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Capítulo sexto 2 page

Mientras tanto, este hombre examinaba con una atención tan minu­ciosa que casi era impertinente, el exterior de la casa, lo que se podía distinguir del jardín y la librea de algunos criados que iban y venían de un lado a otro. La mirada de este hombre era viva, pero astuta.

Sus labios, tan delgados que más bien parecían entrar en su boca que salir de ella, lo prominente de los pómulos, señal infalible de astucia, su frente achatada, todo contribuía a dar un aire casi repug­nante a la fisonomía de este personaje, muy recomendable a los ojos del vulgo por sus magníficos caballos, el enorme diamante que llevaba en su camisa, y la cinta encarnada que se extendía de un ojal a otro de su frac.

El groom llamó a los cristales del cuarto del portero y preguntó:

‑¿Es aquí donde vive el señor conde de Montecristo?

‑Aquí vive su excelencia ‑respondió el portero‑, pero... ‑y consultó a Alí con una mirada.

Ali hizo una seña negativa.

‑¿Pero qué...? ‑preguntó el groom

‑Su excelencia no está visible ‑respondió el portero.

‑Entonces, tomad la tarjeta de mi amo, el señor barón Danglars. La entregaréis al conde de Montecristo, y le diréis que al ir a la Cá­mara, mi amo se ha vuelto para tener el honor de verle.

‑Yo no hablo a su excelencia ‑dijo el portero‑; su ayuda de cámara le pasará el recado.

El groom se volvió al carruaje.

‑¿Qué hay? ‑preguntó Danglars.

El groom, bastante avergonzado de la lección que había recibido, llevó a su amo la respuesta que le había dado el portero.

‑¡Oh!‑dijo Danglars‑. ¿Acaso ese caballero es algún príncipe para que le llamen excelencia y para que sólo su ayuda de cámara pue­da hablarle? No importa, puesto que tiene un crédito contra mí, será menester que yo lo vea cuando quiera dinero.

Y el banquero se recostó en el fondo de su carruaje gritando al co­chero de modo que pudieran oírle del otro lado del camino:

‑A la Cámara de los Diputados.

A través de una celosía de su pabellón, el conde de Montecristo, avisado a tiempo, había visto al barón con la ayuda de unos excelen­tes anteojos, con una atención no menor que la que el señor Dan­glars había puesto en examinar la casa, el jardín y las libreas.

‑Decididamente ‑dijo con un gesto de disgusto, haciendo entrar los tubos de sus anteojos en sus fundas de marfil‑, decididamente es una criatura fea ese hombre, ¡cómo se reconoce en él a primera vista a la serpiente de frente achatada y al buitre de cráneo redondo y prominente!



‑¡Alí! ‑gritó, y dio un golpe sobre el timbre.

Alí acudió inmediatamente.

‑Llamad a Bertuccio.

En este momento entró Bertuccio.

‑¿Preguntaba por mí vuestra excelencia? ‑dijo el mayordomo.

‑Sí ‑dijo el conde‑. ¿Habéis visto los caballos que acaban de pasar por delante de mi puerta?

‑Sí, excelencia, son hermosos.

‑Entonces ‑dijo Montecristo frunciendo las cejas‑, ¿cómo se explica que habiéndoos pedido los dos caballos más hermosos de Pa­rís, resulta que hay en el mismo París otros dos tan hermosos como los míos y no están en mi cuadra?

Al fruncimiento de cejas y a la severa entonación de esta voz, Alí bajó la cabeza y palideció.

‑No es culpa tuya, buen Ali ‑dijo en árabe el conde con una dul­zura que no se hubiera creído poder encontrar ni en su voz ni en su rostro‑‑. Tú no entiendes mucho de caballos ingleses.

Las facciones de Alí recobraron la serenidad.

‑Señor conde ‑dijo Bertuccio‑, los caballos de que me habláis no estaban en venta.

Montecristo se encogió de hombros.

‑Sabed, señor mayordomo ‑dijo‑, que todo está siempre en venta para quien lo paga bien.

‑El señor Danglars pagó dieciséis mil francos por ellos, señor conde.

‑Pues bien, se le ofrecen treinta y dos mil, es banquero, y un ban­quero no desperdicia nunca una ocasión de duplicar su capital.

‑¿Habla en serio el señor conde? ‑preguntó Bertuccio.

Montecristo miró a su mayordomo como asombrado de que se atre­viese a hacerle esta pregunta.

