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El genio del idioma es conservacionista

 

Quizás esta palabra vaya contra el genio de la lengua: «conservacionista». Demasiado larga, demasiado artificial. El diccionario la hace equivaler a «ecologista». Podríamos definir al idioma como «conservador»: que conserva, como el conservador de un museo. Pero las connotaciones políticas de la palabra pueden dar una idea equivocada, porque el genio también se ha mostrado capaz de innovar, de inventar y de adaptarse a los nuevos tiempos. Ahora bien, le gusta conservar todo cuanto ha ido atesorando.

Pero el genio del idioma no guarda sus recuerdos porque sí; no le podemos incluir en ese tipo de gente incapaz de tirar nada y que almacena un montón de objetos inservibles en su trastero. Al contrario: él ha creado un archivo muy bien ordenado (ya hemos visto que así es su carácter), y muy productivo. Todo lo que ha guardado a lo largo de su enorme historia lo deja al alcance de la mano para cuando le hace falta.

Así, ante nuevas necesidades acude al almacén de sus palabras y extrae la que necesita. Esto ha de conjugarse, claro está, con su carácter tranquilo. A veces reacciona deprisa, pero sólo cuando siente que se le espera con ansiedad y dudas. En ocasiones, por el contrario, le lleva años y años tomar la decisión de salir del letargo y abrir la documentación que guarda. Algo que le suele pasar cuando se ha puesto en circulación una palabra ajena, inventada por un genio extraño y sin relación con su pasado (el latín, el griego, el árabe). Le parece tal afrenta, que durante un tiempo se hace el interesante. Pero después aparecerá con su palabra, vieja y deslumbrante como una joya de anticuario.

Por conservar, hasta conserva a veces lo que no le gusta. Todo sea por no desaprovechar nada.

La letra x, por ejemplo. Esta letra va claramente contra el genio genuino del idioma español. Infinidad de hablantes no la pronunciaron bien durante siglos. Sólo personas con la prosodia educada eran capaces de articular correctamente este sonido. Y cada día oímos esamen, ekcepto, sacto (por «exacto») o toras (por «tórax»).

La x debería haber desaparecido de nuestro idioma, y la tendencia parecía clara: sistemáticamente, esta letra era sustituida por una j (dixo se convirtió en «dijo», texer evolucionó hacia «tejer», el griego partidoxa se mudó en «paradoja» ... ). El vulgo lo tenía claro: le molestaba esa pronunciación, que casi se desvaneció en las palabras patrimoniales.

Pero los cultismos que entraron con legajos y papelajos respetaron la x, tanto los latinos («máximo», «explicar»...) como los griegos («galaxia», «ortodoxo»... en este último caso con la misma etimología final de «paradoja»).

No es difícil suponer que el genio aceptó la letra a regañadientes, como ya hemos visto que hizo con otros muchos paquetes que llegaban por la vía culta, puesto que lo arreglado por un lado se descomponía por el otro. «Es sintomático -ha escrito jorge Bergua Cavero[57]- que x sea el único grafema del alfabeto español cuyo nombre («equis») no contiene el sonido en cuestión».



Las palabras cultas que incluían la x resultaron ser útiles, en efecto; incluso esa letra sirvió para prestigiarlas (como prestigia a quienes saben pronunciarla). Más adelante el genio del español se vería reconfortado en esa decisión adoptada con escaso convencimiento: los hispanohablantes de la altiplanicie a los que inoculó el espíritu del español en América sabían decir con anterioridad «Tlaxcala», «Xochimilco»... Incluso «Quetzalcoatl» o «Popocatepetl». Ellos avalarían las x, incluso con seseo; pero curiosamente no lograron que sus padres españoles pronunciaran un dúo de fonemas como /tl/ al final de palabra (chocolatl, cacahuatl), porque se llevaron a la Península las adaptaciones «chocolate» o «cacahuete». Con chocolates y cacahuetes, por supuesto[58].

Otra muestra de conservadurismo, en este caso gráfico, nos la proporciona la letra h. El fonema que le correspondía dejó de pronunciarse en latín en el siglo I antes de Jesucristo. Pero la h se mantuvo en la escritura como marcador genético: ahora nos ayuda a conocer la procedencia histórica de un término y a relacionar algunos entre sí («hielo» y «helada», «herrumbre» y «hierro) ... y a cometer faltas de ortografía.

