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Capítulo noveno 5 page

‑¡Sí, lo quiero! ‑dijo Alberto, cuya mente empezaba a extra­viarse.

‑¿Sin lo cual nos batiremos? ‑continuó Beauchamp con la misma calma.

‑Sí ‑replicó Alberto levantando la voz.

‑Pues bien ‑dijo Beauchamp‑. Ahí va mi contestación. Yo no

he insertado ese hecho ni lo conozco, pero con vuestra conducta me habéis llamado la atención acerca de él. Subsistirá, pues, hasta que sea desmentido o confirmado por quien corresponda.

‑¡Caballero! ‑dijo Alberto levantándose‑. Tendré el honor de enviar mis padrinos. Discutiréis con ellos el sitio y las armas.

‑Está bien.

‑Y esta tarde, si os parece, o mañana, a más tardar, nos veremos.

‑¡No, no! Estaré en el campo cuando deba estar, y me parece estoy en mi derecho, toda vez que soy el provocado, y me parece, digo, que todavía no ha llegado la hora. Sé que sois buen espadachín, mientras que yo manejo medianamente la espada; de seis blancos, soléis quitar tres, poco más o menos me sucede a mí. Sé que un desafío entre nosotros sería un desafío formal, porque vos sois va­liente, y yo... lo soy también. No quiero, pues, exponerme a mataros o a que me matéis sin fundado motivo. Ahora voy a preguntaros a vos categóricamente: ¿Insistís en conseguir esa retractación hasta el extremo de matarme si no la hago, a pesar de haberos dicho, a pesar de repetiros y aseguraros bajo mi palabra de honor que no conocía el hecho, y a pesar, en fin, de declararos que nadie que no sea un visio­nario como vos, puede reconocer al señor conde de Morcef bajo ese nombre de Fernando?

‑Este es mi empeño.

‑Pues bien, señor mío, consiento en darme de estocadas con vos. Pero quiero tres semanas. Dentro de tres semanas me encontraréis para deciros: «Sí, el hecho es falso, y lo retracto, o bien: «Sí, el he­cho es cierto», y desenvaino la espada, o saco las pistolas de la caja. Lo que vos elijáis.

‑Tres semanas ‑exclamó Alberto‑, pero tres semanas son tres siglos, durante los cuales estaré deshonrado.

‑Si hubieseis seguido siendo mi amigo, os habría dicho: Pacien­cia, amigo mío; pero os habéis hecho mi enemigo, y os digo: ¿Qué me importa?

‑¡Está bien! ¡Dentro de tres semanas! ‑dijo Morcef‑. Pero, expirado ese plazo, no habrá dilación ni subterfugio que pueda dis­pensaros...

‑Caballero Alberto de Morcef ‑repuso Beauchamp levantando-, no puedo arrojaros por la ventana hasta tres semanas, es decir, en veinticuatro días, y hasta esta época no tenéis derecho para insul­tarme. Estamos a 29 de agosto, hasta el 21 de septiembre. Hasta en­tonces, creedme, y es un consejo de caballero el que voy a daros, ex­cusemos los ladridos de dos perros encadenados a larga distancia uno de otro.



Y saludando con gravedad al joven, Beauchamp le volvió la espalda y entró en la imprenta.

Alberto se vengó en un montón de periódicos que dispersó a lati­gazos, después de lo cual se marchó, no sin haberse encaminado antes dos o tres veces hacia la puerta de la imprenta.

Mientras Alberto fustigaba el caballo de su cabriolé, vio al atravesar el bulevar a Morrel, que con la cabeza erguida pasaba por delante de los baños chinescos, viniendo por la puerta de San Martín y encami­nándose hacia la Magdalena.

‑¡Ah! ‑dijo suspirando‑. ¡He ahí un hombre feliz!

Casualmente Alberto no se equivocaba.

Efectivamente Morrel era feliz.

El señor Noirtier le había mandado llamar y tenía tanta ansiedad por saber la razón de ello, que no tomó un carruaje, fiándose más de sus dos piernas que de las cuatro de un caballo de alquiler. Partió, pues, ligero como un rayo, y se dirigió por la calle Meslay al arrabal de Saint‑Honoré.

Caminaba con paso gimnástico, y el pobre Barrois apenas podía seguirle. En algo había de verse que Morrel tenía treinta y un años y Barrois sesenta. El primero estaba ebrio de amor, y el segundo sofo­cado por el gran calor. Estos dos hombres de intereses y de edad tan diversos, semejaban las dos líneas que forman el triángulo, que separa­das de su base se reúnen en el vértice.

