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Capítulo cuarto 3 page

‑Pues no lo creáis, señor Caderousse, os lo advierto.

‑¡Oh!, no lo enfades, chiquillo, tú bien debes saber lo que es la desgracia; la desgracia hace a los hombres celosos. Yo lo creía re­corriendo el Piamonte y la Toscana, obligado a servir de facchino o de cicerone para poder comer; lo compadezco en el fondo de mi cora­zón, es decir, ¡te compadecía como lo hubiera hecho con mi hijo! Bien sabes, Benedetto, que yo lo he llamado siempre mi hijo y que lo he tratado como tal, y que...

‑¡Adelante, adelante... !

‑Paciencia, amiguito, que nadie nos persigue.

‑Paciencia tengo; veamos..., acabad.

‑Pues, señor, lo veo, cuando menos lo pensaba, atravesar la ba­rrera de Bonshommes con un groom, con un tílbury, ¡con un traje precioso. .. ! Dime, chico, has descubierto alguna mina o. ..

‑En fin, como decíais, confesáis que estáis celoso...

‑No, estoy satisfecho, tan satisfecho que he querido darte mi enhorabuena, chiquillo; pero, como no estaba tan bien vestido como tú, no he querido comprometerte...

‑¡Vaya manera de tomar precauciones! ‑dijo Andrés‑, ¡os acercáis a mí delante de mi criado!

‑¿Y qué quieres, hijo mío? Me acerco a ti cuando puedo echarte la mano, tienes un caballo muy vivo, un tílbury muy ligero, tú eres naturalmente escurridizo como una anguila; si lo me llegas a escapar esta noche, tal vez no lo hubiera encontrado nunca.

‑Ya veis que no trato de ocultarme...

‑¡Dichoso tú! Yo quisiera decir otro tanto; yo sí, me oculto, sin contar con que temía que no me conocieses; pero, felizmente, me has reconocido ‑añadió Caderousse con una sonrisa maligna‑, ¡eres un buen muchacho!

‑Veamos ‑dijo Andrés‑, ¿qué es lo que necesitáis?

‑¿No me tuteas ya? ¡Haces mal, Benedetto, a un antiguo cama­rada...!, ten cuidado, o harás que me vuelva exigente.

Esta amenaza apaciguó la cólera del joven, que, habiéndose le­vantado un aire violento, puso su caballo al trote.

‑Haces mal, Caderousse ‑dijo‑, en tratar así a un antiguo compañero, como decías hace poco; tú eres marsellés, yo soy...

‑¿Sabes tú lo que eres...?

‑No, pero he sido educado en Córcega; tú eres viejo y terco, yo soy joven y testarudo. Entre personas como nosotros, la amenaza es cosa mala, y no se debe abusar; ¿tengo yo la culpa si la fortuna que sigue siéndote adversa, me favorece a mí ahora?

‑De modo que es buena lo fortuna, ¿eh? ¿Y ése no es tílbury pres­tado, ni tus vestidos son tampoco prestados? Bueno, ¡tanto mejor! ‑dijo Caderousse cuyos ojos brillaron de codicia.



‑¡Oh!, bien lo ves y bien lo sabes, cuando lo acercaste a mí ‑dijo Andrés animándose cada vez más‑. Si yo llevase un pañuelo como el tuyo en mi cabeza, un chaquetón grasiento sobre mis hombros, tam­poco tú me reconocerías a mí.

‑Es decir, que me desprecias, y haces mal; ahora que lo he en­contrado, nada me impide ir bien vestido, puesto que conozco lo buen corazón; si tienes dos vestidos me darás uno; yo lo daba antes mi ración de sopa y de albaricoques cuando tenías mucha hambre.

‑Es cierto =dijo Andrés.

‑¡Qué apetito tenías! ¿Sigues teniéndolo tan bueno?

‑Sí, siempre ‑dijo Andrés riendo.

‑¡Qué bien habrás comido en casa de este príncipe de donde sales!

