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Capítulo cuarto 1 page

Los fantasmas

Examinada por fuera y a simple vista la casa de Auteuil, nada tenía de espléndida, nada de lo que se debía esperar de una morada desti­nada al conde de Montecristo; pero esta sencillez dependía de la vo­luntad de su dueño, que había mandado no variasen el exterior; mas apenas se abría la puerta, presentaba qn espectáculo diferente.

El señor Bertuccio estuvo muy acertado en la elección y gusto de los muebles y adornos y en la rapidez de la ejecución; así como en otro tiempo el duque de Antin había hecho que derribasen en una noche una alameda que incomodaba a Luis XIV, el señor Bertuccio había hecho construir en tres días un patio completamente descubier­to, y hermosos álamos y sicómoros daban sombra a la fachada princi­pal de la casa, delante de la cual, en lugar de un enlosado medio oculto entre la hierba, se extendía una alfombra de musgo, que había sido plantado aquella misma mañana, y sobre el cual brillaban aún las gotas de agua con que había sido regado. Por otra parte, las órdenes habían partido del conde, que entregó a Bertuccio un plano indicando el número y lugar en que los árboles debían ser plantados, la forma y el espacio de musgo que debía suce­der al enlosado.

En fin, la casa estaba desconocida. El mayordomo hubiera deseado que se hicieran algunas transformaciones en el jardín, pero el conde se opuso a ello, y prohibió que se tocase siquiera una hoja. Mas Ber­tuccio se desquitó, llenando de flores y adornos las antesalas, las escaleras y chimeneas.

Todo anunciaba la extraordinaria habilidad del mayordomo, la profunda ciencia de su amo, el uno para servir, el otro para hacerse servir: esta casa desierta después de veinte años, tan sombría y tan triste aun dos días antes, impregnada de ese olor desagradable que se puede llamar olor de tiempo, habíase transformado en un solo día. Al entrar en ella el conde, tenía al alcance de su mano sus libros y sus armas; a su vista, sus cuadros preferidos; en las antesalas, los perros, cuyas caricias le eran agradables, los pájaros que le divertían con sus cantos; toda esta casa, en fin, despertada de un largo sueño, vivía, can­taba, parecida a esas casas que hemos amado por mucho tiempo, y en las que dejamos una parte de nuestra alma si por desgracia las aban­donamos.

Los criados iban y venían por el patio, todos contentos y alegres; los unos encargados de las cocinas y caminando por aquellas escaleras y corredores como si hiciese algún tiempo que los habitaban: otros se dirigían a las caballerizas, donde los caballos relinchaban respon­diendo a los palafreneros, que les hablaban con más respeto del que tienen muchos criados para con sus amos.

La biblioteca estaba dispuesta en dos cuerpos, en los dos lados de la pared, y contenía dos mil volúmenes; una sección estaba destinada a las novelas modernas, y la que había acabado de publicarse el día anterior, la tenía ya en su estante encuadernada en tafilete encar­nado y oro.



En otro lugar estaba el invernadero, lleno de plantas raras y flores que se abrigaban en grandes macetas del Japón, y en medio del in­vernadero, maravilla a la vez agradable a la vista y al olfato, un billar que parecía haber sido abandonado dos horas antes por los juga­dores.

Una sola habitación había sido respetada por el signor Bertuccio. Delante de este cuarto, situado en el ángulo izquierdo del piso prin­cipal, al cual podía subirse por la escalera principal y salir por una escalerilla falsa, los criados pasaban con curiosidad, y Bertuccio con terror.

El conde llegó a las cinco en punto, seguido de Alí, delante de la casa de Auteuil. Bertuccio esperaba esta llegada con una impaciencia mezclada de inquietud. Ansiaba alguna alabanza y temía un frun­cimiento de cejas. Montecristo descendió al patio, recorrió toda la casa y dio la vuelta al jardín, silencioso y sin dar la menor señal de aprobación o de disgusto.

Pero al entrar en su alcoba, situada en el lado opuesto a la pieza cerrada, extendió la mano hacia el cajón de una preciosa mesita de madera de rosa.

‑Esto no puede servir más que para guardar guantes ‑dijo.

‑En efecto, excelencia ‑respondió Bertuccio encantado‑, abrid­lo y los hallaréis.

En los otros muebles el conde halló lo que deseaba; frascos de todos los tamaños y con toda clase de aguas de olor, cigarros y jo­yas...

‑¡Bien, bien... ! ‑dijo.

