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Capítulo cuarto 2 page

‑Sí ‑dijo Debray‑; pero de Ostia a Roma no hay más de seis a siete leguas.

‑¡Ah!, ¡es cierto! ‑dijo Montecristo‑; pero ¿en qué con­sistiría el mérito si mil ochocientos años después de Lúculo no se hubiera adelantado nada...?

Los dos Cavalcanti estaban estupefactos; pero no pronunciaban una sola palabra.

‑Todo es admirable ‑dijo Chateau‑Renaud‑; sin embargo, lo que más me admira es la prontitud con que sois servido. ¿Es verdad, señor conde, que esta casa la habéis comprado hace cinco días?

‑A fe mía, todo lo más ‑respondió Montecristo.

‑¡Pues bien...!, estoy seguro de que en ocho ha experimentado una transformación completa; porque, si no me engaño, tenía otra entrada, y el patio estaba empedrado y vacío, al paso que hoy está convertido en un magnífico jardín, con árboles que parecen tener cien años a lo menos.

‑¿Qué queréis...?, me gusta el follaje y la sombra ‑dijo Montecristo .

‑En efecto ‑dijo la señora de Villefort‑, antes se entraba por una puerta que daba al camino, y el día en que me libertasteis tan milagrosamente, me hicisteis entrar por ella a la casa.

‑Sí, señora ‑‑dijo Montecristo‑; pero después he preferido una entrada que me permitiese ver el bosque de Bolonia a través de mi reja.

‑En cuatro días ‑dijo Morrel‑, ¡qué prodigio... !

‑En efecto ‑dijo Chateau‑Renaud‑, de una casa vieja hacer una nueva, es milagroso; porque la casa estaba muy vieja y era muy triste. Recuerdo que mi madre me encargó que la viese cuando el señor de Saint‑Merán la puso en venta hará dos o tres años.

‑El señor de Saint‑Merán ‑dijo la señora de Villefort‑; ¿pero esta casa pertenecía al señor de Saint‑Merán antes de haberla com. prado vos?

‑Así parece ‑respondió Montecristo.

‑¡Cómo que así parece...! ¿No sabéis a quién habéis comprado esta casa?

‑No, a fe mía: mi mayordomo es quien se ocupa de todos estos pormenores.

‑Al menos hace diez años que no se habitaba ‑dijo Chateau­-Renaud‑, y era una lástima verla con sus persianas, sus puertas cerradas, y todo el patio lleno de hierba. En verdad que si no hu­biese pertenecido al suegro del procurador del rey, la hubieran podido tomar por una de esas malditas casas donde ha sido cometido algún nefasto crimen.

Villefort, que hasta entonces no había tocado los tres o cuatro vasos llenos de vinos extraordinarios, colocados delante de él, tomó uno maquinalmente y lo apuró de una vez.



Montecristo dejó pasar un instante; después, en medio del si­lencio que había seguido a las palabras de Chateau‑Renaud:

‑Es extraño ‑dijo‑, señor barón; pero la misma idea me asaltó en cuanto entré en está casa, y me pareció tan lúgubre, que jamás la hubiera comprado si mi mayordomo no lo hubiese hecho por mí. Probablemente el pícaro habría recibido algún regalillo.

‑Es probable ‑murmuró Villefort esforzándose en sonreír‑; pero creed que yo no pienso del mismo modo que vos. El señor de Saint‑Merán ha querido que se vendiese esta casa, que formaba parte del dote de mi hija, porque si seguía tres o cuatro años más se hu­biera arruinado...

Esta vez fue Morrel quien palideció.

‑Había una alcoba sobre todo ‑prosiguió Montecristo‑, ¡ah, Dios mío...!, muy sencilla en la apariencia, una alcoba como todas las demás, forrada de damasco encarnado, que me ha parecido, no sé por qué, dramática en extremo.

‑¿Por qué? ‑preguntó Debray‑, ¿por qué decís que era dra­mática?

‑¿Puede uno acaso darse cuenta de las cosas instintivas? ‑‑dijo Montecristo‑; ¿no hay sitios donde parece que se respira tristeza? ¡Por qué!, yo no sé: por una cadena de recuerdos; por un capricho del pensamiento que os transporta a otros tiempos, a otros sitios que aquellos en que nos hallamos; en fin, esta alcoba me recordaba la de la marquesa de Gange o la de Desdémona. Pues bien, mirad; puesto que hemos acabado de comer, es preciso que os la enseñe

a todos: después bajaremos a tomar café al jardín; después del café, al teatro.

