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Capítulo noveno 6 page

‑Mirad ‑dijo al procurador del rey‑, ved aquí el jarabe y en esa botella el resto de la limonada que han bebido el señor Noirtier y Ba­rrois. Si la limonada está pura, el jarabe no cambiará su color. Si, por el contrario, está envenenada, el jarabe se pondrá verde. Mirad.

El doctor vertió algunas gotas de limonada en el vaso, y al instante una especie de nube se formó en el fondo, tomó al principio un color azulado, después el de zafiro opaco, y últimamente, verde esmeralda. Al llegar a este color se fijó, por decirlo así, en él para no variar. El experimento no dejaba duda alguna.

‑El desdichado Barrois ha sido envenenado con la nuez de San Ignacio ‑dijo d'Avrigny‑, y lo afirmaré así ante Dios y ante los hombres.

Villefort no respondió, levantó los brazos al cielo, abrió sus espan­tados ojos y cayó sobre un sillón, como si le hubiese herido un rayo.

 

QUINTA PARTE

LA MANO DE DIOS

Capítulo primero

La acusación

El señor d'Avrigny hizo que el magistrado, que parecía cadáver, recobrara en seguida el conocimiento.

‑¡Ah! ¡La muerte se ha apoderado de mi casa! ‑dijo el señor de Villefort.

‑Decid más bien el crimen ‑respondió el doctor.

‑¡Señor d'Avrigny! ‑gritó Villefort‑, no puedo expresar lo que pasa por mí en este instante, no sé si es miedo, pesar o locura.

‑Sí, lo creo ‑respondió d'Avrigny con calma‑, pero me parece que es tiempo de obrar, es tiempo de que opongamos un dique a ese torrente de mortalidad. En cuanto a mí, me siento incapaz de guardar por más tiempo este secreto, si no es con la esperanza de vengar muy pronto a la sociedad y a las víctimas.

Villefort lanzó en derredor suyo una mirada sombría y mur­muró:

‑En mi casa ‑murmuró‑, en mi casa.

‑Vamos, magistrado ‑dijo d'Avrigny‑, sed hombre. Intérprete de la ley, honraos a vos mismo por medio de una inmolación com­pleta.

‑¡Me hacéis estremecer, doctor! ¿Una inmolación?

‑Ya lo he dicho.

‑¿Sospecháis, pues, que alguien...?

‑No sospecho de nadie. La muerte llama a vuestra puerta y va, no ciega, sino inteligente, de cuarto en cuarto, escogiendo sus víctimas. Y bien, sigo sus pasos, adopto la prudencia de los antiguos. Busco por todas partes, porque mi cariño para vos y el respeto a vuestra fa­milia es una doble venda que cubre mis ojos...

‑¡Oh!, hablad, hablad, doctor, tendré valor...

‑Pues bien, señor, tenéis en vuestra casa, tal vez en el seno de vuestra familia, uno de esos fenómenos espantosos que aparecen una vez cada siglo. Locusta y Agripina, viviendo al mismo tiempo, son una excepción, que prueba el furor con que la Providencia quiso perder de una vez al Imperio romano, manchado con tantos crímenes. Bru­nequilda y Fredegunda son los resultados del trabajo de una civiliza­ción complicada, en la que el hombre aprende a dominar al espíritu por medio del enviado de las tinieblas. Todas estas mujeres habían sido o eran aún hermosas. En su frente había florecido o ílorecía aún aquella inocencia que se percibe también en la culpable que tenéis en vuestra casa.



Villefort lanzó un agudo grito, juntó sus manos y miró al doctor con ademán suplicante. Este prosiguió:

‑Indaga a quién aprovecha el crimen, dice un axioma de juris­prudencia.

‑¡Doctor! ¡Desdichado doctor! ‑exclamó Villefort‑. ¡Cuántas veces la justicia de los hombres se ha equivocado debido a esas funes­tas palabras! Lo ignoro, pero creo que este crimen...

