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Capítulo noveno 7 page

‑Anda, quiero creer que me amas, pero si es así, ¿por qué me obligas a venir a almorzar contigo?

‑Para verte, muchacho.

‑Para verme. ¿Y qué necesidad tenías de ello? ¿No tenemos ya arregladas las condiciones de nuestro trato?

‑¡Eh!, querido amigo ‑dijo Caderousse‑, hay testamentos que tienen codicilos, pero has venido para almorzar, siéntate y empece­mos por hacer los honores a estas sardinas y la manteca fresca. ¡Ah!, miras mi cuarto, mis cuatro sillas de paja y mis grabados a tres fran­cos el cuadro, qué quieres, ésta no es la fonda del Príncipe.

‑Vamos, ahora estás disgustado, ya no eres feliz, cuando hace un momento que lo contentabas con parecer un panadero que ha dejado el oficio.

Caderousse dio un suspiro.

‑Vamos, amigo mío, ¿qué tienes que decir? Has visto realizado lo sueño.

‑Lo que tengo que decir, que es un sueño. Un panadero que deja el oficio, mi buen Benedetto, suele ser rico y tener rentas.

‑Rentas tienes tú, voto a tal.

‑¿Yo?

‑Sí. ¿Acaso no lo traigo tus doscientos francos?

Caderousse se encogió de hombros.

‑Es humillante ‑‑dijo‑, tener que recibir un dinero que se da de mala gana, un dinero efímero que puede faltarme de hoy a mañana. Bien conoces que tengo que hacer economías para el caso en que lo prosperidad viniese a menos. ¡Ay, amigo mío!, la fortuna es muy veleidosa, como decía el capellán del... regimiento. Yo no ignoro que la tuya es inmensa, buena pieza, puesto que vas a casarte con la hija de Danglars.

‑¿Qué es eso de Danglars?

‑Lo que oyes, ¡de Danglars! Me parece que no es cosa de que yo diga del barón Danglars. Sería lo mismo que si dijera del conde Bene­detto. Danglars era un amigo, y si no tuviera tan mala memoria, de­bería convidarme a lo boda, porque asistió a la mía... ¡Sí, sí, sí, a la mía! ¡Diablo! Entonces no gastaba tantos humos, era dependiente de la casa del señor Morrel. He comido muchos días con él y con el conde de Morcef... Ya ves que tengo buenas relaciones, y que si quisiera cultivarlas nos encontraríamos en los mismos salones.

‑Vaya, vaya, los celos lo hacen ver visiones, Caderousse.

‑Lo que tú quieras, Benedetto mío, pero yo bien sé lo que me digo. Tal vez vendrá día en que yo me ponga también los trapitos de cris­tianar y llame a la puerta de la casa de algún amigo. Mientras tanto, siéntate y comamos.

Caderousse dio el ejemplo y se puso a almorzar con buen apetito, y haciendo el elogio de todos los platos que servía a su huésped. Este se resignó al parecer. Destapó con mucho desenfado las botellas y dio un avance a un guisado de pescado y al bacalao asado con alioli.



‑Compadre ‑dijo Caderousse‑, creo que haces buenas migas con lo antiguo cocinero.

‑Ya lo creo ‑dijo Andrés, en quien, como joven y vigoroso, po­día más que nada el apetito.

‑¿Y lo gusta eso, buena pieza?

‑Me gusta tanto que no puedo alcanzar cómo un hombre que guisa y come tan buenas cosas puede quejarse de la vida.

‑Ello es debido ‑dijo Caderousse‑ a que una sola idea amarga todos mis goces.

‑¿Y qué idea es ésa?

‑La de que estoy viviendo a expensas de un amigo, cuando siem­pre me he ganado la vida por mí mismo.

‑¡Bah, no lo preocupes! ‑dijo Andrés‑, tengo bastante para dos, no lo apures.

