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Capítulo noveno 8 page

El primer impulso del conde fue creer que se trataba de un burdo lazo tendido por los ladrones, que señalaban un mediano peligro para exponerle a otro mucho mayor. Lo primero que pensó fue enviar la carta a un comisario de policía, a pesar de la recomendación, y quizás a causa de ella misma, cuando de repente se le presentó la idea de que podría ser un enemigo particular a quien sólo él cono­ciese, y en este caso nadie más que él podía sacar partido de esto, como había hecho Fieschi con el moro que quiso asesinarle.

Ya conocen al conde nuestros lectores y es inútil decirles que las dificultades no lo abatían y la vida que había vivido y su resolución de no retroceder ante el peligro le habían dado ocasión de saborear los goces desconocidos a los demás hombres, goces que encontraba en la lucha que muchas veces sostenía contra la naturaleza, que es Dios, y contra el mundo, que puede muy bien llamarse el diablo.

‑No quieren robarme mis papeles ‑pensó Montecristo‑, quie­ren matarme. No son ladrones, son asesinos. No quiero que el pre­fecto de policía se mezcle en mis asuntos particulares. Soy bastan­te rico para poder excusarme de ser gravoso en esto a su presu­puesto.

El conde llamó a Bautista, que había salido después de entregarle la carta.

‑Ahora mismo vais a París, y haréis venir a todos mis criados, les necesito en Auteuil.

‑¿Y no queda ninguno en la casa, señor conde? ‑preguntó Bau­tista.

‑Sí, el portero.

‑Reflexionad, señor conde, que hay mucha distancia desde la portería a la casa.

‑¡Y bien!

‑Que podrían robarlo todo sin que el portero oyese el menor ruido.

‑¿Y quién?

‑¿Quién? Los ladrones.

‑Sois un tonto, señor Bautista. Si me robasen cuanto hay en casa me importaría menos que si me faltase lo más mínimo en mi servicio tal cual lo quiero.

Bautista hizo un profundo saludo.

‑¿Me habéis comprendido? Que todos vuestros compañeros ven­gan con vos. Lo dejaréis todo como de costumbre y únicamente ten­dréis cuidado de cerrar las ventanas del piso bajo.

‑¿Y las del primero?

‑Sabéis que nunca se cierran; ahora podéis marchar.

El conde advirtió que comería solo, y que no quería le sirviera la comida otro criado más que Alí.

Comió con la tranquilidad acostumbrada y cuando terminó, hizo seña a Alí de que le siguiese. Salió por una puerta pequeña que daba al bosque de Bolonia y como si fuese a dar un paseo, tomó sencilla­mente el camino de París. Al anochecer se hallaba frente a su casa de los Campos Elíseos.



Todo se hallaba sumido en la oscuridad, salvo el cuarto del por­tero, donde se veía el débil reflejo de una vela.

Montecristo se arrimó a un árbol, y con aquella mirada penetrante que todo lo descubría, examinó los árboles, las entradas y aun las calles próximas, hasta que se convenció de que no había nadie em­boscado.

Se dirigió en seguida a la puerta secreta, entró apresuradamente con Alí, subió por la escalera excusada, cuya llave tenía, entró en su dormitorio sin descorrer ni una cortina, y sin que el portero pu­diera pensar que había alguien en la casa que él creía vacía en aquel momento.

Llegados al dormitorio, el conde hizo señas a Alí de que se detu­viese. Pasó en seguida al gabinete, que examinó con cuidado, todo estaba como de costumbre. El secreter en su sitio y la llave puesta. Dio dos vueltas a ésta. Volvió al dormitorio, quitó las anillas dobles del cerrojo, y entró de nuevo.

Entretanto, Alí ponía sobre la mesa las armas que el conde le había pedido, una carabina corta y un par de pistolas de dos cañones, seguras como pistolas de tiro. Armado de este modo, el conde tenía en sus manos la vida de cinco hombres.

Serían las nueve poco más o menos, cuando el conde y Alí tomaron un poco de pan y un vaso de vino generoso. Aquél levantó una puerta secreta, que le permitía ver lo que pasaba en ambas habitaciones; había traido sus armas, y Alí, en pie junto a él, tenía en la mano un hacha de abordaje, arábiga, como las que usaban los turcos en tiempos de las Cruzadas. Por la ventana de enfrente, que estaba en el dormi­torio, el conde podía ver lo que sucedía en la calle.