‑Esta tarde ‑dijo‑, tengo que hacer una visita, quiero que esos dos caballos tiren de mi carruaje con arneses nuevos.

Bertuccio se retiró saludando, y al llegar a la puerta, se detuvo:

‑¿A qué hors ‑dijo‑ piensa hacer esa visita su excelencia?

‑Alas cinco ‑dijo Montecristo.

‑Deseo indicar a vuestra excelencia ‑dijo tímidamente el ma­yordomo‑ que son las dos.

‑Lo sé ‑limitóse a responder Montecristo, y volviéndose luego hacia Alí, le dijo: '

‑Haced pasar todos los caballos por delante de la señora ‑aña­dió‑‑, que ells escoja el tiro que más le convenga, y que mande decir si quiere comer conmigo. En tal caso se servirá la comida en su habi­tación; andad, cuando bajéis me enviaréis el ayuda de cámara.

Apenas había desaparecido Alí, entró el ayuda de cámara.

‑Señor Bautista ‑dijo el conde‑, hace un año que estáis a mi servicio, es el tiempo de prueba que yo pongo a mis criados: Me con­venís.

Bautista se inclinó.

‑Ahora hace falta saber si yo os convengo a vos.

‑¡Oh, señor conde! ‑se apresuró a decir Bautista.

‑Escuchadme bien ‑repuso el conde‑. Vos ganáis quinientos francos al año. Es decir, el sueldo de un oficial que todos los días arriesga su vida. Tenéis una mesa como desearían muchos jefes de ofi­cina, infinitamente mucho más atareados que vos. Criados que cui­den de vuestra ropa y de vuestros efectos. Además de vuestros qui­nientos francos de sueldo, me robáis con las compras de mi tocador y otras cosas..., casi otros quinientos francos al año.

‑¡Oh, excelencia!

‑No me quejo de ello, señor Bautista, es muy lógico; sin embargo, deseo que eso se quede así; en ninguna parte encontraríais una colo­cación semejante a la que os ha deparado la suerte. Nunca maltrato a mis criados, no juro, no me encolerizo jamás. Perdono siempre un error, pero nunca un descuido o un olvido. Mis órdenes son general­mente cortas, pero claras y terminantes. Mejor quiero repetirlas dos veces y aun tres, que verlas mal interpretadas. Soy lo suficientemen­te rico para saber todo lo que quiero saber, y soy muy curioso, os lo prevengo. Si supiese que habéis hablado bien o mal de mí, comentado mis acciones, procurado saber mi conducta, saldríais de mi casa al ins­tante. Jamás advierto las cosas más que una vez; ya estáis advertido, adiós.

‑A propósito ‑añadió el conde‑, olvidaba deciros que cada año aparto cierta suma para mis criados. Los que despido pierden este dinero, que redunda en provecho de los que se quedan, que tendrán derecho a ella después de mi muerte. Ya hace un año que estáis en mi casa, vuestra fortuna ha empezado, continuadla.

Estas últimas palabras, pronunciadas delante de Alí, que permane­ció impasible, puesto que no comprendía una palabra de francés, pro­dujeron en Bautista un efecto fácil de comprender para todos los que han estudiado un poco la sicología del criado francés.

‑Procuraré conformarme en todo con los deseos de vuestra ex­celencia ‑dijo‑; por otra parte, tomaré por modelo al señor Alí.

‑¡Oh, no, no ‑dijo el conde con frialdad marmórea‑. Alí tiene muchos defectos mezclados con sus cualidades. No le toméis por mo­delo, porque Alí es una excepción; no tiene sueldo; no es un criado, es mi esclavo, es... mi perro. Si faltase a su deber, no le echaría de casa, le mataría.

Bautista abrió desmesuradamente los ojos.

‑¿Lo dudáis? ‑dijo Montecristo.

Y repitió en árabe a Alí las mismas palabras que acababa de decir en francés a Bautista.

Alí las escuchó y se sonrió. Luego se acercó a su amo, hincó una ro­dilla en tierra y le besó respetuosamente la mano. Esta pantomima, que sirvió de lección a Bautista, le dejó sumamen­te estupefacto.

El conde hizo seña de que saliera y a Alí que le siguiese. Ambos pasaron a su gabinete y allí hablaron durante un buen rato. A las cinco el conde hizo sonar tres veces el timbre. Un golpe lla­maba a Alí, dos a Bautista y tres a Bertuccio. El mayordomo entró.

