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Capítulo sexto 1 page

La lluvia de sangre

Cuando el platero entró en la casa, echó una mirada interrogadora a su alrededor, pero nada parecía inspirarle sospechas.

Caderousse tenía el oro y los billetes entre sus manos. La Carconte se mostraba risueña con su huésped, lo más amable que podía.

‑¡Ah!, ¡ah! ‑dijo el platero‑, parece que temíais no haber contado bien, ¿estabais repasando vuestro tesoro después de mi par­tida?

‑No ‑dijo Caderousse‑, pero el acontecimiento que nos ha hecho poseedores de él es tan inesperado, que cuando no tenemos a la vista la prueba material, creemos estar soñando.

El platero se sonrió.

‑¿Tenéis viajeros en vuestra posada? ‑preguntó.

‑No ‑respondió Caderousse‑, no duerme aquí nadie; estamos muy cerca de la ciudad y nadie se detiene en la posada.

‑Entonces, voy a causaros una gran molestia.

‑¿Vos? ¡Oh!, no, de ningún modo.

‑Veamos, ¿dónde me pondréis?

‑En el cuarto de arriba.

‑¿Pero no es el vuestro?

‑¡Oh!, no importa. Tenemos otra cama en la pieza que está al lado de ésa - y apagó la lámpara.

Caderousse miró asombrado a su mujer. El platero se acercó a un poco de lumbre que había encendido la Carconte en la chimenea. Durante este tiempo, colocaba sobre una esquina de la mesa donde había extendido una servilleta, los restos de una cena, lo cual acompañó de dos o tres huevos frescos. Caderousse guardó de nuevo los billetes en su cartera, el oro en un talego y todo ello en el armario. Paseábase por la sala sombrío y pensativo, y levantando de vez en cuando la mirada sobre el platero, que estaba fumando delante del hogar, y que a medida que se secaba de un lado se volvía del otro.

‑¡Aquí! ‑dijo la Carconte, colocando una botella de vino sobre la mesa‑, cuando queráis cenar, todo está a punto.

‑¿Y vos? ‑preguntó Joannés.

‑Yo no cenaré ‑respondió Caderousse.

‑Es que hemos comido tarde ‑apresuróse a decir la Carconte.

‑Luego, ¿voy a cenar solo? ‑dijo el platero.

‑Nosotros os serviremos ‑dijo la Carconte con una amabilidad que no le era habitual ni aun con los huéspedes que pagaban. De vez en cuando, Caderousse lanzaba a su mujer una mirada rápida como un relámpago. La tempestad continuaba.

‑¿Oís, oís? ‑‑dijo la Carconte‑. Bien habéis hecho, a fe mía, en volver.

‑Lo cual no impide ‑dijo el joyero‑ que si durante mi cena se aplaca este temporal, me vuelva a poner en camino.

‑Este es el mistral ‑dijo Caderousse, dando un suspiro‑, y me parece que lo tenemos hasta mañana.



‑¡Oh!, tanto peor para los que estén fuera ‑‑dijo el platero sentándose a la mesa.

‑Sí ‑replicó la Carconte‑, mala noche les espera.

El platero empezó a cenar y la Carconte siguió prodigándole los cuidados más atentos. Si el platero la hubiese conocido de antemano, tal cambio le hubiera asombrado, inspirándole algunas sospechas.

En cuanto a Caderousse, no pronunciaba una palabra, seguía paseando y parecía no atreverse a mirar a su huésped. Cuando hobo terminado la cena, foe él mismo a abrir la puerta.

‑Creo que se calma la tempestad ‑dijo.

Pero en este momento, como para desmentirle, un trueno terrible estremeció la casa y una bocanada de viento mezclada de lluvia entró y apagó la lámpara. Volvió a cerrar. La Carconte encendió un cabo de vela en la lumbre, que estaba extinguiéndose.