Y el señor Bertuccio se retiró contentísimo de que su amo lo hu­biese quedado de los muebles y de la casa.

A las seis en punto se oyeron las pisadas de un caballo delante de la puerta principal: era nuestro capitán de spahis conducido por Medeah.

Montecristo lo esperaba en la escalera con la sonrisa en los labios.

‑Estoy seguro de que soy el primero ‑le gritó Morrel‑; lo he hecho a propósito para poder estar un momento a solas con vos antes de que llegue nadie. Julia y Manuel me han dado mil recuerdos. ¡Ah!, ¿sabéis que esto es estupendo? Decidme, ¿me cuidarán bien el ca­ballo vuestros criados?

‑Tranquilizaos, mi querido Maximiliano; entienden de eso.

‑Precisa de mucho cuidado. ¡Si supieseis qué paso ha traído!, ¡ni un huracán...!

‑¡Diablo!, ya lo creo, ¡un caballo de cinco mil francos! ‑dijo Montecristo con el mismo tono con que un padre podría hablar a su hijo.

‑¿Lo sentís? ‑dijo Morrel con su franca sonrisa.

‑¡Dios me libre...! ‑respondió el conde‑. No; sentiría que el caballo no fuese bueno.

‑Es tan estupendo, mi querido conde, que el señor de Chateau­Renaud, el hombre más inteligente de Francia, y el señor Debray, que monta los mejores caballos, vienen corriendo en pos de mí en este

momento, y han quedado un poco atrás, como veis; van acompañando a la baronesa, cuyos caballos van a un trote con el que podrían andar seis leguas en una hora...

‑Entonces pronto deberán llegar ‑repuso Montecristo.

‑Mirad, ahí los tenéis.

En efecto, en el mismo instante, un cupé arrastrado por dos so­berbios caballos de tiro, llegó delante de la reja de la casa, que se abrió al punto. El cupé describió un círculo, y paróse delante de la esca­lera, seguido de dos jinetes.

Debray echó pie a tierra en un segundo, y se plantó al lado de la portezuela. Ofreció su mano a la baronesa, que le hizo al bajar un gesto imperceptible para todos, excepto para Montecristo.

Pero el conde no perdía ningún detalle, y al mismo tiempo que el gesto, vio relucir un billetito blanco tan imperceptible como el gesto, y que pasó con un disimulo que indicaba la costumbre de esta maniobra, de las manos de la señora Danglars a las del secretario del ministro.

Detrás de su mujer bajó el banquero, pálido como si hubiese sa­lido del sepulcro en lugar de salir de su carruaje.

La señora Danglars lanzó en derredor de sí una mirada rápida e investigadora que sólo Montecristo pudo comprender y con la que abarcó el patio, el peristilo, la fachada de la casa; pero, conteniendo una emoción que se pintó ligeramente en su semblante, subió la esca­lera diciendo a Morrel:

‑Caballero, si fueseis del número de mis amigos, os preguntaría si vendéis vuestro caballo.

Morrel se sonrió, mirando al conde, como suplicándole que le sacase del apuro en que se hallaba.

Montecristo le comprendió.

‑¡Ah!, señora ‑respondió‑, ¿por qué no se dirige a mí esa pregunta?

‑Con vos, caballero, no se puede desear nada, porque está una segura de obtenerlo todo; por eso era al señor Morrel...

‑Por desgracia ‑repuso el conde‑, yo soy testigo de que el señor Morrel no puede ceder su caballo, pues está comprometido su honor en conservarlo.

‑¿Pues cómo?

‑Ha apostado que domaría a Medeah en el espacio de seis meses. Ahora, baronesa, podréis comprender que si se deshiciese de él antes del término fijado por la apuesta, no solamente la perdería, sino que se diría que tiene miedo; y un capitán de spahis, aun por com­placer al capricho de una hermosa mujer, lo que en mi concepto es una de las cosas más sagradas de este mundo, no puede dejar que cunda semejante rumor.

‑Ya lo veis, señora... ‑dijo Morrel dirigiendo a Montecristo una sonrisa de agradecimiento.

‑Creo ‑dijo Danglars con un tono de zumba mal disimulado por su grosera sonrisa‑ que tenéis bastantes caballos como ése.

La señora Danglars no solía dejar pasar semejantes ataques sin responder a ellos, y, sin embargo, con gran asombro de los jóvenes hizo como que no había oído, y no respondió.