‑Mis caballos‑dijo Montecristo.

‑Ya están enganchados, excelencia ‑respondió Bertuccio‑. ¿Acompaño al señor conde?

‑No El cochero, Bautista y Alí, nada más.

El conde descendió y vio enganchados a su carruaje los caballos que había admirado por la mañana en el de Danglars.

Al pasar junto a ellos, les dirigió una ojeada.

‑Son hermosos realmente ‑dijo‑, y habéis hecho bien en com­prarlos, pero ha sido un poco tarde.

‑Excelencia ‑dijo Bertuccio‑, mucho trabajo me ha costado poseerlos, y me han costado muy caros.

‑¿Son por eso menos bellos? ‑preguntó el conde, encogiéndose de hombros.

‑Si vuestra excelencia está satisfecho ‑dijo Bertuccio‑, no hay más que decir. ¿Dónde va vuestra excelencia?

‑A la calle de la Chaussée d'Antin, a casa del barón de Danglars.

Esta conversación tenía lugar en medio de la escalera. Bertuccio dio un paso para bajar el primero.

‑Esperad ‑dijo Montecristo deteniéndole‑. Necesito un terre­no en la orilla del mar, en Normandía, por ejemplo, entre El Havre y Bolonia. Os doy tiempo, como veis. Es preciso que esta propiedad tenga un pequeño puerto, una bahía, donde pueda abrigarse mi cor­beta. El buque estará siempre pronto a hacerse a la mar a cualquier hora del día o de la noche que a mí me plazca dar la señal. Os infor­maréis en casa de todos los notarios acerca de una propiedad con las condiciones que os he dicho. Cuando sepáis algo iréis a visitarla, y si os agrada la compraréis a vuestro nombre. La corbeta debe estar en dirección a Fecamp, ¿no es así?

‑La misma noche que salimos de Marsella la vi darse a la vela.

‑¿Y el yate?

‑Tiene orden de permanecer en las Martigues.

‑¡Bien!, os corresponderéis de vez en cuando con los dos patro­nes que la mandan, a fin de que no se duerman.

‑Yen cuanto al barco de vapor...

‑¿Que está en Chalons?

‑Sí.

‑Las mismas órdenes que para los otros dos buques.

‑¡Bien!

‑Tan pronto como hayáis comprado esa propiedad, tendré enton­ces postas de diez en diez leguas, en el camino del norte y en el cami­no del mediodía.

‑Vuestra excelencia puede contar conmigo.

El conde hizo un movimiento de satisfacción, descendió los escalo­nes, subió a su carruaje, que arrastrado al trote del magnífico tiro, no se detuvo hasta la casa del banquero.

Danglars presidía una comisión nombrada para un ferrocarril, cuan­do le anunciaron la visita del conde de Montecristo. Por otra parte, la sesión estaba terminando.

Al oír el nombre del conde, se levantó.

‑Señores ‑dijo, dirigiéndose a sus colegas, de los cuales muchos eran respetables miembros de una a otra Cámara‑, perdonadme si os dejo así, pero imaginaos que la casa de Thomson y French de Roma me dirige un cierto conde de Montecristo, abriéndole un crédito ilimitado en mi casa. Es la broma más chistosa que han hecho con­migo mis corresponsales del extranjero. Ya comprenderéis, esto me picó la curiosidad, me pasé esta mañana por la casa del pretendido conde, pues si lo era en efecto, ya os figuraréis que no sería tan rico. El señor conde no está visible, respondieron a mis criados. ¿Qué os parece? ¿No son maneras de un príncipe o de una linda señorita las del conde de Montecristo? Por otra parte, la casa situada en los Campos Elíseos me ha causado muy buena impresión. Pero, ¡vaya!, un crédito ilimitado ‑añadió Danglars riendo con su astuta sonri­sa‑ hace exigente al banquero en cuya casa está abierto el crédito. Tengo deseos de ver a nuestro hombre. No saben aún con quién van a toparse.

Dichas estas palabras, con un énfasis que hinchó las narices del ba­rón, se separó de sus colegas y pasó a un salón forrado de raso y oro, y del cual se hablaba mucho en la Chaussée d'Antin.

Aquí mandó introducir al conde a fin de deslumbrarlo al primer golpe.