‑¡Ah! ¿Confesáis que el crimen existe?

‑Sí. Lo reconozco, es preciso. Pero dejadme continuar. Me parece que este crimen recae sobre mí y no sobre las víctimas. Sospecho algún desastre para mí en medio de todo esto.

‑¡Oh, hombre! ‑murmuró d'Avrigny‑, el más egoísta de todos los animales, la más personal de todas las criaturas, que crees siem­pre que la tierra se mueve, que el sol brilla y que la muerte siega solamente para ti. Hormiga maldiciendo a Dios desde el tallo de una hierbecilla. Y los que han perdido la vida, ¿nada perdieron? El señor y la señora de Saint‑Merán, el señor Noirtier...

‑¿Cómo el señor Noirtier?

‑Sí. ¿Creéis por ventura que fue al desgraciado criado al que qui­sieron envenenar? No, no; como el Polonio de Shakespeare, ha muerto por otro. El señor Noirtier debía beber la limonada y la bebió según el orden lógico de las cosas. El otro sólo la tomó por casualidad y aunque Barrois es el muerto, el señor Noirtier era el que debía morir.

‑Pero ¿cómo no ha sucumbido mi padre?

‑Ya os lo dije una tarde en el jardín después de la muerte de la señora de Saint‑Merán: porque su cuerpo está acostumbrado a ese veneno. Porque la dosis insignificante para él, es mortal para cual­quier otro. En fin, porque nadie sabe, ni aun el asesino, que desde hace un año estoy combatiendo con la nuez de San Ignacio la parálisis del señor Noirtier, mientras que el asesino no ignora que es un veneno sumamente activo.

‑¡Dios mío! ¡Dios mío! ‑exclamó Villefort.

‑Seguid los pasos del criminal. Este mata al señor de Saint‑Merán.

‑¡Oh! ¡Doctor!

‑Lo juraría. Lo que se me ha dicho sobre los síntomas está de acuerdo con lo que yo he visto.

Villefort dejó de contradecir y lanzó un gemido sordo.

‑Mata al señor de Saínt‑Merán ‑repitió el doctor‑, asesina también a la señora de Saint‑Merán. El fruto debe ser una herencia doble.

Villefort enjuga el copioso sudor de su frente.

‑Escuchad atentamente.

‑¡Desdichado de mí! No pierdo una sola palabra.

‑El señor Noirtier ‑siguió con su tono despiadado‑ había in­tentado, antes de ahora, perjudicaros tanto a vos como a vuestra fami­lia, dejando sus bienes a los pobres. Nada se espera de él, y esto le salva. Pero no bien ha destruido su principal testamento, no bien ha hecho el segundo, cuando de miedo que haga un tercero, se le Mere. Su testamento es de anteayer, creo; veis que no han perdido el tiempo.

‑¡Oh, piedad, señor d'Avrigny!

‑Nada de piedad, señor. El médico tiene una misión sagrada sobre la tierra, y para cumplirla debidamente es preciso que se remonte hasta el principio de la vida y baje hasta las tenebrosas regiones de la muerte. Cuando se ha cometido un crimen, y Dios espantado sin duda aparta su vista del criminal, el médico debe decir: ¡Vedle ahí!

‑¡Gracia para mi hija! ‑dijo el señor de Villefort.

‑¡Veis bien que vos, su padre mismo, la nombráis!

‑¡Gracia por Valentina! Escuchad, es imposible. Mejor querría acusarme a mí mismo. Valentina, un corazón tan puro, una azucena en la inocencia...

‑No hay gracia, señor procurador del rey. El delito es evidente y manifiesto, la señorita de Villefort ha empaquetado las medicinas que se enviaron al señor de Saint‑Merán, y él ha muerto. La señorita de Villefort preparó las tisanas que se administraron a la señora de Saint‑Merán, y ella murió. Recibió de las manos de Barrois la botella de limonada que su abuelo toma todas las mañanas, y este anciano ha escapado milagrosamente. Es culpable. Es una envenenadora. Señor procurador del rey, cumplid con vuestro deber, yo os denuncio a la señorita de Villefort.