El vértice era el señor Noirtier, que envió a buscar a Morrel, reco­mendándole la prontitud, recomendación que, con gran disgusto de Barrois, seguía al pie de la letra.

Al llegar, Morrel no estaba cansado. El amor confiere alas; pero Barrois, que hacía mucho tiempo que no amaba, apenas podía mo­verse.

El viejo servidor hizo entrar a Morrel por la puerta secreta, cerró la del despacho y no tardó mucho en oírse el rumor de un vestido cuyos bordes rozaban el suelo y anunciaba la visita de Valentina. Estaba en­cantadora con el traje de luto.

Noirtier acogió benévolamente al joven, y recibió con agrado las muestras de gratitud que éste le daba, por la maravillosa intervención que había salvado a Valentina y a él de la desesperación. Su mirada se dirigió en seguida a la joven, que sentada a cierta distancia, espe­raba que se la invitase a hablar, y aquella mirada era toda una pre­gunta.

Noirtier la miró también a su vez.

‑¿Digo lo que me habéis encargado? ‑preguntó ella.

‑Sí ‑respondió Noirtier.

‑Señor Morrel ‑añadió entonces Valentina al joven que la mi­raba absorto‑‑, mi abuelo tenía mil cosas que deciros; hace tres días que me las ha confiado, y os ha enviado a buscar hoy para que yo os las repita. Lo haré, ya que me ha escogido como su intérprete, sin cam­biar una sílaba ni separarme en lo más mínimo de sus intencio­nes.

‑¡Ah!, os escucho, espero con impaciencia. Hablad, hablad.

Valentina bajó los ojos, lo que pareció de buen agüero a Morrel, porque ella era débil en los momentos en que se sentía dichosa.

‑Mi padre quiere dejar esta casa ‑dijo‑ Barrois se ha encarga­do de buscar una que nos convenga.

‑Pero, señorita, vos a quien el señor Noirtier quiere y necesita... ‑dijo Morrel.

‑Yo ‑dijo la joven‑ no dejaré a mi abuelo. Estamos ya de acuer­do en esto. Mi habitación será contigua a la suya. O el señor de Ville­fort me dará su consentimiento para vivir junto a mi abuelo, o me lo rehusará. En el primer caso, parto ahora mismo; en el segundo, espe­raré a ser mayor, lo que sólo tardará diez meses, y entonces, libre, independiente, con una buena fortuna, y...

‑¿Y...? ‑preguntó Morrel.

‑Y con la autorización de mi abuelo, os cumpliré la promesa que os he hecho.

Pronunció Valentina estas palabras con una voz tan débil que Mo­rrel no las hubiera comprendido sin el grande interés que en ello tenía.

‑¿He expresado bien vuestras intenciones, mi querido abuelo? ‑añadió Valentina dirigiéndose al señor Noirtier.

‑Sí ‑respondió el anciano.

‑Establecida en casa de mi abuelo, el señor Morrel podrá venir a verme en casa de este bueno y digno protector, y si el lazo que nues­tros corazones ignorantes o caprichosos han empezado a formar, pare­ce suave, y presenta garantías de una dicha futura, ¡ay!, según dicen, los corazones inflamados por los obstáculos se enfrían fácilmente al cesar éstos, entonces el señor Morrel me pedirá a mí misma y yo le atenderé.

‑¡Oh! ‑dijo Morrel, queriendo arrodillarse ante el anciano, como ante un dios, y ante Valentina como ante un ángel‑. ¡Oh! ¡Qué he hecho yo en toda mi vida para merecer tanta ventura!

‑Hasta entonces ‑continuó la joven con su voz pura y severa‑, es necesario respetar las conveniencias, la voluntad de nuestros padres, con tal que no signifique separarnos para siempre. En una palabra, y la repito porque ella lo dice todo: Esperaremos.

‑Y los sacrificios que esta palabra impone ‑dijo Morrel­-, os juro que sabré cumplirlos con resignación y con honor.

‑Así, pues ‑continuó Valentina dirigiendo una dulce mirada, que penetró hasta el corazón de Maximiliano‑, no más impruden­cias, amigo mío, no comprometáis a la que de hoy en adelante se con­sidera destinada a llevar pura y dignamente vuestro nombre.

Morrel puso la mano sobre su corazón.