El conde estaba en pie, contemplando algunas copias de Albano y del Fattore, que habían hecho pasar al banquero por originales, y que hacían muy poco juego con los adornos dorados y diferentes colores del techo y de los ángulos del salón.

Al oír los pasos de Danglars, el conde se volvió. Danglars saludó ligeramente con la cabeza, a hizo señal al conde de que se sentase en un sillón de madera dorado con forro de raso blanco bordado de oro.

El conde se acomodó en el sillón.

‑¿Es al señor de Montecristo a quien tengo el honor de hablar?

‑¿Y yo ‑replicó el conde‑, al señor barón Danglars, caballero de la Legión de Honor, miembro de la Cámara de los Diputados?

Montecristo hacía la nomenclatura de todos los títulos que había leído en la tarjeta del barón.

Danglars sonrió la pulla y se mordió los labios.

‑Disculpadme, caballero ‑dijo‑, si no os he dado el título con que me habéis sido anunciado, pero, bien lo sabéis, vivo en tiempo de un gobierno popular y soy un representante de los intereses del pue­blo.

‑Es decir ‑respondió Montecristo‑, que conservando la cos­tumbre de haceros llamar barón, habéis perdido la de llamar conde a los otros.

‑¡Ah! , tampoco lo hago conmigo ‑respondió cándidamente Dan­glars‑, me han nombrado barón y hecho caballero de la Legión de Honor por algunos servicios, pero...

‑¿Pero habéis renunciado a vuestros títulos, como hicieron otras veces los señores de Montmorency y de Lafayette? ¡Ah!, ése es un buen ejemplo, caballero.

‑No tanto ‑replicó Danglars desconcertado‑, pero ya compren­deréis, por los criados...

‑Sí, sí, os llamáis Monseñor para los criados, para los periodistas caballero, y para los del pueblo, ciudadano. Son matices muy aplica­bles al gobierno constitucional. Lo comprendo perfectamente.

Danglars se mordió los labios, vio que no podía luchar con Montecristo en este terreno, y procuró hacer volver la cuestión al que le era más familiar.

‑Señor conde ‑dijo el banquero inclinándose‑, he recibido una carta de aviso de la casa de Thomson y French.

‑¡Oh!, señor barón, permitidme que os llame como lo hacen vues­tros criados, es una mala costumbre que he adquirido en países donde hay todavía barones, precisamente porque ya no se conceden esos títulos. Me alegro mucho, así no tendré necesidad de presentarme yo mismo, lo cual siempre es embarazoso. ¿Decíais que habíais recibido una carta de aviso?

‑Sí ‑respondió Danglars‑, pero os confieso que no he compren­dido bien el significado del mismo.

‑¡Bah!

‑Y aun había tenido el honor do algunas explicaciones.

‑Decid, señor barón, os escucho, y estoy pronto a contestaros.

‑Esta carta ‑repuso Danglars‑, la tengo aquí según creo ‑y registró su bolsillo‑; sí, aquí está. Esta carta abre al señor conde de Montecristo un crédito ilimitado contra mi casa.

‑¡Y bien!, señor barón, ¿qué es lo que no entendéis?

‑Nada, caballero, pero la palabra ilimitado...

‑¿Qué tiene? ¿No es francesa...?, ya comprendéis que son anglo­sajones los que la escriben.

‑¡Oh!, desde luego, caballero, y en cuanto a la sintaxis no hay nada que decir, pero no sucede lo mismo en cuanto a contabilidad.

‑¿Acaso la casa de Thomson y French ‑preguntó Montecristo con el aire más sencillo que pudo afectar‑ no es completamente só­lida, en vuestro concepto, señor barón? ¡Diablo! Esto me contraría sobremanera, porque tengo algunos fondos colocados en ella.

‑¡Ah. .. ! Completamente sólida ‑respondió Danglars con una sonrisa burlona‑, pero el sentido de la palabra ilimitado, en negocios mercantiles, es tan vago...

‑Como ilimitado, ¿no es verdad? ‑dijo Montecristo.

‑Justamente, caballero, eso quería decir. Ahora bien, lo vago es la duda, y según dice el sabio, en la duda, abstente.

‑Lo cual quiere decir ‑replicó Montecristo‑ que si la casa Thomson y French está dispuesta a hacer locuras, la casa Danglars no lo está a seguir su ejemplo.

‑¿Cómo, señor conde?

