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Capítulo noveno 4 page

‑¡Pues bien! Una de las últimas veces que le habéis visto, le dijis­teis que yo era un olvidadizo, y que no acababa de tomar una reso­lución respecto a la boda.

‑Es cierto.

‑¡Pues bien! Yo no soy olvidadizo ni me falta resolución, bien lo veis, puesto que vengo a recordaros vuestra promesa.

Danglars no respondió.

‑¿Habéis mudado tan pronto de parecer? ‑añadió Morcef‑. ¿O no habéis provocado esta demanda sino por el placer de humillarme?

Danglars comprendió que si continuaba la conversación en el tono en que la había emprendido, la cosa no sería muy provechosa para él.

‑Señor conde ‑dijo‑, debéis estar sorprendido de mi reserva. Lo comprendo, yo soy el primero en lamentarlo, pero creed que no puedo menos de obrar así, porque circunstancias imperiosas me lo ordenan.

‑Esas son disculpas, mi querido amigo ‑dijo el conde‑,con las que se podría contentar un cualquiera, pero el conde de Morcef no es un cualquiera. Y cuando un hombre como él viene a buscar a otro hombre, le recuerda la palabra dada, y cuando este hombre falta a su palabra, tiene derecho a exigir que le den otra razón más convincente.

Dariglars era cobarde, pero no quería aparentarlo. Afectó picarse del tono que tomaba Morcef y dijo:

‑No me faltan razones de peso.

‑¿Qué vais a decirme?

‑Que tengo una razón que os convencería, pero es difícil de­cirla.

‑Sin embargo, vos conocéis ‑dijo Morcef‑ que yo no puedo contentarme con vuestras razones y lo único que veo más claro en todo esto es que rechazáis mi alianza.

‑No, señor ‑dijo Danglars‑; suspendo mi resolución, que es diferente.

‑¡Pero no creo que supondréis que yo me he de someter a vues­tros caprichos, hasta el punto de esperar tranquila y humildemente que os dé la gana resolveros!

‑Entonces, señor conde, si no podéis esperar, consideremos nues­tros proyectos como nulos.

El conde se mordió los labios hasta saltársele la sangre, y sufría en no poder dar rienda suelta a su furor. No obstante, comprendiendo que en tales circunstancias el ridículo estaría de su parte, ya había empezado a acercarse a la puerta del salón, cuando reflexionando, volvió sobre sus pasos.

Por su frente acababa de cruzar una nube, dejando en lugar del orgullo ofendido, las huellas de una vaga inquietud.

‑Veamos ‑dijo‑, mi querido Danglars, nosotros nos conocemos desde hace muchos años y por consiguiente debemos tener algunas consideraciones uno con otro. Vos me debéis una explicación, y quie­ro saber al menos la causa de esta ruptura entre nosotros. ¿Sería mi hijo el que...?



‑No se trata de una cuestión personal del vizconde, esto es cuanto puedo deciros, caballero ‑respondió Danglars con más ironía cada vez.

‑¿Y de quién es personal entonces? ‑preguntó con voz alterada Morcef, cuya frente se cubría de palidez.

Danglars, que espiaba todos sus movimientos, no dejó de notar estos síntomas y clavó en él una mirada más tranquila y penetrante que las demás.

‑Dadme gracia porque no soy más explícito ‑dijo.

Un temblor nervioso, que sin duda provenía de una cólera conte­nida, agitaba a Morcef.

‑Tengo derecho ‑respondió, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo‑ a exigir que os expliquéis. ¿Tenéis algo contra la señora de Morcef? ¿Es acaso porque mi fortuna no es tan considerable como la vuestra? ¿Es porque mis opiniones son contrarias a las vuestras...?

‑Nada de eso, caballero ‑dijo Danglars‑, ello sería imperdo­nable, porque yo me comprometí sabiendo todo eso. No; no tratéis de indagar, me avergüenzo yo mismo de lo que está ocurriendo. Nada, tomemos el término medio de la dilación, que no es ni un rompi­miento ni un compromiso. No hay tanta prisa, ¡qué demonio! Mi hija tiene diecisiete años, y vuestro hijo veintiuno. Durante el plazo, el tiempo mismo os dirá las razones que me impulsan a obrar así. Las cosas que un día le parecen a uno oscuras, al siguiente están claras co­mo el agua. Hay veces en que las calumnias...

