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Capítulo XIX

Plan de campaña

 

D'Artagnan se dirigió directamente a casa del señor de Tréville. Ha­bía pensado que, en pocos minutos, el cardenal sería advertido por aquel maldito desconocido que parecía ser su agente, y pensaba con razón que no había un instante que perder.

El corazón del joven desbordaba de alegría. Ante él se presentaba una ocasión en la que había a la vez gloria que adquirir y dinero que ganar, y como primer aliento acababa de acercarle a una mujer a la que adoraba. Este azar, de golpe, hacía por él más que lo que hubiera osado pedir a la Providencia.

El señor de Tréville estaba en su salón con su corte habitual de gen­tileshombres. D'Artagnan, a quien se conocía como familiar de la ca­sa, fue derecho a su gabinete y le avisó de que le esperaba para una cosa importante.

D'Artagnan estaba allí hacía apenas cinco minutos cuando el señor de Tréville entró. A la primera ojeada y ante la alegría que se pintó sobre su rostro, el digno capitán comprendió que efectivamente pasa­ba algo nuevo.

Durante todo el camino, D'Artagnan se había preguntado si se con­fiaría al señor de Tréville o si solamente le pediría concederle carta blanca para un asunto secreto. Pero el señor de Tréville había sido siempre tan perfecto para él, era tan adicto al rey y a la reina, odiaba tan cor­dialmente al cardenal, que el joven resolvió decirle todo.

‑¿Me habéis hecho llamar, mi joven amigo? ‑dijo el señor de Tréville.

‑Sí, señor ‑dijo D'Artagnan‑, y espero que me perdonéis por haberos molestado cuando sepáis el importante asunto de que se trata.

‑Decid entonces, os escucho.

‑No se trata de nada menos ‑dijo D'Artagnan bajando la voz ­que del honor y quizá de la vida de la reina.

‑¿Qué decís? ‑preguntó el señor de Tréville mirando en torno suyo si estaban completamente solos y volviendo a poner su mirada interrogadora en D'Artagnan.

‑Digo, señor, que el azar me ha hecho dueño de un secreto...

‑Que yo espero que guardaréis, joven, por encima de vuestra vida.

‑Pero que debo confiaros a vos, señor, porque sólo vos podéis ayudarme en la misión que acabo de recibir de Su Majestad.

‑¿Ese secreto es vuestro?

‑No, señor, es de la reina.

‑¿Estáis autorizado por Su Majestad para confiármelo?

‑No, señor, porque, al contrario, se me ha recomendado el más profundo misterio.

‑¿Por qué entonces ibais a traicionarlo por mí?

‑Porque ya os digo que sin vos no puedo nada y porque tengo miedo de que me neguéis la gracia que vengo a pediros si no sabéis con qué objeto os lo pido.



‑Guárdad vuestro secreto, joven, y decidme lo que deseáis.

‑Deseo que obtengáis para mí, del señor des Essarts, un permiso de quince días.

‑¿Cuándo?

‑Esta misma noche.

‑¿Abandonáis Paris?

‑Voy con una misión.

‑¿Podéis decirme adónde?

‑A Londres.

‑¿Está alguien interesado en que no lleguéis a vuestra meta?

‑El cardenal, según creo, daría todo el oro del mundo por impe­dirme alcanzarlo.

‑¿Y vais solo?

-Voy solo.

‑En ese caso, no pasaréis de Bondy. Os lo digo yo, palabra de Tréville.

‑¿Por qué?

‑Porque os asesinarán.

‑Moriré cumpliendo con mi deber.

‑Pero vuestra misión no será cumplida.

‑Es cierto ‑dijo D'Artagnan.

‑Creedme ‑continuó Tréville‑, en las empresas de este género hay que ser cuatro para que llegue uno.

-¡Ah!, tenéis razón, señor! – dijo D’Artagnan-. Vos conocéis a Athos, Porthos y Aramis y vos sabéis si puedo disponer de ellos.

‑¿Sin confiarles el secreto que yo no he querido saber?

‑Nos hemos jurado, de una vez por todas, confianza ciega y abnegación a toda prueba; además, podéis decirles que tenéis toda vues­tra confianza en mí, y ellos no serán más incrédulos que vos.

‑Puedo enviarles a cada uno un permiso de quince días, eso es todo: a Athos, a quien su herida hace siempre sufrir, para ir a tomar las aguas de Forges; a Porthos y a Aramis para que acompañen a su amigo, a quien no quieren abandonar en una situación tan dolorosa. El envío de su permiso será la prueba de que autorizo su viaje.

‑Gracias, señor, sois cien veces bueno.

‑Id a buscarlos ahora mismo, y que se haga todo esta noche. ¡Ah!, y lo primero escribid vuestra petición al señor Des Essarts. Quizá tengáis algún espía a vuestros talones, y vuestra visita, que en tal caso ya es conocida del cardenal, será legitimada de este modo.

D'Artagnan formuló aquella solicitud, y el señor de Tréville, al reci­birla en sus manos, aseguró que antes de las dos de la mañana los cua­tro permisos estarían en los domicilios respectivos de los viajeros.

‑Tened la bondad de enviar el mío a casa de Athos ‑dijo D'Artagnan‑. Temo que de volver a mi casa tenga algún mal encuentro.

‑Estad tranquilo. ¡Adiós, y buen viaje! A propósito ‑dijo el señor de Tréville llamándole.

D'Artagnan volvió sobre sus pasos.

‑¿Tenéis dinero?

D'Artagnan hizo sonar la bolsa que tenía en su bolsillo.

‑¿Bastante? ‑preguntó el señor de Tréville.

‑Trescientas pistolas.

‑Está bien, con eso se va al fin del mundo; id pues.

D'Artagnan saludó al señor de Tréville, que le tendió la mano; D'Ar­tagnan la estrechó con un respeto mezclado de gratitud. Desde que había llegado a Paris, no había tenido más que motivos de elogio para aquel hombre excelente a quien siempre había encontrado digno, leal y grande.

Su primera visita fue para Aramis; no había vuelto a casa de su ami­go desde la famosa noche en que había seguido a la señora Bonacieux. Hay más: apenas había visto al joven mosquetero, y cada vez que lo había vuelto a ver, había creído observar una profunda tristeza en su rostro.

Aquella noche, Aramis velaba, sombrío y soñador; D'Artagnan le hizo algunas preguntas sobre aquella melancolía profunda; Aramis se excusó alegando un comentario del capítulo dieciocho de San Agustín que tenía que escribir en latín para la semana siguiente, y que le preo­cupaba mucho.

Cuando los dos amigos hablaban desde hacía algunos instantes, un servidor del señor de Tréville entró llevando un sobre sellado.

‑¿Qué es eso? ‑preguntó Aramis.

‑El permiso que el señor ha pedido ‑respondió el lacayo.

‑Yo no he pedido ningún permiso.

‑Callaos y tomadlo ‑dijo D'Artagnan‑. Y vos, amigo mío, to­mad esta media pistola por la molestia; le diréis al señor de Tréville que el señor Aramis se lo agradece sinceramente. Idos.

El lacayo saludó hasta el suelo y salió.