Así transcurrieron dos horas. La oscuridad era completa, y con todo, Alí, graciüs a su naturaleza casi salvaje, y el conde a una cua­lidad adquirida, distinguían en medio de aquella oscuridad tan pro­funda las menores oscilaciones de los árboles del jardín. Hacía ya mucho tiempo que no se percibía luz en el cuarto del portero.

Era de presumir que si se efectuaba el ataque proyectado sería por la escalera, y no por una de las ventanas. Según las ideas de Montecristo , los malhechores querían su vida y no su dinero. Pensaba, pues, que se dirigirían al dormitorio, por la escalera o por la ventana del despacho.

Las once y tres cuartos sonaron en un reloj de los Inválidos. Un viento húmedo del Oeste trajo el sonido de los tres golpes. Al concluir el tercero, el conde creyó oír un ruido casi imperceptible hacia el despacho. A este ligero rumor siguieron otros dos. Otro después, y ya el conde estaba seguro de lo que era, cuando una mano firme y ejerci­tada se había ocupado en cortar los cuatro lados de uno de los cris­tales con un diamante.

Montecristo sintió latir con más violencia su corazón. Por acos­tumbrados que estén los hombres al peligro, y por prevenidos que se hallen, conocen, sin embargo, en el momento supremo la diferencia que existe entre el sueño y la realidad, entre el proyecto y la eje­cución.

El conde hizo una seña a Alí. Este comprendió que el peligro esta­ba por la parte del despacho, y dio un paso para acercarse a su amo. Este deseaba con impaciencia saber cuántos eran sus enemigos.

La ventana en que éstos trabajaban se hallaba situada frente al sitio desde donde el conde observaba el despacho. Sus ojos se fijaron, pues en ella. Vio dibujarse una sombra en la oscuridad. En seguida, uno de los cristales se oscureció, como si sobre él hubiesen puesto un papel. Crujió, pero sin caer al suelo. Un brazo pasó por la abertura buscando el pestillo y un minuto después se abrió la ventana, entran­do por ella un hombre. Estaba solo.

‑He aquí un pillo muy atrevido ‑pensó Montecristo.

Entonces sintió que Alí le tocaba suavemente en el hombro. Se volvió, y éste le indicó la ventana de enfrente, que daba a la calle.

Montecristo dio tres pasos hacia la ventana, conocía la fina sen­sibilidad de su servidor, y efectivamente, vio otro hombre que se separaba de una puerta, subía sobre un poste y procuraba ver lo que sucedía en el interior de la casa.

‑Bien ‑dijo‑, son dos. El uno trabaja y el otro le guarda las espaldas.

Hizo una señal a Alí para que no perdiese de vista al hombre de la calle, mientras él volvía al del despacho. El ladrón había entrado y procuraba reconocer el terreno, extendiendo hacia adelante sus bra­zos. Finalmente, después de orientarse, corrió los cerrojos de las dos puertas que había en el despacho. Al acercarse a la del dormitorio, Montecristo creyó que iba a entrar, y preparó una de sus pistolas, pero pronto se convenció de lo contrario por el ruido de los cerrojos. Era una medida de precaución únicamente. El visitante nocturno, que ignoraba que el conde había quitado los aros, podía creerse en toda seguridad y obrar tranquilamente.

El hombre sacó de su bolsillo un objeto que el conde no pudo distinguir. Lo puso sobre la mesa y se dirigió en seguida al secreter. Palpó el lugar de la cerradura y se convenció de que estaba cerrada. Pero venía prevenido. Pronto oyó el conde el ruido que produce un hierro contra otro, y que provenía de un manojo de ganzúas con las que los cerrajeros suelen abrir las puertas, y a las que los ladrones han dado el nombre de ruiseñores, sin duda por el placer que les causa el chirrido producido por ellas.

‑¡Ah, ah! ‑díjose a sí mismo Montecristo‑, no es más que un ladrón.

Pero el hombre, que en la oscuridad no podía encontrar el ins­trumento que necesitaba, recurrió al objeto que había puesto sobre la mesa. Tocó un resorte y en seguida una luz pálida, pero bastante viva, iluminó la habitación.

‑¡Cómo...! ‑dijo Montecristo retrocediendo con un movimien­to de sorpresa‑. Es...

Alí levantó el hacha.