‑Doctor, no os resisto más; no me defiendo, pero por piedad, com­padeceos de mi vida, de mi honor.

‑Hay circunstancias, señor de Villefort ‑respondió el médico‑, en que yo traspaso los límites de la imbécil circunspección humana. Si vuestra hija hubiese cometido el primer crimen, y la viese preparar­se para cometer el segundo, os diría: advertidla, castigadla y que pase el resto de sus días en un convento, entre la oración y las lágrimas. Si fuera su segundo crimen, os diría: señor de Villefort, he aquí un ve­neno que no conoce la envenenadora. Un veneno para el que no hay antídoto, pronto como el pensamiento, rápido como el relámpago, mortal como el rayo. Dádselo, encomendad su alma a Dios. Salvad de este modo vuestro honor y vuestra vida, porque se atenta contra ella y me parece verla ya acercarse a vuestra cabecera con su hipócrita son­risa y dulces exhortaciones. ¡Desgraciado si no herís el primero! He aquí lo que os diría, si solamente hubiese asesinado a dos personas.

Pero ha presenciado tres agonías, ha contemplado tres moribundos, se ha arrodillado junto a tres cadáveres. Al verdugo la envenenadora, al verdugo. Me habláis de vuestro honor, y yo os digo que la inmorta­lidad os espera.

Villefort cayó de rodillas.

‑Escuchad ‑dijo‑, no tengo esa fuerza de ánimo que manifes­táis y que quizá no tendríais si se tratara de vuestra bija Magdalena.

El médico palideció.

‑Doctor, todo hombre nacido de mujer ha venido al mundo para sufrir y morir. Sufriré y esperaré la muerte.

‑Cuidado ‑dijo d'Avrigny‑, quizá sería lenta esa muerte..., la veríais acercarse poco a poco, después de haberse llevado a vuestro pa­dre, a vuestra mujer, a vuestro hijo.

Villefort, casi sin conocimiento, apretó el brazo del doctor.

‑Escuchadme ‑le dijo‑, compadecedme y socorredme... Pre­sentaos ante un tribunal... No, mi bija no es culpable, os diría siem­pre... No es culpable, no hay crimen en mi familia... No quiero..., ¿lo oís...?, no quiero que haya un crimen en ella, porque el crimen es como la muerte, jamás viene solo. ¿Qué os importa que muera asesi­nado? ¿Sois mi amigo? ¿Sois hombre? ¿Tenéis valor...? ¡No; vos sois médico... ! Pues bien, os aseguro que no seré yo el que entregue a mi hija a manos del verdugo. ¡Ah!, ¡ved una idea que me devora, que cual un insensato me impele a desgarrar con mis uñas mi pecho...! ¡Y si os engañaseis, doctor, si otro que mi hija...! Si un día me pre­sentase pálido como un espectro a deciros... ¡Asesino! ¡Tú has muerto a mi hija...! Si esto sucediese, soy cristiano, señor d'Avrigny, y sin embargo, os mataría.

‑Bien ‑‑‑dijo el doctor, tras un silencio‑‑, esperaré.

Villefort le miró como si dudase aún de sus palabras.

‑Sólo que ‑continuó d'Avrigny, con voz lenta y solemne‑, si cualquiera de vuestra familia cae malo, si os sentís vos mismo ataca­do, no me llaméis, porque no vendré. Quiero compartir con vos este secreto terrible, pero no quiero la vergüenza y el remordimiento que destrozarían mi conciencia, porque estoy seguro de que el crimen y la desgracia fructificarán en vuestra casa.

‑¡Es decir, que me abandonáis, doctor!

‑Sí, porque no puedo seguiros más lejos y me detengo al pie del cadalso. Llegará el momento en que alguna otra revelación terrible ponga fin a ese espantoso secreto. Adiós.