‑¿Qué significa esto? ‑preguntó Aramis.

‑Coged lo que os hace falta para un viaje de quince días y seguidme.

‑Pero no puedo dejar Paris en este momento sin saber...

Aramis se etuvo.

‑Lo que ha pasado con ella, ¿no es eso? ‑continuó D'Artagnan.

‑¿Quién? ‑prosiguió Aramis.

‑La mujer que estaba aquí, la mujer del pañuelo bordado.

‑¿Quién os ha dicho que aquí había una mujer? ‑replicó Aramis tornándose pálido como la muerte.

‑Yo la vi.

‑¿Y sabéis quién es?

‑Creo sospecharlo al menos.

‑Escuchad ‑dijo Aramis‑, puesto que sabéis tantas cosas, ¿sa­béis qué ha sido de esa mujer?

‑Presumo que ha vuelto a Tours.

‑¿A Tours? Sí, eso puede ser, la conocéis. Pero ¿cómo ha vuelto a Tours sin decirme nada?

‑Porque temió ser detenida.

‑¿Cómo no me ha escrito?

‑Porque temió comprometeros.

‑¡D'Artagnan, me devolvéis la vida! ‑exclamó Aramis‑. Me creía despreciado, traicionado. ¡Estaba tan contento de volverla a ver! Yo no podía creer que arriesgase su libertad por mí, y sin embargo, ¿por qué causa habrá vuelto a Paris?

‑Por la causa que hoy nos hace ir a Inglaterra.

‑¿Y cuál es esa causa? ‑preguntó Aramis.

‑La sabréis un día, Aramis; por el momento, yo imitaré la discre­ción de la nieta del doctor.

Aramis sonrió, porque se acordaba del cuento que había referido cierta noche a sus amigos.

‑¡Pues bien! Dado que ella ha abandonado Paris y que vos estáis seguro de ello, D'Artagnan, nada me detiene aquí y yo estoy dispues­to a seguiros. Decís que vamos a...

‑A casa de Athos por el momento, y, si queréis venir, os invito a daros prisa, porque hemos perdido ya demasiado tiempo. A propó­sito, avisad a Bazin.

‑¿Bazin viene con nosotros? ‑preguntó Aramis.

‑Quizá. En cualquier caso, está bien que por ahora nos siga a ca­sa de Athos.

Aramis llamó a Bazin, y tras haberle ordenado ir a reunirse con él a casa de Athos, tomando su capa, su espada y sus tres pistolas, y abriendo inútilmente tres o cuatro cajones para ver si encontraba en ellos alguna pistola extraviada, dijo:

‑Partamos, pues.

Luego, cuando estuvo bien seguro de que aquella búsqueda era superflua, siguió a D'Artagnan, preguntándose cómo era que el joven cadete de los guardias había sabido quién era la mujer a la que él había dado hospitalidad y conociese mejor que él lo que había sido de ella.

Al salir, Aramis puso su mano sobre el brazo de D'Artagnan y, mi­rándole fijamente, dijo:

‑¿Vos no habéis hablado de esa mujer a nadie?

‑A nadie en el mundo.

‑¿Ni siquiera a Athos y a Porthos?

‑No les he soplado ni la menor palabra.

‑En buena hora.

Y tranquilo respecto a este importante punto, Aramis continuó su camino con D'Artagnan, y pronto los dos juntos llegaron a casa de Athos.

Lo encontraron con su permiso en una mano y la carta del señor de Tréville en la otra.

‑¿Podéis explicarme lo que significa este permiso y esta carta que acabo de recibir? ‑dijo Athos asombrado.

 

«Mi querido Athos: Puesto que vuestra salud lo exige de mo­do indispensable, quiero que descanséis quince días. Id, pues, a tomar las aguas de Forges o cualquiera otra que os convenga, y restableceros pronto. Vuestro afectísimo

 

Tréville.»

 

‑Pues bien, ese permiso y esa carta significan que hay que seguir­me, Athos.

‑¿A las aguas de Forges?

‑Allí o a otra parte.

‑¿Para servicio del rey?

‑Del rey o de la reina. ¿No somos servidores de Sus Majestades?

En aquel momento entró Porthos.

‑¡Pardiez! ‑dijo‑. Vaya cosa más extraña. ¿Desde cuándo en­tre los mosqueteros se concede a la gente permisos sin que los pidan?

‑Desde que tienen amigos que los piden para ellos ‑dijo D'Ar­tagnan.

‑¡Ah, ah! ‑dijo Porthos‑. Parece que hay novedades.

‑Sí, nos vamos ‑dijo Aramis.

‑¿Adónde? ‑preguntó Porthos.

‑A fe que no sé nada ‑dijo Athos‑; pregúntaselo a D'Artagnan.

‑A Londres, señores ‑dijo D'Artagnan.

‑¡A Londres! ‑exclamó Porthos‑. ¿Y qué vamos a hacer noso­tros en Londres?

‑Eso es lo que no puedo deciros, señores, y tenéis que fiaros de mí.

‑Pero para ir a Londres ‑añadió Porthos‑, se necesita dinero, y yo no lo tengo.

‑Ni yo ‑dijo Aramis.

‑Ni yo ‑dijo Athos.

‑Yo lo tengo ‑prosiguió D'Artagnan sacando su tesoro de su bolso y depositándolo sobre la mesa‑. En esa bolsa hay trescientas pistolas; tomemos cada uno setenta y cinco; es más de lo que se necesita para ir a Londres y volver. Además, estad tranquilos, no todos llegaremos a Londres.

‑Y eso ¿por qué?

‑Porque según todas las probabilidades, habrá alguno de noso­tros que se quede en el camino.

‑¿Es acaso una campaña lo que emprendemos?

‑Y de las más peligrosas, os lo advierto.

‑¡Vaya! Pero dado que corremos el riesgo de hacernos matar ‑dijo Porthos‑, me gustaría saber por qué al menos.

‑Lo sabrás más adelante ‑dijo Athos.

‑Sin embargo ‑dijo Aramis‑, yo soy de la opinión de Porthos.

‑¿Suele el rey rendiros cuenta? No, os dice buenamente: Señores se pelea en Gascuña o en Flandes, id a batiros; y vos vais. ¿Por qué? No os preocupáis siquiera.

‑D'Artagnan tiene razón ‑dijo Athos‑, aquí están nuestros tres permisos que proceden del señor de Tréville, y ahí hay trescientas pis­tolas que vienen de no sé dónde. Vamos a hacernos matar allí donde se nos dice que vayamos. ¿Vale la vida la pena de hacer tantas pre­guntas? D'Artagnan, yo estoy dispuesto a seguirte.

‑Y yo también ‑dijo Porthos.

‑Y yo también ‑dijo Aramis‑. Además, no me molesta dejar París. Necesito distracciones.

‑¡Pues bien, tendréis distracciones, señores, estad tranquilos! ‑dijo D'Artagnan.

‑Y ahora, ¿cuándo partimos? ‑dijo Athos.

‑Inmediatamente ‑respondió D'Artagnan‑; no hay un minuto que perder.

‑¡Eh, Grimaud, Planchet, Mosquetón, Bazin! ‑gritaron los cua­tro jóvenes llamando a sus lacayos‑. Dad grasa a nuestras botas y traed los caballos de palacio.