‑No. Puede que no me creas, pero al fin de cada mes tengo re­mordimientos.

‑¡Buen Caderousse!

‑Y esto es tan cierto como que ayer no quise tomar los doscien­tos francos.

‑Sí, ya sé que querías hablarme. Pero, seamos francos, ¿eran efec­tivamente los remordimientos?

‑No lo dudes. Además, se me había ocurrido una idea.

Andrés se estremeció. Siempre le hacían estremecer las ideas de Caderousse.

‑Mira, es tan mezquino ‑‑continuó‑ tener que estar siempre es­perando los fines de mes.

‑¡Bah! ‑dijo filosóficamente Andrés, decidido a ver venir a su compañero‑. ¿No se pasa la vida esperando? Yo, por ejemplo, ¿qué hago más que esperar? Tengo paciencia, y Cristo con todos.

‑Sí, porque en vez de esperar doscientos francos miserables, es­peras cinco o seis mil, tal vez diez, y quién sabe si hasta doce mil, porque eres un carcelero. Cuando íbamos juntos no lo faltaba lo hu­cha, que tratabas de ocultar al pobre amigo Caderousse. Afortunada­mente tenía buen olfato el amigo Caderousse, ya sabes.

‑Ya vuelves a divagar ‑dijo Andrés‑, siempre estás hablando del pasado. ¿A qué viene eso?

‑¡Ah!, tú tienes veintiún años, y puedes olvidar el pasado, yo cuento cincuenta y tengo necesidad de recordarlo. Pero no importa, volvamos a los negocios.

‑Sí.

‑Quería decir que si yo estuviera en lo lugar...

‑¿Qué harías?

‑Realizaría...

‑¡Cómo!, realizarías...

‑Sí; pediría un semestre adelantado, pretextando que quería com­prar una hacienda, y después pondría los pies en polvorosa, llevándo­me el dinero del semestre.

‑¡Vaya! ¡Vaya! ‑dijo Andrés‑. ¡Tal vez no está tan mal pen­sado!

‑‑Querido amigo ‑dijo Caderousse‑,come de mi cocina y sigue mis consejos, y no lo irá mal física ni moralmente.

‑¡Está bien! Pero dime, ¿por qué no sigues tú el consejo que me das? ¿Por qué no me pides un semestre, o un año, y lo retiras a Bru­selas? En vez de parecer un panadero retirado, parecerías un comer­ciante arruinado en el ejercicio de sus funciones.

‑¿Pero cómo quieres que me retire con mil doscientos francos?

‑¡Ah! ¡Te vuelves muy exigente! Ya no lo acuerdas de que hace dos meses estabas muriéndote de hambre.

‑El apetito viene comiendo ‑dijo Caderousse enseñándole los dientes como un mono que ríe, o como un tigre que ruge. Y partiendo con aquellos mismos dientes tan blancos y tan agudos a pesar de la edad, un enorme pedazo de pan, añadió‑: Tengo un plan.

Los planes de Caderousse asustaban a Andrés mucho más todavía que sus ideas. Las ideas no eran más que el germen. El plan era la realización.

‑Veamos ese plan ‑dijo‑. ¡Debe ser magnífico!

‑¿Y por qué no? El plan por medio del cual dejamos el estableci­miento del señor Chose[L4] , ¿a quién se debe, eh? ¡Me parece que a mí... ! Y no sería tan malo, cuando nos encontramos en este sitio.

‑No lo niego ‑contestó Andrés‑. Algunas veces aciertas, pero en fin, sepamos lo plan.

‑Veamos ‑prosiguió Caderousse‑, ¿eres capaz, sin desembolsar un cuarto, de hacerme obtener quince mil francos...? No, quince mil francos no son bastante, necesito treinta mil para ser hombre hon­rado.

‑No ‑respondió secamente Andrés‑, no puedo.

‑Creo _que no me has comprendido ‑respondió Caderousse fría­mente‑. Te he dicho que sin desembolsar tú un cuarto.