‑Mirad ‑dijo al platero‑, debéis estar fatigado. Ya he puesto sábanas limpias en la cama, subid a acostaros y dormid bien.

Joannés se quedó aún un instante para asegurarse de que el huracán no se calmaba, y cuando se cercioró de que los truenos y la lluvia iban en aumento, dio a sus huéspedes las buenas noches y subió la escalera. Pasaba por encima de mi cabeza, y yo sentía crujir cada escalón bajo sus pasos. La Carconte le siguió con una mirada ávida, mientras que, al contra­rio, Caderousse le volvió la espalda sin mirarle. Todos estos detalles que recordé después de algún tiempo, no me sorprendieron en el momento en que los presenciaba, nada era para mí más natural que lo que estaba pasando y excepto la historia del diamante, que me parecía un porn inverosímil, todo lo encontraba fundado.

Así, pues, como me sentía extenuado de fatiga, resolví dormir al­gunas horas y alejarme a la mitad de la noche.

En la pieta de encima, yo veía al platero tomar todas las disposi­ciones para pasar la mejor noche posible. Pronto la cama crujió bajo su cuerpo. Acababa de acostarse.

Sentía que mis ojos se cerraban a pesar mío. Como no había concebido ninguna sospecha, no intenté luchar contra el sueño y eché una última ojeada a la cocina. Caderousse se hallaba sentado al lado de una larga mesa, sobre uno de esos bancos de madera que en las posadas de aldea reemplazan a la sillas. Me volvía la espalda, de suerte que no podia ver su fisonomía. Además, aun cuando hubiese estado en la posición contraria, me hubiera sido también imposible, porque tenía su cabeza sepultada entre sus manos.

Su mujer le miró algún tiempo, se encogió de hombros y foe a sentarse frente a él. En este momento la moribunda llama encendió un leño seco que antes olvidara. Un resplandor más vivo iluminó aquel sombrío interior. La Carconte tenía los ojos fijos en su marido, y como éste permanecía en la misma posición, le vi extender un brazo hacia él y tocarle la frente con su descarnada mano.

Caderousse se estremeció. Me pareció que la mujer movió los la­bios, pero sea que hablase bajo, o que mis sentidos estuviesen embo­tados por el sueño, sus palabras, si las pronunció, no llegaron a mis oídos. Todo lo veía al través de una densa niebla, y con esa duda precursora del sueño, durante la cual se cree comenzar a soñar. En fin, mis ojos se cerraron, y quedé completamente dormido.

Hallábame en lo más profundo de mi sueño, cuando fui desperta­do por un pistoletazo seguido de un terrible grito. Algunos pasos vacilantes resonaron sobre el pavimento del cuarto, y una masa inerte fue a rodar a la escalera, justamente encima de mi cabeza. Aún no era yo dueño de mí mismo. Oía gemidos, muchos gritos ahogados como los que acompañan a una lucha. Un último grito, más prolongado que los demás, y que se trocó en gemido, me sacó completamente de mi letargo. Me incorporé, abrí los ojos, que no distinguieron nada en las tinie­blas, y me llevé las manos a la frente, por la cual me parecía que caía de la escalera una lluvia tiba y abundante. A este espantoso ruido había sucedido un profundo silencio. Oí los pasos de un hombre que andaba sobre la pieza que estaba sobre mi cabeza. Sus pies hicieron crujir la escalera, el hombre descendió a la sala inferior, se acercó a la chimenea y encendió una luz.

Era Caderousse.