‑¿Calumnias habéis dicho, caballero? ‑exclamó Morcef ponién­dose lívido‑. ¿Me han calumniado a mí?

‑Señor conde, no entremos en explicaciones, os lo suplico.

‑De modo, caballero, que debo aguantar tranquilamente esa ne­gativa...

‑Penosa para mí sobre todo, caballero, sí, más penosa que para vos, porque yo contaba con el honor de vuestra alianza, y un casa­miento desbaratado causa siempre más perjuicio a ella que a él.

‑Está bien, caballero, no hablemos más ‑dijo Morcef.

Y arrojando sus guantes con rabia salió de la habitación.

Danglars recordó que aquélla era la primera vez que retiraba su palabra, sobre todo, habiéndosela dado a Morcef.

Aquella noche hubo una larga conferencia con muchos amigos, y el señor Cavalcanti, que había estado constantemente en el saloncito de las señoras, salió el último de casa del banquero.

Al despertarse al día siguiente, Danglars pidió los periódicos. Al punto se los trajeron. Separó tres o cuatro y tomó El Imparcial.

Este era el periódico del que Beauchamp era el redactor principal.

Rompió rápidamente la cubierta, lo abrió con una precipitación nerviosa, pasó desdeñosamente la vista por el artículo de fondo, y habiendo llegado a las noticias varias, se detuvo con una sonrisa dia­bólica en un párrafo que comenzaba de esta suerte:

«Nos escriben de Janina... »

‑Bien, bien ‑dijo después de haberlo leído‑, aquí tengo un parrafito acerca del coronel Fernando, que según toda probabilidad me ahorrará el tener que dar explicaciones al señor conde de Morcef.

Casi al mismo tiempo que ocurría esta escena, es decir, hacia las diez de la mañana, Alberto de Morcef, vestido de negro, con su frac abrochado hasta el cuello, el paso agitado y grave el semblante, se pre­sentaba en la casa de los Campos Elíseos.

‑El señor conde acaba de salir hace media hora ‑dijo el portero.

‑¿Le ha acompañado Bautista? ‑preguntó Morcef.

‑No, señor vizconde.

‑Llamadle, pues quiero hablarle.

El portero fue a buscar al ayuda de cámara y al instante volvió con él.

‑Amigo mío, os pido perdón por mi indiscreción ‑dijo Alber­to‑, pero he querido preguntaros a vos mismo si era cierto que vues­tro amo había salido.

‑Sí, señor ‑respondió Bautista.

‑¿Para mí también?

‑Yo sé cuánto gusta mi amo de recibiros, y me guardaría muy bien de incluiros en una medida general, pero ha salido.

‑Tienes razón, porque tenía que hablarle de un asunto grave. ¿Crees tú que tardará mucho en volver?

‑No, porque ha dicho que tenga preparado su almuerzo para las diez.

‑Bien, voy a dar una vuelta por los Campos Elíseos y a las diez estaré aquí. Si el señor conde vuelve antes, suplícale que me espere.

‑Podéis estar seguro, descuidad.

Alberto dejó a la puerta del conde el cabriolé de alquiler en que había venido.

Al pasar por delante del Paseo de las Viudas creyó reconocer los caballos del conde esperando a la puerta de tiro de Gosset. Acercóse y después de haber reconocido los caballos, reconoció al cochero.

‑¡Hola! ¿Está en el tiro el señor conde? ‑preguntó Morcef a aquél.

‑Sí, señor ‑respondió el cochero.

En efecto, ya había oído Alberto muchos tiros regulares desde que se iba aproximando a aquel sitio.

Entró. En el jardín se encontraba el mozo.

‑Perdonad ‑dijo‑, pero el señor vizconde tendrá la bondad de esperar un instante.

‑¿Por qué, Felipe? ‑preguntó Alberto, que, a fuerza de parro­quiano de aquel tiro, se admiraba de que no le dejasen entrar.

‑Porque la persona que se ejercita en este momento toma el tiro para él solo y nunca tira delante de nadie.

‑¿Ni siquiera delante de vos, Felipe?

‑Bien veis, caballero, que estoy a la puerta de mi morada.

‑¿Y quién le carga las pistolas?

‑Su criado.

‑¿Un nubio?

‑Un negro.

‑Eso es.

‑¿Conocéis a ese señor?

‑Vengo a buscarle; es amigo mío.

‑¡Oh! , entonces eso es otra cosa, voy a pasarle recado.

Y Felipe, llevado también de su curiosidad, entró en el tiro.

