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Capítulo sexto 3 page

‑La señora baronesa espera a estos señores ‑exclamó el lacayo asomándose a la puerta.

‑Paso delante de vos para enseñároslo.

‑Y yo os sigo ‑dijo Montecristo.

El barón, seguido del conde, atravesó un sinfín de habitaciones, no­tables por su pesada suntuosidad y por su fastuoso mal gusto; negó hasta una perteneciente a la señora Danglars. Esta sala octógona, forra­da de raso color de rosa, con colgaduras de muselina de las Indias, los sillones de madera antigua, dorados y forrados también de telas anti­guas, en fin, dos lindos pasteles en forma de medallón, en armonía con el resto de la habitación, hacían que ésta fuese la única de la casa que tenía algún carácter. Es verdad que no estaba incluida en el plano ge­neral trazado por el señor Danglars y su arquitecto, una de las mejores y más eminentes celebridades del Imperio, y cuya decoración habían dispuesto la baronesa y Luciano Debray.

Así, pues, el señor Danglars, gran admirador de lo antiguo, según lo comprendía el Directorio, despreciaba mucho esta coqueta sala, donde, por otra parte, no era admitido, a no excusar su presencia in­troduciendo algún amigo.

La señora Danglars, cuya belleza podía aún ser citada a pesar de sus treinta y siete años, se hallaba tocando el piano, mientras Luciano Debray, sentado delante de un velador, hojeaba un álbum.

Luciano había tenido ya tiempo de contar a la baronesa cosas rela­tivas al conde. Ya sabe el lector cuán admirados quedaron todos du­rante el almuerzo en casa de Alberto, y cuánta impresión dejó en el ánimo de los convidados el conde de Montecristo, pues esta impre­sión aún no se había borrado de la imaginación de Debray, y los infor­mes que había dado a la baronesa lo demostraban de un modo muy notorio. La curiosidad de la señora Danglars, excitada por los anti­guos detalles dados por Alberto de Morcef, y los nuevos por Luciano, había llegado a su colmo. Así, pues, este arreglo de piano y de álbum no era más que una de esas escenas de mundo, con las cuales se cu­bren las más fuertes preocupaciones. La baronesa recibió al señor Dan­glars con una sonrisa, cosa que no solía hacer. En cuanto al conde, recibió en respuesta a su saludo una ceremo­niosa, pero al mismo tiempo graciosa reverencia.

Luciano, por su parte, cambió con el conde un saludo de conocido a medias, y con Danglars un ademán de intimidad.

‑Señora baronesa ‑dijo Danglars‑, permitid que os presente al señor conde de Montecristo ‑dijo Danglars- dirigido a mí por uno de mis corresponsales de Roma con las mayores recomendaciones. Sólo una palabra tengo que decir: acaba de llegar a París con la intención de permane­cer aquí un año, y de gastarse seis millones. Esto promete una serie de bailes y de comidas, en las cuales espero que el señor conde no nos olvidará, como tampoco nosotros le olvidaremos en nuestras pequeñas fiestas.



Aunque la presentación fuese hecha con bastante grosería, es tan raro que un hombre venga a gastarse a París en un año la fortuna de un príncipe, que la señora Danglars lanzó al conde una ojeada que no dejaba de expresar cierto interés.

‑¿Y habéis llegado, caballero ...? ‑preguntó la baronesa.

‑Ayer por la mañana, señora.

‑Y venís, según costumbre, del fin del mundo.

‑Solamente de Cádiz, señora.

‑¡Oh!, venís en una estación espantosa. París está detestable en verano. No hay baffles, ni reuniones, ni fiestas. La ópera italiana está en Londres, la ópera francesa en todas partes, excepto en París, y en cuanto al teatro francés, en ninguna. No nos queda para distraemos más que algunas desgraciadas carreras en el campo de Marte y en Sa­tory. ¿Haréis comer, señor conde?

‑Yo, señora ‑‑dijo el conde‑, haré todo lo que se haga en Paris, si tengo la dicha de encontrar a alguien que me enseñe las costumbres francesas.

‑¿Os gustan los caballos, señor conde?

‑He pasado una parte de mi vida en Oriente, señora, y los orien­tales, bien lo sabéis, no aprecian más que dos cosas en el mundo: la nobleza de los caballos y la hermosura de las mujeres.

‑¡Ah!, señor conde ‑dijo la baronesa sonriéndose‑, hubierais debido anteponer las mujeres a los caballos.