Montecristo se sonrió al ver este silencio que denunciaba una humildad inusitada, mostrando a la baronesa dos inmensos jarrones de porcelana de China, sobre los cuales serpenteaban vegetaciones marinas de un cuerpo y de un trabajo tales, que sólo la naturaleza puede poseer estas riquezas.

La baronesa estaba asombrada.

‑¡Oh!, qué hermoso es eso ‑dijo‑; ¿y cómo se han podido conseguir tales maravillas?

‑¡Ah, señora! ‑dijo Montecristo‑, no me preguntéis eso; es un trabajo de otros tiempos, es una especie de obra de los genios de la tierra y del mar.

‑¿Cómo? ¿Y de qué época data eso?

‑Lo ignoro: he oído decir solamente que un emperador de la China había mandado construir expresamente un horno, donde hizo cocer doce jarros semejantes a éste; dos se rompieron, los otros diez los bajaron al fondo del mar. El mar, que sabía lo que querían de él, arrojó sobre ellos sus plantas, torció sus corales a incrustó sus con­chas; todo quedó olvidado por espacio de doscientos años, porque una revolución acabó con el emperador que quiso hacer esta prue­ba, y no dejó más que el proceso verbal que hacía constar la fabri­cación de los jarrones y el descenso al fondo del mar. Al cabo de dos­cientos años encontraron este proceso verbal y se pensó en sacar los jarrones. Unos buzos, con máquinas a propósito, fueron destinados al efecto y les indicaron el sitio donde habían sido arrojados. Pero de diez que eran no se hallaron más que tres, pues los demás fueron dispersados y destruidos por las olas. Yo aprecio infinitamente estos jarrones, en el fondo de los cuales me figuro a veces que monstruos deformes, horribles, misteriosos y semejantes a los que ven los buzos, han fijado con asombro su mirada apagada y fría, y en los que han dormido los pequeños peces que se refugiaron en ellos para huir del furor de sus enemigos.

Todo este tiempo Danglars, poco amante de curiosidades, arran­caba maquinalmente, y una tras otra, las flores de un magnífico naranjo; así que hubo acabado con él se dirigió a un cactus; pero entonces el cactus, de un carácter menos dócil que el naranjo, le picó encarnizadamente.

Entonces se estremeció y se frotó los ojos como si saliese de un sueño.

‑Caballero ‑le dijo Montecristo sonriendo‑‑, a vos que sois amante de cuadros y que tenéis obras tan valiosas, no os recomiendo los míos. Sin embargo, aquí tenéis dos Hobbema, un Paul Potter, un Mengs, dos Gerardo Dou, un Rafael, un Van‑Dyk, un Zurbarán y dos o tres Murillos dignos de seros presentados.

‑¡Oh! ‑dijo Debray‑, aquí hay un Hobbema que yo conozco.

‑¡Ah! ¿De veras?

‑Sí, fueron a proponerlo al Museo para que lo adquiriese.

‑No tiene ninguno, según creo‑dijo Montecristo.

‑No, y sin embargo no quiso comprar éste.

‑¿Por qué? ‑preguntó Chateau‑Renaud.

‑¿Por qué había de ser...? Porque el gobierno no es bastante rico para efectuar gastos de ese género.. .

‑¡Ah!, perdonad ‑dijo Chateau‑Renaud‑, siempre estoy oyendo decir eso..., y jamás he podido acostumbrarme...

‑Ya os acostumbraréis ‑dijo Debray.

‑No lo creo ‑repuso Chateau‑Renaud.

‑El mayor Bartolomé Cavalcanti... El señor conde Andrés Caval­canti ‑anunció Bautista.

Con una corbata de raso negro acabada de salir de manos del fabricante, unos bigotes canos, una mirada tranquila, un traje de mayor adornado con tres placas y con cinco cruces, en fin, con el atuendo completo de un antiguo soldado, se presentó Bartolomé Ca­valcanti, el tierno padre a quien ya conocemos.

A su lado, luciendo un traje nuevo, se hallaba, con la sonrisa en los labios, el conde Andrés Cavalcanti, el respetuoso hijo que ya co­nocen también nuestros lectores.

Los tres jóvenes hablaban juntos; sus miradas se dirigieron del padre al hijo, y se detuvieron naturalmente más tiempo sobre este último, a quien examinaron detenidamente.

‑¡Cavalcanti! ‑exclamó Debray.

‑Bonito nombre ‑dijo Morrel.

‑Sí ‑dijo Chateau‑Renaud‑, es verdad; estos italianos tienen unos nombres bellos; pero visten tan mal.