‑Sí, sin duda alguna. Los señores Thomson y French efectúan los negocios sin cifras, pero el señor Danglars tiene un límite para los su­yos, es un hombre prudente, como decía hace poco.

‑Nadie ha contado aún mi caja, caballero ‑dijo orgullosamente el banquero.

‑Entonces ‑dijo Montecristo con frialdad‑, parece que seré yo el primero.

‑¿Quién os lo ha dicho?

‑Las explicaciones que me pedís, caballero, y que se parecen mu­cho a indecisiones.

Danglars se mordió los labios; era la segunda vez que le vencía aquel hombre y en un terreno que era el suyo. Su política irónica era afectada y casi rayaba en impertinencia.

pasar a vuestra casa para pediros

Montecristo, al contrario, se sonreía con gracia, y observaba silen­ciosamente el despecho del banquero.

‑En fin ‑dijo Danglars después de una pausa‑, voy a ver si me hago comprender suplicándoos que vos mismo fijéis la suma que que­réis que se os entregue.

‑Pero, caballero ‑replicó Montecristo, decidido a no perder una pulgada de terreno en la discusión‑, si he pedido un crédito ilimi­tado contra vos es porque no sabía exactamente qué sumas necesitaba.

El banquero creyó que había llegado el momento de dar el golpe final. Recostóse en su sillón y con una sonrisa orgullosa dijo:

‑¡Oh!, no temáis excederos en vuestros deseos. Pronto os conven­ceréis de que el caudal de la casa de Danglars, por limitado que sea, puede satisfacer las mayores exigencias, y aunque pidieseis un mi­llón...

‑¿Cómo? ‑preguntó Montecristo.

‑Digo un millón ‑repitió Danglars con el aplomo que da la in­sensatez.

‑¡Bah! ¡Bah! ¿Y qué haría yo con un millón? ‑dijo el conde‑. ¡Diablo!, caballero, si no hubiese necesitado más, no me hubiera he­cho abrir en vuestra casa un crédito por semejante miseria. ¡Un mi­llón! Yo siempre lo llevo en mi cartera o en mi neceser de viaje.

Y Montecristo extrajo de un tarjetero dos billetes de quinientos mil francos cada uno al portador sobre el Tesoro.

Preciso era atacar de este modo a un hombre como Danglars. El golpe hizo su efecto, el banquero se levantó estupefacto. Abrió suS ojos, cuyas pupilas se dilataron.

‑Vamos, confesadme ‑dijo Montecristo‑ que desconfiáis de la casa Thomson y French. ¡Oh!, ¡nada más sencillo! He previsto el caso, y aunque poco entendedor en esta clase de asuntos, tomé mis precauciones. Aquí tenéis otras dos cartas parecidas a la que os está dirigida. La una es de la casa de Arestein y Eskcles, de Viena, contra el señor barón de Rothschild; la otra es de la casa de Baring, de Lon­dres, contra el señor Lafitte. Decid una palabra, caballero, y os sacaré del cuidado presentándome en una o en otra de esas dos casas.

Ya no cabía la menor duda. Danglars estaba vencido. Abrió con un temblor visible las cartas de Alemania y Londres, que le presentaba el conde con el extremo de los dedos, y comparó las firmas con una minuciosidad impertinente.

‑¡Oh!, caballero, aquí tenéis tres firmas que valen bastantes mi­llones ‑dijo Danglars‑. ¡Tres créditos ilimitados contra nuestras tres casas! Perdonadme, señor conde, pero aunque soy desconfiado, no puedo menos de quedarme atónito.

‑¡Oh!, una casa como la vuestra no se asombra tan fácilmente ‑dijo Montecristo con mucha diplomacia‑; así pues pido permiso para enseñaros mi galería. Todos son antiguos, de los mejores maestros, no soy aficionado a la escuela moderna.

viarme algún dinero, ¿no es verdad? ‑Es verdad, caballero, porque todos adolecen de un gran defecto:

‑Hablad, señor conde, estoy a vuestras órdenes. les falta tiempo para ser antiguos.

‑¡Pues bien! ‑replicó Montecristo‑, ahora que nos entende­mos, porque nos entendemos, ¿no es así?

Danglars hizo un movimiento de cabeza afirmativo.

‑¿Y ya no desconfiáis en absoluto? ‑insistió Montecristo.

‑¡Oh!, señor conde ‑exclamó el banquero‑, jamás he descon­fiado.