Noirtier los contemplaba con la mayor ternura. Barrois, que había permanecido en el fondo del gabinete, como persona para quien nada hay oculto, sonreía, enjugando las gotas de sudor que se desprendían de su calva frente.

‑¡Ay, Dios mío!, qué calor tiene este buen Barrois ‑dijo Valen­tina.

‑¡Ah!, es que he corrido mucho, señorita, pero debo hacer justi­cia al señor Morrel, corría más que yo.

Noirtier indicó con los ojos una salvilla en que había una botella de limonada y un vaso. La limonada que faltaba la había tomado poco antes el señor Noirtier.

‑Toma, buen Barrois, toma, porque veo que diriges una mirada codiciosa a la limonada:

‑Es cierto ‑dijo Barrois‑ que me muero de sed, y que bebería de buena gana un vaso de limonada a vuestra salud.

‑Bebe, pues ‑le dijo Valentina‑, y vuelve en seguida.

Barrois se llevó la salvilla, y apenas había llegado al corredor, cuan­do por entre la puerta que dejó medio abierta le vieron echar atrás la cabeza para apurar el vaso que había llenado Valentina.

Despidióse ésta de Morrel en presencia de su abuelo, cuando se oyó resonar en la escalera la campanilla del señor de Villefort. Ello era señal de que llegaba alguna visita, y Valentina miró al reloj.

‑Son las doce ‑dijo‑, hoy es sábado, querido abuelo, es sin duda el médico.

Noirtier hizo una señal afirmativa.

‑Va a venir aquí, es necesario que el señor Morrel se retire. ¿No es verdad, abuelo?

‑Sí ‑respondió éste.

‑Barrois ‑gritó Valentina‑. Barrois, ven.

Oyóse la voz del criado que respondía.

‑Voy, señorita.

‑Barrois va a acompañaros hasta la puerta, y ahora acordaos de una cosa, y es que mi abuelo os encarga no deis ningún paso que Pu­diera comprometer nuestra dicha.

En este momento entró Barrois.

_.¿Quién ha llamado? ‑preguntó Valentina.

‑El doctor d'Avrigny ‑dijo Barrois, que no podía tenerse en

pie.

‑¿Qué os ocurre, Barrois? ‑le preguntó Valentina.

El anciano no respondió, miraba a su amo con ojos desencajados, y con las manos agarrotadas buscaba apoyo para poder sostenerse.

‑Pero va a caer ‑gritó Morrel.

En efecto, el temblor que se había apoderado de Barrois aumenta­ba gradualmente, y sus facciones, alteradas por los movimientos con­vulsivos de los músculos de la cara, anunciaban un ataque nervioso de los más intensos.

Las miradas de Noirtier, al ver así a Barrois, dejaban traslucir todas las emociones capaces de agitar el corazón de un hombre.

Barrois dio algunos pasos para acercarse a su amo.

‑¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Señor! ‑dijo‑, pero qué tengo yo para... padezco mucho..., no veo... Mil puntas aceradas me atra­viesan el cráneo. ¡Oh! ¡No me toquéis, no me toquéis!

Tenía los ojos completamente fuera de las órbitas, la cabeza caída hacia atrás y el cuerpo frío y rígido.

Valentina, espantada, lanzó un grito. Morrel la tomó en sus bra­zos, como queriéndola defender de un peligro desconocido.

‑¡Señor d'Avrigny, señor d'Avrigny! ‑gritó Valentina con voz apagada‑. ¡Venid, socorrednos!

Barrois dio una vuelta sobre sí mismo, retrocedió cuatro o cinco pasos atrás, tropezó y fue a caer a los pies del señor Noirtier, sobre cuya rodilla apoyó una mano gritando:

‑¡Amo mío, mi buen amo!

En aquel instante el señor Villefort, atraído por los gritos, se pre­sentó a la puerta del cuarto.

Morrel abandonó a Valentina, medio desmayada, y se retiró, escon­diéndose en un ángulo de la sala, detrás de una cortina.

Pálido, cual si una venenosa serpiente hubiera aparecido a sus ojos, dejó caer una mirada helada sobre el desgraciado que agonizaba.

Noirtier estaba impaciente y aterrorizado. Su alma volaba al socorro del pobre anciano, su amigo, más que su criado. Se veía en su frente el terrible combate entre la vida y la muerte, sus venas estaban hincha­das y sus músculos contraídos.