En efecto, cada mosquetero dejaba en el palacio general, como en un cuartel, su caballo y el de su criado.

Planchet, Grimaud, Mosquetón y Bazin partieron a todo correr.

‑Ahora, establezcamos el plan de campaña ‑dijo Porthos‑. ¿Dónde vamos primero?

‑A Calais ‑dijo D'Artagnan‑; es la línea más recta para llegar a Londres.

‑¡Bien! ‑dijo Porthos‑. Mi opinión es ésta.

‑Habla.

‑Cuatro hombres que viajan juntos serían sospechosos; D'Ar­tagnan nos dará a cada uno sus instrucciones, yo partiré delante por la ruta de Boulogne para aclarar el camino; Athos partirá dos horas después por la de Amiens; Aramis nos seguirá por la de Noyon; en cuanto a D'Artagnan, partirá por la que quiera, con los vestidos de Plan­chet, mientras Planchet nos seguirá vestido de D'Artagnan y con el uni­forme de los guardias.

‑Señores ‑dijo Athos‑, mi opinión es que no conviene meter para nada lacayos en un asunto semejante; un secreto puede ser trai­cionado por azar por gentileshombres, pero es casi siempre vendido por lacayos.

‑El plan de Porthos me parece impracticable ‑dijo D'Artagnan‑, porque yo mismo ignoro qué instrucciones puedo daros. Yo soy por­tador de una carta, eso es todo. No la sé y por tanto no puedo hacer tres copias de esa carta, puesto que está sellada; en mi opinión, hay que viajar en compañía. Esa carta está aquí, en mi bolsillo ‑y mostró el bolsillo en que estaba la carta‑. Si muero, uno de vosotros la cogerá y continuaréis la ruta; si éste muere, le tocará a otro, y así sucesivamente; con tal que uno solo llegue, se habrá hecho lo que ha­bía que hacer.

‑¡Bravo, D'Artagnan! Tu opinión es la mía ‑dijo Athos‑. Ade­más, hay que ser consecuente: voy a tomar las aguas, vosotros me acompañáis; en lugar de Forges, voy a tomar baños de mar[L107] : soy li­bre. Si se nos quiere detener, muestro la carta del señor de Tréville, y vosotros mostráis vuestros permisos; si se nos ataca, nosotros nos defenderemos; si se nos juzga, defenderemos erre que erre que no te­níamos otra intención que meternos cierto número de veces en el mar; darían buena cuenta de cuatro hombres aislados, mientras que cuatro hombres juntos son una tropa. Armaremos a los cuatro lacayos de pis­tolas y mosquetones; si se envía un ejército contra nosotros, librare­mos batalla, y el superviviente, como ha dicho D'Artagnan, llevará la carta.

‑Bien dicho ‑exclamó Aramis‑; no hablas con frecuencia, Athos, pero cuando hablas es como San Juan Boca de Oro. Adopto el plan de Athos. ¿Y tú, Porthos?

‑Yo también ‑dijo Porthos‑, si conviene a D'Artagnan. D'Ar­tagnan, portador de la carta, es naturalmente el jefe de la empresa; que él decida y nosotros obedeceremos.

‑Pues bien ‑dijo D'Artagnan‑, decido que adoptemos el plan de Athos y que partamos dentro de media hora.

‑¡Adoptado! ‑contestaron a coro los tres mosqueteros.

Y cada cual alargando la mano hacia la bolsa, cogió setenta y cinco pistolas a hizo sus preparativos para partir a la hora convenida.

 

Capítulo XX

El viaje

 

A las dos de la mañana, nuestros cuatro aventureros salieron de Paris por la puerta de Saint‑Denis; mientras fue de noche, permane­cieron mudos; a su pesar, sufrían la influencia de la oscuridad y veían acechanzas por todas partes.

A los primeros rayos del día, sus lenguas se soltaron; con el sol, la alegría volvió: era como en la víspera de un combate, el corazón pal­pitaba, los ojos reían; se sentía que la vida que quizá se iba a abando­nar era, a fin de cuentas, algo bueno.

El aspecto de la caravana, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos negros de los mosqueteros, su aspecto marcial, esa cos­tumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a esos nobles compañeros del soldado hubieran traicionado el incógnito más estricto.

Los seguían los criados, armados hasta los dientes.

Todo fue bien hasta Chantilly, adonde llegaron hacia las ocho de la mañana. Había que desayunar. Descendieron ante un albergue que recomendaba una muestra que representaba a San Martín dando la mi­tad de su capa a un pobre[L108] . Ordenaron a los lacayos no desensillar los caballos y mantenerse dispuestos para volver a partir inmedia­tamente.

Entraron en la sala común y se sentaron en una mesa.

Un gentilhombre que acababa de llegar por la ruta de San Martín estaba sentado en aquella misma mesa y desayunaba. El entabló con­versación sobre cosas sin importancia y los viajeros respondieron; él bebió a su salud y los viajeros le devolvieron la cortesia.

Pero en el momento en que Mosquetón venía a anunciar que los caballos estaban listos y que se levantaba la mesa, el extranjero propu­so a Porthos beber a la salud del cardenal. Porthos respondio que no deseaba otra cosa si el desconocido, a su vez, quería beber a la salud del rey. El desconocido exclamó que no conocía más rey que Su Emi­nencia. Porthos lo llamó borracho; el desconocido saco su espada.

‑Habéis hecho una tontería ‑dijo Athos‑; no importa, ya no se puede retroceder ahora: matad a ese hombre y venid a reuniros con nosotros lo más rápido que podáis.

Y los tres volvieron a montar a caballo y partieron a rienda suelta, mientras que Porthos prometía a su adversario perforarle con todas las estocadas conocidas en la esgrima.

‑¡Unol ‑dijo Athos al cabo de quinientos pasos.

‑Pero ¿por qué ese hombre ha atacado a Porthos y no a cualquier otro? ‑preguntó Aramis.

‑Porque por hablar Porthos más alto que todos nosotros, le ha tomado por el jefe ‑dijo D'Artagnan.

‑Siempre he dicho que este cadete de Gascuña era un pozo de sabiduría ‑murmuró Athos.

Y los viajeros continuaron su ruta.

En Beauvais se detuvieron dos horas, tanto para dejar respirar a los caballos como para esperar a Porthos. Al cabo de dos horas, como Porthos no llegaba, ni noticia alguna de él, volvieron a ponerse en ca­mino.

A una legua de Beauvais, en un lugar en que el camino se encon­traba encajonado entre dos taludes, encontraron ocho o diez hombres que, aprovechando que la ruta estaba desempedrada en aquel lugar, fingían trabajar en ella cavando agujeros y haciendo rodadas en el fango.

Aramis, temiendo ensuciarse sus botas en aquel mortero artificial, los apostrofó duramente. Athos quiso retenerlo; era demasiado tarde. Los obreros se pusieron a insultar a los viajeros a hicieron perder con su insolencia la cabeza incluso al frío Athos, que lanzó su caballo con­tra uno de ellos.