Un segundo después apareció Montecristo junto a la puerta por donde salió Felipe.

‑Perdonad que os haya perseguido hasta aquí, mi querido conde ‑dijo Alberto‑, pero empiezo por deciros que nadie más que yo tiene la culpa. Me presenté en vuestra casa, me dijeron que habíais salido, pero que volveríais a las diez para almorzar. Yo me paseé a mi vez esperando que fuesen las diez, y mientras estaba paseando vi vuestros caballos y vuestro carruaje.

‑Eso me hace creer que almorzaremos juntos.

‑Muchas gracias, no se trata de almorzar ahora. Tal vez almorza­remos más tarde, pero en mala compañía, ¡voto a... !

‑¿Qué diablos me estáis contando?

‑Querido, me bato hoy mismo.

‑¡Vos! ¿Qué me decís?

‑¡Que voy a batirme en duelo!

‑Sí, lo entiendo. ¿Pero por qué? Uno se bate por mil cosas, ya comprenderéis.

‑Por el honor.

‑¡Ah!, eso es más grave de lo que imaginaba.

‑Tan grave que vengo a pediros un favor.

‑¿Cuál?

‑El de que seáis mi padrino.

‑Entonces, eso es todavía más grave. No hablemos más de esto y volvamos a casa. Dame agua, Alí.

El conde se subió las mangas de su camisa, y pasó al vestíbulo que precede a los tiros y donde los tiradores solían lavarse las manos.

‑Entrad, señor vizconde ‑dijo Felipe en voz baja‑. Veréis algo bueno.

Morcef entró. En lugar de hitos, la tabla estaba llena de cartas.

De lejos, Morcef creyó que era un juego completo. Había desde el as hasta el diez.

‑¡Ah!, ¡ah! ‑dijo Alberto‑. ¿A qué jugáis?

‑¡Psch! ‑dijo el conde‑, estaba terminando una jugada.

‑¿Cómo?

‑Sí, como veis no había más que ases y doses, pero mis balas han hechos treses, cincos, sietes, ochos, nueves y dieces.

Alberto se acercó.

En efecto, las balas, con líneas perfectamente exactas y distancias iguales, habían reemplazado los signos ausentes, agujereando el car­t6n en el sitio en que debiera estar pintado.

Al dirigirse a la plancha, Morcef recogió también dos o tres golon­drinas que habían tenido la imprudencia de pasar por delante del conde y que éste mató implacablemente.

‑¡Diablo! ‑exclamó Morcef.

‑¿Qué queréis?, mi querido vizconde ‑dijo Montecristo enju­gándose las manos en una finísima toalla que le trajo Alí‑, en algo he de consumir mis ratos de ocio. Pero vámonos, os espero.

Ambos subieron al carruaje de Montecristo, que los condujo en pocos instantes a la casa número 30.

Montecristo condujo a Morcef a su gabinete, y le mostró un sillón. Ambos se sentaron.

‑Ahora hablemos con toda calma y sosiego ‑dijo el conde.

‑Bien veis que estoy perfectamente tranquilo.

‑¿Con quién vais a batiros?

‑Con Beauchamp.

‑¿Uno de vuestros amigos?

‑Con los amigos es con los que se bate uno siempre.

‑Dadme al menos una razón.

‑Tengo una.

‑¿Qué os ha hecho?

‑En su periódico de ayer hay.. . pero no, leed vos.

Alberto mostró a Montecristo un periódico en que se leían estas palabras:

 

Nos escriben de Janina:

Hemos llegado a conocer un hecho importante ignorado hasta aho­ra, o al menos inédito. Los castillos que defendían la ciudad fueron entregados a los turcos por un oficial francés, en quien el visir Alí­Tebelín había depositado toda su confianxa. Este oficial se llamaba Fernando.

 

‑Y bien ‑preguntó Montecristo‑, ¿qué es lo que os sorprende en ese párrafo?

‑¿Qué es lo que me sorprende?

‑Sí. ¿Qué os importa que los castillos de Janina hayan sido entre­gados por un oficial llamado Fernando?

‑Me importa, puesto que mi padre, el conde de Morcef, se llama Fernando.

‑¿Y vuestro padre servía a Alí‑Bajá?

‑Es decir, combatía por la independencia de los griegos. Esa es precisamente la calumnia.

‑¡Ah, vizconde, hablemos razonablemente!

‑No es otro mi deseo.