Conservacionista como es, al genio del idioma le pareció bien que no perdiéramos esta rara avis en nuestra fauna. Y hasta repobló algunas zonas, porque en el siglo XVIII -época cultista en que la Academia impulsó la restitución de la h a muchas palabras que la merecían- dotó también de esta letra impronunciable a términos como «huevo» o «hueso», que en latín se escribían ovum y ossum. Eso explica la extraña diferencia entre orphanus y «huérfano», que nos lleva a escribir «orfanato» . Pero, con la fuerza de las analogías y de la tradición como las percibimos (incluidos sus errores de interpretación), el genio nos hace suponer ahora que difícilmente escribiríamos con normalidad «uérfano» si tenemos la semejanza de «huerto» (hortus) o «huelga» (holgar).

El espíritu conservacionista le llevó al genio a proteger las palabras propias, los árboles y los animalillos con los que había crecido en su bosque. Por eso le molestan los extranjerismos a los que corresponde un equivalente en español: porque pisan las palabras autóctonas hasta secarlas. No sólo eso, sino que dejan sin agua también a algunas de los alrededores. Los extranjerismos tienen la puerta abierta si traen frutos nuevos. Habrán de acomodarse, eso sí, a las características de este bosque, usar el mismo riego y vivir de la misma savia. De otro modo, sencillamente no le gustan.

Las palabras foráneas disponen de distintas maneras de llamar a la puerta del paraíso. Pueden presentarse como extranjerismo, como préstamo, como adaptación fonética, como calco, como traducción libre... hasta disfrazadas de etimología popular. La reacción del genio no será la misma en cada caso.

Por ejemplo, la palabra «fútbol». Se presentó el extranjerismo, football, y no pasó. La grafía inglesa no le resultaba grata a nuestro genio. Apenas son ocho las consonantes que le gustan para formar finales de palabra, y aquí se presentaba nada menos que una ll (que ni siquiera procedía de su hermano el catalán como la ya acogida «detall»), además de una doble o que se pronuncia como /u/. Apareció luego el calco «balompié», y sí pasó al jardín, pero se quedó en un rincón. Allí fabricó un nuevo fruto, «balompédico», y hasta sirvió para dar nombre oficial a tres o cuatro equipos españoles (el Real Betis Balompié, el Albacete Balompié, la Balompédica Linense...). Y finalmente llegó el préstamo «fútbol», que mostró sus credenciales de palabra españolizada. (Un préstamo es la palabra que un idioma toma de otro sin traducirla, pero adaptada fonéticamente por lo general). El genio la aceptó. Y sin embargo se puede atisbar que aún le parece mejorable su presentación (ya sabemos que es lento). Sí, es cierto que esa t y esa b no le agradan juntas, porque no tiene precedentes en su patrimonio[59]. Por eso ha empezado a difundir por ahí la especie fúrbol, quién sabe con qué intenciones. Esta posibilidad cuenta con la analogía de «árbol», entre otras... y empieza a hacer su trabajo. (El diccionario recoge 119 palabras terminadas en l y con acento en la penúltima sílaba). La etimología popular ya ha creado fúrgol, pues de marcar goles se trata; y el pueblo también ha vadeado el problema con una fórmula que se oye en muchas frases de aldea y de familia: «los niños están jugando al balón». O tal vez «están jugando al gol»[60].

Todas las posibilidades de entrada del concepto «fútbol» definen con cierta claridad el funcionamiento de nuestro genio. Y aquí ha actuado en una primera fase con cierta rapidez, dado el carácter tan atractivo de ese deporte y su éxito en todo el mundo hispano. Con «squash» se lo pensará un poco más[61].

«El préstamo trata de llenar una laguna en la lengua receptora», explica García Yebra[62]. Y, claro, los préstamos fueron antes extranjerismos (palabras que no se adaptan a la lengua receptora). Como tales no entraron (el genio no les dejó pasar), pero su insistencia acabó modificándolos para obtener el pase.

No hay ninguna lengua conocida que pueda considerarse lengua pura. Pero Valentín García Yebra, maestro de traductores y académico, ha escrito: «desde el punto de vista del traductor, el extranjerismo es una confesión de impotencia», o también, «una muestra de esnobismo»[63]. García Yebra interpreta al genio de la lengua con acierto (como no podía ser menos, dada su sabiduría): a estas alturas, la creación del idioma a cargo de nuestro genio es tan ingente que no puede permitir que le muestren las vergüenzas. Aceptar un extranjerismo significa confesar una laguna. El genio es orgulloso también. Pero el calco puede resolver eso, al menos testimonialmente. Nos imaginamos al genio diciendo: «vale, acepto "fútbol" por ahora. Pero ponme ahí al lado "balompié", que ya veré qué se me ocurre más adelante. No hay prisa». Y para empezar, se le ocurrió «balompédico». Por eso el sabio García Yebra defiende que no consideremos peyorativamente el calco. Además, los hay magníficos, como decir «telefonazo» donde el francés proponía coup de téléphone.