Montecristo hizo una señal para interrogar a sus invitados. La señora de Villefort se levantó; Montecristo hizo otro tanto; todos siguieron su ejemplo.

Villefort y la señora Danglars permanecieron un instante como clavados en su asiento; se interrogaban con los ojos y se quedaron fríos, mudos y helados...

‑¿Habéis oído? ‑dijo al fin la señora Danglars.

‑Es preciso ir, no hay medio de evadirnos ‑respondió Villefort, levantándose y ofreciéndole el brazo.

Todos salieron apresuradamente, porque calculaban que la visita no se limitaría a aquella alcoba, y que al mismo tiempo recorrerían el resto de aquella pobre casa, de que Montecristo había hecho un palacio.~Cada cual se lanzó por diferentes habitaciones hasta que se fueron a encontrar en un saloncito, donde Montecristo les aguardaba. Cuando todos estuvieron reunidos, el conde cerró la marcha con una sonrisa que, si hubiesen podido comprenderla, habría espan­tado a los convidados más que la alcoba que iban a visitar.

Empezaron, en efecto, a recorrer las habitaciones amuebladas a la oriental con divanes y almohadones, camas, pipas y armas, y los salones alfombrados, los cuadros más hermosos, cuadros de los an­tiguos pintores; las piezas forradas de telas de la China, de capri­chosos colores, de fantásticos dibujos, de maravillosos tejidos; al fin llegaron a la famosa alcoba.

Nada tenía de particular, a no ser que, aunque declinase el día, no estaba iluminada, y había permanecido intacta, cuando todas las demás habitaciones habían sido adornadas de nuevo.

Estas dos causas eran suficientes para darle un aspecto lúgubre.

‑¡Oh! ‑exclamó la señora Villefort‑, en efecto, esto es es­pantoso.

La señora Danglars procuró articular algunas palabras que nadie oyó.

Hiciéronse muchas observaciones, cuyo resultado fue que, en efec­to, la alcoba forrada de damasco encarnado tenía un aspecto sinies­tro.

‑¡Oh!, mirad ‑‑dijo Montecristo‑, mirad qué bien colocada está esta cama, envuelta en un tono sombrío; y esos dos retratos al pastel, cuyos colores ha apagado la humedad, ¿no parecen decir con sus labios descoloridos que vieron algo horrible?

Villefort palideció; la señora Danglars cayó sobre una silla que estaba colocada junto a la chimenea.

‑¡Oh! ‑dijo la señora de Villefort sonriendo‑, ¿tenéis valor para sentaros sobre esa silla donde tal vez ha sido cometido el cri­men?

La señora Danglars se levantó vivamente.

‑Pues no es esto todo ‑dijo Montecristo.

‑¿Hay más aún? ‑preguntó Debray, a quien la emoción de la señora Danglars no pasó inadvertida.

‑¡Ah!, sí, ¿qué hay? ‑preguntó Danglars‑; porque hasta ahora no veo nada de particular. ¿Y vos, qué pensáis de esto, señor Ca­valcanti?

‑¡Ah! ‑dijo éste‑, nosotros tenemos en Pisa la torre de Ugo­lino, en Ferrara la prisión de Tasso, y en Rímini la alcoba de Fran­cesca y de Paolo.

‑Pero no tenéis esa pequeña escalera ‑dijo Montecristo abrien­do una puerta perfectamente disimulada en la pared‑: miradla, y decidme, ¿qué os parece?

‑¡Siniestra, en verdad! ‑dijo Chateau‑Renaud riendo.

‑El caso es ‑dijo Debray‑, que yo no sé si el vino de Quios produce la melancolía, pero todo lo veo triste en esta casa.

En cuanto a Morrel, desde que se habló de la dote de Valentina, se quedó triste, pensativo, y no pronunció una palabra más.

‑¿No os imagináis ‑dijo Montecristo‑ a un Otelo o a un abate de Ganges cualquiera, descendiendo a pasos lentos, en una noche sombría y tempestuosa, esta escalera con alguna lúgubre carga que trata de sustraer a las miradas de los hombres, ya que no lo pudo hacer a las de Dios?

La señora Danglars casi se desmayó en los brazos de Villefort, que también se vio obligado a apoyarse en la pared.