‑Decidme: ¿Quién diablos sabe en Francia que el oficial Fernan­do es el mismo conde de Morcef, y quién se ocupa ahora de Janina, que fue tomada en 1822 o en 1823, según creo?

‑Ahí está precisamente la perfidia. Han dejado pasar tiempo para salir ahora con un escándalo que pudiera empañar una elevada posi­ción. Pues bien, yo, heredero del nombre de mi padre, no quiero que sobre él haya ni aun la sombra de una duda. Voy a mandar a Beau­champ, cuyo periódico ha publicado esta nota, dos testigos, y la re­tractará.

‑Beauchamp no la retractará.

‑Entonces nos batiremos.

‑No, no os batiréis, porque os responderá que tal vez había en el ejército griego cincuenta oficiales que se llamasen Fernando.

‑A pesar de esa respuesta, nos batiremos. ¡Oh, quiero que esto desaparezca! Mi padre, un soldado tan noble..., una carrera tan ilus­tre...

‑O bien pondrá: «estamos seguros de que este Fernando nada tiene que ver con el conde de Morcef, cuyo nombre de pila es tam­bién Fernando».

‑Quiero que se retracte de una manera más completa. No me con­tentaré con eso.

‑¿Y vais a enviarle vuestros padrinos?

‑Sí.

‑Haréis mal.

‑Lo cual quiere decir que me negáis el favor que venía a pediros.

‑¡Ah!, ya sabéis mi teoría respecto al duelo; creo habéroslo dicho en Roma, ¿no os acordáis?

‑Esta mañana, hace un momento, os encontré en una ocupación que está poco en consonancia con esa teoría.

‑Porque, amigo mío, vos comprenderéis que algunas veces es menester salir de sus casillas. Cuando se vive con locos, es preciso también aprender a ser insensato. De un momento a otro, algún cala­vera, aunque no tenga más motivo para buscar camorra que el que tenéis vos para buscársela a Beauchamp, puede venirme con cualquier necedad, enviarme sus testigos o insultarme en público. Pues bien, ten­go que matar a ese calavera.

‑¡Ah! Luego, ¿también vos os batiríais?

‑Naturalmente.

‑¡Pues bien! Entonces, ¿por qué queréis que yo no me bata?

‑No digo que no os batáis, sino que un duelo es cosa muy grave y de reflexionar.

‑¿Y él ha reflexionado para insultar a mi padre?

‑Si no ha reflexionado, y os lo confiesa, no debéis atentar con­tra él.

‑¡Oh!, mi querido conde, sois demasiado indulgente.

‑Y vos, demasiado riguroso. Veamos, yo supongo..., escuchad con atención. Yo supongo..., ¡no os vayáis a enojar por lo que voy a de­ciros!

‑Escucho.

‑Supongo que el hecho sea cierto...

‑Un hijo no debe nunca admitir semejantes suposiciones sobre el honor de su padre.

‑¡Oh, Dios mío! ¡Estamos en una época en que se admiten tan­tas cosas!

‑Ese es precisamente el defecto de la época.

‑¿Y pretendéis reformarla?

‑Sí; por lo que a mí respecta.

‑¡Oh! ¡Dios mío!, buen reformista haríais, amigo mío.

‑No lo puedo remediar.

‑Sois inaccesible a los consejos que os dan de buena fe.

‑No cuando proceden de un amigo.

‑¿Creéis que yo lo sea vuestro?

‑Sí.

‑¡Pues bien!, antes de enviar a Beauchamp vuestros padrinos, in­formaos.

‑¿De quién?

‑¡Oh.. . ! De Haydée, por ejemplo.

‑Mezclar en todo esto a una mujer, ¿y qué podrá hacer?

‑Decir que vuestro padre no tiene nada que ver con la derrota o con la muerte del suyo, o deciros la verdad, si por casualidad vuestro padre hubiese tenido la desgracia...

‑Ya os he dicho, mi querido conde, que no podía admitir esa su­posición.

‑Entonces, ¿rehusáis ese medio?

‑Lo rehúso.

‑¿Absolutamente?

‑Absolutamente.

‑Oíd, entonces, mi último consejo.

‑Bien, pero que sea el último.

‑¿No queréis oírlo?

‑Al contrario, os lo pido.

‑No enviéis a Beauchamp vuestros padrinos. ‑¿Cómo?

‑Id vos mismo a buscarle.

‑Eso va contra la costumbre.