Entonces, todos aquellos hombres retrocedieron hasta una zanja y cogieron mosquetes ocultos; resultó de ello que nuestros siete viaje­ros fueron literalmente pasados por las armas. Aramis recibió una bala que le atravesó el hombro, y Mosquetón otra que se alojó en las partes carnosas que prolongan el bajo de los riñones. Sin embargo, Mosquetón sólo se cayó del caballo, no porque estuviera gravemente herido, sino porque como no podía ver su herida creyó sin duda estar más pe­ligrosamente herido de lo que lo estaba.

‑Es una emboscada ‑dijo D'Artagnan‑, no piquemos el cebo, y en marcha.

Aramis, aunque herido como estaba se agarró a las crines de su caballo, que le llevó con los otros. El de Mosquetón se les había reuni­do y galopaba completamente solo a su lado.

‑Así tendremos un caballo de recambio ‑dijo Athos.

‑Preferiría tener un sombrero ‑dijo D'Artagnan‑; el mío se lo ha llevado una bala. Ha sido una suerte que la carta que llevo no haya estado dentro.

‑¡Vaya, van a matar al pobre Porthos cuando pase! ‑dijo Aramis.

‑Si Porthos estuviera sobre sus piernas, ya se nos habría unido ‑dijo Athos‑. Mi opinión es que, sobre la marcha, el borracho se ha despejado.

Y galoparon aún durante dos horas, aunque los caballos estu­vieran tan fatigados que era de temer que negasen muy pronto el servicio.

Los viajeros habían cogido la trocha, esperando de esta forma ser menos inquietados; pero en Crèvecoeur, Aramis declaró que no podía seguir. En efecto, había necesitado de todo su coraje que ocultaba ba­jo su forma elegante y sus ademanes corteses para llegar hasta allí. A cada momento palidecía, y tenían que sostenerlo sobre su caballo; lo bajaron a la puerta de una taberna, le dejaron a Bazin que, por lo de­más, en una escaramuza era más embarazoso que útil, y volvieron a partir con la esperanza de ir a dormir a Amiens.

‑¡Pardiez! ‑dijo Athos cuando se encontraron en camino, redu­cidos a dos amos y a Grimaud y Planchet‑. ¡Pardiez! No seré yo su víctima, y os aseguro que no me harán abrir la boca ni sacar la espada de aquí a Calais... Lo juro...

‑No juremos ‑dijo D'Artagnan‑, golopemos si nuestros caballos consienten en ello.

Y los viajeros hundieron sus espuelas en el vientre de sus caballos, que, vigorosamente estimulados, volvieron a encontrar fuerzas. Llega­ron a Amiens a medianoche y descendieron en el albergue del Lis d'Or.

El hostelero tenía el aspecto del más honesto hombre de la tierra; recibió a los viajeros con su palmatoria en una mano y su bonete de algodón en la otra; quiso alojar a los dos viajeros a cada uno en una habitación encantadora, pero desgraciadamente cada una de aque­llas habitaciones estaba en una punta del hotel. D'Artagnan y Athos las rechazaron; el hostelero respondió,que no había otras dignas de Sus Excelencias; pero los viajeros declararon que se acostarían en la habitación común, cada uno sobre un colchón que pondrían en el suelo. El hostelero insistió, los viajeros se obstinaron: hubo que hacer lo que querían.

Acababan de disponer el lecho y de atrancar la puerta por dentro, cuando llamaron al postigo del patio; preguntaron quién estaba allí, re­conocieron la voz de sus criados y abrieron.

En efecto, eran Planchet y Grimaud.

‑Grimaud bastará para guardar los caballos ‑dijo Planchet‑; si los señores quieren, yo me acostaré atravesando la puerta; de esta for­ma, estarán seguros de que nadie llegará hasta ellos.

‑¿Y en qué te acostarás? ‑dijo D'Artagnan.

‑He aquí mi cama ‑respondió Planchet.

Y mostró un haz de paja.

‑Ven entonces ‑dijo D'Artagnan‑; tienes razón: la cara del hos­telero no me gusta, es demasiado graciosa.

‑Ni a mí tampoco ‑dijo Athos.

Planchet subió por la ventana y se instaló atravesado junto a la puer­ta, mientras Grimaud iba a encerrarse en la cuadra, respondiendo de que a las cinco él y los cuatro caballos estarían dispuestos.

La noche fue bastante tranquila. Hacia las dos de la mañana inten­taron abrir la puerta, pero cuando Ptanchet se despertó sobresalta­do y gritó: «¿Quién va?», le respondieron que se equivocaban, y se alejaron.

A las cuatro de la mañana, se oyó un gran escándalo en las cua­dras; Grimaud había querido despertar a los mozos de cuadra, y los mozos de cuadra le golpeaban. Cuando abrieron la ventana, se vio al pobre muchacho sin conocimiento, la cabeza hendida por un golpe del mango de un horcón.

Planchet bajó entonces al patio y quiso ensillar los caballos; los ca­ballos estaban extenuados. Sólo el de Mosquetón, que había viajado sin amo durante cinco o seis horas la víspera, habría podido continuar la ruta; pero por un error inconcebible, el veterinario al que se había mandado a buscar, según parecía, para sangrar al caballo del hostele­ro, había sangrado al de Mosquetón.

Aquello comenzaba a ser inquietante: todos aquellos accidentes su­cesivos eran quizá resultado del azar, pero podían también ser muy bien fruto de una conspiración. Athos y D'Artagnan salieron, mientras Plan­chet iba a informarse de si había tres caballos en venta por los alrede­dores. A la puerta había dos caballos completamente equipados, fuer­tes y vigorosos. Aquello arreglaba el asunto. Preguntó dónde estaban los dueños; le dijeron que los dueños habían pasado la noche en el albergue y saldaban su cuenta en aquel momento con el amo.

Athos bajó para pagar el gasto, mientras D'Artagnan y Planchet es­taban en la puerta de la caller el hostelero se hallaba en una habitación baja y alejada, a la que rogó a Athos que pasase.

Athos entró sin desconfianza y sacó dos pistolas para pagar: el hos­telero estaba solo y sentado ante su mesa, uno de cuyos cajones esta­ba entreabierto. Tomó el dinero que le ofreció Athos, lo hizo dar vuel­tas y más vueltas en sus manos y de pronto, gritando que la moneda era falsa, declaró que iba a hacerle detener, a él y a su compañero, por monederos falsos.

‑¡Bribón! ‑dijo Athos, avanzando hacia él‑. ¡Voy a cortarte las orejas!

En aquel mismo instante, cuatro hombres armados hasta los dien­tes entraron por las puertas laterales y se arrojaron sobre Athos.

‑¡Me han cogido! ‑gritó Athos con todas las fuerzas de sus pulmones‑. ¡Largaos, D'Artagnan! ¡Pica espuelas, pícalas! ‑y soltó dos tiros de pistola.

D'Artagnan y Planchet no se lo hicieron repetir dos veces, soltaron los dos caballos que esperaban a la puerta, saltaron encima, les hun­dieron las espuelas en el vientre y partieron a galope tendido.

‑¿Sabes qué ha sido de Athos? ‑preguntó D'Artagnan a Plan­chet mientras corrían.