‑¿Quieres ahora que yo robe, para que nos perdamos y vuelvan a llevarnos allá abajo...?

‑¡Oh!, a mí me importa poco ‑dijo Caderousse‑; tengo una condición sumamente original. jamás me fastidian mis antiguos ca­maradas. No soy como tú, que no tienes corazón y no deseas volver a verlos.

Esta vez Andrés palideció.

‑Vaya, Caderousse, no digas tonterías.

‑¡Qué! No; vive tranquilo, mi buen Benedetto, pero indícame un medio para ganar estos treinta mil francos, sin mezclarte tú en nada. Déjame obrar a mí, ¡he aquí todo!

‑Pues bien, lo intentaré ‑‑dijo Andrés.

‑Pero, entretanto elevarás mi renta a quinientos francos, ¿no es verdad, chico? Tengo una manía, quiero tomar una criada.

‑Bien. Tendrás quinientos francos, pero la carga es mucha, Ca­derousse, y tú abusas...

‑¡Bah! ‑dijo éste‑, puesto que los sacas de unos cofres que no tienen fondo.

Habríase dicho que Andrés esperaba en aquel punto a su compa­ñero. Sus ojos brillaron de pronto, pero volviendo a su calma habitual, dijo:

‑Sí, es verdad, mi protector es excelente para mí.

‑¡Querido protector! ‑repuso Caderousse‑. Ello es que lo da todos los meses...

‑Cinco mil francos ‑respondió Andrés.

‑Tantos miles, como tú me das cientos. En verdad que no hay nadie tan dichoso como un bastardo. Cinco mil francos todos los me­ses. ¿Qué haces con tanto dinero?

‑En seguida se gasta. Siempre estoy sin dinero, y por eso desea­ría, como tú, tener un capital.

‑Un capital..., sí..., comprendo..., todo el mundo tendría ganas de poseer un capital.

‑Pues yo tendré uno.

‑Y quién lo dará, ¿tu príncipe?

‑Sí, mi príncipe; pero por desgracia tengo que esperar.

‑¿Esperar qué? ‑preguntó Caderousse.

‑Su muerte.

‑¿La muerte de lo príncipe?

‑Sí.

‑¿Cómo es eso?

‑Porque soy heredero testamentario.

‑¿De veras?

‑Palabra de honor.

‑¿Y cuánto lo deja?

‑Quinientos mil francos.

‑Solamente eso. Gracias por la friolera.

‑Es como lo digo.

‑Eso es imposible.

‑Caderousse, ¿eres mi amigo?

‑Ya lo sabes, hasta la muerte.

‑Pues bien. Voy a confiarte un secreto.

‑Di.

‑Pero escucha.

‑Mudo como una estatua.

‑Pues bien, creo... ‑y Andrés se detuvo para echar una mirada en derredor.

‑¿Crees...? No tengas miedo. Estamos solos.

‑Creo que he encontrado a mi padre.

‑¿A lo verdadero padre?

‑¿No a Cavalcanti?

‑No, puesto que éste se ha marchado.

‑¿Y lo padre es...?

‑Creo, Caderousse, que es el conde de Montecristo.

‑¡Bah!

‑Sí. Te lo explicaré y lo comprenderás. Esto lo explica todo. El no puede reconocerme públicamente, pero hace que me reconozca el señor Cavalcanti y por esto le da cincuenta mil francos.

‑¿Cincuenta mil francos por confesar que era lo padre? Yo lo hu­biera hecho por la mitad del precio, por veinte mil, por quince mí1. ¿Cómo no pensaste en mí, ingrato?

‑¿Y sabía yo nada de esto? Todo se hizo mientras estábamos allá abajo.

‑¡Ah!, es verdad. Y dices que en su testamento...

‑Me deja quinientos mil francos.