El préstamo y el calco ya se daban en latín con relación al griego: atomus, por ejemplo, es un préstamo del griego átomos; y accentus un calco de prosodía.

A veces no resulta fácil distinguir el calco de la traducción. Pero, en cualquier caso, en esos procesos vemos al genio trabajando: restaurant, por ejemplo, dio tímidamente «restorán» y «restauran», pero finalmente el español ha acogido «restaurante» porque le suena propio. ¿Es un calco? Puede, pero ¿no será en realidad una traducción? El genio, no obstante, ha conservado una planta interesante en su inmenso jardín botánico. Porque ya disponíamos de «fonda». Ahora bien, «restaurante» añade modernidad al concepto. Pero él se encargará de resucitar el valor auténtico de aquella palabra popular. Y ya la está prestigiando por otro lado: La Fonda de las perdices, La Fonda del Cordero...

 

Las palabras antiguas. Hemos dicho que el genio es conservacionista. Cuando llegan a su puerta «autobús» o «autocar», percibe su rasgos extraños, y por eso defiende «coche de línea» o simplemente «coche». En los pueblos españoles se decía: «¿a qué hora llega el coche de línea?», «voy a tomar el correo» (el coche o el tren que llevaban y traían el correo). Todavía hoy resiste la expresión «cochera», frente a «garaje» o parking y, conociendo al genio del idioma, no aventuraríamos mucho si creyéramos que algún día reaparecerá con fuerza la vieja palabra castellana.

El gusto del genio por los vocablos antiguos lo percibirnos a menudo cuando nos saltan al oído, pronunciados por un agricultor o por un ganadero... o por un arquitecto o un navegante. La hermosura de sus sonidos nos invita a que los aprehendamos y a no soltarlos ya nunca. Ese gusto por los aperos del campo, por las viejas medidas de capacidad, por el almohaz o la almohaza que sirve para limpiar las jacas, por la muserola y la serreta, la gualdrapa de lana colorida y el calandrajo trasañejo... Y como antiguas eran, al genio de la lengua también le encandilaron las palabras que halló en América: «calma», «colibrí», «guacal», «tamarindo», «guanasco», «cuate», «churuata»... Los hablantes de tierras americanas le devolvieron al genio la cortesía y conservaron en su nombre muchas voces que se perdían en España, con el encargo de regresarlas hacia la Península algún día: «Azafate», «rancho», «zafar», «auspiciar»... Ya están volviendo.

Una lengua es la suma de las posibilidades de hablarla, explicó Eugenio Coseriu[64]; posibilidades que en parte ya han sido realizadas históricamente y en parte están aún por realizar. No es un sistema cerrado, sino que se halla en permanente sistematización. El genio conoce bien sus propios recursos y por eso intenta reactivarlos. Ya reactivó «azafata», o la palabra «chupa» en el lenguaje juvenil español (cazadora de cuero) para recordar aquella que usaban los maestros (la chupa del dómine, siempre tan desastrada).

¿Por qué? Porque dispone de un caudal inmenso de recursos. Y es capaz de mirar hacia dentro para encontrar las soluciones que se le piden desde fuera. Lo hicieron en su día el latín y el griego, que bucearon en sus propios genes con la intención de aportar alternativas a la modernidad. Tiene un bosque lleno de especies animales y vegetales, y para conservarlas necesita que resulten útiles. En la creación de palabras acude a sus propias herramientas. Utiliza los prefijos como semillas para mezclar; logra derivaciones y ramificaciones; y compone vocablos mediante injertos de su propio jardín. Conservó los prefijos del latín y del griego que había heredado, y todavía les saca partido. Ha hecho de ellos su fórmula principal de crecer y evolucionar, y de dar respuesta a los retos que se le plantean. Y siguen activos. «Superactivos», diríamos para homenajearles con la palabra misma. Porque ha creado el «hipermercado» y la «macrosuperficie» y la «macrofiesta», y el «minigolf», y seguramente todo eso le parece «megadivertido».