‑No lo muevas ‑le dijo Montecristo muy bajo‑, deja el hacha, no tenemos necesidad de armas.

Añadió algunas otras palabras, bajando más la voz, porque, aun cuando imperceptible, bastó la exclamación que le arrancara su sor­presa para hacer que el hombre se quedara inmóvil como una es­tatua.

El conde debió dar alguna orden a Alí, porque éste se retiró de puntillas, descolgó de la pared de la alcoba un vestido negro y un sombrero triangular. Entretanto, Montecristo se quitó la levita, la corbata y dobló el cuello de su camisa. En seguida se le vio con una sotana, y sus cabellos ocultos por una peluca tonsurada, el sombrero triangular le acabó de disfrazar completamente, cambiándole en un abate.

El hombre, que no había vuelto a oír nada, se había levantado, y mientras el conde concluía su metamorfosis, se había acercado al secreter, haciendo esfuerzos por abrirlo con la ganzúa.

‑Trabaja, que para rato tienes ‑dijo el conde para sí, pues la cerradura no era de las comunes, y el ladrón no conocía el secreto. Dirigióse a la ventana.

El hombre que había visto subido en el poste había vuelto a bajar y se paseaba inquieto por la calle. Cosa extraña, en lugar de observar si venía alguien bien por la entrada de los Campos Elíseos, bien por el arrabal de Saint‑Honoré, parecía que solamente se ocupaba de lo que pasaba en casa del conde. Montecristo llevó la mano a la frente y una sonrisa se escapó de sus labios entreabiertos, y acercán­dose a Alí le dijo:

‑Quédate aquí, oculto en la oscuridad, y oigas lo que oigas no salgas, si no lo llamo por lo nombre.

Alí hizo con la cabeza señal de que había comprendido y que obe­decería.

Montecristo sacó entonces de un armario una vela encendida, y en el momento en que el ladrón estaba más atareado con la cerradura, abrió la puerta sin hacer ruido, cuidando de que la luz que tenía en la mano diese toda de lleno en la cara del ladrón. La puerta se había abierto tan sigilosamente, que éste no se dio cuenta, y con admiración suya vio iluminarse de pronto el cuarto. Volvióse de repente.

‑Buenas noches, querido señor Caderousse ‑dijo Montecristo‑, ¿qué venís a buscar aquí a esta hora?

‑¡El abate Busoni... ! ‑gritó Caderousse.

Y no sabiendo cómo aquella extraña aparición se había efectuado, pues él había cerrado las puertas, dejó caer de la mano las ganzúas y permaneció inmóvil, como herido por un rayo.

El conde se colocó entre Caderousse y la ventana, cortando de este modo al ladrón aterrado su única retirada.

‑¡El abate Busoni! ‑exclamó de nuevo Caderousse clavando en el conde sus espantados ojos.

‑¡Y bien! Sin duda: el abate Busoni ‑respondió Montecristo‑, el mismo en persona, y tengo un placer en que me hayáis reconocido,

mi querido señor Caderousse; eso prueba que tenéis buena memoria, porque si no me equivoco, hace diez años que no nos vemos.

Aquella calma, aquel poder, aquella fuerza hirieron el ánimo de Caderousse de un terror espantoso.

‑¡El abate! ¡El abate! ‑murmuró, con los dedos crispados y dando diente con diente.

‑¿Queremos, pues, robar al conde de Montecristo? ‑continuó el fingido abate.

‑Señor abate ‑decía Caderousse, procurando acercarse a la ven­tana que le interceptaba el conde‑, os ruego que creáis..., os juro...

‑Un cristal cortado ‑dijo el conde‑, una linterna sorda, un ma­nojo de llaves falsas, secreter medio forzado, claro está...

Caderousse se ahogaba, buscaba un sitio donde ocultarse, un agu­jero por donde escapar.

‑Vaya, veo que sois siempre el mismo, señor asesino.

‑Señor abate, puesto que lo sabéis todo, no ignoráis que no fui yo, sino Carconte, así se reconoció por los jueces, y por eso me con­denaron solamente a galeras.

‑Habéis concluido vuestra condena y os hallo en camino para volver a ellas.

‑No, señor abate, hubo uno que me libertó.

‑Ese tal hizo un buen servicio a la sociedad.

‑¡Ah!, yo había prometido...

‑¿Sois un evadido de presidio? ‑interrumpió Montecristo.