‑Doctor, os ruego...

‑Los horrores que manchan vuestra casa la hacen odiosa y fatal. Adiós.

‑Una palabra, una sola palabra aún, doctor, me dejáis en una si­tuación espantosa que habéis aumentado con vuestras revelaciones. ¿Qué se dirá de la muerte de este antiguo criado?

‑Es verdad ‑dijo el doctor‑, acompañadme.

Salió el primero y le siguió el señor de Villefort. Los demás criados, impacientes, se hallaban en los corredores y escalera por donde debía pasar el doctor.

‑Señor ‑dijo d'Avrigny a Villefort, hablando recio, para que to­dos lo oyesen‑, el pobre Barrois llevaba una vida sedentaria hace algunos años, después de estar acostumbrado a correr a caballo o en coche con su amo por las cuatro partes de Europa, y el servicio mo­nótono, junto a un sillón, ha concluido con su existencia. La sangre ha aumentado, había plétora, le atacó un apoplejía fulminante y me avisaron muy tarde. ¡Ah! ‑añadió‑, tened cuidado de echar al su­midero el vaso de violetas.

Y sin dar la mano a Villefort, sin hablar más, salió acompañado de las lágrimas y lamentos de todas las personas de la casa.

Aquella misma noche todos los criados de Villefort se reunieron en la cocina, hablaron detenidamente, resolvieron presentarse a la se­ñora de Villefort y pedirle permiso para abandonar su servicio. Nada les detuvo, ni aumento de salario, ni nada, nada; a todo respondían:

‑Queremos irnos, porque la muerte está rondando esta casa.

Se marcharon, pues, a pesar de los ruegos que les hicieron, no sin dar a conocer con todo el sentimiento el dolor que les causaba dejar a tan buenos amos, y sobre todo a la señorita Valentina, tan buena, tan bienhechora y tan dulce.

A estas palabras Villefort miró fijamente a Valentina. Lloraba ésta, y, ¡cosa extraña!, en medio de la emoción que le causaron estas lágrimas, al mirar a la señora de Villefort, vio agitarse en sus labios una sonrisa fría y siniestra, que pasó por sus delgados labios, como uno de esos meteoros siniestros que corren entre dos nubes en una atmósfera tempestuosa.

La misma tarde del día en que el conde de Morcef salió de casa de Danglars con la vergüenza y la cólera que dejan adivinar la nega­tiva del banquero, el signor Andrés Cavalcanti, con el cabello rizado y lustroso, bigotes retorcidos y guantes blancos, entró casi de pie en su faetón, en el zaguán del banquero, calle de Chaussée d'Antin.

A los diez minutos de su llegada al salón, halló el medio de retirar­se con Danglars al hueco de una ventana, y allí, después de un preám­bulo sumamente diestro, le expuso los tormentos que sufría desde el viaje que emprendió su noble padre. Desde aquel momento, decía, había hallado en la familia del banquero, que le recibiera como a un hijo, toda la dicha que un hombre debe buscar antes que la efímera satisfacción de un capricho, y en cuanto a la pasión, había tenido la felicidad de leerla en los ojos de la señorita de Danglars. Escuchábale éste con la mayor atención. Hacía dos o tres días que esperaba esta declaración, y al oírla se dilataron sus órbitas, que habían estado cu­biertas y sombrías mientras escuchaba a Morcef. Sin embargo, no dejó de hacer algunas concienzudas observaciones al joven antes de acoger su proposición.

‑Señor Cavalcanti ‑le dijo‑, sois muy joven para pensar en ca­saros.

‑¡Bah!, no, señor; al menos, a mí no me lo parece. En Italia los grandes señores se casan generalmente muy jóvenes. Es una costumbre lógica. La vida es tan incierta, que la felicidad debe aprovecharse en el momento en que se presenta.