‑Ya veis, señora, que tenía mucha razón cuando os dije hace un momento que deseaba un preceptor, un amigo, que me pudiese ins­truir en las costumbres francesas.

En aquel momento entró la camarera favorita de la señora Dan­glars, y acercándose a su señora, le dijo algunas palabras al oído.

La señora Danglars palideció.

‑¡Imposible! ‑dijo.

‑Es la pura verdad, señora ‑respondió la camarera‑, podéis creerme con toda seguridad.

La señora Danglars se volvió hacia su marido.

‑¿Es cierto, caballero? ‑le preguntó.

‑¿Qué, señora? ‑preguntó Danglars, visiblemente agitado.

‑Lo que me dice mi camarera...

‑¿Y qué os dice?

‑¿No lo sabéis?

‑Lo ignoro completamente.

‑¡Pues bien! Dice que cuando mi cochero fue a enganchar mis ca­ballos no los encontró en la cuadra. ¿Qué significa esto?

‑Señora ‑dijo Danglars‑, escuchadme.

‑¡Oh!, ya os escucho, caballero, porque tengo curiosidad por sa­ber lo que vais a decir. Estos señores serán testigos. Señores, el señor Danglars tiene diez caballos en las cuadras, y entre éstos diez hay dos que son míos, dos caballos preciosos, los más hermosos de París, ya los conocéis, señor Debray. Mis caballos tordos. Pues bien, en el mo­mento en que la señora de Villefort me pide un carruaje, y yo se lo pro­meto para ir al bosque, no aparecen los caballos. El señor Danglars habrá encontrado quien le haya dado algunos miles de francos más de su precio, y los habrá vendido. ¡Ah!, infames especuladores.

‑Los caballos eran demasiado vivos, señora ‑respondió Dan­glars‑, apenas tenían cuatro años, siempre estaba temiendo por vos.

‑¡Eh!, caballero ‑dijo la baronesa‑, bien sabéis que hace un mes que tengo a mi servicio el mejor cochero de París, a no ser que también lo hayáis vendido con los caballos.

‑Amiga mía, ya encontraré yo otros iguales, más hermosos aún, si los hay, pero caballos que sean mansos, tranquilos, que no me ins­piren ninguna clase de temor.

La baronesa se encogió de hombros con profundo desprecio. Danglars no pareció percibir este gesto más que conyugal, y vol­viéndose hacia Montecristo, dijo:

‑En verdad, lamento no haberos conocido antes, señor conde. ¿Es­táis montando vuestra casa?

‑Sí ‑dijo el conde.

‑Os los habría propuesto. Imaginaos que los he dado por nada; pero como os he dicho, quería deshacerme de ellos, son caballos para un joven.

‑Os lo agradezco mucho ‑dijo el conde‑, pero esta mañana he comprado unos bastante hermosos. Miradlos, señor Debray, vos que entendéis de ello.

Mientras Debray se acercaba a la ventana, Danglars se acercó a su mujer.

‑Figuraos, señora ‑le dijo en voz baja‑, que vinieron a ofre­cerme por los caballos un precio exorbitante. No sé quién es el loco que quiere arruinarse y me ha enviado esta mañana un mayordomo. Pero el caso es que he ganado dieciséis mil francos; no os pongáis de mal humor: os daré cuatro mil, y dos mil a Eugenia.

La señora Danglars dirigió a su marido otra mirada despectiva.

‑¡Oh! ¡Dios mío! ‑exclamó Debray.

‑¿Qué? ‑preguntó la baronesa.

‑Si no me engaño, son vuestros caballos. Vuestros propios caba­llos en el carruaje del conde.

‑¡Mis caballos tordos! ‑exclamó la señora Danglars.

Y se lanzó hacia la ventana.

‑Es verdad ‑dijo.

Danglars estaba estupefacto.

‑¿Es posible? ‑dijo Montecristo, fingiendo asombro.

‑¡Es increíble! ‑murmuró el banquero.

La baronesa dijo unas palabras al oído de Debray, que se acercó a su vez a Montecristo.

‑La baronesa os pregunta en cuánto os ha vendido su marido ese tiro de caballos.

‑No sé ‑dijo el conde‑, es una sorpresa que me ha dado mi ma­yordomo y... y que me ha costado treinta mil francos, según creo.

Debray fue a llevar esta respuesta a la baronesa.

Danglars estaba tan pálido y desconcertado, que el conde fingió te­ner piedad de él.