‑No es un príncipe, es sólo conde.

‑¡Un conde!, pero rico, ¿no?

‑Sí, ¡pero es un hombre muy raro!

‑Nada tengo yo que ver con lo conde, contigo solamente es con quien yo tengo mis proyectos, y después lo dejaré en paz. Pero ‑añadió Caderousse con aquella sonrisa maligna que ya había bri­llado en sus labios‑, pero es menester que me des algo para eso, ya comprendes.

‑Veamos: ¿cuánto lo hace falta?

‑Yo creo que con cien francos al mes...

‑¡Y bien!

‑Viviría.

‑¿Con cien francos?

‑Pero mal, ya me entiendes, pero con...

‑¿Con. . . ?

‑Ciento cincuenta francos, sería muy feliz.

‑Aquí tienes doscientos ‑dijo Andrés.

Y entregó a Caderousse diez luises de oro.

‑Está bien ‑dijo Caderousse.

‑Preséntate en casa del portero todos los días primeros de mes y lo entregarán otro tanto.

‑Bueno: ¡eso es humillarme!

‑¿Cómo?

‑Ya me obligas a tener que andar metido con lo gente; nada, nada, yo no quiero tratar con nadie más que contigo.

‑¡Pues bien!, sea así, pídemelo a mí todos los días primeros del mes; mientras tenga yo mi renta, tú tendrás la tuya:

‑¡Vamos! ¡Vamos!, ya veo que no me había equivocado, eres un buen muchacho, y es una felicidad que la fortuna se muestre propicia con la gente de lo ralea, vaya, cuéntame tus aventuras.

‑¿Para qué quieres saber eso? ‑preguntó Cavalcanti.

‑¡Bueno! ¡Ya vuelves a desconfiar!

‑No; ¡he encontrado a mi padre...!

‑¡Un verdadero padre!

‑¡Diantre!, mientras pague...

‑Tú creerás y honrarás, es justo. ¿Cómo llamas a lo padre?

‑El mayor Cavalcanti.

‑¿Y está contento de ti?

‑Hasta ahora, así parece.

‑¿Y quién lo ha hecho encontrar a ese padre? >

‑El conde de Montecristo.

‑¿Es el conde en cuya casa has estado? ,

‑Sí.

‑Vamos, chico, procura colocarme en su casa, diciéndole que soy un pariente tuyo.

‑Bien, le hablaré de ti; mientras tanto, ¿qué vas a hacer?

‑¡Yo!

‑Sí, tú.

‑¡Qué bueno eres, que lo preocupas por mí!

‑Me parece que, puesto que tú lo interesas por mí ‑repuso Andrés‑, yo debo también tomar algunos informes.

‑Es justo... Voy a alquilar un cuarto en una casa honrada, cu­brirme con un traje decente, afeitarme todos los días, y después iré a leer los periódicos al café. Por la noche entraré en algún teatro y pareceré un panadero retirado, éste es mi sueño.

‑Vamos, no está mal. Si quieres poner en práctica ese proyecto, y obrar con prudencia, todo lo saldrá bien.

‑Y tú qué vas a ser..., ¿par de Francia?

‑¡Oh! ‑dijo Andrés‑, ¿quién sabe?

‑El mayor Cavalcanti lo es tal vez... pero...

‑Déjate de política, Caderousse... Y ahora que tienes lo que quieres y que estamos a punto de llegar, apéate y esfúmate.

‑¡No, no, amigo!

‑¿Cómo que no?

‑Pero reflexiona, muchacho: con un pañuelo encarnado en la cabeza, casi sin zapatos, sin pasaporte y con doscientos francos en el bolsillo, me detendrían sin duda en la barrera. Entonces me vería obligado, para justificarme, a decir que tú me habías dado estos diez napoleones de oro; de aquí resultarían los informes, las pesquisas; averiguarían que me había escapado de Tolón y me llevarían de brigada en brigada a las orillas del Mediterráneo. Volvería a ser el número 106, y ¡adiós mi sueño de querer pasar por un panadero retirado! No, hijo mío, prefiero quedarme y vivir honradamente en la capital.