‑Y bien, señor ‑replicó Danglars‑, admitiendo que vuestras proposiciones, que me honran ciertamente, gustasen del mismo modo a mi mujer y a mi hija, ¿con quién trataríamos la cuestión de intere­ses? Me parece es una cuestión importante, y que tan sólo los padres saben tratar de un modo conveniente para la dicha de sus hijos.

‑Señor ‑respondió‑, mi padre es un hombre de talento, lleno de prudencia y moderación. Ha previsto el caso probable de que de­sease establecerme en Francia, y me ha dejado al marchar, con los papeles que aseguran mi identidad, una carta en la que me asegura, en el caso de que escoja una mujer que no tenga motivo para que le disguste, ciento cincuenta mil libras de renta desde el día de mi ma­trimonio. Lo que vendrá a ser, según cálculo, la cuarta parte de las suyas.

‑Yo ‑dijo Danglars‑ he tenido siempre intención de dar a mi hija quinientos mil francos de dote. Además, es mi única heredera.

‑Ya veis, pues ‑dijo Cavalcanti‑, que todo está arreglado. Su­poniendo que mi petición no sea desechada por la señora baronesa de Danglars, ni por la señorita Eugenia, henos, pues, con ciento sesenta y cinco mil libras de renta. Supongamos una cosa: que obtengo del marqués que en lugar de pagarme la renta me dé el capital; esto no será fácil, desde luego, pero puede suceder; vos haréis producir estos dos o tres millones, y dos o tres millones en manos hábiles pueden dar el diez por ciento.

‑Nunca tomo capitales más que al cuatro ‑dijo el banquero‑, y algunas veces al tres y medio, pero a mi yerno lo haré al cinco y par­tiremos los beneficios.

‑Perfectamente, querido suegro ‑dijo Cavalcanti, sin poder Ocul­tar las maneras algo vulgares que de vez en cuando se manifestaban,

a pesar de sus esfuerzos, y del barniz aristocrático con que procuraba encubrirlas. Pero volviendo de pronto sobre sí, dijo‑: Perdonad, se­ñor; veis que solamente la esperanza me vuelve loco. ¿Qué será la realidad?

‑Pero ‑dijo Danglars, que por su parte no advirtió que esta con­versación, tan distinta en su principio, había tomado ya el cariz de un asunto de intereses‑, vuestro padre no puede rehusaros una parte de vuestra fortuna.

‑¿Cuál? ‑preguntó el joven.

‑La que procede de vuestra madre.

‑Es verdad, la que procede de mi madre, Leonor Corsinari.

‑¿Y a cuánto podrá ascender?

‑Por vida mía ‑dijo Andrés‑, os aseguro que nunca me he ocu­pado en averiguarlo, pero creo que serán dos millones por lo menos.

Danglars experimentó aquella especie de sofocación causada por el placer y que sienten el avaro, que encuentra un tesoro perdido, o el hombre que está para ahogarse y halla bajo sus pies la tierra firme en lugar de la profundidad en que creía iba a sumergirse.

‑Y bien, señor ‑‑dijo Andrés, saludando afectuosamente al ban­quero‑, puedo esperar...

‑Señor Andrés ‑respondió éste‑, esperad, y creed que si no hay algún obstáculo por parte vuestra que retarde la ejecución, es ya un negocio concluido.

‑¡Ah! ¡Me llenáis de alegría! ‑dijo Andrés.

‑¡Pero...! ¿Cómo es que el conde de Montecristo, vuestro padri­no en este mundo parisiense, no ha venido con vos al dar este paso?

Cavalcanti se sonrojó imperceptiblemente.

‑Vengo de su casa ‑respondió‑, es un hombre muy simpático, pero de una originalidad inconcebible. Ha aprobado mi resolución, me ha dicho que no dudaba un instante que mi padre me daría el capital en vez de la renta, pero me ha dicho formalmente que no daría un paso en persona, y que no echaría sobre sí la responsabilidad de hacer una petición matrimonial, añadiéndome que si alguna vez había sentido tener esta repugnancia, era ahora que se trataba de mí y cuan­do creía este matrimonio conveniente en todos conceptos. Por lo de­más, no quiere hacer nada oficialmente y se reserva responderos cuan­do le habléis.