‑¡Ah! ¡Dios mío!, señora ‑exclamó Debray‑, ¿qué os ocurre? ¡Cuán pálida estáis!

‑Nada más sencillo ‑respondió la señora de Villefort‑; porque el conde nos cuenta historias espantosas con la única intención de hacernos morir de miedo.

‑Sí..., sí ‑dijo Villefort‑; en efecto, conde, asustáis a estas señoras.

‑¿Qué os ocurre? ‑dijo en voz baja Debray a la señora Dan­glars.

‑Nada, nada ‑respondió ésta haciendo un esfuerzo‑‑, tengo ne­cesidad de aire y nada más.

‑¿Queréis bajar al jardín? ‑preguntó Debray ofreciendo su brazo a la señora Danglars y adelantándose hacia la escalera falsa.

‑No ‑dijo‑, no; prefiero estar aquí.

‑En verdad, señora ‑dijo Montecristo‑, ¿es verdadero ese terror?

‑No, señor ‑dijo la señora Danglars‑; pero es que tenéis una .manera de contar las cosas, que da a la ilusión un aspecto de rea­lidad.

‑¡Oh! ¡Dios mío!, sí ‑dijo Montecristo‑‑, y todo eso depende de la imaginación; y si no, ¿por qué no nos habíamos de representar esta habitación como la alcoba de una honrada madre de familia? Esta cama con sus matices de púrpura, como una casa visitada por la diosa Lucina, y esta escalera misteriosa, el camino por donde, des­pacio, y para no turbar el sueño reparador de la paciente, pasa el médico o la nodriza, o el mismo padre, llevando en sus brazos al niño que duerme...

Esta vez la señora Danglars, en lugar de tranquilizarse al oír esta dulce descripción, lanzó un gemido y se desmayó completamente.

‑La señora Danglars está enferma... ‑murmuró Villefort‑, tal vez será preciso transportarla a su carruaje.

‑¡Oh! ¡Dios mío! ‑dijo Montecristo‑, ¡y yo que he olvidado mi pomo!

‑Yo tengo aquí el mío ‑dijo la señora de Villefort.

Y dio a Montecristo un pomo de un licor rojo, parecido a aquel cuya bienhechora influencia ejerció sobre Eduardo, administrado por el conde.

‑¡Ah! ‑dijo Montecristo, recibiéndolo de las manos de la se­ñora de Villefort.

‑Sí ‑murmuró ésta‑, lo he probado siguiendo vuestras ins­trucciones.

‑Perfectamente.

Transportaron a la señora Danglars a la alcoba contigua. Montecristo dejó caer sobre sus labios una gota de licor rojo, que la hizo volver en sí.

‑¡Oh! ‑dijo‑‑, ¡qué sueño tan horrible!

Villefort le apretó con fuerza el brazo, para hacerle comprender que no había soñado.

Buscaron al señor Danglars, que, poco sensible a las impresiones poéticas, había bajado al jardín, y hablaba con el señor Cavalcanti padre, de un proyecto de ferrocarril de Liorna a Florencia.

Montecristo parecía desesperado; dio el brazo a la señora Dan­glars y la llevó al jardín, donde encontraron al señor Danglars to­tnando el café entre los dos Cavalcanti.

‑En verdad, señora ‑dijo‑, ¿tanto os he asustado?

‑No, señor; pero sabéis que las cosas nos hacen más o menos impresión, según la disposición de ánimo en que nos encontra­mos.

Villefort hizo un esfuerzo para sonreírse.

‑Y entonces, ya comprendéis ‑dijo‑; basta una suposición, una...

‑Sí, sí ‑dijo Montecristo‑, creedme, si queréis, estoy persua­dido de que se ha cometido un crimen en esta casa.

‑Cuidado ‑dijo la señora de Villefort‑, mirad que tenemos aquí al procurador del rey.

‑¡Oh! ‑dijo Montecristo‑, tanto mejor, y me aprovecho de esta circunstancia para hacer mi declaración.

‑¿Vuestra declaración...? ‑dijo.

‑Sí, y en presencia de testigos.

‑Todo eso es muy interesante ‑dijo Debray‑, y si hay crimen, vamos a hacer admirablemente la digestión.

‑Hay crimen ‑dijo Montecristo‑. Venid por aquí, señores; venid, señor de Villefort; venid y os haré la declaración.