‑¿Estás seguro de ello? ¿Hay un codicilo, como decía yo hace poco?

‑Quizá.

‑Yen ese codicilo...

‑Me reconoce.

‑¡Ah! ¡Qué buen padre! ¡Qué honrado padre! ¡Qué hombre de bien! ‑dijo Caderousse haciendo el molinete con el plato que tenía en la mano.

‑He aquí todo. Ve aún diciendo que tengo secretos para ti.

‑No, y lo confianza lo honra a mis ojos. ¿Y el príncipe, lo padre, es rico, riquísimo?

‑Creo que él mismo no Babe lo que tiene.

‑¿Es posible?

‑Así lo creo. Y tengo motivos para ello. A todas horas entro en su casa, y he visto el otro día a un mozo del banco que le traía cincuenta mil francos en billetes en una cartera que abultaba tanto como lo ser­villeta. Ayer mismo vi que su banquero le llevaba cinco mil francos en oro.

Caderousse estaba absorto. Le parecía que las palabras del joven tenían el sonido del metal y que oía rodar los montones de luises.

‑¿Y tú vas a esa casa? ‑‑dijo con sencillez.

‑Cuando quiero.

Caderousse quedóse reflexionando un buen rato. Era fácil ver que le ocupaba algún pensamiento profundo.

‑Desearía ver todo eso ‑dijo‑. ¡Cuán hermoso debe ser!

‑Desde luego ‑respondió Cavalcanti‑. Es magnífico.

‑¿Y no vive a la entrada de los Campos Elíseos?

‑Número 30.

‑¡Ah! ‑dijo Caderousse‑, ¿número 30?

‑Sí; una hermosa casa, con jardín a la entrada, tú la conoces.

‑Es posible, pero no me ocupo del exterior, sino del interior. ¡Qué hermosos muebles debe haber en ella! ¿Eh?

‑¿Has visto las Tullerías?

‑No.

‑Pues aún son más hermosos.

‑Dime, Andrés, debe ser algo estupendo bajarse para recoger la bolsa de ese Montecristo, cuando la deje caer.

‑¡Qué! No es necesario esperar ese momento ‑dijo Andrés‑. El dinero rueda en aquella casa como las frutas en un jardín.

‑Escucha. Deberías llevarme un día contigo.

‑¡Es imposible! ¿Y con qué pretexto?

‑Es verdad, pero has excitado mi curiosidad, y es absolutamente necesario que yo vea todo eso.

‑No hagas una barbaridad, Caderousse.

‑Me presentaré como un criado para encerar las habitaciones.

‑Están todas alfombradas.

‑¡Qué lástima! Será menester que me conforme con verlo sólo en mi imaginación.

‑Es lo mejor que puedes hacer, créeme.

‑Procura al menos darme una idea de cómo está aquello.

‑¿Y cómo?

‑Es facilísimo. ¿Es grande?

‑Ni grande ni pequeño.

‑Pero ¿cómo está distribuido?

‑Necesitaría tintero y papel para trazar el plano.

‑Ahí lo tienes ‑dijo prontamente Caderousse, sacando de un armario antiguo papel blanco, tinta y pluma‑. Toma, trázame el plano.

Andrés tomó la pluma con una imperceptible sonrisa y empezó a explicarle:

‑La casa, como lo he dicho, tiene la entrada por el jardín ‑y la dibujó.

‑.¿Paredes altas?

‑No, ocho o diez pies a lo más.

‑No es prudente ‑dijo Caderousse.

‑A la entrada, varios naranjos y flores.

‑¿Y no hay trampas para los lobos?

‑No.

‑¿Las cuadras?

‑A los dos lados de la verja que ahí ves ‑y Andrés continuó di­bujando su plano.

‑Veamos el piso bajo ‑dijo Caderousse.

‑Un comedor, dos salones, un billar, la escalera en el vestíbulo y una escalera secreta.

‑¿Y ventanas?