‑¡Ah!, ¡ah!, está bien.

‑Ahora ‑repuso Andrés con una sonrisa encantadora‑ he con­cluido de hablar al suegro y me dirijo al banquero.

‑¿Qué queréis de él? Veamos ‑dijo a su vez sonriendo Danglars.

‑Pasado mañana he de cobrar unos cuatro mil francos en vuestra caja, pero el conde ha conocido que el mes que va a empezar me trae­rá quizá gastos para los que no es bastante mi presupuesto de soltero, y he aquí un pagaré de veinte mil francos, no diré que me ha dado, pero que me ha ofrecido. Está, como veis, firmado por él. ¿Os con­viene tomarlo?

‑Traedme valor de un millón como éste y todos os los tomaré ‑dijo Danglars metiendo en su bolsillo el pagaré‑; decidme a qué hora queréis que vaya mañana mi criado a vuestra casa con veinti­cuatro mil francos.

‑Alas diez, si queréis, lo más temprano, porque pienso ir al campo.

‑Sea en buena hora. A las diez, fonda del Príncipe, ¿no es eso?

‑Sí.

Al día siguiente, a las diez, los veinticuatro mil francos estaban en poder del joven, puntualidad que hace honor al banquero. Andrés sa­lió en seguida, dejando doscientos francos para Caderousse. Su salida tenía por objeto el evitar encontrarse con su peligroso amigo. Así que por la noche volvió muy tarde, pero no bien puso el pie en la fonda cuando se le presentó el portero, que le esperaba con la gorra en la mano.

‑Señor ‑le dijo‑, aquel hombre ha venido.

‑¿Qué hombre? ‑preguntó con indiferencia Andrés, como si hubiese olvidado a aquel a quien tenía demasiado presente.

‑Aquel hombre a quien vuestra excelencia da esa pequeña renta.

‑¡Ah!, sí, el antiguo criado de mi padre. Y bien, ¿le habéis entre­gado los doscientos francos que dejé para él?

‑Sí, excelencia ‑respondió, pues Andrés se hacía dar este trata­miento‑. Pero ‑continuó el portero‑ no ha querido tomarlos.

Cavalcanti palideció. Gracias a la oscuridad de la noche nadie se dio cuenta de ello.

‑¿Cómo? ‑dijo‑, ¿no ha querido recibirlos?

Su voz estaba alterada.

‑No. Quería hablar con su excelencia. Le dije que habíais salido, insistió, pero finalmente se convenció y me entregó esta carta, que traía preparada.

‑Veamos ‑dijo Andrés, y leyó a la luz de la linterna de su faetón:

 

Sabes dónde vivo. Te espero en mi casa mañana a las nueve.

Andrés examinó el sello por si había sido abierta, y algún indiscre­to había visto el contenido de la carta. Pero la había cerrado de tal modo, y con tales pliegues y dobleces, que para leerla hubiera sido necesario romper el sello y éste estaba intacto.

‑Muy bien ‑dijo‑, pobrecito. Es un buen hombre.

Dejando al portero edificado con estas palabras, y sin saber a quién admirar más, si al joven amo o al viejo criado.

‑Desengancha y sube ‑dijo Andrés a su jockey.

El joven subió en dos saltos a su cuarto, quemó la carta de Cade­rousse y echó al aire las cenizas. Al acabar esta operación entró el criado.

‑Tienes mi estatura, ¿verdad, Pedro?

‑Tengo esa honra.

Debes tener una librea nueva que lo trajeron ayer.

‑Sí, señor.

‑Tengo que ver a una muchacha, a una griseta, a quien no quiero dar a conocer ni título ni clase. Tráeme lo librea y dame tus papeles, por si es necesario dormir en alguna posada.

Pedro obedeció.

