precisamente el nombre de mi compañero de viaje. ¡Dios mío! Querido huésped, decidme, ¿le ha ocurrido alguna desgracia?

‑Pero Vuestra Señoría tuvo que darse cuenta de que no pudo con­tinuar su viaje.

‑En efecto, nos había prometido reunirse con nosotros, y no lo hemos vuelto a ver.

‑El nos ha hecho el honor de quedarse aquí.

‑ Cómo? ¿Os ha hecho el honor de quedarse aquí?

‑ Sí, señor, en el hostal; incluso estamos muy inquietos.

‑¿Y por qué?

‑Por ciertos gastos que ha hecho.

‑¡Bueno, los gastos que ha hecho él los pagará!

‑¡Ay, señor, realmente me ponéis bálsamo en la sangre! Hemos hecho fuertes adelantos, y esta mañana incluso el cirujano nos decla­raba que, si el señor Porthos no le pagaba, sería yo quien tendría que hacerse cargo de la cuenta, dado que era yo quien le había enviado a buscar.

‑Pero, entonces, ¿Porthos está herido?

‑No sabría decíroslo, señor.

‑¿Cómo que no sabríais decírmelo? Sin embargo, vos deberíais estar mejor informado que nadie.

‑Sí, pero en nuestra situación no decimos todo lo que sabemos, señor, sobre todo porque nos ha prevenido que nuestras orejas res­ponderán por nuestra lengua.

‑¡Y bien! ¿Puedo ver a Porthos?

‑Desde luego, señor. Tomad la escalera, subid al primero y lla­mad en el número uno. Sólo que prevenidle que sois vos.

‑¡Cómo! ¿Que le prevenga que soy yo?

‑Sí porque os podría ocurrir alguna desgracia.

‑¿Y qué desgracia queréis que me ocurra?

‑El señor Porthos puede tomaros por alguien de la casa y en un movimiento de cólera pasaros su espada a través del cuerpo o saltaros la tapa de los sesos.

‑¿Qué le habéis hecho, pues?

‑Le hemos pedido el dinero.

‑¡Ah, diablos! Ya comprendo; es una petición que Porthos recibe muy mal cuando no tiene fondos; pero yo sé que debía tenerlos.

‑Es lo que nosotros hemos pensado, señor; como la casa es muy regular y nosotros hacemos nuestras cuentas todas las semanas, al cabo de ocho días le hemos presentado nuestra nota; pero parece que hemos llegado en un mal momento, porque a la primera palabra que he­mos pronunciado sobre el tema, nos ha enviado al diablo; es cierto que la víspera había jugado.

‑¿Cómo que había jugado la víspera? ¿Y con quién?

‑¡Oh, Dios mío! Eso, ¿quién lo sabe? Con un señor que estaba de paso y al que propuso una partida de sacanete[L123] .

‑Ya está, el desgraciado lo habrá perdido todo.

‑Hasta su caballo, señor, porque cuando el extraño iba a partir, nos hemos dado cuenta de que su lacayo ensillaba el caballo del señor Porthos. Entonces nosotros le hemos hecho la observación, pero nos ha respondido que nos metiésemos en lo que nos importaba y que aquel caballo era suyo. En seguida hemos informado al señor Porthos de lo que pasaba, pero él nos ha dicho que éramos unos bellacos por dudar de la palabra de un gentilhombre, y que, dado que él había dicho que el caballo era suyo, era necesario que así fuese.


Date: 2015-12-17; view: 506


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