‑¡Desdichado de mí! Sí, señor‑‑dijo Caderousse inquieto.

‑Mala broma... Esta os conducirá, si no me engaño, a la plaza de Grève. Tanto peor, tanto peor, diabolo, como dicen en mi país.

‑Señor abate, he cedido a un mal pensamiento.

‑Todos los criminales dicen lo mismo.

‑La necesidad...

‑Dejadme ‑‑dijo desdeñosamente Busoni‑. La necesidad puede conduciros a pedir limosna, a robar un pan a un panadero. Pero no a venir a forzar un secreter en una casa que se cree deshabitada y cuando el joyero Joannés acababa de contaros cuarenta y cinco mil francos por el diamante que os di y le asesinasteis para quedaros con el diamante y el dinero. ¿Era también la necesidad?

‑Perdón, señor abate ‑‑dijo Caderousse‑, ya me habéis salvado la vida una vez; salvádmela otra.

‑Esto me anima.

‑¿Estáis solo, señor abate ‑preguntó Caderousse‑, o tenéis cer­ca a los gendarmes para prenderme?

‑Estoy solo ‑dijo el abate‑, y todavía me compadecería de vos y os dejaría ir, a pesar de las nuevas desgracias que puede producir mi debilidad, si me dijeseis la verdad.

‑¡Ah, señor abate! ‑exclamó Caderousse, juntando las manos y dando un paso hacia el conde‑, puedo llamaros mi salvador.

‑¿Decís que os libertaron de presidio?

‑Sí, a fe de Caderousse, señor abate.

‑¿Y quién fue?

‑Un inglés.

‑¿Cuál era su nombre?

‑Lord Wilmore.

‑Lo conozco y sabré si decís la verdad.

‑Señor abate, la he dicho.

‑¿Este inglés es, pues, vuestro protector?

No, pero lo es de un joven corso, mi compañero en la cadena.

‑¿Cómo se llama ese corso?

‑Benedetto.

‑¿Ese será su nombre de pila?

‑No tenía otro, era un expósito.

‑¿Y ese joven se fugó con vos? ¿Y cómo?

‑Trabajamos en San Mandrier, cerca de Tolón. ¿Conocíais San Mandrier?

‑Sí.

‑Pues bien, mientras estaban durmiendo de las doce a la una...

‑¡Forzados que duermen la siesta, compadecedlos! ‑dijo el abate.

‑¡Cómo! ‑dijo Caderousse‑, no se puede trabajar, no somos perros.

‑Más valen los perros ‑dijo Montecristo.

‑Mientras los otros dormían la siesta nos alejamos un poco, lima­mos nuestras cadenas con una lima que nos dio el inglés, y escapamos nadando.

‑¿Y qué ha sido de Benedetto?

‑No lo sé.

‑Debes saberlo.

‑No, en verdad, no lo sé. Nos separamos en Hyéres.

Y como para dar mayor peso a su afirmación, Caderousse dio un paso hacia el abate, que permaneció inmóvil, siempre tranquilo e interrogador.

‑Mientes ‑dijo Busoni con terrible acento.

‑Señor abate...

‑¡Mientes! Ese hombre es aún lo amigo, y quizá lo sirvas de e'1 como de un cómplice.

‑¡Oh, señor abate... !

_.¿Cómo has vivido desde que saliste de Tolón? Responde.

‑Como he podido.

‑¡Mientes! ‑dijo por tercera vez el abate con acento aún más imperativo.

Caderousse miró al conde aterrado.

‑Has vivido ‑prosiguió éste‑ con el dinero que aquel hombre lo ha dado.

‑Y bien, es verdad. Benedetto ha sido reconocido como el hijo de un gran señor.

‑¿Cómo puede ser hijo de un gran señor?

‑Hijo natural.

‑¿Y quién es ese gran señor?

‑El conde de Montecristo, en cuya casa estamos.

‑¿Benedetto, hijo del conde? ‑respondió Montecristo sorpren­dido a su vez.

‑Es necesario creerlo, puesto que el conde le ha hallado un padre ficticio. Le da cuatro mil francos todos los meses y le deja quinientos mil en su testamento.

‑¡Ah!, ¡ah! ‑dijo el falso abate, que empezaba a comprender‑. ¿Y cómo se llama ahora ese joven?

‑Se llama Cavalcanti.