Tenía el rostro pálido y la camisa ensangrentada. Tan pronto como hubo encendido el cabo de vela, subió Caderous­se rápidamente la escalera, y volví a oír sus pasos rápidos a inquietos. Al instante volvió a bajar. Llevaba en la mano el estuche, se aseguró de que el diamante estaba dentro, dudó en cuál de sus bolsillos lo guar­ría, y luego, no considerando el bolsillo bastante seguro, lo 1ió en su pañuelo encarnado y se lo ató al cuello. Luego corrió al armario, sacó de él sus billetes y su oro, metió los unos en el bolsillo de su pantalón y el otro en los del chaquetón, tomó dos o tres camisas, y lanzándose hacia la puerta, desapareció en la oscuridad. Entonces me di cuenta de todo claramente. Me eché en cara lo que había pasado como si yo hubiese sido el verdadero culpable. Me parecía oír gemidos, el desgraciado joyero no podía haber muerto. Tal vez socorriéndole estaba en mi poder reparar una parte del mal, no que había hecho, sino que había dejado hacer. Apoyé mi espalda contra una de aquellas tablas tan mal unidas que me separaban de la sala superior. Cedieron las tablas y me encontré ya en la casa.

Corrí a tomar la lámpara y me lancé a la escalera. Un cuerpo la atravesaba a impedía el paso. Era el cadáver de la Carconte. El pistolezato que yo oyera había sido disparado sobre ella; tenía la garganta atravesada de parte a parte, y además de su doble herida que sangraba a borbotones, vomitaba sangre por la boca. Estaba muerta.

Salté por encima de su cuerpo y entré en el cuarto. Este ofrecía el más espantoso desorden. Dos o tres muebles tirados por el suelo. Las sábanas a que se había agarrado el infeliz platero estaban fuera de la cama, éste estaba tendido con la cabeza apoyada en la pared, nadan­do en un mar de sangre que salía de tres anchas heridas recibidas en el pecho. En la cuarta había quedado un largo cuchillo de cocina, del que no se veía más que el mango. Tomé la segunda pistola, que no se había disparado, sin duda porque la pólvora estaba mojada. Me acerqué al platero; efectivamente, no estaba muerto. Al ruido que hice abrió los ojos, los fijó un momento en mí, movió los labios como si quisiese hablar y expiró.

Este espantoso espectáculo me dejó aturdido. Al ver que no podía socorrer a nadie, no experimenté más necesidad que la de huir, y me precipité a la escalera, lanzando un grito de terror. En la sala interior había cinco o seis aduaneros y dos o tres gendar­mes. Apoderáronse de mí; yo no opuse ninguna resistencia, no era dueño de mis sentidos. Procuré hablar y sólo pude lanzar algunos quejidos inarticulados.

Vi que los aduaneros y los gendarmes me señalaban con el dedo. Me miré también, y me vi cubierto de sangre. Aquella lluvia tibia y abundante que había sentido caer sobre mí al través de los escalo­nes era la sangre de la Carconte. Yo entonces mostré con el dedo el lugar donde estaba oculto.

‑¿Qué quiere decir? ‑preguntó un gendarme.

Un aduanero fue a ver lo que era.

‑Quiere decir que ha pasado por aquí ‑respondió.

Y diciendo esto, señaló el agujero por donde efectivamente había yo pasado. Entonces comprendí que me tomaban por el asesino. Recobré mí voz, mis fuerzas. Me desembaracé de las manos de los dos hombres que me sujetaban, exclamando:

‑¡No he sido yo! ¡No he sido yo!

Dos gendarmes me apuntaron con sus carabinas.

‑¡Si haces un movimiento ‑dijeron‑, eres muerto!

‑¡Os repito que yo no he sido! ‑exclamé.

‑Eso lo dirás a los jueces de Nimes ‑respondieron‑. Entretan­to síguenos, y si quieres hacer caso de nuestro consejo, no hagas resistencia alguna.

No era ésta mi intención, estaba anonadado por la sorpresa y por el terror. Me pusieron esposas, me ataron a la cola de un caballo y me condujeron a Nimes.

Me había seguido un aduanero que me perdió de vista en los alre­dedores de la casa. Sospechó que pasaría allí la noche, fue a avisar a sus compañeros, y llegaron justamente en el momento en que sonó el pistoletazo para pillarme en medio de tales pruebas de culpabilidad, de modo que al punto comprendí el trabajo que me costaría hacer bri­llar mi inocencia.