Barrois, con la faz fatigada, los ojos sanguinolentos y el cuello caído, yacía en tierra, dando golpes en el suelo con las manos, mientras que sus piernas, tiesas y endurecidas, no podían doblarse. Una ligera espu­ma cubría sus labios y apenas respiraba.

Villefort permaneció un instante espantado, fijos los ojos en este cuadro que se le ofreció a sus ojos al entrar en el cuarto, y sin haber visto a Morrel.

‑¡Doctor, doctor! ‑gritó, dirigiéndose a la puerta‑, ¡venid, ve­nid pronto!

‑¡Señora, señora! ‑gritaba Valentina llamando a su madrastra, y sosteniéndose en la pared de la escalera‑, venid, venid pronto, y traed vuestro frasco de sales.

‑¿Qué ocurre? ‑preguntó con voz metálica la señora de Ville­fort.

‑¡Oh, venid, venid!

‑¿Pero dónde está el médico? ‑gritaba Villefort.

La señora de Villefort bajó lentamente, se oían resonar sus pisadas. En una mano traía un pañuelo con el que enjugaba su frente. En la otra, un frasco de sales inglesas. Su primera mirada al llegar a la puer­ta fue para el señor Noirtier, cuya cara, aparte de la emoción, anun­ciaba una salud perfecta. La segunda fue al moribundo; palideció y sus ojos se apartaron del criado para fijarse en el amo.

‑Pero, en nombre del cielo, señora, ¿dónde está el médico? Entró en vuestro cuarto. Esto es una apoplegía fulminante, y con una san­gría se le salvará.

‑¿Hace mucho rato que ha comido? ‑preguntó la señora de Vi­llefort, eludiendo la cuestión.

‑Señora ‑dijo Valentina‑, aún no se ha desayunado, pero esta mañana ha andado mucho para cumplir ciertas diligencias que le en­cargó mi abuelo, y a su vuelta ha tornado solamente un vaso de limo­nada.

‑¡Ah! ‑dijo la señora de Villefort‑, ¿por qué no lo tomó de vino? La limonada es muy mala.

‑La limonada estaba ahí, en la botella de mi abuelo, el pobre Ba­rrois tenía sed, y ha bebido lo que encontró.

La señora de Villefort se estremeció. Noirtier le dirigió una pro­funda mirada.

‑Señora ‑dijo Villefort‑, os he preguntado dónde está el señor d'Avrigny, responded, en nombre del cielo.

‑Está en el cuarto de Eduardo, que se halla algo indispuesto ‑contestó, no pudiendo eludir por más tiempo su respuesta.

Villefort se encaminó hacia la escalera para ir a buscarle en persona.

‑Esperad ‑dijo su mujer, dando su frasco a Valentina‑, van a sangrarlo sin duda. Me vuelvo a mi cuarto, porque no puedo soportar la vista de la sangre‑y siguió a su marido.

Morrel salió del ángulo sombrío en que se había ocultado; nadie había reparado en él, tanta era la confusión que reinaba en la casa.

‑Marchaos en seguida, Maximiliano ‑le dijo Valentina‑, y espe­rad a que os avise antes de volver. Partid.

Morrel consultó con un gesto al señor Noirtier, que había conser­vado su sangre fría y que le respondió afirmativamente con otro. Apretó contra su corazón la mano de Valentina y salió por el pasadizo secreto, al mismo tiempo que el señor de Villefort y el doctor entra­ban por la puerta del lado opuesto.

Barrois empezaba a volver en sí, la crisis había pasado, y el infeliz quería hincarse de rodillas. El señor d'Avrigny y Villefort le llevaron a un sillón.

‑¿Qué ordenáis, doctor? ‑preguntó Villefort.

‑Que me traigan agua y éter. ¿Tenéis en casa?

‑Sí.

‑Que vayan inmediatamente a buscar aceite de terebinto y un emético.

‑Id‑dijo el señor de Villefort.

‑Y ahora, que todos se retiren.

‑¿Yo también? ‑preguntó tímidamente Valentina.

‑Sí, señorita ‑dijo el doctor‑, vos antes que todos.

Valentina miró con asombro al señor d'Avrigny, abrazó al señor Noirtier y salió. En seguida, el doctor cerró la puerta con un aire sombrío.

‑Mirad, mirad, doctor, vuelve en sí, era un ligero ataque.

El señor d'Avrígny sonrió con tristeza.

‑¿Cómo os sentís, Barrois? ‑preguntó al enfermo.