‑Ventanas magníficas, y tan anchas que un hombre como tú po­dría pasar a través del espacio correspondiente a un vidrio.

‑¿Y para qué sirven las escaleras con semejantes ventanas?

‑Qué quieres, el lujo. Tienen puertas, pero para nada sirven. El conde de Montecristo es un original que le gusta ver el cielo de no­che.

‑¿Y los criados duermen cerca?

‑Tienen habitaciones aparte. Imagínate una pequeña casa al en­trar. La parte baja sirve para guardar varias cosas, y encima los cuartos de los criados mn campanillas que corresponden al principal.

‑¡Ah! ¿Con campanillas?

‑¿Qué decías?

‑Nada. Digo que cuesta muy caro poner esas campanillas, y que no sirven para nada.

‑Antes había un perro, que soltaban por la noche, pero le has lle­vado a Auteuil, a la casa que tú conoces.

‑¿Sí?

‑Es una imprudencia, le decía yo, señor conde, porque cuando vais a Auteuil y os lleváis todos vuestros criados, la casa queda aban­donada.

‑Y bien, me preguntó, ¿y qué?

‑Pues que el mejor día os roban.

‑¿Y qué lo contestó?

‑¿Qué me contestó?

‑Sí.

‑Bien, ¿qué me importa que me robes?

‑Andrés, ¿sabes si tiene algún secreter con máquina?

‑¿Cómo?

‑Sí, de estas que sujetan al ladrón, y suena en seguida una pieza de música. Me han dicho que había una últimamente en la exposi­ción.

‑Tiene un secreter corriente, de caoba, y siempre está la nave puesta.

‑¿Y no le roban?

‑No, todos sus criados son fieles.

‑Mucho dinero debe tener en ese secreter.

‑Tendrá quizá... Es imposible saber lo que tiene.

‑¿Y dónde está?

‑En el primer piso.

‑Dibuja el plano, como has hecho con la planta baja.

‑Es fácil ‑y Andrés tomó de nuevo la pluma.

‑Aquí, una antecámara y salón. A la derecha del salón, biblioteca y gabinete de trabajo; a la izquierda, otro salón, el cuarto en que duerme y el gabinete en que se viste. En éste tiene el secreter.

‑¿Y tiene ventana ese gabinete?

‑Dos, aquí y aquí ‑y Andrés trazó las dos ventanas, que figura­ban en el plano formando ángulo y como una prolongación del dor­mitorio.

Caderousse estaba pensativo.

‑¿Va con frecuencia a Auteuil? ‑preguntó.

‑Dos o tres veces por semana. Mañana debe ir y dormirá allí.

‑¿Estás seguro?

‑Me ha invitado a comer.

‑¡Qué vida! ‑dijo Caderousse‑. Cama en París y casa en el campo.

‑Son las ventajas de ser rico.

‑¿Irás a comer?

‑Probablemente.

‑¿Cuando vas, pasas allá la noche?

‑Si quiero. En casa del conde estoy como en mi propia casa.

Caderousse miró atentamente al joven, queriendo leer en sus ojos la verdad de sus palabras, pero Andrés sacó la petaca, cogió un haba­no, lo encendió tranquilamente y se puso a fumar sin afectación.

‑¿Cuándo quieres tus quinientos francos? ‑preguntó a Cade­rousse.

‑Si los tienes, ahora mismo.

Andrés sacó veinticinco luises.

‑Amarillo ‑dijo Caderousse‑, no, no, gracias.

‑¡Y bien! ¿Los desprecias?

‑Te lo agradezco, pero no lo quiero.

‑Ganarás en el cambio, imbécil; el oro vale cinco sueldos más.

‑Ya. Y luego el que me los cambie hará que sigan al amigo Ca­derousse, y me echarán el guante, y luego será preciso que diga quié­nes son los arrendadores que le pagan en oro las rentas. Nada de tonterías, niño. Venga el dinero en monedas sencillas con el busto de cualquier rey. Una moneda de cinco francos puede tenerla cual­quiera.