‑¡Ah! ¿Es el joven que mi amigo el conde de Montecristo recibe a menudo en su casa y va a unirse en matrimonio con la señorita Dan­glars?

‑Exacto.

‑¿Y podéis consentir eso, miserable, vos que le conocéis?

‑¿Y por qué queréis que impida a un camarada el hacer for­tuna? ‑‑dijo Caderousse.

‑Es justo; a mí me toca advertírselo.

‑No hagáis eso, señor abate.

‑¿Por qué?

‑Porque nos haríais perder nuestra suerte.

‑¿Y creéis que para conservársela a unos miserables como vo­sotros me haría cómplice de sus engaños y sus crímenes?

‑Señor abate... ‑dijo Caderousse, aproximándose todavía más.

‑Lo diré todo.

‑¿A quién?

‑Al señor Danglars.

‑¡Trueno de Dios! ‑exclamó Caderousse sacando de debajo del chaleco un cuchillo y dando en medio del pecho del conde‑. ¡Nada dirás, abate!

Con gran admiración de Caderousse, el puñal retrocedió con la punta rota en lugar de penetrar en el pecho del conde; ignoraba que éste llevaba puesta una cota de malla.

Al mismo tiempo el fingido abate agarró con la mano izquierda la del asesino por la muñeca y le torció el brazo con una fuerza tal que sus dedos se abrieron y el puñal cayó al suelo. Caderousse profirió un agudo grito arrancado por el dolor, pero el conde, sin hacer caso, continuó torciendo el brazo del bandido, hasta que se lo dislocó. Cayó primero de rodillas, y después con la cara contra el suelo. El conde puso el pie sobre la cabeza y dijo:

‑No sé lo que me detiene, y por qué no lo salto los sesos.

‑¡Ay! , perdón, perdón ‑gritó Caderousse.

El conde retiró el pie y dijo:

‑¡Levántate!

Caderousse se levantó.

‑¡Vive Dios, y qué puños tenéis, señor abate! ‑dijo Caderousse tocando su lastimado brazo‑, ¡qué puños!

‑¡Silencio! Dios me ha dado la fuerza necesaria para domar a una fiera. He obrado en nombre de Dios. ¡Acuérdate de esto, miserable, y perdonarte en este momento es servir aún los designios de Dios!

‑¡Uf! ‑hizo Caderousse, con el brazo dolorido.

‑Toma esa pluma y papel, y escribe lo que voy a dictarte.

‑No sé escribir, señor abate.

‑Mientes. Toma esa pluma y escribe.

Caderousse, dominado por aquel poder superior, se sentó y es­cribió:

 

«Señor: El hombre que recibís en vuestra casa y a quien destináis por marido de vuestra hija, es un antiguo forxado que se escapó del baño de Tolón. Tenía el número 59 y yo el 58.

Se llama Benedetto, pero ignora él mismo su verdadero nombre, porque nunca ha conocido a sus padres.»

‑Ahora firma ‑continuó el conde.

‑¿Pero es que queréis perderme?

‑¡Majadero! Si quisiera perderte lo llevaría al primer cuerpo de guardia y además es probable que cuando se entregue el billete ya nada tengas que temer. Firma, pues.

Caderousse firmó.

‑El sobre. Al señor barón Danglars, banquero, calle de la Chaus­sée d'Antin.

Caderousse escribió el sobre, y el abate tomó la carta.

‑Está bien ‑dijo‑ Ahora vete.

‑Por dónde.

‑Por donde has venido.

‑¿Queréis que salte por la ventana?

‑Por ella entraste.

‑¿Meditáis alguna cosa contra mí, señor abate?

‑Imbécil, ¿qué quieres que medite?

‑¿Por qué no me abrís la puerta?

‑¿Y para qué despertar al portero?

‑Decidme que no queréis matarme.

‑Quiero lo que Dios quiere.

‑Pero juradme que no me heriréis mientras bajo.

‑Eres infame y cobarde.

‑¿Qué queréis hacer de mí?

‑Eso mismo es lo que yo lo pregunto: Quise hacer de ti un hom­bre honrado y dichoso, y sólo he hecho un asesino.

‑Señor abate ‑dijo Caderousse‑, haced la última prueba.

‑Sea‑dijo el conde‑, sabes que soy hombre de palabra.

‑Sí ‑dijo Caderousse.

‑Si vuelves a lo casa sano y salvo...