‑Algo mejor, señor.

‑¿Podréis beber este vaso de agua con éter?

‑Lo intentaré, pero no me toquéis.

‑¿Por qué?

‑Porque me parece que si me tocáis, aun cuando sea con la punta de un dedo, me volverá a dar el accidente.

‑Bebed.

Barrois tomó el vaso, lo llevó a sus labios amoratados y bebió casi la mitad.

‑¿Qué es lo que os duele? ‑preguntó el facultativo.

‑Todo el cuerpo, siento calambres espantosos.

‑¿Tenéis mareos?

‑Sí.

‑¿Os zumban los oídos?

‑Muchísimo.

‑¿Cuándo os ha atacado el mal?

‑Hace un momento.

‑¿Así, de repente?

‑Como el rayo.

‑¿No habéis sentido nada ayer ni anteayer?

‑Nada.

‑¿Ni sueño, ni pesadez?

‑No.

‑¿Qué habéis comido hoy?

‑Nada, únicamente he bebido un vaso de la limonada del amo.

Y Barrois hizo un movimiento con la cabeza para indicar al señor Noirtier, que inmóvil en su sillón no perdía un solo movimiento, una sola palabra, contemplando horrorizado esta terrible escena.

‑¿Dónde está esta limonada? ‑preguntó repentinamente el doc­tor.

‑Abajo, en una botella.

‑¿Pero dónde abajo?

‑En la cocina.

‑¿Queréis que vaya por ella, doctor? ‑preguntó Villefort.

‑No; permaneced aquí, y procurad que el enfermo beba el resto de este vaso de agua.

‑Pero esa limonada. ..

‑Yo mismo iré a buscarla.

El señor d'Avrigny se levantó, abrió la puerta, bajó precipitada­mente la escalerá interior, y por poco echa a rodar a la señora de Vi­llefort, que bajaba también a la cocina. Esta dio un grito, d'Avrigny no hizo caso, y dominado fuertemente por una idea, saltaba los esca­lones de cuatro en cuatro. Entró precipitadamente en la cocina y vio la botella vacía al menos en tres cuartas partes. Se lanzó sobre ella como un águila sobre su presa, volvió a subir y entró en la sala.

La señora de Villefort tomó lentamente el camino de su cuarto.

‑¿Es ésta la botella que estaba aquí? ‑preguntó d'Avrigny.

‑Sí, señor doctor.

‑¿Esta limonada es la que habéis bebido?

‑Así lo creo.

‑¿Qué sabor le habéis encontrado?

‑Un sabor amargo.

El doctor vertió unas cuantas gotas de limonada en la palma de la mano, las aspiró con los labios, y después de enjuagarse con ellas la boca, como se hace cuando se quiere tomar el gusto al vino, arrojó el líquido a la chimenea.

‑Es la misma ‑dijo‑ ¿Y vos también habéis bebido de ella, se­ñor Noirtier?

‑Sí ‑dijo el anciano.

‑¿Y le habéis encontrado el sabor amargo?

‑Sí.

‑¡Ah, doctor! ‑gritó Barrois‑, ¡otra vez el ataque! ¡Dios mío! ¡Señor, tened piedad de mí!

El facultativo se acercó al enfermo.

‑El emético, señor; ved si lo han traído.

Nadie respondía. En la casa reinaba el terror más profundo.

‑Si hubiese un medio para introducirle el aire en los pulmones ‑dijo d'Avrigny, mirando por todas partes‑, quizá podría contener la asfixia. ¡Pero no! ¡Nada, nada!

‑¡Ay, señor!, ¡me dejáis morir sin prestarme auxilio! ‑gritaba Barrois‑. ¡Ay, Dios mío! ¡Me muero! ¡Me muero!

‑Una pluma, una pluma ‑decía el facultativo, y vio una sobre una mesa. Procuró introducirla en la boca del enfermo, que atacado de violentas convulsiones, hacía esfuerzos inútiles para vomitar, pero tenía tan apretados los dientes, que fue imposible hacer pasar la plu­ma. Había caído del sillón al suelo, y se revolcaba en él. El facultauvo le dejó, no pudiendo aliviarle, y se dirigió al señor Noirtier.

‑¿Cómo os sentís? ‑le dijo rápidamente y en voz baja‑, ¿bien?

‑Sí.

‑¿Con el estómago ligero o pesado?

‑Ligero.

‑¿Como cuando tomáis la píldora que os doy los domingos?