Por lo tanto, lo primero que pedí al juez de instrucción fue que bus­case por todas partes a cierto abate Busoni, que la mañana de aquel triste día se habría detenido en la posada del puente de Gard. Si Caderousse había inventado una historia, si el abate no existía, yo estaría seguramente perdido, a menos que Caderousse no fuese preso a su vez y todo lo confesase.

Transcurrieron dos meses, durante los cuales, debo decirlo en ala­banza de mi juez, se hicieron todas las pesquisas para hallar al abate que yo deseaba ver. Ya había perdido toda esperanza. Caderousse no había sido preso. Iba a ser juzgado en la primera sesión, cuando el ocho de septiembre, es decir, tres meses y cinco días después del acon­tecimiento, el abate Busoni, a quien yo ya no esperaba, se presentó en la cárcel diciendo que había sabido que un preso deseaba hablarle. Se había enterado de ello en Marsella y se apresuraba a complacerme.

Ya comprenderéis con qué ansiedad le recibí. Le conté todo lo que había presenciado. Le conté también la historia del diamante. Contra lo que yo esperaba, era verdadera. Contra lo que yo esperaba también, creyó todo lo que le dije. Fue entonces cuando, seducido por su dulce caridad, habiendo yo conocido que estaba muy enterado de las costum­bres de mi país, pensando que el perdón del único crimen que había cometido podía venir tal vez de sus labios tan caritativos, le referí, bajo el secreto de la confesión, la aventura de Auteuil con todos sus detalles. Lo que yo había hecho por un arrebato, obtuvo el mismo re­sultado que si hubiese sido hecho por cálculo. La confesión de este primer asesinato que yo no estaba obligado a confesarle, le demostró que no había cometido el segundo, y se separó de mí encargándo­me que esperase, y prometiéndome hacer todo lo que estuviera en su

poder para convencer a los jueces de mi inocencia. Comprendí que efectivamente se había ocupado de mí cuando vi dulcificarse gradual­mente mi prisión y supe que se iba a reunir el tribunal para juzgarme.

Durante este intervalo, la Providencia permitió que Caderousse fuese preso en el extranjero y conducido a Francia. Todo lo confesó, culpando a su mujer de haber concebido el crimen, y de haberle insti­gado a él.

Fue condenado a cadena perpetua, y yo puesto en libertad.

‑Y entonces ‑dijo Montecristo‑, os presentasteis en mi casa con una carta del abate Busoni.

‑Sí, excelencia. Tomó por mí un visible interés. «Vuestro oficio de contrabandista os va a perder ‑me dijo‑; si salís de aquí, de­jadlo.»

‑Pero, padre mío, ¿cómo queréis que viva y mantenga a mi pobre hermana?

‑Uno de mis penitentes ‑me respondió‑ me estima sobrema­nera, y me ha encargado que le busque un hombre de confianza. ¿Que­réis ser ese hombre? Os enviaré a él.

‑¡Oh!, padre mío ‑exclamé‑, ¡cuánta bondad!

‑Pero, ¿me juráis que no tendré nunca que arrepentirme?

Entonces extendí la mano, dispuesto a jurar.

‑Es inútil ‑dijo‑, conozco y aprecio a los corsos, tomad mi re­comendación.

Y escribió algunos renglones que yo entregué, y por los cuales vues­tra excelencia tuvo la bondad de tomarme a su servicio. Ahora pre­gunto con orgullo a vuestra excelencia: ¿ha tenido jamás alguna queja de mí...?

‑No ‑respondió el conde‑, y lo confieso con placer, sois un buen servidor, Bertuccio, aunque sois poco amigo de confidencias.

‑¿Yo, señor conde?

‑Sí, vos. ¿Cómo es que tenéis una hermana y un hijo adoptivo, y nunca me habéis hablado del uno ni del otro?