Andrés frunció el entrecejo; una idea sombría pasó por su mente. Se detuvo un instante, arrojó una mirada a su alrededor, y cuando su mirada acababa de describir el círculo investigador, su mano des­cendió inocentemente hacia su bolsillo, donde empezó a acariciar la culata de una pistola.

Pero mientras tanto Caderousse, que no perdía de vista a su com­pañero, llevaba sus manos detrás de su espalda y sacaba poco a poco un cuchillo que llevaba siempre consigo por lo que pudiera suceder.

Los dos amigos, como se ha visto, eran dignos de comprenderse, y se comprendieron; la mano de Andrés salió inofensiva de su bolsillo y se dirigió a su bigote, que acarició durante cierto rato.

‑¡El bueno de Caderousse! ‑tlijo‑; ¿de modo que ahora vas a ser feliz?

‑Haré todo lo posible ‑respondió el posadero del puente de Gard, introduciendo el cuchillo en su manga.

‑Vamos, vamos, entremos en París. ¿Pero cómo vas a arreglár­telas para pasar la barrera sin despertar sospechas? Yo creo que más lo expones yendo en carruaje que a pie.

‑Espera ‑dijo Caderousse‑, ahora verás.

Cogió el capote que el groom había dejado en su asiento, lo echó sobre sus hombros, se apoderó después del sombrero de Ca­valcanti y se lo puso. Entonces afectó la postura de un lacayo cuyo amo va conduciendo el carruaje.

‑Y yo ‑dijo Andrés‑ me voy a quedar con la cabeza descu­bierta.

‑¡Psch! ‑dijo Caderousse‑; hace tanto aire, que muy bien puede haberte llevado el sombrero.

‑Vamos ‑dijo Andrés‑, y acabemos de una vez.

‑¿Qué es lo que lo detiene? No soy yo, según creo.

‑¡Silencio! ‑dijo Cavalcanti.

Atravesaron la barrera sin incidente alguno.

En la primera travesía, Andrés detuvo su caballo, y Caderousse se bajó del tílbury.

‑¡Y bien! ‑dijo Andrés‑, ¿y el capote de mi lacayo, y mi sombrero?

‑¡Ah! ‑respondió Caderousse‑, tú no querrás que vaya a res­friarme, ¿verdad?

‑¿Pero y yo?

‑Tú eres joven, al paso que yo empiezo ya a envejecer; hasta la vista, Benedetto.

Dicho esto, dirigióse a una callejuela, por donde desapareció.

‑¡Ay! ‑dijo Andrés arrojando un suspiro‑, ¡no puede uno ser completamente feliz en este mundo!

En la plaza de Luis XV, los tres jóvenes se habían separado, es decir, que Morrel tomó por los bulevares; Chateau‑Renaud, por el puente de la Revolución, y Debray siguió a lo largo del muelle.

Morrel y Chateau‑Renaud, según toda probabilidad, se dirigieron cada cual a su casa: pero Debray no imitó su ejemplo.

Así que hubo llegado a la plaza del Louvre, echó hacia la izquier­da, atravesó el Carrousel al trote largo, se metió por la calle de San Roque, desembocó en la de Michodière, y llegó a la puerta de la casa del señor Danglars, justamente en el momento en que la ca­rretela del señor Villefort, después de haberlos dejado a él y a su mujer en el barrio de Saint‑Honoré, se detenía para dejar a la baronesa en su casa.

Debray, conocido ya de la casa, entró primeramente en el patio, entregó la brida a un criado, y volvió a la portezuela para recibir a la señora Danglars, a la cual ofreció el brazo para volver a sus ha­bitaciones. Una vez cerrada la puerta, y la baronesa y Debray en el patio:

‑¿Qué tenéis, Herminia‑, dijo Debray‑, y por qué os indis­pusisteis tanto al oír aquella historia o más bien aquella fábula que contó el conde?