En todos estos procedimientos, el castellano supera en riqueza y variedad a la lengua latina[65].

Esas partículas que sirven para crear palabras -prefijos y sufijos- se mezclan entre sí (la parasíntesis) en combinaciones de jardinero para crear nuevos términos: «des-alm-ado», «com-pone-dor», «real-iza-ción», «bomba-rdear», «a-bomb-ar», «em-par-ej-ar»...

También acude el genio a sus propios recursos mediante la derivación, léxica o afectiva: «tontada», «patronazgo», «peregrinaje», «tizón» (léxica); «calvorota», «tipejo», «grandullón», «camastro», «pintoresco»... (afectiva).

Y no se olvida de la composición, mediante dos conceptos que se unen: «abrecartas», «sacacorchos», «paticorto», «metomentodo», «cuellilargo», «cejijunto», «padrenuestro», «hincapié», «bracicorto», «ganapierde», «catalejo»... Una posibilidad también muy activa hoy en día, muestra de la vitalidad del genio: en los últimos años ha compuesto palabras como «telebasura», «pinchadiscos», «quitanieves», «quitamiedos», «comecocos»... incluso algún híbrido divertido, como «amigovio» (para esa fase intermedia en las relaciones que no es ni una cosa ni otra y que tiene algo de las dos).

Esta facilidad para la composición la heredó del griego. Pero digamos la verdad: el genio del idioma español no ha alcanzado aquella maestría del genio clásico por excelencia. El griego, en efecto, comparte ese rasgo con el sánscrito[66]. Mas ni el latín ni el castellano supieron adoptar tal ductilidad. El genio del idioma español sí ha podido lograr esas composiciones, aunque a diferencia del griego -además de respetar el orden con el verbo por detrás, allá donde lo haya- no logra que fructifiquen con derivados. El griego nos da «filología», pero también «filológico» o «filólogo»; «misoginia», pero también «misógino»; «filantropía» origina «filántropo» y «filantrópico»... y lo mismo pasa coro «filosofía», «parapsicología» o «democracia», que pueden alumbrar otros derivados. En cambio, el español no ha podido sacar más derivados a sus composiciones: no tenemos -ni podríamos tener- quitanievístico ni cantautorismo, por ejemplo. Así que una palabra semejante iría contra el genio del idioma, mal que le pese.

Por eso, y porque forman parte de su pasado, el genio gusta de abrir la puerta a todo tipo de voces científicas formadas con cromosomas griegos o latinos, porque, conservacionista como es, aprecia ese regreso a la antigüedad para rescatar las viejas raíces del bosque ya casi perdidas.

En todos sus procesos, este genio se muestra claramente ecológico. Lo recicla todo, no desperdicia nada si le resulta útil, pero tampoco lo guarda si lo ve prescindible. Su reciclamiento de vocablos es proverbial. Los ha moldeado y modificado, pero tal actividad no deja de ser una forma de conservarlos. Y aun así, algunos de ellos los ha traído hasta nosotros exactamente igual que se escribían hace miles de años. «Fortuna», «rosa», «amo», «gratis», «incuria», «fama», «cura»... Tampoco desperdicia los frutos que caen cerca de su árbol si los ve próximos y familiares: «morriña», «cobla», «mamey», «kiosco»...

Ángel Rosenblat nos habló de que en el lenguaje se dan dos corrientes enfrentadas: una que se basa en la innovación y otra que pretende claramente la conservación. De la lucha entre ambas resulta la evolución de la lengua. Es curioso que en el español ocurra eso ahora, porque distintos investigadores, en diferentes épocas, caracterizaron al latín hispánico por su arcaísmo y su conservadurismo. Y a la vez, paradójicamente, existe un cierto número de particularidades que permiten calificar al latín de Hispania como innovador[67].

Son las dos corrientes que debe gobernar el genio, ya lo sabemos. Pero conociéndole como empezamos a conocerlo aquí, creeremos que su proverbial lentitud le inclinará a dar más valor a esta segunda fuerza: la conservacionista.

 

Decisiones anteriores. En los años treinta del siglo pasado, el teatro Romea de Barcelona anunciaba un espectáculo donde se podría ver a «cinco girls con los senos en libertad»[68]. Ahora nadie utilizaría ese anglicismo, puesto que los senos en libertad pueden corresponder a cualquier procedencia. Años más tarde, los jóvenes se reunirían en guateques en torno a un pick-up, palabra que circuló durante un buen tiempo hasta que el genio de la lengua inventó el «tocadiscos» . Con el tenis llegaron smash, lob, out, deuce... y el tiempo hizo que surgieran «mate», «globo», «fuera», «iguales»... palabras todas que ya tenía de antes, y que valía la pena reciclar.