‑¡Ay!, excelencia, es que aún tengo que contaros la parte más triste de mi vida. Marché a Córcega. Tenía muchos deseos de ver y consolar a mi pobre hermana, pero cuando llegué a Rogliano hallé la casa vacía. Había ocurrido una escena horrible, de la cual conservan aún memoria los vecinos. Mi pobre hermana, según mis consejos, re­sistía las exigencias de Benedetto, que quería que le diese a cada ins­tante el dinero que había en la casa. Una mañana la amenazó y des­apareció todo el día. La pobre Assunta lloró, porque tenía para el mi­serable un corazón de madre. Llegó la noche, y le esperó sin acostarse. Cuando a las once entró el muchacho con dos de sus amigotes, compañeros de todas sus locuras, entonces Assunta le tendió los brazos, pero se apoderaron de ella, y uno de los tres, creo que fue ese infernal Benedetto, dijo:

‑Señores, atormentémosla para ver si nos dice dónde tiene el di­nero.

Precisamente el vecino Basilio estaba en Bastia, y su mujer sola en la casa. Ninguno, excepto ella, podía ver ni oír lo que le ocurría a mi hermana. Dos de los muchachos detuvieron a la pobre Assunta, que no pudiendo creer en la posibilidad de tal crimen, se sonreía. El tercero fue a atrancar puertas y ventanas, después volvió, y reunidos los tres, ahogando los gritos que el terror le arrancaba ante estos preparativos más graves, acercaron los pies de Assunta al brasero para ver si de este modo lograban saber dónde tenía oculto nuestro pe­queño tesoro. Pero en medio de la lucha prendió el brasero fuego a sus vestidos. Entonces soltaron a la infeliz para no quemarse ellos. Con sus vestidos inflamados corrió a la puerta, pero estaba cerrada. Lanzóse hacia la ventana, y también estaba cerrada. Entonces la ve­cina oyó gritos espantosos, era Assunta que pedía socorro. Pronto se ahogó su voz, los gritos se trocaron en gemidos y al día siguiente, después de una noche de terror y de angustias, cuando la mujer de Basilio se atrevió a salir de su casa, y el juez mandó abrir la puerta de la nuestra, encontraron a Assunta medio quemada, pero respirando aún. Los armarios abiertos y el dinero había desaparecido.

En cuanto a Benedetto, salió de Rogliano para no volver jamás. Desde este día no le he vuelto a ver y tampoco he oído hablar de él.

Tras haberme enterado de estas noticias ‑prosiguió Bertuccio­fue cuando me dirigí a vuestra excelencia. No tenía que hablaros de Benedetto puesto que había desaparecido, ni de mi hermana, pues­to que había muerto.

‑¿Y qué habéis pensado de ese suceso? ‑preguntó Montecristo.

‑Que era castigo del crimen que había cometido ‑respondió Ber­tuccio‑. ¡Ah, esos Villefort son una raza maldita!

‑Eso mismo creo ‑murmuró el conde con acento lúgubre.

‑Y ahora vuestra excelencia comprenderá que esta casa que no he visto hace tanto tiempo, que este jardín donde me he encontrado de repente, que este sitio donde maté a un hombre, han podido cau­sarme estas sombrías emociones, cuyo origen habéis querido saber, porque al fin, yo no estoy seguro de que aquí, delante de mí, no esté enterrado el señor de Villefort en la fosa que él mismo cavó para su hijo.

‑Desde luego, todo es posible ‑dijo Montecristo levantándose del banco donde estaba sentado‑, aun cuando ‑añadió más bajo‑,

el procurador del rey no haya muerto. El abate Busoni ha hecho bien en enviaros a mí y vos en contarme vuestra historia, porque ya no tendré malos pensamientos respecto a este asunto. En cuanto a ese tan mal llamado Benedetto, ¿no habéis procurado saber su paradero, ni lo que ha sido de él?