‑Deseabais una prueba, nada más. ¡Pues bien! ‑repitió el con­de‑,ahora que nos entendemos, ahora que no abrigáis desconfianza, fijemos, si queréis, una suma general para el primer año, por ejemplo, seis millones.

‑¡Seis millones! ‑exclamó Danglars sofocado.

‑Si necesito más ‑repuso Montecristo despectivamente‑, os pediré más, pero no pienso permanecer más de un año en Francia, y en él no creo gastar más de lo que os he dicho... ; en fin, allá vere­mos... Para empezar, hacedme el favor de mandarme quinientos mil francos mañana; estaré en casa hasta mediodía, y por otra parte, si no estuviese, dejaré un recibo a mi mayordomo.

‑El dinero estará en vuestra casa mañana a las diez de la mañana, señor conde ‑respondió Danglars‑; ¿queréis oro, billetes de ban­co, o plata?

‑Oro y billetes por mitad.

Dicho esto, el conde se levantó.

‑Debo confesaros una cosa, señor conde ‑dijo Danglars‑; creía tener noticias de todas las mejores fortunas de Europa, y, sin embar­go, la vuestra, que me parece considerable, lo confieso, me era ente­ramente desconocida, ¿es reciente?

‑Al contrario ‑respondió Montecristo‑, es muy antigua, era una especie de tesoro de familia, al cual estaba prohibido tocar, y cu­yos intereses acumulados triplicaron el capital. La época fijada por el testador concluyó hace algunos años solamente, y después de algunos años use de ella. Respecto a este punto, es muy natural vuestra igno­rancia. Por otra parte, dentro de algún tiempo la conoceréis mejor.

Y el conde acompañó estas palabras de una de aquellas sonrisas que tanto terror causaban a Franz d'Epinay.

‑Con vuestros gustos y vuestras intenciones, caballero ‑continuó Danglars‑, vais a desplegar en la capital un lujo que nos va a eclip­sar a nosotros, pobres millonarios. No obstante, como me parecéis bastante inteligente, porque cuando entré mirabais mis cuadros.

‑Podré mostraros algunas estatuas de Thorwaldsen, de Bartolini, de Canova, todos artistas extranjeros. Como veis, yo no aprecio a los artistas franceses.

‑Tenéis derecho para ser injusto con ellos, caballero, porque son vuestros compatriotas.

‑Sin embargo, lo dejaremos todo eso para más tarde. Por hoy me contentaré, si lo permitís, con presentaros a la señora baronesa de Danglars. Dispensadme que me dé tanta prisa, señor conde, pero tal diente debe considerarse mmo de la familia.

Montecristo se inclinó, dando a entender que aceptaba el honor que le hacía el banquero.

Danglars tiró del cordón de la campanilla, y se presentó un lacayo vestido con una bordada librea.

‑¿Está en su cuarto la señora baronesa? ‑preguntó Danglars.

‑Sí, señor barón ‑respondió el lacayo.

‑¿Sola?

‑No; está con una visita.

‑¿No será indiscreción presentaros delante de alguien, señor con­de? ¿No guardáis incógnito?

‑No, señor barón ‑dijo sonriendo Montecristo‑, de ningún modo.

‑¿Y quién está con la señora...? El señor Debray, ¿eh? ‑pre­guntó Danglars con un acento bondadoso que hizo sonreír al conde de Montecristo, informado ya de los secretos de familia del ban­quero.

‑Sí, señor barón, el señor Debray ‑respondió el lacayo.

Danglars ordenó que saliera.

Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:

‑El señor Luciano Debray es un antiguo amigo nuestro, secretario íntimo del Ministro del Interior. En cuanto a mi mujer, es una señori­ta de Servières, viuda del coronel marqués de Nargonne.

‑No tengo el honor de conocer a la señora baronesa de Danglars, pero no me ocurre lo mismo con el señor Luciano Debray.

‑¡Bah! ‑dijo Danglars‑. ¿Dónde...?

‑En casa del señor de Morcef.

‑¡Ah! ¿Conocéis al vizcondesito? ‑dijo Danglars.

‑Estuvimos juntos en Roma durante el Carnaval.

‑¡Ah, sí! ‑dijo Danglars‑. He oído hablar de una aventura singular con bandidos en unas ruinas. Salió de ellas milagrosamente. Creo que lo contó a mi mujer y a mi hija cuando regresó de Italia.


Date: 2015-12-17; view: 464


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