‑Sí.

‑¿Ha sido Barrois quien ha probado vuestra limonada?

‑Sí.

‑¿Sois vos el que le ha hecho beber?

‑No.

‑¿Fue el señor de Villefort?

‑No.

‑¿Su esposa?

‑Tampoco.

‑¿Valentina?

‑Sí.

Un suspiro de Barrois llamó la atención de d'Avrigny, el cual dejó a Noirtier y se acercó al enfermo.

‑Barrois, ¿podéis hablar?

Este balbució algunas palabras ininteligibles.

‑Haced un esfuerzo, amigo mío.

Barrois abrió sus ojos, inyectados en sangre.

‑¿Quién preparó la limonada?

‑Yo.

‑¿La habéis traído en seguida a vuestro amo?

‑No.

‑¿Dónde la dejasteis?

‑En la repostería, porque me llamaban.

‑¿Quién la trajo?

‑La señorita Valentina.

D'Avrigny se dio una palmada en la frente.

‑¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ‑dijo a media voz.

‑Doctor, doctor ‑gritó Barrois, que presentía el tercer acceso.

‑Pero ¿no llega el vomitivo? ‑gritó el facultativo.

‑Aquí está ‑dijo Villefort, presentando un vaso.

‑¿Quién lo ha traído?

‑El dependiente del boticario que ha venido conmigo.

‑Bebed.

‑No puedo, doctor, ya es tarde, la garganta se me aprieta, me aho­go. ¡Oh! ¡Mi corazón...!, mi corazón... ¡Qué infierno...! ¿Sufriré de este modo mucho tiempo?

‑No, no, amigo mío. Dentro de poco ya no sufriréis.

‑¡Ah!, os comprendo ‑gritó el desgraciado‑. ¡Dios mío!, ¡te­ned piedad de mí! ‑y profiriendo un agudo grito, cayó de espaldas, como herido por un rayo. D'Avrigny le puso una mano sobre el cora­zón y acercó un espejo a sus labios.

‑¿Y bien? ‑preguntó Villefort.

‑Bajad a la cocina y decid que me traigan al instante el jarabe de violetas.

Villefortfue en seguida.

‑No os asustéis, señor Noirtier ‑dijo d'Avrigny‑, me llevo al enfermo a otro cuarto para sangrarlo. Ciertamente estos ataques son espantosos ‑y tomando a Barrois por debajo de los brazos, le llevó casi arrastrando a la habitación próxima, volviendo inmediatamente por la botella de limonada.

Noirtier cerraba el ojo derecho.

‑¿Queréis que venga Valentina, es verdad? Voy a decírselo al momento.

Villefort subía, y d'Avrigny le encontró en el corredor.

‑¿Y bien? ‑le dijo.

‑Venid ‑respondió el facultativo, y le condujo al cuarto.

‑¿No ha vuelto en sí? ‑preguntó el procurador del rey.

‑Está muerto.

Villefort dio tres pasos atrás, púsose las manos en la cabeza, y ex­clamó con un acento de conmiseración inequívoca, mirando el cadá­ver:

‑¡Muerto! ¡Y tan pronto... !

‑¡Oh!, sí, muy pronto ‑dijo d'Avrigny‑, pero eso no debe ad­miraros. El señor y la señora de Saint‑Merán murieron también de re­pente. ¡Ah! ¡Y se tarda poco en morir en vuestra casa, señor de Vi­llefort!

‑¿Qué? ‑gritó el procurador del rey con un acento de horror y desesperación‑. ¿Volvéis a esa terrible idea?

‑Sí, siempre, siempre la he tenido, y para que os convenzáis de que esta vez no me engaño, escuchad, señor de Villefort.

Este temblaba convulsivamente.

‑Hay un veneno que mata sin dejar rastro ni señal. Lo conozco, y he estudiado sus accidentes, todos los fenómenos que produce, lo he reconocido en el pobre Barrois, como lo reconocí en el señor y la señora de Saint‑Merán. Es fácil de observar. Este veneno da un color azul al papel tornasolado, enrojecido por un ácido, y tiñe de verde el jarabe de violetas. No tenemos papel tornasolado, pero he aquí que me traen el jarabe de violetas que había pedido.

Efectivamente se oíàn pasos en el corredor. El doctor entreabrió la puerta, tomó de manos de la criada un vaso en el que había dos o tres cucharadas de jarabe, y volvió a cerrar.


Date: 2015-12-17; view: 439


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