‑Jamás. Si yo hubiese sabido dónde estaba, en lugar de ir en su busca, hubiera huido de él como de un monstruo. No; felizmente, jamás he oído hablar de él, supongo que habrá muerto.

‑No lo creáis, Bertuccio ‑dijo el conde‑, los malos no mueren así, porque Dios parece protegerlos para hacerlos instrumentos de sus venganzas.

‑Es posible ‑‑dijo Bertuccio‑‑. Pero todo lo que pido al cielo, es no volverle a ver jamás. Ahora ‑‑continuó el mayordomo bajando la cabeza‑, ya lo sabéis todo, señor conde. Sois mi juez en la tierra como Dios lo será en el cielo. ¿No me diréis alguna palabra de con­suelo?

‑Tenéis razón, en efecto, y puedo deciros lo que .os diría el abate Busoni. Ese a quien habéis dado muerte, ese Villefort, merecía un castigo por lo que a vos os había hecho y tal vez por ,otra cosa. Bene­detto, si vive, servirá, como os he dicho, para alguna ‑venganza divi­na; después será castigado a su vez.

En realidad, en cuanto a vos no tenéis que echaros .en cara más que una cosa: Acusaos de que habiendo salvado la vida a ese niño, no le devolvisteis a su madre. Ahí está .el crimen, Bertuccio.

‑Sí, señor; ahí está el crimen y el verdadero crimen, porque he obrado muy mal en eso. Una vez devuelta la vida al niño, no tenía más que una cosa que hacer, y era mandarlo a su madre.

Mas para eso tenía que hacer pesquisas, llamar la atención, entre­garme tal vez, y yo no quería morir. Deseaba la vida por mí hermana, por mi amor propio de salir victorioso de una venganza. Y .después, tal vez deseaba la vida por el mismo amor de la vida. ¡Oh! ¡Yo no soy tan valiente como mi hermano!

Bertuccio ocultó el rostro entre sus manos, y Montecristo fijó sobre él una larga a indefinible mirada, después de .un instante .de si­lencio, que la hora y el lugar hacían todavía más solemnes.

‑Para terminar debidamente esta conversación, que será la última sobre tales aventuras, señor Bertuccio ‑‑dijo el conde son ua ‑acento de melancolía que no le era habitual‑, recordad bien mis palabras, varias veces las lse üído pronunáiat al abate Busvni. Todo mal tiene dos remedios, e1 tiempo y el silencio. Ahora, señor Bertntceio., dejadme pasear un instante .por este jardín. Lo que tanto os afecta a vos, actor de esa terrible escena será para mí una sensación casi dulce, y que doblará el precio a esta propiedad. Los árboles, señor Bertuccio, no gustan sino porque hacen sombra, y la sombra no gusta sino porque está llena de fantasmas y visiones. Por lo tanto, he comprado un jardín creyendo comprar un simple huertecillo rodeado de cuatro tapias y nada más. De repente este huertecillo se trueca en un jardín lleno de fantasmas que no estaban en el contrato... Ahora bien, a mí me agradan los fantasmas, nunca he oído decir que los muertos hayan hecho en seis mil años tanto daño como los vivos en un solo día. Vol­ved a la casa, señor Bertuccio, y dormid tranquilo. Si vuestro confesor en la última hora es menos indulgente que lo fue el abate Busoni, mandadme llamar, si aún existo en el mundo, y os diré palabras que mecerán dulcemente vuestra alma en el momento en que esté pronta a ponerse en camino para emprender ese penoso viaje que llaman de eternidad.

Bertuccio se inclinó respetuosamente ante el conde, y se alejó dando un suspiro.