‑Porque esta tarde ya me encontraba muy mal, amigo mío ‑dijo la baronesa.

‑No, no, Herminia ‑dijo Debray‑, no me haréis creer eso. Estabais perfectamente cuando fuisteis a la casa del conde. El señor Danglars era el único que estaba un poco cabizbajo, es verdad, pero yo sé el caso que vos hacéis de su malhumor; ¿os han hecho algo? Contádmelo; bien sabéis que no sufriré nunca que os causen algún pesar.

‑Os engañáis, Luciano, os lo aseguro ‑repuso la señora Dan­glars‑, y no ha habido más que lo que os he dicho; estaba de mal humor, sin saber yo siquiera la causa.

Era evidente que la señora Danglars se hallaba bajo la influencia de una de esas irritaciones nerviosas de las que apenas pueden darse cuenta a sí mismas las mujeres, o que, como había adivinado De­bray, había experimentado alguna conmoción oculta que no quería confesar a nadie; a fuer de hombre acostumbrado a conocer el talante de las mujeres, no insistió más, esperando el momento oportuno, ya sea para una nueva interrogación o para una confesión motu proprio.

La baronesa encontró en la puerta de su cuarto a Cornelia.

Cornelia era la camarera de confianza de la baronesa.

‑¿Qué hace mi hija? ‑preguntó la señora Danglars.

‑Ha estado estudiando toda la tarde ‑respondió Cornelia‑, y luego se ha acostado.

‑Creo que oigo su piano.

‑Es la señorita Luisa de Armilly que está tocando, mientras que la señorita está en la cama.

‑Bien ‑dijo la señora Danglars‑; venid a desnudarme.

Entraron en la alcoba. Debray se recostó sobre un sofá, y la señora Danglars pasó a su gabinete de tocador con Cornelia.

‑Querido Luciano ‑dijo la señora Danglars a través de la puerta

del gabinete‑, ¿os seguís quejando aún de que Eugenia no os dis­pensa el honor de dirigiros la palabra?

‑Señora ‑dijo Luciano jugando con el perrito americano de la baronesa, el cual, reconociéndole por amigo de la casa, le hacía mil caricias‑; no soy yo el único que os da esas quejas, y creo haber oído a Morcef quejarse a vos el otro día de que no podía sacar una palabra siquiera a su futura esposa.

‑Es cierto ‑dijo la señora Danglars‑, pero yo creo que una de estas mañanas cambiará todo eso, y veréis entrar en vuestro ga­binete a Eugenia.

‑¿En mi gabinete?

‑Es decir, en el del ministro.

‑¿Para qué?

‑Para pediros que la contratéis en la ópera; ¡oh!, nunca he visto tal pasión por la música, ¡es ridícula esa afición en una persona de mundo!

Debray se sonrió.

‑Pues bien ‑dijo‑; que vaya con el consentimiento del barón y con el vuestro, y la contrataré, aunque somos muy pobres para pagar un talento tan notable como el suyo.

‑Podéis marcharos, Cornelia, ya no os necesito ‑dijo la señora Danglars.

Cornelia desapareció y un instante después la señora Danglars salió de su gabinete con un negligé encantador y fue a sentarse al lado de Luciano.

Quedóse un momento pensativa, acariciando a su perrito.

Luciano la miró un instante en silencio.

‑Veamos, Herminia ‑dijo al cabo de un rato‑, responded fran­camente, tenéis un pesar, ¿no es así?

‑No, ninguno ‑respondió la baronesa.

Y sin embargo parecía sofocada; levantóse, procuró respirar y fue a mirarse a un espejo.

‑Esta noche estoy terrible‑dijo.

Debray se levantó sonriendo, para desengañar a la baronesa, cuan­do de repente se abrió la puerta. Danglars entró en la habitación y Debray se volvió a sentar. Al ruido que la puerta produjo al abrirse, se volvió la señora Danglars, y miró a su marido con un asombro que no trató de disi­mular.