‑Ya veis ‑le dijo‑ cuán ingratas son las mujeres; este obsequio de parte vuestra no ha conmovido a la baronesa. Ingrata, no es la pa­labra; loca debiera decir. Pero qué queréis, siempre se desea lo que fastidia, así, pues, lo mejor que podéis hacer, señor barón, es no volver a hablar una palabra del asunto, éste es mi parecer, pero podéis hacer lo que os parezca.

Danglars no respondió; preveía en su próximo porvenir una escena desastrosa. Ya se habían arrugado las cejas de la señora baronesa, y cual otro Júpiter Olímpico, presagiaba una tempestad. Debray, que la oía ya empezar a rugir, dio una excusa cualquiera y se despidió.

Montecristo, que no quería incomodar de ninguna manera al eno­jado matrimonio, saludó a la señora Danglars y se retiró, entregando al barón a la cólera de su mujer.

‑Bueno ‑dijo Montecristo retirándose‑, he conseguido lo que quería. Tengo en mis manos la paz del matrimonio, y de un solo golpe voy a adquirir el corazón del barón y el de la baronesa. ¡Qué dicha! Mas aún no he sido presentado a la señorita Eugenia Danglars, a quien hubiera deseado conocer. Pero ‑añadió con aquella sonrisa que le era peculiar‑, estoy en París y me queda mucho tiempo..., otro día será...

Dicho esto, el conde montó en su carruaje y volvió a su casa.

Dos horas después escribió una carta encantadora a la señora Dan­glars, en la que le decía que, no queriendo iniciar su entrada en el mundo parisiense contrariando a tan hermosa dama, le suplicaba aceptase sus caballos. Tenían los mismos arneses que ella había visto por la mañana, solo que en el centro de cada roseta que llevaban sobre la oreja, el conde había hecho engastar un diamante.

Danglars recibió también una carta del conde. Le pedía permiso para ofrecer a la baronesa este pequeño capricho de millonario, ro­gándole que excusase las maneras orientales con que iba acompañado el regalo de los caballos.

Aquella tarde, Montecristo partió hacia Auteuil, acompañado de Alí.

Al día siguiente, a las tres, Alí, llamado por un timbrazo, entró en el gabinete del conde.

‑Alí ‑le dijo éste‑, varias veces me has hablado de lo habilidad para lanzar el lazo.

Alí hizo una señal afirmativa y se irguió con orgullo.

‑Bien... Así, pues, ¿podrías detener un toro?

Alí hizo otra señal afirmativa.

‑¿Un tigre?

La misma respuesta por parte de Alí.

‑¿Un león?

Alí hizo el ademán de un hombre que lanza el lazo, a imitó un ru­gido.

‑¡Bien!, comprendo ‑dijo Montecristo‑, ¿has cazado leones?

Alí hizo un orgulloso movimiento de cabeza.

‑¿Pero detendrás en su carrera dos caballos desbocados?

Alí se sonrió.

‑¡Pues bien!, escucha ‑dijo el conde‑, dentro de poco pasará por aquí un carruaje tirado por dos caballos tordos, los mismos que yo tenía ayer. Es preciso que a todo trance le detengas delante de mi puerta.

Alí bajó a la calle y trazó delante de la puerta una raya sobre la arena. Después volvió y mostró la raya al conde, que le había seguido con la vista.

Este le dio dos golpecitos en el hombro, era su modo de dar las gracias a Alí. Luego el negro fue a fumar en pipa a la esquina que formaba la casa, mientras que Montecristo volvía a su gabinete.

A las cinco, es decir, a la hora en que el conde esperaba el carrua­je, su rostro presentaba señales casi imperceptibles de una ligera im­paciencia. Paseábase en una sala que daba a la calle, aplicando el oído por intervalos, y acercándose de cuando en cuando a la ventana, por lo cual descubrió a Alí arrojando bocanadas de humo con una regula­ridad que demostraba que el negro estaba dedicado enteramente a esta importante ocupación.

De pronto se oyó un ruido lejano, pero que se acercaba con la ra­pidez del rayo. Después apareció una carretela, cuyo cochero quería en vano detener los caballos que avanzaban furiosos con las crines eri­zadas, más bien saltando con impulsos insensatos que galopando.

En la carretera, una joven y un niño de siete a ocho años, estaban abrazados. Tan aterrados estaban que habían perdido hasta las fuer­zas para gritar. Hubiera bastado una piedra debajo de la rueda o un árbol en medio del camino para romper el carruaje que crujía.