‑¡Ay, señor! ‑dijo Planchet‑. He visto caer a dos por los dos disparos, y me ha parecido, a través de la vidriera, que luchaba con la espada con los otros.

‑¡Bravo, Athos! ‑murmuró D'Artagnan‑. ¡Cuando pienso que hay que abandonarlo! De todos modos, quizá nos espera otro tanto a dos pasos de aquí. ¡Adelante, Planchet, adelante! Eres un valiente.

‑Ya os lo dije, señor ‑respondió Planchet‑; en los picardos, eso se ve con el uso, estoy en mi tierra, y eso me excita.

Y los dos juntos, picando espuelas, llegaron a Saint‑Omer de un solo tirón. En Saint‑Omer hicieron respirar a los caballos brida en ma­no, por miedo a contratiempos, y comieron un bocado deprisa y de pie en la calle; tras lo cual, volvieron a partir.

A cien pasos de las puertas de Calais, el caballo de D'Artagnan ca­yó, y ya no hubo medio de hacerlo levantarse: la sangre le salía por la nariz y por los ojos; quedaba sólo el de Planchet, pero éste se había parado y no hubo medio de hacerle andar.

Afortunadamente, como hemos dicho, estaban a cien pasos de la ciudad; dejaron las dos monturas en la carretera y corrieron al puerto. Planchet hizo observar a su amo un gentilhombre que llegaba con su criado y que no les precedía más que en una cincuentena de pasos.

Se aproximaron rápidamente a aquel hombre que parecía muy agi­tado. Tenía las botas cubiertas de polvo y se informaba sobre si podría pasar en aquel mismo momento a Inglaterra.

‑Nada sería más fácil ‑le respondió el patrón de un navío dis­puesto a hacerse a la vela‑; pero esta mañana ha llegado la orden de no dejar partir a nadie sin un permiso expreso del señor cardenal.

‑Tengo ese permiso ‑dijo el gentilhombre sacando un papel de su bolso‑; aquí está.

‑Hacedlo visar por el gobernador del puerto ‑dijo el patrón­ y dadme preferencia.

‑¿Dónde encontraré al gobernador?

‑En su casa de campo.

‑¿Y dónde está situada esa casa?

‑A un cuarto de legua de la villa; mirad, desde aquí la veréis al pie de aquella pequeña prominencia, aquel techo de pizarra.

‑¡Muy bien! ‑dijo el gentilhombre.

Y seguido de su lacayo, tomó el cam¡no de la casa de campo del gobernador.

D'Artagnan y Planchet siguieron al gentilhombre a quinientos pa­sos de distancia.

Una vez fuera de la villa, D'Artagnan apresuró el paso y alcanzó al gentilhombre cuando éste entraba en un bosquecillo.

‑Señor ‑le dijo D'Artagnan‑, parece que tenéis mucha prisa.

‑No puedo tener más, señor.

‑Estoy desesperado ‑dijo D'Artagnan‑, porque como también tengo prisa, querría pediros un favor.

‑¿Cuál?

‑Que me dejéis pasar primero.

‑Imposible ‑dijo el gentilhombre‑; he hecho sesenta leguas en cuarenta y cuatro horas y es preciso que mañana a mediodía esté en Londres.

‑Y yo he hecho el mismo camino en cuarenta horas y es preciso que mañana a las diez de la mañana esté en Londres.

‑Caso perdido, señor; pero yo he llegado el primero y no pasaré el segundo.

‑Caso perdido, señor; pero yo he llegado el segundo y pasaré el primero.

‑¡Servicio del rey! ‑dijo el gentilhombre.

‑¡Servicio mío! ‑dijo D'Artagnan.

‑Me parece que es una mala pelea la que me buscáis.

‑¡Pardiez! ¿Qué queréis que sea?

‑¿Qué deseáis?

‑¿Queréis saberlo?

‑Por supuesto.

‑Pues bien, quiero la orden de que sois portador, dado que yo no la tengo y dado que necesito una.

‑¿Bromeáis, verdad?

‑No bromeo nunca.

‑¡Dejadme pasar!

‑No pasaréis.

‑Mi valiente joven, voy a romperos la cabeza. ¡Eh, Lubin, mis pis­tolas!

‑Planchet ‑dijo D'Artagnan‑, encárgate tú del criado, yo me encargo del amo.

Planchet, enardecido por la primera proeza, saltó sobre Lubin, y como era fuerte y vigoroso, dio con sus riñones en el suelo y le puso la rodilla en el pecho.

‑Cumplid vuestro cometido, señor ‑dijo Planchet‑, que yo ya he hecho el mío.

Al ver esto, el gentilhombre sacó su espada y se abalanzó sobre D'Ar­tagnan; pero tenía que habérselas con un adversario terrible.

En tres segundos D'Artagnan le suministró tres estocadas, diciendo a cada una:

‑Una por Athos, otra por Porthos, y otra por Aramis.

A la tercera, el gentilhombre cayó como una mole.

D'Artagnan le creyó muerto, o al menos desvanecido, y se aproxi­mó a él para cogerle la orden, pero en el momento en que extendía el brazo para registrarlo, el herido, que no había soltado su espada, le asestó un pinchazo en el pecho diciendo:

‑Una por vos.

‑¡Y una por mí! ¡Para el final la buena! ‑exclamó D'Artagnan fu­rioso, clavándole en tierra con una cuarta estocada en el vientre.

Aquella vez el gentilhombre cerró los ojos y se desvaneció.

D'Artagnan registró el bolsillo en que había visto poner la orden de paso y la cogió. Estaba a nombre del conde de Wardes[L109] .

Luego, lanzando una última ojeada sobre el hermoso joven, que apenas tenía veinticinco años y al que dejaba allí tendido, privado del sentido y quizá muerto, lanzó un suspiro sobre aquel extraño destino que lleva a los hombres a destruirse unos a otros por intereses de per­sonas que les son extrañas y que a menudo no saben siquiera que existen.

Pero muy pronto fue sacado de estas cavilaciones por Lubin, que lanzaba aullidos y pedía ayuda con todas sus fuerzas.

Planchet le puso la mano en la garganta y apretó con todas sus fuerzas.

‑Señor ‑dijo‑ mientras lo tenga así, no gritará, de eso estoy seguro; pero tan pronto como lo suelte, volverá a gritar. Es, según creo, normando, y los normandos son cabezotas.

‑¡Espera! ‑dijo D'Artagnan.

Y cogiendo su pañuelo lo amordazó.

‑Ahora ‑dijo Planchet‑ atémoslo a un árbol.

La cosa fue hecha a conciencia, luego arrastraron al conde de Wardes junto a su doméstico; y como la noche comenzaba a caer y el atado y el herido estaban algunos pasos dentro del bosque, era evidente que debían quedarse allí hasta el día siguiente.

‑¡Y ahora ‑dijo D'Artagnan‑, a casa del gobernador!

‑Pero estáis herido, me parece ‑dijo Planchet.

‑No es nada; ocupémonos de lo que más urge; luego ya volvere­mos a mi herida que, además, no me parece muy peligrosa.

Y los dos se encaminaron deprisa hacia la casa de campo del digno funcionario.