‑Buenas noches, señora ‑dijo el banquero‑; buenas noches, señor Debray.

Sin duda creyó la baronesa que esta visita imprevista significaba una especie de deseo de reparar las palabras amargas que se le es­caparon al barón durante aquella tarde.

Adoptó un aire de dignidad, y volviéndose hacia Luciano, sin responder a su marido:

‑Leedme algo, señor Debray ‑le dijo.

Debray, a quien esta visita inquietara algún tanto de momento, recobró su calma al observar la de la baronesa, y extendió la mano hada un libro abierto.

‑Perdonad ‑le dijo el banquero‑, pero os vais a fatigar, baro­nesa, velando hasta tan tarde; son las once, y el señor Debray vive bastante lejos.

Debray se quedó estupefacto, no porque el tono con que el ban­quero dijera estas palabras dejase de ser sumamente cortés y tranquilo, sino porque a través de esta cortesía y de esta tranquilidad, percibía un vivo deseo de parte del banquero por contrariar aquella noche la voluntad de su mujer...

La baronesa se quedó tan asombrada, y manifestó su asombro por una mirada tal, que sin duda hubiera dado que pensar a su ma­rido si éste no hubiera tenido los ojos fijos en un periódico.

Así, pues, esta mirada tan terrible fue lanzada al vacío, y quedó completamente sin efecto.

‑Señor Luciano ‑dijo la baronesa‑, debo deciros que me siento sin ganas de dormir esta noche, tengo mil cosas que contaros, y vais a pasarla escuchándome, aunque para ello tuvieseis que dormir en pie.

‑Estoy a vuestras órdenes, señora ‑respondió Luciano con flema.

‑Querido señor Debray ‑dijo el banquero a su vez‑, no os incomodéis en escuchar ahora las locuras de la señora Danglars, por­que tendréis tiempo de escucharlas mañana; pero esta noche la con­sagraré yo, si así me lo permitís, a hablar con mi mujer de graves asuntos.

El golpe iba tan bien dirigido esta vez, y caía tan a plomo, que dejó aturdidos a Debray y a la señora Danglars; ambos se interro­garon con la mirada como para buscar un recurso contra aquella agresión; pero el irresistible poder del dueño de la casa triunfó, y e1 marido ganó la partida.

‑No vayáis a creer que os despido, querido señor Debray ‑pro­siguió Danglars‑; no, no; una circunstancia imprevista me obliga a desear tener esta noche una conversación con la baronesa; esto me sucede muy pocas veces, para que se me guarde rencor.

Debray balbució algunas palabras, saludó y salió.

‑¡Es increíble ‑dijo así que hubo cerrado tras sí la puerta‑,

cuán fácilmente saben dominarnos estos maridos a quienes tan ri­dículos creemos. .. !

No bien hubo partido Luciano, cuando Danglars se acomodó en el sofá, cerró el libro abierto, y tomando una postura altamente aris­tocrática a su modo de ver, siguió jugando con el perrito. Pero como éste no simpatizaba lo mismo con él que con Debray, intentó mor­derle; entonces le cogió por el pescuezo y lo arrojó sobre un sillón al otro lado del cuarto.

El animal lanzó un grito al atravesar el espacio; pero apenas llegó al término de su camino aéreo se ocultó detrás de un cojín, y estupe­facto de aquel trato a que no estaba acostumbrado, se mantuvo silen­doso y sin moverse.

‑¿Sabéis, caballero ‑dijo la baronesa, sin pestañear‑, que hacéis progresos? Generalmente, no sois más que grosero, pero esta noche estáis brutal.

‑Es porque estoy de peor humor que otros días ‑respondió Danglars.

Herminia miró al banquero con desdén. Estas ojeadas exaspera­ban antes al orgulloso Danglars; pero ahora no pareció darse cuenta de ellas.