‑Pero ya sabes que yo no puedo tener aquí quinientos francos en esa moneda, porque habría tenido que traer conmigo uno que los llevase.

‑Pues bien. Déjaselos a lo portero, que es un buen hombre, y yo los recogeré.

‑¿Hoy mismo?

‑No, mañana; hoy no tendré tiempo.

‑Está bien, mañana lo los dejaré, antes de salir para Auteuil.

‑¿Puedo contar con ellos?

‑Con toda seguridad.

‑Es que voy a tomar en seguida una criada.

‑Bien. Pero no volverás a molestarme, ¿estamos?

‑No temas.

Caderousse se había puesto tan sombrío, que Andrés temió verse obligado a manifestar que notaba esta mudanza. Así fue que redobló su frívola algazara.

‑¡Qué alegre estás y qué bullicioso!, no parece sino que has atra­pado la herencia.

‑Todavía no, por desgracia, pero el día que la atrape...

‑¡Qué!

‑¿Qué? Que nos acordaremos de los amigos, no digo más.

‑Ya se ve, como tienes tan buena memoria. ..

‑¿Qué quieres? Creí que lo que querías era despojarme de todo.

‑¿Quién, yo? Ah, ¡qué idea! Por el contrario. Voy a darte un consejo de amigo.

‑¿Cuál?

‑Que lo dejes aquí ese diamante que traes en el dedo. ¿Quieres que nos prendan? ¿Quieres perdernos con semejante descuido?

‑¿Por qué dices eso?

‑¿Por qué? ¿Pues no lo pones una librea, lo disfrazas de lacayo y lo dejas en el dedo un diamante que valdrá cuatro o cinco mil francos?

‑Caramba..., acertaste el precio..., ¿por qué no lo dedicas a jo­yero?

‑Es que yo entiendo de diamantes. He tenido uno.

‑Y puedes vanagloriarte de ello ‑dijo Andrés, que sin incomo­darse, como temía Caderousse, le entregó el diamante sin disgusto.

Caderousse se puso a examinarlo tan de cerca que Andrés conoció que examinaba si los rayos de la piedra brillaban bastante.

‑Este diamante es falso ‑dijo Caderousse.

‑¿Te burlas? ‑respondió Andrés.

‑No lo incomodes, ahora lo veremos.

Caderousse se dirigió a la ventana, y aplicando y pasando el dia­mante por los vidrios, éstos crujieron al momento.

¡Laus Deo, es verdad ‑dijo Caderousse, colocándose el anillo en el dedo meñique‑, me equivoqué, pero esos ladrones de dia­mantistas imitan de tal manera las piedras preciosas, que ya es inútil el ir a robar nada de sus almacenes. Esta industria se ha perdido.

‑Conque ‑‑‑dijo Andrés‑. ¿Hemos acabado? ¿Tienes alguna otra cosa que pedirme, quieres mi vestido? ¿Quieres mi gorra? Va­mos, no tengas reparo en pedir.

‑No; en el fondo eres un buen camarada. Anda ya con Dios. Haré lo posible por curarme de mi ambición.

‑Pero ten cuidado que al vender el diamante no lo suceda lo que temías que lo sucediera por las monedas de oro.

‑No lo venderé. No temas.

‑Hoy o mañana, a más tardar ‑dijo el joven para sí.

‑Tunantuelo afortunado ‑añadió Caderousse‑, ¿ahora vas a buscar tus lacayos, tus caballos, lo carruaje y lo novia?

‑Sí ‑dijo Andrés.

‑Mira, espero que el día que lo cases con la hija de mi amigo Danglars me harás un buen regalo.

‑Ya lo he dicho que se lo ha puesto esa tontería en la cabeza...

‑¿Qué dote tiene?