Anunciaron al señor conde de Wardes.

D'Artagnan fue introducido.

‑¿Tenéis una orden firmada del cardenal? ‑dijo el gobernador.

‑Sí, señor ‑respondió D'Artagnan‑, aquí está.

‑¡Ah, ah! Está en regla y bien certificada ‑dijo el gobernador.

-Es muy simple ‑respondió D'Artagnan‑,soy uno de sus más fieles‑.

‑Parece que Su Eminencia quiere impedir a alguien llegar a Ingla­terra.

‑Sí, a un tal D'Artagnan, un gentilhombre bearnés que ha salido de París con tres amigos suyos con la intención de llegar a Londres.

‑¿Le conocéis vos personalmente? ‑preguntó el gobernador.

‑¿A quién?

‑A ese D'Artagnan.

‑De maravilla.

‑Dadme sus señas entonces.

‑Nada más fácil.

Y D'Artagnan hizo rasgo por rasgo la descripción del conde de Wardes.

‑¿Va acompañado? ‑preguntó el gobernador.

‑Sí, de un criado llamado Lubin.

‑Se tendrá cuidado con ellos y, si les ponemos la mano encima, Su Eminencia puede estar tranquilo, serán devueltos a Paris con una buena escolta.

‑Y si lo hacéis, señor gobernador ‑dijo D'Artagnan‑, habréis hecho méritos ante el cardenal.

‑Lo veréis a vuestro regreso, señor conde?

‑Sin ninguna duda.

‑Os suplico que le digáis que soy su servidor.

‑No dejaré de hacerlo.

Y contento por esta promesa, el goberandor visó el pase y lo entre­gó a D'Artagnan.

D'Artagnan no perdió su tiempo en cumplidos inútiles, saludó al gobernador, le dio las gracias y partió.

Una vez fuera, él y Planctîet tomaron su camino y, dando un gran rodeo, evitaron el bosque y volvieron a entrar por otra puerta.

El navío continuaba dispuesto para partir, el patrón esperaba en el puerto.

‑¿Y bien? ‑dijo al ver a D'Artagnan.

‑Aquí está mi pase visado ‑dijo éste.

‑¿Y aquel otro gentilhombre?

‑No pasará hoy ‑dijo D'Artagnan‑, pero estad tranquilo, yo pa­garé el pasaje por nosotros dos.

‑En tal caso, partamos ‑dijo el patrón.

‑¡Partamos! ‑repitió D'Artagnan.

Y saltó con Planchet al bote; cinco minutos después estaban a bordo.

Justo a tiempo: a media legua en alta mar, D'Artagnan vio brillar una luz y oyó una detonación.

Era el cañonazo que anunciaba el cierre del puerto.

Era momento de ocuparse de su herida; afortunadamente, como D'Artagnan había pensado, no era de las más peligrosas: la punta de la espada había encontrado una costilla y se había deslizado a lo largo del hueso; además, la camisa se había pegado al punto a la herida, y apenas si había destilado algunas gotas de sangre.

D'Artagnan estaba roto de fatiga; extendieron para él un colchón en el puente, se echó encima y se durmió.

Al día siguiente, al levantar el día se encontró a tres o cuatro le­guas aún de las costas de Inglaterra; la brisa había sido débil toda la noche y habían andado poco.

A las diez, el navío echaba el ancla en el puerto de Douvres.

A las diez y media, D'Artagnan ponía el pie en tierra de Inglaterra, exclamando:

‑¡Por fin, heme aquí!

Pero aquello no era todo; había que ganar Londres. En Inglaterra, la posta estaba bastante bien servida. D'Artagnan y Planchet tomaron cada uno una jaca, un postillón corrió por delante de ellos; en cuatro horas se plantaron en las puertas de la capital.

D'Artagnan no conocía Londres, D'Artagnan no sabía ni una pala­bra de inglés; pero escribió el nombre de Buckingham en un papel, y todos le indicaron el palacio del duque.

El duque estaba cazando en Windsor, con el rey.

D'Artagnan preguntó por el ayuda de cámara de confianza del du­que, el cual, por haberle acompañado en todos sus viajes, hablaba per­fectamente francés; le dijo que llegaba de Paris para un asunto de vida o muerte, y que era preciso que hablase con su amo al instante.

La confianza con que hablaba D'Artagnan convenció a Patrice, que así se llamaba este ministro del ministro. Hizo ensillar dos caballos y se encargó de conducir al joven guardia. En cuanto a Planchet, le ha­bían bajado de su montura rígido como un junco; el pobre muchacho se hallaba en el límite de sus fuerzas; D'Artagnan parecía de hierro.

Llegaron al castillo; allí se informaron: el rey y Buckingham caza­ban pájaros en las marismas situadas a dos o tres leguas de allí.

A los veinte minutos estuvieron en el lugar indicado. Pronto Patri­ce oyó la voz de su señor que llamaba a su halcón.

-¿A quién debo anunciar a milord el duque? ‑preguntó Patrice.

-Al joven que una noche buscó querella con él en el Pont‑Neuf, frente a la Samaritaine.

‑¡Singular recomendación!

‑Ya veréis cómo vale tanto como cualquier otra.

Patrice puso su caballo al galope, alcanzó al duque y le anunció en los términos que hemos dicho que un mensajero le esperaba.

Buckingham reconoció a D'Artagnan al instante, y temiendo que en Francis pasaba algo cuya noticia se le hacía llegar, no perdió más que el tiempo de preguntar dónde estaba quien la traía; y habiendo reconocido de lejos el uniforme de los guardias puso su caballo al ga­lope y vino derecho a D'Artagnan. Patrice, por discreción, se mantuvo aparte.

‑¿No le ha ocurrido ninguna desgracia a la reina? ‑exclamó Buc­kingham, pintándose en esta pregunta todo su pensamiento y todo su amor.

‑No lo creo; sin embargo, creo que corre algún gran peligro del que sólo Vuestra Gracia puede sacarla.

‑¿Yo? ‑exclamó Buckingham‑. ¡Bueno, me sentiría muy feliz de servirla para alguna cosa! ¡Hablad! ¡Hablad!

‑Tomad esta carta ‑dijo D'Artagnan.

‑¡Esta carta! ¿De quién viene esta carta?

‑De Su Majestad, según pienso.

‑¡De Su Majestad! ‑dijo Buckingham palideciendo hasta tal pun­to que D'Artagnan creyó que iba a marearse.

Y rompió el sello.

‑¿Qué es este desgarrón? ‑dijo mostrando a D'Artagnan un lu­gar en el que se hallaba atravesada de parte a parte.

‑¡Ah, ah! ‑dijo D'Artagnan‑. No había visto eso; es la espada del conde de Wardes la que ha hecho ese hermoso agujero al aguje­rearme el pecho.

‑¿Estáis herido? ‑preguntó Buckingham rompiendo el sello.

‑¡Oh! ¡No es nada! ‑dijo D'Artagnan‑. Un rasguño.

‑¡Justo cielo! ¡Qué he leído! ‑exclamó el duque‑. Patrice, qué­date aquí, o mejor, reúnete con el rey donde esté, y di a Su Majestad que le suplico humildemente excusarme, pero un asunto de la más al­ta importancia me llama a Londres. Venid, señor, venid.