‑¿A quién tengo yo que temer, si no es a vos?

‑Si vuelves a lo casa sano y salvo, márchate de París, márchate de Francia, y en cualquier parte adonde fueses, si lo conduces con honradez, lo haré pasar una pensión para que puedas vivir, porque si llegas a lo casa sano y salvo...

‑¡Y bien! ‑preguntó Caderousse estremeciéndose.

‑Creeré que Dios lo ha perdonado y lo perdonaré también.

‑Como soy cristiano ‑balbuceó Caderousse retrocediendo‑, que me hacéis morir de miedo.

‑Anda, vete ‑dijo el conde señalándole la ventana.

Caderousse, no muy tranquilo, a pesar de las promesas del conde, subió a la ventana, y puso el pie en la escala. Detúvose temblando.

‑Ahora baja‑dijo el abate cruzándose de brazos.

Caderousse comprendió que nada había que temer, y bajó. El conde acercó la luz de modo que podía distinguirse desde los Campos Elíseos al hombre que bajaba por la ventana y al que le alumbraba.

‑¡Qué hacéis, señor abate! ¿Y si pasase una patrulla?

‑Apago la vela.

Caderousse continuó bajando, pero hasta que sintió la tierra bajo sus pies no se creyó completamente seguro.

Montecristo volvió a su dormitorio, y echando una rápida mirada al jardín y a la calle, vio primero a Caderousse, que después de haber bajado daba la vuelta por el jardín y plantaba su escala a la extre­midad del muro para salir por distinta parte de la que entró. Entonces observó la presencia de un hombre que parecía esperar a alguien y corrió paralelamente la calle, viniendo a colocarse en el ángulo mismo por el que Caderousse iba a bajar.

Este subió lentamente la escala, y llegado a los últimos tramos asomó la cabeza por encima del muro para cerciorarse de que la calle estaba desierta. No se veía a nadie, ni se percibía el menor ruido.

La una en el reloj de los Inválidos. Caderousse colocóse a horcajadas sobre el muro, pasó la escala al otro lado y se preparó para bajar, o mejor diremos, para dejarse resbalar por las cuerdas laterales de la escala, maniobra que ejecutó con una destreza que demostraba su costumbre en tales ejercicios. Pero una vez lanzado, le era imposible detenerse. En vano vio acercarse a un hombre, cuando estaba a la mitad de la bajada; en vano vio levantar su brazo en el momento en que sus pies tocaban el suelo. Antes de que hubiese podido de­fenderse, aquel brazo le descargó tan fuerte puñalada en la espalda, que abandonó la escala gritando:

‑¡Socorro!

Diole una segunda puñalada en el costado y cayó al suelo gritando:

‑¡Al asesino!

Revolcábase en tierra, y cogiéndole su asesino por los cabellos le asestó un tercer golpe en el pecho. Quiso gritar y su esfuerzo produjo solamente un gemido sordo, saliendo por sus tres heridas un torrente de sangre.

Viendo el asesino que no gritaba, cogióle de nuevo por los cabellos, levantóle la cabeza, tenía los ojos cerrados y la boca torcida. Creyóle muerto, dejó caer la cabeza y desapareció.

Caderousse le sintió alejarse, levantóse inmediatamente, se apoyó sobre el codo y con voz moribunda y haciendo el último esfuerzo, gritó:

‑¡Al asesino! ¡Me muero! ¡Socorredme! ¡Señor abate, socorredme!

La lúgubre voz atravesó las sombras de la noche, llegando hasta el conde. Abrióse la puerta de la escalera secreta, en seguida la pequeña del jardín, y Alí y su amo corrieron trayendo luces al sitio donde se hallaba el herido.

Caderousse continuaba gritando con triste voz:

‑Señor abate, ¡socorredme!, ¡socorredme!

‑¿Qué ocurre? ‑preguntó Montecristo.

‑Socorredme repetía Caderousse‑, me han asesinado.

‑Aquí estamos, ¡valor!

‑¡Ah! ¡No hay remedio! Habéis llegado muy tarde, solamente para verme morir. ¡Qué heridas! ¡Qué de sangre!

Y se desmayó.

Alí y su amo cogieron en brazos al herido, y lo trasladaron a una

habitación. Montecristo hizo seña a Ali de que le desnudase y reco­noció las tres terribles heridas que le habían infligido.


Date: 2015-12-17; view: 484


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