‑¡Oh!, sois muy severo, Chateau‑Renaud ‑repuso Debray‑; esos trajes están hechos por uno de los mejores sastres, y están perfecta­mente nuevos.

‑Eso es precisamente lo que me desagrada. Este caballero parece que se viste por primera vez.

‑¿Quiénes son esos señores? ‑preguntó Danglars al conde de Montecristo.

‑Ya lo habéis oído; los Cavalcanti.

‑Eso no me revela más que su nombre.

‑¡Ah!, es verdad, vos no estáis al corriente de nuestras noble­zas de Italia; quien dice Cavalcanti, dice raza de príncipes.

‑¿Buena fortuna? ‑inquirió el banquero.

‑Fabulosa.

‑¿Qué hacen?

‑Procuran comérsela sin poder acabar con ella. Por otra parte, tienen créditos sobre vos, según me han dicho, cuando vinieron a verme anteayer. Yo mismo los invité a que fuesen a veros. Os los presentaré.

‑Creo que hablan el francés con bastante pureza ‑dijo Danglars.

‑El hijo ha sido educado en un colegio del Mediodía, en Mar­sella o en sus alrededores, según creo. Le encontraréis entusias­mado...

‑¿Con qué? ‑inquirió la baronesa.

‑Con las francesas, señora. Quiere absolutamente casarse en París.

‑¡Me gusta la idea! ‑dijo Danglars encogiéndose de hombros.

La señora Danglars miró a su marido con una expresión que, en cualquier otro momento, hubiera presagiado una tempestad; pero se calló por segunda vez.

‑El barón parece hoy muy taciturno ‑dijo Montecristo a la se­ñora Danglars‑; ¿quieren hacerlo ministro tal vez?

‑No, que yo sepa. Creo más bien que habrá jugado a la bolsa, que habrá perdido, y no sabe con quién desfogar su malhumor.

‑¡Los señores de Villefort! ‑gritó Bautista.

Las dos personas anunciadas entraron; el señor de Villefort, a pesar de su dominio sobre sí mismo, estaba visiblemente conmovido. Al tocar su mano Montecristo notó que temblaba.

‑Decididamente sólo las mujeres saben disimular ‑dijo Montecristo mirando a la señora Danglars que dirigía una sonrisa al procu­rador del rey.

Tras los primeros saludos, el conde vio a Bertuccio, ocupado en arreglar los muebles de un saloncito contiguo a aquel en que se en­contraban, y se dirigió a él.

‑Su excelencia no me ha indicado el número de convidados.

‑¡Ah!, es cierto.

‑¿Cuántos cubiertos?

‑Contadlos vos mismo.

‑¿Han venido todos, excelencia?

-Sí.

Bertuccio miró a través de la puerta entreabierta.

Montecristo le observaba atentamente.

‑¡Ah! ¡Dios mío! ‑exclamó Bertuccio.

‑¿Qué ocurre? ‑preguntó el conde.

‑¡Esa mujer...!, ¡esa mujer...!

‑¿Cuál?

‑¡La que lleva un vestido blanco y tantos diamantes...!, ¡la ru­bia... !

‑¿La señora Danglars?

‑Ignoro cómo se llama. ¡Pero es ella... ! ¡Señor, es ella... ! ‑¿Quién es ella...?

‑¡La mujer del jardín...!, ¡la que estaba encinta...l, la que se paseaba esperando... esperando...

Bertuccio quedóse boquiabierto, pálido y con los cabellos eriza­dos.

‑Esperando, ¿a quién?

Bertuccio, sin responder, mostró a Villefort con el dedo, casi con el mismo ademán con que Macbeth mostró a Banco.

‑¡Oh...!, ¡oh...! ‑murmuró al fin‑; ¿no veis...? ‑¿El qué...? ¿A quién...? ‑¡A él... !

‑¡A él...!, ¿al señor procurador del rey, Villefort...? Sin duda alguna le veo.

‑Pero no le maté... ¡Dios mío!

‑¡Diantre... ! , yo creo que os vais a volver loco, señor Bertuc­cio ‑dijo el conde.

‑¡Pero no murió... !

‑No murió puesto que se encuentra delante de vos; en lugar de herirle entre la sexta y la séptima costilla izquierda, como suelen hacer vuestros compatriotas, errasteis el golpe y heriríais un poco más arriba o más abajo; o no será verdad nada de lo que me habéis con­tado; habrá sido un sueño de vuestra imaginación; os habríais que­dado dormido y delirabais en aquel momento. ¡Ea!, recobrad vuestra calma y contad: el señor y la señora de Villefort, dos; el señor y la señora Danglars, cuatro; el señor de Chateau‑Renaud, el señor Debray y el señor Morrel, siete; el señor mayor Bartolomé Cavalcanti, ocho.