Montecristo se cogió del brazo de Villefort, y al mismo tiempo que estrechaba con el suyo el de la señora Danglars, condujo al procu­rador del rey debajo del plátano, donde la sombra era más densa.

Todos los demás convidados les siguieron.

‑Mirad ‑dijo Montecristo‑, aquí, en este mismo sitio ‑y daba con el pie contra la tierra‑, aquí, para rejuvenecer estos árboles muy viejos ya, mandé que levantasen la tierra para que echasen es­tiércol; mis trabajadores, mientras estaban cavando, desenterraron un cofre, o más bien los pedazos de un cofre, que contenía un niño recién nacido; yo creo que esto no es ilusión.

Montecristo sintió crisparse sobre el suyo el brazo de la señora Danglars y estremecerse el de Villefort.

‑Un niño recién nacido ‑repitió Debray‑, ¡diablos!, eso es más serio de lo que yo creía.

‑Ya veis ‑dijo Chateau‑Renaud‑ que no me equivocaba cuan­do decía hace poco que las casas tenían un alma y un rostro como los hombres, y que llevan en su fisonomía un reflejo de sus entrañas. La casa estaba triste porque tenía remordimientos y tenía remordi­mientos porque ocultaba un crimen.

‑¡Oh! ¿Quién puede asegurar que se trate de un crimen? ‑re­puso Villefort haciendo el último esfuerzo.

‑¡Cómo! ¿Un niño enterrado vivo en un jardín, no es un crimen? ‑exclamó Montecristo‑. ¿Cómo llamáis a esa acción, señor pro­curador del rey?

‑Pero ¿quién dice que haya sido enterrado vivo?

‑Si estaba muerto, ¿para qué lo habían de enterrar aquí? Este jardín no ha sido nunca cementerio.

‑¿Qué castigo tienen en este país los infanticidas? ‑preguntó el mayor Cavalcanti.

‑¡Oh!, se les corta la cabeza ‑respondió Danglars.

_‑¡Ah! , se les corta la cabeza ‑repitió Cavalcanti.

‑Ya lo creo..., ¿no es verdad, señor de Villefort? ‑dijo Montecristo.

‑Sí, señor conde ‑respondió éste con un acento que nada tenía de humano.

Comprendiendo Montecristo que ya habían sufrido bastante las dos personas para quienes había preparado esta escena, y no queriendo llevarla más lejos:

‑¡Señores ‑dijo‑, nos hemos olvidado de tomar el café!

Y condujo a sus invitados a una mesa colocada en medio de una alameda.

‑En verdad, señor conde ‑dijo la señora Danglars‑, me aver­güenzo de confesar mi debilidad; pero todas estas espantosas historias me han transtornado mucho; dejadme sentar y descansar un mo­mento, os lo ruego.

Y cayó sobre un asiento.

Montecristo la saludó y se aproximó a la señora de Villefort.

‑Creo que la señora Danglars tiene necesidad otra vez de vues­tro pomo ‑dijo.

Pero antes de que la señora de Villefort se hubiese acercado a su amiga, el procurador del rey había dicho ya , al oído de la señora Danglars.

‑Es necesario que os hable.

‑¿Cuándo?

‑Mañana.

‑¿Dónde?

‑En el tribunal, si queréis, que es el sitio más seguro.

‑No faltaré.

En aquel instante se acercó la señora de Villefort.

‑Gracias, querida amiga ‑dijo la señora Danglars procurando sonreírse‑, no es nada, y me siento mucho mejor.

Iba oscureciendo; la señora de Villefort había manifestado deseos de volver a París, lo cual no se atrevió a hacer la señora Danglars, a pesar del malestar que sufría.

Al oír el deseo de su mujer, el senior de Villefort se apresuró a dar la orden de partida; ofreció un lugar en su carretela a la señora Danglars, a fin de que la cuidase su mujer. En cuanto al señor Danglars, absorto en una conversación industrial de las más interesantes con el señor Cavalcanti, no prestaba ninguna atención a lo que pasaba.

Montecristo, al pedir el pomo a la señora de Villefort, notó que el señor de Villefort se había aproximado a la señora Danglars, y guiado por la situación, adivinó lo que había dicho, aunque Villefort habló tan bajo que apenas la señora Danglars pudo oírlo. Dejó partir a Morrel, a Debray y a Chateau‑Renaud a caballo, y subir a las dos señoras a la carretela de Villefort; por su parte Danglars, cada vez más encantado con Cavalcanti padre, le invitó a que subiese con él en su cupé.