Y los dos juntos volvieron a tomar al galope el camino de la capital.

 

Capítulo XXI

La condesa de Winter

 

Durante el camino, el duque se hizo poner al corriente por D'Ar­tagnan no de cuanto había pasado, sino de lo que D'Artagnan sabía. Al unir lo que había oído salir de la boca del joven a sus recuerdos pro­pios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una situación, de cuya gravedad, por lo demás, la carta de la reina, por corta y poco explícita que fuese, le daba la medida. Pero lo que le extrañaba sobre todo es que el cardenal, interesado como estaba en que aquel joven no pusiera el pie en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en ruta.

Fue entonces, y ante la manifestación de esta sorpresa, cuando D'Ar­tagnan le contó las precauciones tomadas, y cómo gracias a la abnega­ción de sus tres amigos, que había diseminado todo ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que había atra­vesado el billete de la reina y que había devuelto al señor de Wardes en tan terrible moneda. Al escuchar este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven con aire asom­brado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y abnegación hubieran venido a un rostro que no indicaba tod¿ via los veinte años.

Los caballos iban como el viento y en algunos minutos estuvieron a las puertas de Londres. D'Artagnan había creído que al llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo, pero no fue así: conti­nuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a quie­nes se hallaban en su camino. En efecto, al atravesar la ciudad, ocu­rrieron dos o tres accidentes de este género; pero Buckingham no vol­vió siquiera la cabeza para mirar qué había sido de aquellos a los que había volteado. D'Artagnan le seguía en medio de gritos que se pare­cían mucho a maldiciones.

Al entrar en el patio del palacio, Buckingham saltó de su caballo y, sin preocuparse por lo que le ocurriría, lanzó la brida sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata. D'Artagnan hizo otro tanto, con al­guna inquietua más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo mérito había podido apreciar; pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro criados se habían lanzado de las cocinas y las cuadras y se apoderaban al punto de sus monturas.

El duque caminaba tan rápidamente que D'Artagnan apenas podía seguirlo. Atravesó sucesivamente varios salones de una elegancia de la que los mayores señores de Francia no tenían siquiera idea, y llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de gusto y de rique­za. En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la tapi­cería, que el duque abrió con una llavecita de oro que llevaba colgada de su cuello por una cadena del mismo metal. Por discreción, D'Artag­nan se había quedado atrás; pero en el momento en que Buckingham franqueaba el umbral de aquella puerta, se volvió, y viendo la indeci­sión del joven:

‑Venid ‑le dijo‑, y si tenéis la dicha de ser admitido en presen­cia de Su Majestad, decidle lo que habéis visto.

Alentado por esta invitación, D'Artagnan siguió al duque, que ce­rró la puerta tras él.

Los dos se encontraron entonces en una pequeña capilla tapizada toda ella de seda de Persia y brocada de oro, ardientemente iluminada por un gran número de bujías. Encima de una especie de altar, y deba­jo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas btancas y rojas, había un retrato de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan perfectamente parecido que D'Artagnan lanzó un grito de sorpre­sa: se hubiera creído que la reina iba a hablar.

Sobre el altar, y debajo del retrato, estaba el cofre que guardaba los herretes de diamantes.

El duque se acercó al altar, se arrodilló como hubiera podido ha­cerlo un sacerdote ante Cristo; luego abrió el cofre.

‑Mirad ‑le dijo sacando del cofre un grueso nudo de cinta azul todo resplandeciente de diamantes‑. Mirad, aquí están estos precio­sos herretes con los que había hecho juramento de ser enterrado. La reina me los había dado, la reina me los pide; que en todo se haga su voluntad, como la de Dios.

Luego se puso a besar unos tras otros aquellos herretes de los que tenía que separarse. De pronto, lanzó un grito terrible.

‑¿Qué pasa? ‑preguntó D'Artagnan con inquietud‑. ¿Y qué os ocurre, milord?

‑Todo está perdido ‑exclamó Buckingham, volviéndose pálido como un muerto‑; dos de estos herretes faltan, no hay más que diez.

‑Milord, ¿los ha perdido o cree que se los han robado?

‑Me los han robado ‑repuso el duque‑. Y es el cardenal quien ha dado el golpe. Mirad, las cintas que los sostenían han sido cortadas con tijeras.

‑Si milord pudiera sospechar quién ha cometido el robo... Quizá esa persona los tenga aún en sus manos.

‑¡Esperad, esperad! ‑exclamó el duque‑. La única vez que me he puesto estos herretes fue en el baile del rey, hace ocho días, en Wind­sor. La condesa de Winter[L110] , con quien estaba enfadado, se me acer­có durante ese baile. Aquella reconciliación era una venganza de mu­jer celosa. Desde ese día no la he vuelto a ver. Esa mujer es un agente del cardenal.

‑¡Pero los tiene entonces en todo el mundo! ‑exclamó D'Ar­tagnan.

‑¡Oh, sí sí! ‑dijo Buckingham, apretando los dientes de cólera‑. Sí, es un luchador terrible. Pero, no obstante, ¿cuándo ha de tener lu­gar ese baile?

‑El próximo lunes.

‑¡El próximo lunes! Todavía cinco días; es más tiempo del que ne­cesitamos. ¡Patrice! ‑exclamó el duque, abriendo la puerta de la capilla‑. ¡Patrice!

Su ayuda de cámara de confianza apareció.

‑¡Mi joyero y mi secretario!

El ayuda de cámara salió con una presteza y un mutismo que probaban el hábito que había contraído de obedecer ciegamente y sin réplica.

Pero aunque fuera el joyero llamado en primer lugar, fue el secre­tario quien apareció antes. Era muy simple, vivía en palacio. Encontró a Buckingham sentado ante una mesa en su dormitorio y escribiendo algunas órdenes de su propio puño.

‑Señor Jackson ‑le dijo‑, vais a daros un paseo hasta casa del lord‑canciller y decirle que le encargo la ejecución de estas órdenes. Deseo que sean promulgadas al instante.

‑Pero, monseñor, si el lord‑canciller me interroga por los motivos que han podido llevar a Vuestra Gracia a una medida tan extraordina­ria, ¿qué responderé?

‑Que tal ha sido mi capricho, y que no tengo que dar cuenta a nadie de mi voluntad.

‑¿Será esa la respuesta que deberá transmitir a Su Majestad ‑repuso sonriendo el secretario‑ si por casualidad Su Majestad tuviera la curiosidad de saber por qué ningún bajel puede salir de los puertos de Gran Bretaña?

‑Tenéis razón señor ‑respondió Buckingham‑ En tal caso le dirá al rey que he decidido la guerra, y que esta medida es mi primer acto de hostilidad contra Francia.

El secretario se inclinó y salió.

‑Ya estamos tranquilos por ese lado ‑dijo Buckingham, volvién­dose hacia D'Artagnan‑. Si los herretes no han partido ya para Fran­cia, no llegarán antes que vos.

‑Y eso, ¿por qué?

‑Acabo de embargar a todos los navíos que se encuentran en este momento en los puertos de Su Majestad, y a menos que haya un per­miso particular, ni uno solo se atreverá a levar anclas.