‑¡Ocho. .. ! ‑repitió Bertuccio con voz sorda.

‑¡Esperad...!, ¡esperad...!, ¡qué prisa tenéis por marcharos...l, ¡qué diablo...!, olvidáis a uno de mis convidados. Mirad hacia la iz­quierda..., allí..., el señor Andrés Cavalcanti, aquel joven vestido de negro que mira la Virgen de Murillo, que se vuelve.

Pero esta vez, Bertuccio no pudo contenerse y empezó a articular un grito que la mirada de Montecristo apagó en sus labios.

‑¡Benedetto... ! ‑murmuró con voz sorda‑; ¡fatalidad!

‑Las seis y media están dando en este momento, señor Ber­tuccio ‑dijo severamente el conde‑; ésta es la hora en que os di la orden de sentaros a la mesa, y sabéis que no me gusta esperar.

Y el conde entró en el salón donde le esperaban sus convidados, mientras que Bertuccio se dirigía hacia el comedor apoyándose en las paredes.

Cinco minutos más tarde, las dos puertas del salón se abrieron. Bertuccio se presentó en ella, y haciendo como Vatel en Chantilly el último y heroico esfuerzo:

‑El señor conde está servido ‑dijo.

Montecristo ofreció el brazo a la señora de Villefort.

‑Señor de Villefort ‑dijo‑, conducid a la señora Danglars al salón, os lo ruego.

Así lo hizo Villefort, y todos pasaron al salón.

Era evidente que al entrar, un mismo sentimiento animaba a todos los convidados, que se preguntaban qué extraña influencia los había conducido a aquella casa; sin embargo, a pesar de lo asombrados que estaban la mayor parte de ellos, hubieran sentido muy de veras no haber asistido a aquel banquete.

Y a pesar de que lo reciente de las relaciones, la posición excén­trica y aislada del conde, la fortuna desconocida y casi fabulosa obli­gaban a los caballeros a estar circunspectos, y a las damas a no entrar en aquella casa donde no había señoras para recibirlas: hombres y mujeres habían vencido los unos la circunspección, las otras las leyes de la etiqueta, y la curiosidad los impelía a todos hacia un mismo punto.

Asimismo Cavalcanti, padre a hijo, estaban preocupados, el uno con toda su gravedad, y el otro con toda su desenvoltura.

La señora Danglars había hecho un movimiento al ver acercarse a ella al señor de Villefort, ofreciéndole el brazo; sintió turbarse su mirada bajo sus lentes de oro al apoyarse en él la baronesa.

Ninguno de estos movimientos pasó inadvertido al conde, y este simple contacto, entre los invitados, ofrecía un gran interés para el observador de esta escena.

El señor Villefort tenía a su derecha a la señora Danglars, y a Morrel a su izquierda.

El conde se hallaba sentado entre la señora de Villefort y Dan­glars.

Los otros espacios estaban ocupados por Debray sentado entre los Cavalcanti, y por Chateau‑Renaud, entre la señora de Villefort y Morrel.

La comida fue magnífica; Montecristo había procurado comple­tamente destruir la simetría parisiense y satisfacer más la curiosidad que el apetito de sus convidados.

Todas las frutas que las cuatro partes del mundo pueden derramar intactas y sabrosas en el cuerno de la abundancia de Europa estaban amontonadas en pirámides en jarros de la China y en copas del Japón.

Las aves exóticas con la parte más brillante de su plumaje, los pescados monstruosos tendidos sobre fuentes de plata; todos los vinos del Archipiélago y del Asia Menor, encerrados en botellas de formas raras, y cuya vista parecía aumentar su sabor, desfilaron, como una de aquellas revistas que Apicio pasaba con sus invitados, por delante de aquellos parisienses que comprendían que se pudiesen gastar mil luises en una comida de diez personas, si a ejemplo de Cleopatra bebían perlas disueltas, o como Lorenzo de Médicis, oro derretido.

Montecristo vio el asombro general, y empezó a reír y a burlarse en voz alta.