Montecristo se quedó solo, y dando cuatro pasos hacia adelante, murmuró:

‑Aquí, junto a ese plátano, la fosa donde fue depositado el niño; allí abajo, la puertecita por la cual se entraba al jardín; en aquel ángulo la escalera secreta que conduce a la alcoba. No creo tener necesidad de escribir esto en mi cartera, porque aquí tengo a mi vista, a mi alrededor, a mis pies, todo el plano en relieve.

Cuando el conde hubo dado la última vuelta por el jardín, fue a buscar su carruaje. Bertuccio, que le veía pensativo, subió al pescante, al lado del cochero, sin decir una sola palabra. Tomó el camino de París.

Aquella misma noche, cuando llegó a la casa de los Campos Elí­seos, el conde de Montecristo examinó toda la morada como hubiera podido hacerlo un hombre familiarizado con ella ya muchos años. Ni una sola vez abrió una puerta por otra, y no siguió una escalera o un corredor que no le condujese donde quería ir.

Alí le acompañaba en esta revista nocturna. El conde dio a Bertuc­cio muchas órdenes concernientes al adorno o la nueva distribución de las habitaciones, y sacando su reloj dijo al negro:

‑Son las once y media. Haydée no puede tardar en llegar. ¿Habéis mandado avisar a las doncellas francesas?

Alí extendió la mano hacia la habitación destinada a la bella grie­ga, y que estaba de tal modo aislada, que ocultando la puerta detrás de una colgadura, se podía visitar la casa sin sospechar que hubiese allí un salón y dos cuartos habitados. Alí, repetimos, extendió la ma­no hacia la habitación, señalando el número tres con los dedos de su

mano izquierda, y sobre la palma de esta misma mano, apoyando su cabeza, cerró los puños.

‑¡Ah! ‑dijo Montecristo, habituado a este lenguaje‑,son tres y esperan en la alcoba, ¿no es verdad?

‑Sí ‑expresó Alí bajando la escalera.

‑La señora estará fatigada esta noche ‑continuó Montecristo‑, y sin duda querrá dormir. Que no la hagan hablar; las camareras fran­cesas no harán más que saludar a su nueva señora y retirarse. Vela­réis por que la doncella griega no se comunique con las camareras francesas.

Alí se inclinó.

Pocos minutos después oyéronse voces como de anuncio a la reja y ésta se abrió. Un carruaje rodó por la calle de árboles y se paró delan­te de la escalera. El conde bajó de su cuarto para recibir a la persona que salía del carruaje, y dio la mano a una joven envuelta en una es­pecie de capuchón de seda verde, bordado de oro, que le cubría la cabeza. La joven tomó la mano que le presentaban, la besó con cierto amor, mezclado de respeto, y algunas palabras fueron cambiadas con ternura de parte de la joven y con dulce gravedad de parte del conde de Montecristo.

Entonces, precedida de Alí, que llevaba una antorcha de cera color de rosa, la joven, que no era otra que la bella griega, compañera habi­tual de Montecristo en Italia, fue conducida a su habitación, y poco después el conde se retiró al pabellón que le estaba reservado.

A las doce y media de la noche todas las luces estaban apagadas en la casa, y hubiérase podido creer que todo el mundo dormía.

Al día siguiente, a las dos de la tarde, una carretela tirada por dos magníficos caballos ingleses, se paró delante de la puerta de Montecristo. Un hombre vestido de frac azul, con botones de seda del mismo color, chaleco blanco adornado por una enorme cadena de oro y pan­talón color de nuez, con cabellos tan negros y que descendían tanto sobre las cejas que se hubiera podido dudar fuesen naturales, por lo poco en consonancia que estaban con las arrugas inferiores que no podían ocultar, un hombre, en fin, de cincuenta a cincuenta y cinco años, y que quería aparentar cuarenta, asomó su cabeza por la ven­tanilla de su carretela, sobre la portezuela de la cual veíase pintada una corona de barón, y mandó a su groom que preguntase al portero si estaba en casa el señor conde de Montecristo.


Date: 2015-12-17; view: 458


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