‑¿Y qué tengo yo que ver con vuestro malhumor? ‑respondió la baronesa, irritada por la impasibilidad de su marido‑; ¿me im­porta algo? Buen provecho os hagan vuestros malos humores, y puesto que tenéis escribientes y empleados a vuestra disposición, desahogaos con ellos.

‑No ‑respondió Danglars‑; desvariáis en vuestros consejos, se­ñora; así, pues, no los seguiré. Mis escribientes son mi Pactolo, como dice, según creo, el señor Demoustier, y yo no quiero alterar su curso ni su calma. Mis empleados son personas honradas, que me labran mi fortuna, y a quienes pago menos de lo que se merecen; no, no, me guardaré bien de encolerizarme con ellos; con los que me encolerizaré es contra las personas que se comen mi dinero, que usan de mis caballos, abusando ya, y que están arruinando mi caja.

‑¿Y quienes son las personas que arruinan vuestra caja? Explicaos con más claridad, caballero.

‑¡Oh!, tranquilizaos, si hablo por enigmas, no tardaré en daros la solución ‑repuso Danglars‑. Las personas que arruinan mi caja son las personas que sacan de ella la suma de setecientos mil francos.

‑No os comprendo, caballero ‑dijo la baronesa tratando de di­simular a la vez la emoción de su voz y el carmín que iba cubriendo sus mejillas.

‑Al contrario, comprendéis perfectamente ‑dijo Danglars‑; pero si vuestra mala voluntad continúa así, os diré que acabo de perder setecientos mil francos.

‑¡Ah!, ¡ah! ‑dijo la baronesa‑, ¿acaso tengo yo la culpa de esa pérdida?

‑¿Por qué no?

‑¿Conque es culpa mía que vos hayáis perdido setecientos mil francos?

‑Pues mía tampoco es.

‑Acabemos de una vez, caballero ‑repuso agriamente la baro­nesa‑, os he dicho que no me habléis de caja; es una lengua que no he aprendido ni en casa de mis padres, ni en casa de mi primer ma­rido.

‑Yo lo creo, sí, ¡diablo! ‑dijo Danglars‑, porque ni los unos ni los otros tenían un centavo.

‑Razón de más para que no haya aprendido esa jerigonza del banco, que me desgarra los oídos desde la mañana hasta la noche; ese dinero que cuentan y vuelven a contar me es odioso, y el sonido de vuestra voz me es aún más desagradable.

‑¡Qué raro es lo que decís! ‑dijo Danglars‑, ¡qué extraño es eso! ¡Y yo que había creído que os tomabais el más vivo interés en mis operaciones!

‑¡Yo! ¿Y quién os ha podido decir semejante tontería?

‑¡Vos misma!

‑¡Yo!

‑Sin duda.

‑Quisiera saber cuándo os he dicho tal cosa.

‑¡Oh!, es muy fácil. En el mes de febrero último vos fuisteis la primera que me hablasteis de los fondos de Haití; soñasteis que un buque entraba en el puerto de Havfe, y traía la noticia de que iba a efectuarse un pago que se creía remitido a las calendas griegas; hice comprar inmediatamente todos los vales que pude encontrar de la deuda de Haití, y gané cuatrocientos mil francos, de los cuales os fueron religiosamente entregados cien mil. Habéis hecho con ellos lo que os dio la gana, eso no me interesa.

»En el mes de marzo, tratábase de una concesión de caminos de hierro. Tres sociedades se presentaban ofreciendo garantías iguales. Me dijisteis que vuestro instinto, y aunque os presumíais enteramente extraña a las especulaciones, yo lo creo por el contrario muy desarro­llado en esta materia; me dijisteis que vuestro instinto os anunciaba que se daría el privilegio a la Sociedad llamada del Mediodía. En se­guida adquirí las dos terceras partes de las acciones de esta Sociedad. Se le concedió, efectivamente, el privilegio, como habíais previsto:

las acciones triplicaron de valor, y gané un millón, del cual os fueron entregados doscientos cincuenta mil francos. ¿En qué habéis emplea­do esta suma? Esto no me interesa.