‑Ese duelo nada tiene que ver con los comunes, veamos.

‑¿Y por qué debo ir yo mismo?

‑Porque de ese modo el asunto quedará entre vosotros dos.

‑Explicaos.

‑Si Beauchamp está dispuesto a retractarse, preciso es dejarle el mérito de la buena voluntad; no por eso dejará de hacer lo que le pa­rezca. Si por el contrario, entonces será tiempo de revelar el secreto a los dos extraños.

‑No serán dos extraños, serán dos amigos. ‑Los amigos de hoy son enemigos mañana.

‑¡Oh! ¡Cómo... !

‑Dígalo Beauchamp.

‑Así, pues...

‑Así, pues, os recomiendo prudencia.

‑¿Y me aconsejáis que vaya yo mismo a buscar a Beauchamp?

‑Sí.

‑¿Solo?

‑Solo. Cuando se quiere obtener algo del amor propio de un hombre, es preciso salvar a ese amor propio hasta la apariencia del su­frimiento.

‑Me parece que tenéis razón. ‑¡Gracias a Dios!

‑Iré solo.

‑Escuchad. Creo que mejor haríais en no ir ni solo ni acompañado.

‑Pero eso es imposible.

‑Haced lo que os digo, os tendrá más cuenta.

‑Pero en este caso, veamos: si a pesar de todas mis preocupacio­nes, llega a efectuarse el desafío, ¿me serviréis de testigo?

‑Mi querido vizconde ‑dijo Montecristo con una gravedad ex­tremada‑, ya conoceréis que en todo estoy pronto a serviros. Pero lo que me pedís sale ya del círculo de lo que puedo hacer por vos.

‑¿Por qué?

‑Quizás un día lo sabréis. ‑Pero mientras tanto...

‑Dispensadme, es un secreto.

‑Está bien. Elegiré a Franz y Chateau‑Renaud.

‑Perfectamente. ¡Franz y Chateau‑Renaud son muy a propósito para el caso!

‑Pero, en fin, si me bato, ¿me daréis una leccioncita de espada o de pistola?

‑No; eso también es imposible.

‑¡Oh! ¡Qué singular sois! ¿Conque en nada queréis mezclaros?

‑En nada absolutamente.

‑No hablemos entonces más de ello. Adiós, conde.

‑Adiós, vizconde.

Morcef tomó su sombrero y salió.

A la puerta encontró su cabriolé, y conteniendo cuanto pudo su cólera, se hizo conducir a casa de Beauchamp, que estaba en la re­dacción.

Entonces Alberto se hizo conducir allí.

Beauchamp estaba en un salón sombrío y oscuro como suelen ser las redacciones de periódicos.

Anunciáronle a Alberto de Morcef. Dos veces se hizo repetir el anuncio, y mal convencido aún, gritó:

‑Entrad.

Alberto entró. Beauchamp lanzó una exclamación de sorpresa al ver a su amigo atravesar por entre los papeles y pisotear con la torpe­za hija de la poca costumbre que tenía, los periódicos de todos ta­maños que cubrían, no el pavimento, sino la mesa en que estaba es­cribiendo.

‑¡Por aquí, por aquí, mi querido Alberto! ‑dijo, presentando al joven‑. ¿Qué es lo que os trae por acá? ¿Venís a almorzar conmigo? Veamos, buscad una silla. Mirad, allí hay una junto a aquel geranio, que es lo único que recuerda que haya hojas en el mundo además de las de papel.

‑Beauchamp ‑dijo Alberto‑, vengo a hablaros de vuestro pe­riódico.

‑¡Vos, Morcef! ¿Qué deseáis?

‑Deseo una rectificación.

‑¡Una rectificación! ¿Respecto a qué, Alberto? Pero sentaos.

‑Gracias ‑respondió Alberto por segunda vez y con un ligero movimiento de cabeza.

‑Vamos, explicaos.

‑Una rectificación sobre un hecho que ataca el honor de mi fa­milia.

‑¡Vamos! ‑dijo Beauchamp sorprendido‑. ¿Qué hecho? Me pa­rece que no se podrá...

‑Lo que os han escrito de Janina.

‑¿De Janina?

‑Sí, de Janina. No os hagáis el ignorante.

‑¡Palabra de honor que nada sé... ! ¡Bautista, un número de ayer! ‑gritó Beauchamp.

‑Es inútil. Traigo el mío en el bolsillo.