Iba por medio de la calle, y oíanse en ésta los gritos de terror de los que le veían acercarse.

De repente, Alí tira su pipa, saca de su bolsillo el lazo, lo lanza, envuelve en una triple vuelta las manos del caballo de la izquierda, se deja arrastrar tres o cuatro pasos por la violencia del impulso, pero al cabo cae sobre la lanza, que rompe, y paraliza los esfuerzos que hace el caballo que quedó en pie para continuar su carrera. El cochero apro­vecha este momento para saltar de su pescante, pero ya Alí había agarrado las narices del segundo caballo con sus dedos de hierro, y el animal, relinchando de dolor, cae convulsivamente junto a su com­pañero.

Esta escena transcurrió en menos tiempo del que hemos empleado en describirla. Sin embargo, bastó para que de la casa de enfrente saliese un hom­bre seguido de muchos criados. En el momento en que el cochero abría la portezuela, arrebató de la carretela a la dama, que con una mano se agarraba a los almohadones, mientras que con la otra estre­chaba contra su pecho a su hijo desmayado. Montecristo los llevó a un salón, y los colocó sobre un canapé.

‑No temáis nada, señora‑dijo‑, estáis a salvo.

La mujer volvió en sí, y por respuesta le presentó su hijo con una mirada más elocuente que todas las súplicas. En efecto, el niño estaba desmayado.

‑Sí, señora, comprendo ‑dijo el conde examinando al niño‑, pero tranquilizaos, nada le ha sucedido, y sólo el miedo ha embargado sus sentidos.

‑¡Oh, caballero! ‑exclamó la madre‑, ¿no decís eso para tran­quilizarme? ¡Mirad cuán pálido está! ¡Hijo mío, Eduardo! ¿No con­testas a lo madre? ¡Ah, caballero, enviad a buscar un médico! ¡Doy mi fortuna a quien me devuelva a mi hijo!

Montecristo hizo con la mano un movimiento para tranquilizar a la desolada madre, y abriendo un cofre sacó de él un frasco de cristal de bohemia que contenía un licor rojo como la sangre, y del que dejó caer una sola gota sobre los labios del niño. Este, aunque sin perder la lividez de su semblante, abrió los ojos. Al ver esto, la alegría de la madre no tuvo límites.

‑¿Dónde estoy ‑exclamó‑, y a quién debo tanta felicidad después de una prueba tan cruel?

‑Estáis, señora ‑respondió Montecristo‑, en casa del hombre más dichoso por haber podido evitaros un pesar.

‑¡Oh, maldita curiosidad la mía! Todo París hablaba de esos mag­níficos caballos de la señora de Danglars, y he tenido la locura de querer probarlos.

‑¡Cómo! ‑exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida‑. ¿Son esos caballos los de la baronesa?

‑Sí, señor. ¿La conocéis?

‑Tengo el honor de conocerla y mi alegría es doble por haberos sal­vado del peligro que os han hecho correr, porque ese peligro es a mí a quien podéis atribuir. Había comprado ayer estos caballos al barón, pero la baronesa pareció sentirlo tanto, que se los envié ayer supli­cándole que los aceptase de mi mano.

‑¿Entonces sois vos el conde de Montecristo, de quien tanto me ha hablado Herminia?

El mismo ‑dijo el conde.

‑Yo, caballero, soy Eloísa de Villefort.

El conde saludó como si se pronunciara delante de él un nombre enteramente desconocido.

‑¡Oh, cuán reconocido os quedará el señor de Villefort! ‑repuso Eloísa‑, porque en realidad, él os debe nuestras dos vidas; segura­mente sin vuestro generoso criado nuestro hijo y yo habríamos muerto.

‑¡Ay, señora!, aún me estremezco al pensar en el peligro que ha­béis corrido.

‑¡Oh!, yo espero que me permitiréis recompensar debidamente la acción de ese hombre.

‑Señora ‑dijo Montecristo‑, no me echéis a perder a Alí, os lo ruego, ni con alabanzas ni con recompensas. Son vicios que no quiero yo que adquiera. Alí es mi esclavo; salvándoos la vida me sirve, y su' deber es servirme.

‑¡Pero ha arriesgado su vida! ‑exclamó la señora de Villefort, a quien este tono de superioridad impresionó profundamente.

‑Yo he salvado la suya, señora ‑respondió Montecristo‑; por consiguiente, me pertenece.