‑¿Pero adónde queréis ir a parar? ‑exclamó la baronesa estre­meciéndose de despecho y de impaciencia.

‑Paciencia, señora, tened paciencia.

‑Acabad de una vez.

‑En el mes de abril fuisteis a comer a casa del ministro: hablaron de España, y oísteis una conversación secreta: tratábase de la expul­sión de don Carlos; compré fondos españoles, la expulsión tuvo lu­gar, y gané seiscientos mil francos el día en que Carlos V pasó el Bi­dasoa. De estos seiscientos mil francos os fueron entregados cincuen­ta mil escudos, habéis dispuesto de ellos a vuestro capricho, y yo no os pido cuentas de ello, pero no por eso es menos cierto que habéis reci­bido quinientas mil libras este año.

‑¿Y qué?

‑¿Y qué? ¡Pues bien!, hete aquí que de pronto perdéis vuestro tino y todo se lo lleva el demonio.

‑En verdad..., tenéis un modo de explicaros...

‑El modo que necesito para que me entiendan, nada más. Luego hará unos tres días hablasteis de política con el señor Debray, y creísteis oír en sus palabras que don Carlos había entrado en Espa­ña; entonces vendo mi renta, se esparce la noticia, hay sospechas, no vendo, doy; al día siguiente se sabe que la noticia era falsa y esta falsa noticia me ha hecho perder setecientos mil francos.

‑¿Y bien?

‑¡Y bien!, puesto que yo os doy la cuarta parte cuando gano, vos tenéis que dármela cuando pierdo. La cuarta parte de setecientos mil francos son ciento setenta y cinco mil.

‑Pero esto que me decís es una extravagancia, a ignoro en reali­dad por qué mezcláis el nombre de Debray en todo esto.

‑Porque si no tenéis por casualidad esos cientos setenta y cinco mil francos que reclamo, los habréis prestado a vuestros amigos, y el señor Debray es uno de ellos.

‑¡Cómo! ‑exclamó la baronesa.

‑¡Oh!, nada de aspavientos ni de gritos, ni de escenas dramáticas, señora, si no me obligaréis a deciros que el señor Debray se estará regocijando de haber recibido cerca de quinientas mil libras este año, y dirá que al fin ha encontrado lo que no han podido descubrir nunca los más hábiles jugadores, es decir, un modo de jugar en el que no se expone ningún dinero y en el que no se pierde cuando se pierde.

La baronesa no podía contener su indignación.

‑¡Miserable! ‑dijo‑, ¿os atreveríais a decir que no sabíais lo que os atrevéis a echarme en cara hoy?

‑Yo no os digo si lo sabía, o si no lo sabía; sólo os digo: observad mi conducta después de cuatro años que hace que no sois mi mujer y que yo no soy vuestro marido, veréis si ha sido consecuente consi­go misma. Algún tiempo después de nuestra ruptura deseasteis estu­diar la música con ese famoso barítono que se estrenó con tan feliz éxito en el teatro italiano; yo quise estudiar el baile con aquella bai­larina que había adquirido tan buena reputación en Londres. Esto nos ha costado lo mismo, cien mil francos. Yo nada dije, porque en los matrimonios debe reinar una completa tranquilidad; cien mil fran­cos porque el hombre y la mujer conozcan bien a fondo la música y el baile no es muy caro. Pronto os disgustasteis del canto, y os da la ma­nía por estudiar la diplomacia con un secretario del ministro; os dejo estudiar. Ya comprenderéis; ¿qué me importaba mientras que vos pa­gaseis las lecciones de vuestro bolsillo? Pero hoy me he dado cuenta de que lo sacáis del mío, y que vuestro aprendizaje puede costarme setecientos mil francos al mes. Alto ahí, señora; esto no puede seguir así, o el diplomático dará sus lecciones... gratis, y entonces lo tolera­ré, o no volverá a poner los pies en mi casa; ¿habéis oído bien, señora?


Date: 2015-12-17; view: 523


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