D'Artagnan miró con estupefacción a aquel hombre que ponía el poder ¡limitado de que estaba revestido por la confianza de un rey al servicio de sus amores. Buckingham vio en la expresión del rostro del joven lo que pasaba en su pensamiento y sonrió.

‑Sí ‑dijo‑ sí, es que Ana de Austria es mi verdadera reina; a una palabra de ella traicionaría a mi país, traicionaría a mi rey, traicio­naría a mi Dios. Ella me pidió no enviar a los protestantes de La Ro­chelle la ayuda que yo les había prometido, y no lo he hecho. Faltaba así a mi palabra, ¡pero no importa! Obedecía a su deseo. ¿No he sido suficientemente pagado por mi obediencia? Porque a esa obediencia debo precisamente su retrato.

D'Artagnan admiró de qué hilos frágiles y desconocidos están a ve­ces suspendidos los destinos de un pueblo y la vida de los hombres.

Estaba él en lo más profundo de sus reflexiones, cuando entró el orfebre: era un irlandés de los más hábiles en su arte, y que confesaba él mismo ganar cien mil libras al año con el duque de Buckingham.

‑Señor O'Reilly ‑le dijo el duque, conduciéndolo a la capilla‑, ved estos herretes de diamantes y decidme cuánto vale cada pieza.

El orfebre lanzó una sola ojeada sobre la forma elegante en que estaban engastados, calculó uno con otro el valor de los diamantes y sin duda alguna:

‑Mil quinientas pistolas la pieza, milord ‑respondió.

‑¿Cuántos días se necesitarían para hacer dos herretes como es­tos? Como veis, faltan dos.

‑Ocho días, milord.

‑Los pagaré a tres mil pistolas la pieza, pero los necesito para pa­sado mañana.

‑Los tendrá, milord.

‑Sois un hombre preciso, señor O'Reilly, pero esto no es todo; esos erretes no pueden ser confiados a nadie, es preciso que sean he­chos en este palacio.

‑Imposible, milord, sólo yo puedo realizarlos para que no se vea la diferencia entre los nuevos y los viejos.

‑Entonces, mi querido señor O'Reilly, sois mi prisionero, y aun­que ahora quisierais salir de mi palacio no podríais; decidid, pues. De­cidme los nombres de los ayudantes que necesitáis, y designad los uten­silios que deben traer.

El orfebre conocía al duque, sabía que cualquier observación era inútil, y por eso tomó al instante su decisión.

‑¿Me será permitido avisar a mi mujer? ‑preguntó.

‑¡Oh! Os será incluso permitido verla, mi querido señor O'Reilly; vuestro cautiverio será dulce, estad tranquilo; y como toda molestia vale una compensación, además del precio de los dos herretes, aquí tenéis un buen millar de pistolas para haceros olvidar la molestia que os causo.

D'Artagnan no volvía del asombro que le causaba aquel ministro, que movía a su placer hombres y millones.

En cuanto al orfebre, escribía a su mujer enviándole el bono de mil pistolas y encargándola devolverle a cambio su aprendiz más hábil, un surtido de diamantes cuyo peso y título le daba, y una lista de los ins­trumentos que le eran necesarios.

Buckingham condujo al orfebre a la habitación que le estaba desti­nada y que, al cabo de media hora, fue transformada en taller. Luego puso un centinela en cada puerta con prohibición de dejar entrar a quienquiera que fuese, a excepción de su ayuda de cámara Patrice. Es inútil añadir que al orfebre O'Reilly y a su ayudante les estaba abso­lutamente prohibido salir bajo el pretexto que fuera.

Arreglado este punto, el duque volvió a D'Artagnan.

‑Ahora, joven amigo mío ‑dijo‑, Inglaterra es nuestra. ¿Qué queréis qué deseáis?

‑Una cama ‑respondió D'Artagnan‑. Os confieso que por el mo­mento es lo que más necesito.

Buckingham dio a D'Artagnan una habitación que pegaba con la suya. Quería tener al joven bajo su mano, no porque desconfiase de él, sino para tener alguien con quien hablar constantemente de la reina.

Una hora después fue promulgada en Londres la ordenanza de no dejar salir de los puertos ningún navío cargado para Francia, ni siquie­ra el paquebote de las camas. A los ojos de todos, aquello era una de­claración de guerra entre los dos reinos.

Dos días después, a las once, los dos herretes en diamantes esta­ban acabados y tan perfectamente imitados, tan perfectamente parejos que Buckingham no pudo reconocer los nuevos de los antiguos, y los más expertos en semejante materia se habrían equivocado igual que él.

Al punto hizo llamar a D'Artagnan.

‑Mirad ‑le dijo‑. Aquí están los herretes de diamantes que ha­béis venido a buscar, y sed mi testigo de que todo cuanto el poder hu­mano podía hacer lo he hecho.

‑Estad tranquilo, milord, diré lo que he visto; pero ¿me entrega Vuestra Gracia los herretes sin la caja?

‑La caja os sería un embarazo. Además, la caja es para mí tanto más preciosa cuanto que sólo me queda ella. Diréis que la conservo yo.

‑Haré vuestro encargo palabra por palabra, milord.

‑Y ahora ‑prosiguió Buckingham, mirando fijamente al joven‑, ¿cómo saldaré mi deuda con vos?

D'Artagnan enrojeció hasta el blanco de los ojos. Vio que el duque buscaba un medio de hacerle aceptar algo, y aquella idea de que la sangre de sus compañeros y la suya iban a ser pagadas por el oro in­glés le repugnaba extrañamente.

‑Entendámonos milord ‑respondió D'Artagnan‑, y sopesemos bien los hechos por adelantado, a fin de que no haya desprecio en ello. Estoy al servicio del rey y de la reina de Francia, y formo parte de la compañía de los guardias del señor des Essarts quien, como su cuña­do el señor de Tréville, está particularmente vinculado a Sus Majesta­des. Por tanto, lo he hecho todo por la reina y nada por Vuestra Gra­cia. Es más, quizá no hubiera hecho nada de todo esto si no hubiera tratado de ser agradable a alguien que es mi dama, como la reina lo es vuestra.

‑Sí ‑dijo el duque, sonriendo‑, y creo incluso conocer a esa persona, es...

‑Milord, yo no la he nombrado ‑interrumpió vivamente el joven.

‑Es justo ‑dijo el duque‑. Es, pues, a esa persona a quien debo estar agradecido por vuestra abnegación.

‑Vos lo habéis dicho, milord, porque precisamente en este mo­mento en que se trata de guerra, os confieso que no veo en Vuestra Gracia más que a un inglés, y por consiguiente a un enemigo al que estaría más encantado de encontrar en el campo de batalla que en el parque de Windsor o en los corredores del Louvre; lo cual, por lo demás, no me impedirá ejecutar punto por punto mi misión y hacerme matar si es necesario para cumplirla; pero, lo repito a Vuestra Gracia, sin que tenga que agradecerme personalmente lo que por mí hago en esta segunda entrevista más de lo que hice por ella en la primera.


Date: 2015-12-17; view: 540


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