‑Ya lo digo...

‑¿Un millón?

Andrés se encogió de hombros.

‑Vamos, sea un millón. Nunca tendrás tanto como yo lo deseo.

‑Gracias.

‑Lo digo de corazón ‑añadió Caderousse riendo fuertemente‑. Espera, lo acompañaré.

‑No lo molestes.

‑Es preciso.

‑¿Por qué?

‑¡Oh!, porque la puerta tiene un pequeño secreto. Una medida de precaución, que me ha parecido conveniente adoptar. Una cerradura de Huret y Fichet, revisada y añadida por Gaspar Caderousse. Cuando seas capitalista, lo haré otra igual.

‑Gracias ‑dijo Andrés‑. Te lo avisaré con ocho días de anti­cipación.

Y se separaron. Caderousse permaneció en la escalera, hasta que vio a Andrés bajar todos los pisos y atravesar el patio. Entonces entró precipitadamente, cerró la puerta, y se puso a estudiar como un concienzudo arquitecto el plano que había trazado Andrés.

‑Me parece ‑dijo‑ que mi querido Benedetto desea cobrar cuanto antes su herencia y que no será mal amigo suyo el que le anticipe el día de entrar en posesión de sus quinientos mil francos...

 

Capítulo segundo

La fractura

Al día siguiente, el conde de Montecristo marchó efectivamente a Auteuil con Alí, con muchos criados y con los caballos que quería probar. La llegada de Bertuccio, que volvía de Normandía, con no­ticias de la casa y de la corbeta, determinó este viaje, en el que el conde no pensaba la víspera.

La casa estaba dispuesta y la corbeta hacía ocho días que se ha­llaba al ancla en una rada pequeña después de haber cumplido con las formalidades exigidas, y pronta a darse de nuevo a la vela. El conde alabó el celo de Bertuccio. Le dijo que se preparase a partir pronto, pues su permanencia en Francia podría durar un mes.

‑Ahora ‑le dijo‑ puede que me sea necesario ir en una noche desde París a Treport; quiero ocho relevos de caballos en el camino, para poder recorrer las cincuenta millas en diez horas.

‑Vuestra excelencia me había manifestado ya este deseo ‑res­pondió Bertuccio‑, y los caballos están prontos, los he comprado yo mismo, y los he colocado en los sitios más cómodos, es decir, en pueblecitos retirados, donde generalmente no pasa nadie.

‑Está bien ‑dijo Montecristo‑, quédate aquí un día o dos.

Cuando Bertuccio iba a salir para dar las órdenes correspondientes a consecuencia de la conversación que había tenido con su amo, Bautista abrió la puerta y se presentó con una carta en la mano.

‑¿Qué traéis? ‑le preguntó el conde, al verle llegar cubierto de polvo‑. No os he llamado, según creo.

Bautista, sin responder, se acercó al conde y le entregó la carta. ‑Importante y urgente ‑dijo.

El conde la abrió y leyó lo siguiente:

«Señor de Montecristo: Debe saber que esta misma noche se in­troducirá furtivamente un hombre en su casa de los Campos Elíseos para sustraer varios documentos que cree están encerrados en el se­creter que se halla en el gabinete de vestir. Se sabe que el señor de Montecristo tiene bastante corazón para no recurrir a la interven­ción de la policía, lo que podría comprometer grandemente a la per­sona que le da este aviso. El señor conde puede tomar sus precau­ciones, esconderse en el gabinete y hacerse justicia por su propia mano. Precauciones ostensibles o un aumento de criados, alejarían ciertamente al malhechor, y harían perder al señor de Montecristo la ocasión de conocer un enemigo que la casualidad ha hecho descubrir a la persona que le da este aviso, el cual ya no tendría ocasión de renovar, en el caso de que, saliendo con éxito el malhe­chor de esta primera tentativa, intentase otra.»


Date: 2015-12-17; view: 465


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