En cuanto al hijo Cavalcanti se acercó a su tílburi que le aguardaba delante de la puerta, y cuyo caballo tenía del bocado un groom levan­tado sobre las puntas de sus pies y que afectaba las maneras inglesas.

Durante lá comida, Andrés no había hablado mucho, porque era un joven inteligente, y había experimentado naturalmente el temor de decir alguna tontería en medio de aquellos invitados ricos y pode­rosos, entre los cuales sus ojos no veían con gusto a un procurador del rey.

Había simpatizado con Danglars, que después de haber lanzado una mirada escudriñadora al padre y al hijo, pensó que el padre sería algún nabab que había venido a París para perfeccionar la educación de su hijo. Había contemplado con indecible complacencia el enorme diamante que brillaba en el dedo pequeño del mayor, porque éste, a fuer de hombre prudente y experimentado, temiendo que sucediese algún accidente a sus billetes de banco,los había convertido en seguida en un objeto de valor.

Después de la comida, bajo pretexto de industria y de viaje, pre­guntó al padre y al hijo acerca de su modo de vivir, y el padre y el hijo, prevenidos de que era en casa de Danglars donde debía serles abierto, al uno su crédito de cuarenta y ocho mil francos, y al otro su crédito anual de cincuenta mil libras, estuvieron muy amables y simpáticos con Danglars.

Había algo que de un modo especial aumentó la consideración, casi diremos la veneración de Danglars, hacia Cavalcanti. Este, fiel al principio de Horacio, nihil admirari, se había contentado, como se ha visto, con dar una prueba de su ciencia, diciendo en qué lago se pescaban las famosas lampreas. Había comido además su parte sin decir una sola palabra. Danglars dedujo de esto que esta especie de suntuosidades eran familiares al ilustre descendiente de los Cavalcan­ti, el cual se alimentaría en Luca de truchas que mandaría traer de Suiza y de langostas que le enviarían de Bretaña por medio de pro­cedimientos semejantes a aquellos de que se había servido el conde para hacer traer lampreas del lago Fusaro, y esturiones del Volga.

Así, pues, fueron acogidas con gran satisfacción las palabras de Cavalcanti:

‑Mañana, caballero, tendré el honor de haceros uña visita y habla­remos de negocios.

‑Y yo, caballero ‑respondió Danglars‑, os agradeceré sumamen­te esa visita.

Después de esto, propuso a Cavalcanti, si esto no le privaba del placer de estar al lado de su hijo, volverle a conducir al Hotel des Princes.

A lo cual Cavalcanti respondió que de algún tiempo a aquella parte su hijo llevaba la vida de joven soltero; que, por consiguiente, tenía sus caballos y su carruaje, y que no habiendo venido juntos, no veía ninguna dificultad en que se fuesen separados. El mayor subió, pues, al carruaje de Danglars, y el banquero se sentó a su lado, cada vez más encantado de las ideas de orden y de economía de aquel hombre, que destinaba sin embargo a su hijo cincuenta mil francos al año. Por lo que a Andrés se refiere, empezó a darse tono, riñendo a su groom, porque en lugar de venirle a buscar al pie de la escalera, le esperaba a la puerta de entrada, lo cual le había causado la molestia de andar treinta pasos más para buscar su tílbury. El groom recibió el sermón con humildad, cogió, para contener el caballo que pateaba de impaciencia, el bocado con la mano izquierda, entregó con la mano derecha las riendas a Andrés, que las tomó y apoyó ligeramente su bota charolada sobre el estribo.

En aquel momento sintió que una mano se apoyaba sobre su hombro.

El joven se volvió, creyendo que Danglars y Montecristo se habían olvidado de decirle alguna cosa, y venían a decírselo en el momento de partir.

Sin embargo, en lugar del uno o del otro, vio un rostro extraño, tostado por el sol, rodeado de una barba espesa, ojos brillantes, y una sonrisa burlona, que movía unos labios gruesos que dejaban ver dos filas de dientes blancos, unidos y salientes como los de un lobo o un chacal.

Un pañuelo de cuadros encarnados cubría aquella cabeza de ca­bellos canos y crespos, un chaquetón grasiento y desgarrado cubría aquel cuerpo delgado y huesoso; en fin, la mano que se apoyó sobre el hombro de Andrés, y que fue lo primero que vio el joven, le pa­reció de una dimensión gigantesca.