La señora de Villefort se calló. Tal vez reflexionaba, acerca de aquel hombre que, a primera vista, causaba una impresión tan profunda en todas las personas.

El conde contempló al niño, al que su madre cubría de besos. Era flaco, blanco como los niños de pelo rojo, y, sin embargo, un bosque de cabellos cubría su frente, y cayendo sobre sus hombros adornaban su rostro y aumentaban la vivacidad de sus ojos, llenos de malicia y de juvenil maldad. Su boca, apenas sonrosada, era ancha y de del­gados labios; sus facciones anunciaban doce años de edad, por lo me­nos. Su primer movimiento fue desembarazarse de los brazos de su madre para ir a abrir el cofre del que el conde había sacado el frasco de elixir. Después, sin pedir permiso a nadie, y como un niño acos­tumbrado a hacer todos sus caprichos, se puso a destapar todos los frascos.

‑No toques ahí, amiguito ‑dijo vivamente el conde de Montecristo‑, algunos de esos licores son peligrosos, no solamente al be­berlos, sino al respirar su olor.

La señora de Villefort palideció y detuvo el brazo de su hijo, al que atrajo hacia sí. Pero, calmado su temor, echó sobre el cofre una rápida pero expresiva mirada, que al conde no pasó inadvertida.

En este momento entró Alí.

La señora de Villefort hizo un movimiento de alegría, y llamando al niño, le dijo:

‑Eduardo, mira a este buen servidor, es un valiente, porque ha ex­puesto su vida por detener los caballos que nos arrastraban y el ca­rruaje que iba a romperse. Dale las gracias, porque probablemente, a no ser por él, los dos habríamos perdido la vida.

El niño entreabrió la boca y volvió desdeñosamente la cabeza.

‑Es muy feo ‑‑dijo.

El conde se sonrió, como si el niño acabase de realizar una de sus esperanzas. En cuanto a la señora de Villefort, respondió a su hijo con una moderación que no hubiera sido seguramente del gusto de Juan Santiago Rousseau si el pequeño Eduardo se hubiese llamado Emilio.

‑Mira ‑dijo en árabe el conde a Alí‑, esta señora dice a su hijo que lo dé las gracias por la vida que has salvado a los dos, y el niño responde que eres muy feo.

Alí volvió su inteligente cabeza un instante, y miró al niño sin ex­presión aparente. Pero un ligero estremecimiento de su mano demos­tró a Montecristo que el árabe acababa de ser herido en el corazón.

‑Caballero ‑preguntó la señora de Villefort levantándose‑, ¿es ésta vuestra morada habitual?

‑No, señora ‑respondió el conde‑. Es una especie de parador que he comprado. Vivo en los Campos Elíseos, número 30. Pero veo que estáis perfectamente repuesta y que deseáis retiraros. Acabo de mandar que enganchen esos caballos a mi carruaje, y Alí, ese mucha­cho tan feo ‑dijo al niño, sonriendo‑, va a tener el honor de con­duciros a vuestra casa, mientras que vuestro cochero quedará aquí cuidando de la reparación del carruaje, y una vez terminada ésta, uno de mis tiros de caballos le volverá a conducir directamente a casa de la señora Danglars.

‑Pero ‑dijo la señora de Villefort‑, no me atreveré a ir con esos mismos caballos.

‑¡Oh!, vais a ver, señora ‑dijo Montecristo‑, en manos de Alí se volverán tan mansos como dos corderos.

Alí se había acercado, en efecto, a los caballos, a los que habían puesto de pie con mucho trabajo. Tenía en la mano una esponja empa­pada en vinagre aromático. Frotó con ella las narices y las sienes de los caballos, cubiertos de espuma y de sudor, y casi al punto empeza­ron a relinchar estrepitosamente y estremecerse durante algunos se­gundos.

Luego, en medio de una gran muchedumbre, a la que los restos del carruaje y el rumor que se había esparcido de aquel suceso, había atraído a la casa, Alí enganchó los caballos al coupé del conde, reunió en su mano las riendas, subió al pescante, y con gran asombro de los circunstantes, que habían visto a estos caballos impelidos como por un torbellino, se vio obligado a usar el látigo para hacerlos partir, y aun así no pudo obtener de los famosos tordos, ahora petrificados, casi muertos, más que un trote tan poco seguro y tan lánguido que tardaron dos horas en conducir a la señora de Villefort al barrio de Saint‑Honoré, donde tenía su domicilio.