Beauchamp leyó:

«Nos escriben de Janina..., etc.»

‑Ya podéis ver que el hecho es grave ‑dijo Morcef, así que Beauchamp hubo leído.

‑¿Ese oficial es pariente vuestro? ‑preguntó el periodista.

‑Sí ‑dijo Alberto sonrojándose.

‑Pues bien, ¿qué queréis que haga por serviros? ‑dijo Beau­champ con dulzura.

‑Quisiera que retractaseis este hecho, mi querido Beauchamp.

Beauchamp miró a Alberto con una atención que anunciaba segu­ramente mucha bondad.

‑Veamos ‑dijo‑, es cosa de tomarlo despacio, porque una re­tractación es siempre asunto de gravedad. Sentaos. Voy a leer otra vez estas tres o cuatro líneas.

Alberto se sentó y Beauchamp volvió a leer las líneas acriminadas por su amigo, con más cuidado que antes.

‑Ya lo veis ‑dijo Alberto con firmeza y hasta con sequedad‑, en vuestro periódico se ha insultado a un miembro de mi familia, y exijo una retractación.

‑Exigís...

‑Sí, exijo una retractación.

‑Permitidme que os diga, mi querido vizconde, que vuestro len­guaje no es parlamentario.

‑No trato de que lo sea ‑replicó el joven levantándose‑, quiero la retractación de un hecho que habéis anunciado ayer, y la obtendré. Sois bastante amigo ‑prosiguió Alberto, apretando los dientes, vien­do que Beauchamp empezaba a levantar la cabeza con aire desdeño­so‑, sois bastante amigo, y por lo mismo supongo que me conocéis suficientemente para comprender mi tenacidad en semejante caso.

‑Con palabras como las que acabáis de decir, Morcef, conseguiréis hacerme olvidar que soy amigo vuestro, como decís. Pero, veamos, no nos enfademos o dejémoslo para más adelante... ¡Sepamos quién es ese pariente que se llama Fernando!

‑Es mi padre, nada menos ‑dijo Alberto‑, el señor Fernando Mondego, conde de Morcef, un veterano que ha visto veinte campos de batalla y cuyas cicatrices se trata de cubrir con fango impuro.

‑¡De vuestro padre! ‑replicó Beauchamp‑, la cosa ya cambia.

Ahora comprendo vuestra incomodidad, querido Alberto. Volva­mos a leer.

Y leyó otra vez la nota, deteniéndose a cada palabra.

‑Pero ¿en dónde veis ‑preguntó Beauchamp‑ que el Fernando del periódico sea vuestro padre?

‑En ninguna parte. Pero lo verán otros, y por eso quiero que se desmienta el hecho.

Al oír la palabra quiero, Beauchamp levantó la vista para mirar a Morcef, pero bajándola al instante se quedó un momento pensa­tivo.

‑Desmentiréis este hecho, ¿no es verdad? ‑repitió Morcef con una cólera que iba en aumento y que procuraba reprimir.

‑Sí ‑respondió Beauchamp.

‑¡Está bien! ‑dijo Alberto.

‑Pero después que me haya cerciorado de que es falso.

‑¡Cómo!

‑Sí; la cosa merece la pena de que se aclare, y yo la aclararé.

‑Y qué tenéis que aclarar ‑dijo Alberto fuera de sí‑. Si creéis que no es mi padre, decidlo sin rodeos, y si, por el contrario, creéis que es de él de quien se trata, explicadme los motivos que para ello tenéis.

Beauchamp miró a Alberto con esa sonrisa que le era peculiar y que sabía adaptarse a todas las pasiones.

‑Caballero ‑repuso‑, puesto que ya debemos tratarnos así, si habéis venido a exigirme una satisfacción, debíais haberlo hecho des­de el principio, y no haberme hablado de amistad y de otras cosas ociosas como las que tengo la paciencia de oír hace media hora. Se­pamos, ¿es por este terreno por el que debemos marchar en lo suce­sivo?

‑Sí; en el caso de que no retractéis la infame calumnia.

‑Entendámonos y dejemos a un lado las amenazas, señor Alberto Mondego, vizconde de Morcef. No acostumbro sufrirlas de mis ene­migos, y con mucho más motivo de mis amigos. Es decir, que tenéis formal empeño en que desmienta el hecho acerca del general Fer­nando, hecho en que, bajo mi palabra de honor, aseguro no haber tenido parte.


Date: 2015-12-17; view: 433


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