Cinco minutos después Andrés, completamente disfrazado, salió de su casa sin que nadie le conociera, tomó su cabriolé y se dirigió a la posada del Caballo Rojo, en Picpus. Al día siguiente salió de ésta, del mismo modo que había salido de la fonda del Príncipe, esto es, sin que nadie le conociera. Bajó por el arrabal de San Antonio, tomó el arrabal hasta la calle de Menilmontant, detúvose a la puerta de la tercera casa de la izquierda buscando a quien preguntar en ausencia del portero.

‑¿A quién buscáis, undo joven? ‑le preguntó la frutera de en­frente.

‑Al señor Pailletin, señora ‑respondió Andrés.

‑¿Un antiguo panadero? ‑preguntó la frutera.

‑Eso es.

‑Al final del patio, al tercer piso a la izquierda.

Andrés tomó el camino que le indicaban, llegó al tercer piso y con una mezcla de impaciencia y malhumor, agitó la campanilla. Al mo­mento la figura de Caderousse apareció en el ventanillo de la puerta.

‑¡Ah! , eres puntual ‑dijo, y descorrió el cerrojo.

‑¡Vive Dios! -dijo Andrés al entrar.

Arrojó al suelo la gorra, que rodó por el mismo.

‑Vaya, vaya -dijo Caderousse‑, no lo enfades, chico. He pensa­do en ti, lo he preparado un buen desayuno, todo aquello que más lo gusta.

Andrés percibió, en efecto, un olor a cocina, cuyos groseros aromas no dejaban de tener atractivo para un estómago hambriento. Compo­níase de una mezcla de grasa fresca y ajo, que indicaba los guisados favoritos del populacho provenzal. Además, el de pescado frito, y sobre todo sobresalía la nuez moscada y el clavo. Veíase en la habita­ci6n inmediata una mesa con dos cubiertos, dos botellas de vino lacra­das y porción de aguardiente en otra botella y una macedonia de fru_ tas colocada con maestría en un plato de porcelana.

‑¿Qué lo parece, chico? ‑dijo Caderousse‑. ¡Eh! ¡Qué bien huele! ¡Por vida de Baco! Era yo muy buen cocinero allá abajo, ¿te acuerdas? Se lamían los dedos tras mis guisotes, y tú, tú, que has pro­bado mis salsas, no las despreciarás.

Dicho esto, Caderousse se puso a mondar una cebolla.

‑Bien, bien ‑dijo Andrés con muy malhumor‑. Si me has inco­modado solamente para que almuerce contigo, llévete mil veces el diablo.

‑Pero, muchacho ‑dijo con gravedad Caderousse‑, comiendo se habla y además, ingrato, ¿no lo gusta pasar un rato con lo amigo? ¡Ah! Yo estoy llorando de alegría.

Caderousse lloraba en efecto, sólo que hubiera sido difícil averi­guar si era de alegría o porque el jugo de la cebolla había llegado has­ta sus ojos.

‑¡Calla, hipócrita! ‑le dijo Andrés‑. ¿Tú me amas?

‑Sí, lo amo. Lléveme el diablo, es una debilidad ‑dijo Cade­rousse‑,lo sé, pero no puedo remediarlo.

‑Pero ese cariño no lo ha impedido el hacerme venir aquí para alguna bribonada de las tuyas.

‑Vamos, vamos ‑dijo Caderousse limpiando el cuchillo de coci­na en su delantal‑, si no lo amase, ¿soportaría esta miserable exis­tencia? Mira, tú traes puesto el vestido de lo criado, cosa que yo no tengo, y me veo obligado a servirme a mí mismo. Haces ascos a mis guisos, porque comes en la mesa redonda de la fonda del Príncipe o en el café de París. Pues bien, yo también podría tener un criado, comer donde se me antojase y me privo de todo, ¿por qué? Por no dar un disgusto a mi Benedetto. Vaya, confiesa que podría hacerlo, ¿verdad? ‑y una significativa mirada terminó la frase.


Date: 2015-12-17; view: 425


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