Si reconoció el joven esta fisonomía a la luz de las farolas de su tílbury, o se admiró solamente del terrible aspecto de este interlo­cutor, no podemos decirlo; el caso es que se estremeció y retrocedió vivamente.

‑¿Qué queréis? ‑dijo.

‑Disculpad, caballero ‑respondió el hombre llevando la mano a su pañuelo encarnado‑; os incomodo tal vez, pero tengo que ha­blaros.

‑No se pide limosna por la noche ‑dijo el groom haciendo un movimiento para desembarazar a su amo de este importuno.

‑Yo no pido limosna, señorito ‑dijo el hombre desconocido al lacayo, fijándole una mirada tan irónica y una sonrrisa tan espantosa que éste se apartó‑; deseo tan sólo decir dos palabras a vuestro amo, que me encargó de una comisión hace quince días.

‑Veamos ‑dijo Andrés a su vez levantando la voz para que el lacayo no notase su turbación‑; ¿qué queréis? Despachad pronto.

‑Quisiera... quisiera... ‑dijo en voz baja el hombre del pañuelo encarnado‑, que me ahorraseis el trabajo de tener que volver a pie a Paris. Estoy cansado y como no he comido tan bien como tú, apenas puedo tenerme en pie.

El joven se estremeció ante semejante familiaridad.

‑Pero, en fin ‑dijo‑, veamos, ¿qué queréis de mí?

‑¡Y bien!, quiero que me dejes subir en tu lindo carruaje y que me conduzcas a París.

Andrés palideció, pero no respondió.

‑¡Oh!, sí, sí ‑dijo el hombre del pañuelo encarnado metien­do sus manos en los bolsillos y mirando al joven con ojos provoca­dores‑; se me ha ocurrido esta idea, ¿lo has oído, querido Bene­detto?

Al oír este nombre el joven reflexionó sin duda, porque se acercó al groom y le dijo:

‑Este hombre ha sido, en efecto, encargado por mí de una co­misión cuyo resultado me tiene que contar. Id a pie hasta la barrera; allí tomaréis un cabriolé, de este modo no iréis a pie hasta casa.

El lacayo se alejó sorprendido.

‑Dejadme al menos acercarme a la sombra ‑dijo Andrés.

‑¡Oh!, en cuanto a eso, yo voy a conducirte a un sitio bueno ‑repuso el hombre del pañuelo encarnado.

Y cogió por el bocado al caballo, conduciendo el tílbury a un sitio donde, en efecto, nadie podía presenciar el honor que le hacía Andrés.

‑¡Oh!, no vayas a creer que esto lo hago por tener la gloria de

ir en un lindo carruaje, no, lo hago solamente porque estoy agobiado de fatiga, y luego, porque tengo que decirte dos palabras.

‑Veamos; subid ‑dijo el joven.

Lástima que no fuera de día, porque hubiera sido un espectáculo curioso el ver a este pordiosero sentado sobre los almohadones del tílbury junto al joven y elegante conductor del carruaje.

Andrés llevó su caballo al trote largo hasta la última casa del pueblo sin hablar con su compañero, quien, por su parte, se sonreía y guardaba silencio, como encantado de pasearse en un carruaje tan cómodo y elegante.

Una vez fuera de Auteuil, Andrés miró en derredor para asegu­rarse sin duda de que no podían verlos ni oírlos, y entonces, dete­niendo su caballo y cruzando los brazos delante del hombre del pa­ñuelo encarnado:

‑Veamos ‑le dijo‑, ¿por qué venís a turbarme en mi tranqui­lidad?

‑Y tú, muchacho, ¿por qué desconfías de mí?

‑¿Y por qué decís que yo desconfío de vos?

‑¿Por qué...?, ¡diablo!, nos separamos en el puerto de Var, me dices que vas a viajar por el Piamonte y por Toscana, y en vez de hacerlo así, lo vienes a París.

‑¿Y qué tenéis que ver con eso?

‑¿Yo?, nada...; al contrario, confío en que me servirá de mucho.

‑¡Ah!, ¡ah! ‑dijo Andrés‑, ¿es decir, que especuláis o pensáis especular conmigo?

‑¡Bueno! ¡Así me gusta, al grano, al grano!


Date: 2015-12-17; view: 560


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