Apenas hubo llegado a ella, y aplacadas las primeras emociones, escribió el siguiente billete a la señora Danglars:

 

Querida Herminia:

Acabo de ser milagrosamente salvada con mi hijo por ese mismo conde de Montecristo de quien tanto hemos hablado ayer tarde, y que tan lejos estaba yo de sospechar que había de ver hoy. Ayer me hablasteis de él con un entusiasmo que no pude menos de burlarme, creyendo que exagerabais, pero hoy me he convencido de que era fundado. Vuestros caballos se desbocaron en Renelagh, y seguramen­te íbamos a ser despedaxados mi Eduardo y yo, cuando un árabe, un nubio, un hombre negro, en fin, al servicio del conde, detuvo a una señal suya el impulso de los caballos, exponiéndose a morir él mismo, y fue un milagro que no hubiera sucedido. Entonces acudió el conde, nos llevó a Eduardo y a mí a su casa, a hixo volver en sí a Eduardo. En su propio carruaje fui conducida a casa, el vuestro os lo enviarán mañana. Encontraréis bastante débiles a los caballos des­pués de este incidente. Están como atontados, diríase que no podían perdonarse a sí mismos haberse dejado domar por un hombre. El con­de me encarga os diga que dos días de reposo y por todo alimento ce­bada, los repondrán del todo.

¡Ah, Dios mío! No os doy las gracias por mi paseo, y cuando lo re­flexiono, es una ingratitud el guardaros rencor por los caprichos de vuestros caballos, porque a uno de esos caprichos debo el haber visto al conde de Montecristo, y el ilustre extranjero me parece un hom­bre muy curioso y tan interesante que quiero estudiarle a toda costa, aunque tuviese que dar otro paseo al bosque con vuestros mismos ca­ballos.

Eduardo ha sufrido el accidente con un valor maravilloso. Se des­mayó, pero sin lanxar un grito, y tampoco derramó después una lágri­ma. Aún me diréis que me ciega el amor materno, pero en ese cuerpo tan débil y delicado hay un alma de hierro.

Nuestra querida Valentina me da mil recuerdos para vuestra hija Eugenia, y yo os abraxo de todo corazón.

Eloísa de Villefort.

 

P. D.: Procurad que yo pueda ver en vuestra casa de cualquier modo que sea• a ese conde de Montecristo. Quiero absolutamente volverle a ver. Por otra parte, acabo de obtener del señor de Villefort que le haga una visita; espero que se la devolverá.

 

Aquella noche, el suceso de Auteuil era el tema de todas las con­versaciones. Alberto se lo contada a su madre. Chateau‑Renaud, en el Jockey Club, Debray en el salón del ministro, Beauchamp también hizo al conde la galantería de poner en su periódico un párrafo que ensalzó al conde poniéndole a la altura de un héroe. En fin, esta acción le valió a Montecristo la admiración y el interés de todas las mujeres de la aristocracia.

Muchas personas fueron a inscribirse en casa de la señora de Vi­llefort, a fin de tener derecho a renovar su visita en tiempo útil y oír entonces de su boca todos los detalles de esta pintoresca aventura.

En cambio al señor de Villefort, como había dicho Eloísa a su amiga la señora Danglars, se puso un pantalón negro, frac de igual color, chaleco y corbata blancos, guantes amarillos y subió a su carretela, que le condujo aquella misma tarde a la puerta de la casa número 30 de los Campos Elíseos.

Capítulo séptimo

Ideología

Si el conde de Montecristo hubiese vivido más tiempo en el mun­do parisiense habría apreciado la visita que le hacía el señor de Vi­llefort.

Considerado por todos como un hombre hábil, como suele consi­derarse a las personas que no han sufrido ningún descalabro político; aborrecido de muchos, pero protegido con ardor por algunos, sin ser por eso mejor querido de nadie, el señor de Villefort se encontraba en una alta posición en la magistratura y la mantenía como un Harley o como un Molé. A pesar de haberse regenerado sus salones, por una mujer joven y por una hija de su primer matrimonio, de edad apenas de dieciocho años, no dejaban de observarse en ellos el culto de las tradiciones y la religión de la etiqueta. La cortesía fría, la fidelidad absoluta a los principios del gobierno, un desprecio profundo de las teorías y de los teóricos, el odio a los ideólogos, tales eran los elemen­tos de la vida interior y pública del señor de Villefort.


Date: 2015-12-17; view: 461


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