Dijo:

‑Señores, todos vosotros convendréis, sin duda, en que habien­do llegado a cierto grado de fortuna, nada es más necesario que lo superfluo, así como convendrán estas damas en que llegando a cierto grado de exaltación, ya nada hay más positivo que lo ideal. Ahora bien, prosiguiendo este raciocinio, ¿qué es la maravilla?: lo que no comprendemos. ¿Qué es un bien verdaderamente deseado...?, el que no podemos tener. Pues ver cosas que no puedo comprender, pro­curarme cosas imposibles de tener, tal es el estudio de toda mi vida. Voy llegando a él por dos medios: el dinero y la voluntad. Yo me empeño en mi capricho, por ejemplo, con la misma perseverancia que vos ponéis, señor Danglars, en crear una línea de ferrocarril; vos, señor de Villefort, en hacer condenar a un hombre a muerte; vos, señor de Debray, en apaciguar un reino; vos, señor de Chateau‑Re­naud, en agradar a una mujer, y vos, Morrel, en domar un potro que nadie puede montar; así, pues, por ejemplo, mirad estos dos pescados nacidos el uno a cincuenta leguas de San Petersburgo, y el otro a cinco leguas de Nápoles, ¿no resulta en extremo agradable el verlos reunidos aquí?

‑¿Qué clase de pescados son? ‑preguntó Danglars.

‑Aquí tenéis a Chateau‑Renaud, que ha vivido en Rusia; él os dirá el nombre de uno ‑respondió Montecristo‑; y el mayor Ca­valcanti, que es italiano, os dirá el del otro.

‑Este ‑dijo Chateau‑Renaud‑ creo que es un esturión.

‑Perfectamente.

‑Y éste ‑dijo Cavalcanti‑ es, si no me engaño, una lamprea.

‑Exacto. Ahora, señor Danglars, preguntad a esos dos señores dónde se pescan uno y otro.

‑¡Oh! ‑dijo Chateau‑Renaud‑, los esturiones se pescan sola­mente en el Volga.

‑¡Oh! ‑dijo Cavalcanti‑, sólo en el lago Fusaro es donde se pescan lampreas de ese tamaño.

‑¡Imposible! ‑exclamaron a un mismo tiempo todos los invi­tados.

‑¡Pues bien!, eso precisamente es lo que me divierte ‑dijo Montecristo‑. Yo soy como Nerón, cupitor impossibilium; y por eso mismo, esta carne, que tal vez no valga la mitad que la del sal­món, os parecerá ahora deliciosa, porque no podíais procurárosla en vuestra imaginación, y sin embargo la tenéis aquí.

‑¿Pero cómo han podido transportar esos dos pescados a París?

‑¡Oh! ¡Dios mío...!, nada más sencillo; los han traído cada uno en un gran tonel, rodeado uno de matorrales y algas de río, y el otro de plantas de lago; se les puso por tapadera una rejilla, y han vivido así, el esturión doce días y la lamprea ocho, y todos vivían perfecta­mente cuando mi cocinero se apoderó de ellos para aderezarlos como lo veis. ¿No lo creéis, señor Danglars?

‑Mucho lo dudo al menos ‑respondió sonriéndose.

‑Bautista ‑dijo Montecristo‑, haced que traigan el otro estu­rión y la otra lamprea, ya sabéis, los que vinieron en otros toneles y que viven aún.

Danglars se quedó admirado; todos los demás aplaudieron con frenesí.

Cuatro criados presentaron dos toneles rodeados de plantas ma­rinas, en los cuales coleaban dos pescados parecidos a los que se habían servido en la mesa.

‑¿Y por qué habéis traído dos de cada especie...? ‑preguntó Danglars.

‑Porque uno podía morirse ‑respondió sencillamente Montecristo .

‑Sois un hombre maravilloso ‑dijo Danglars‑. Bien dicen los filósofos, no hay nada como tener una buena fortuna.

‑Y sobre todo tener ideas ‑dijo la señora Danglars.

‑¡Oh!, no me hagáis ese honor, señora; los romanos hacían esto con mucha frecuencia, y Plinio cuenta que enviaban de Ostia a Roma, con esclavos que los llevaban sobre sus cabezas, pescados de la especie que ellos llaman mulas, y que según la pintura que hacen de él es probablemente la dorada. También constituía un lujo tenerlos vivos, y un espectáculo muy divertido el verlos morir, porque en la agonía cambiaban tres o cuatro veces de color, y como un arco iris que se evapora, pasaban por todos los colores del prisma, después de lo cual los enviaban a las cocinas. Su agonía tenía también su mérito. Si no los veían vivos, les despreciaban muertos.


Date: 2015-12-17; view: 489


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