En la actualidad, Internet y todo el mundo nuevo de la informática están imponiendo, es cierto, un vocabulario especializado. Sin embargo, nos encontramos ante una situación que el genio ya conocía y sobre la que había tomado decisiones en tiempos lejanos. Si analizamos aquéllas, podemos imaginar qué sucederá con éstas.

Como ya hemos visto, el fútbol, inventado en Inglaterra, nos trajo una jerga que incluía en su tiempo palabras como las que hemos citado más arriba, a las que podemos añadir manager, shoot, dribbling..., que luego se quedaron en «secretario técnico» o «director deportivo»; en «disparo» o «lanzamiento», y en «regate». Y el viejo plongeon se dice ahora «tirarse a la piscina» (si se pretende simular una falta) o «estirada» y «palomita» (si se trata de una acción del guardameta). La palabra football era traducible, desde luego; pero «balompié» no tenía una existencia anterior a ella (por eso es un calco del inglés, porque se inventó más tarde). En cambio, sí existían en español las palabras «portero», «delantero» , «defensa»... y por ese motivo no prosperaron las fórmulas foráneas. Porque el genio es conservacionista, v acude con frecuencia para sus plantaciones y repoblaciones a las especies de las que ya dispone. Eso las resguarda además de la depredación que suelen producir los anglicismos: entra «cúter» y ya nadie parece recordar «estilete», «fleje» o «lanceta» (en el aeropuerto de Bogotá oí que una empleada que necesitaba abrir un precinto se refería a esta cuchilla como «bisturí»). Pero así como reapareció «regate» para sustituir a dribbling, bien puede pensarse que algún día recuperaremos, por influencia del genio de la lengua, alguna de estas cuatro formas de referirse a un pequeño utensilio que corta. Ya decimos que suele tardar más en reaccionar cuando se topa con una palabra que se usa sin consultarle.

Pues bien, en el caso de la informática, «mensaje» es también anterior a mail; «enlace» precede a link; y «conectar» y «enchufar» se conocen antes que plugin. Y, por supuesto, el prefijo griego cíber- cumple con ventaja (y con más antigüedad) el papel de la raquítica e que en inglés (menos rico que el español en la creación de palabras mediante prefijos, infijos y sufijos) sirve para abreviar el concepto «electrónico»[69]. Por eso podemos decir «cibermensaje», «cibercorreo», «ciberdirección», «ciberbuzón» (términos estos que un norteamericano común no sabría diferenciar, pues en todos los casos diría e-mail), o «cibercafé», «ciberforo» y «cibercharla». El genio del idioma conoce bien esos recursos para la formación de palabras, como ya hemos visto antes, y podemos esperar que haga una incursión en su historia, igual que en otras ocasiones, para regresar de allá con algunas opciones como éstas.

Bastará con que ciertos hablantes de prestigio o algún medio de comunicación beban en fuentes parecidas para que los usuarios del español las reconozcan de inmediato como suyas y las acepten. Estarán acudiendo así a sus propios cromosomas verbales, con los que sin duda se sentirán más cómodos porque se adaptan mejor a su pensamiento y al perfume de las palabras heredadas. Esta reacción colectiva es más tardía, pero también más duradera cuando de recuperar las viejas palabras se trata. Puede que la extensión de los anglicismos se produzca con mayor rapidez, pero con frecuencia se quedan sólo en el semblante del idioma, del que después desaparecen.

Un buen ejemplo es la palabra «dopaje», puesta en circulación por la Academia como alternativa a doping y que fue acogida inmediatamente por hablantes y periodistas. «Dopaje» atiende al genio del idioma («anclaje», «pelaje», «pillaje», «doblaje» ...) mientras que la terminación de doping jamás se habría incrustado con naturalidad en nuestra lengua. De cualquier forma, aún queda la posibilidad de que el genio alumbre, con su lentitud proverbial, una posibilidad más que se acerque a sus cromosomas propios y se aleje del préstamo. Tal vez «trampeo», tal vez «drogaje»... quién sabe.

Pero eso que acaba de suceder con «dopaje» ya ocurrió en el siglo XIII (el genio no hace sino dar muestras de que sigue siendo el mismo). Porque Alfonso X el Sabio y sus colaboradores se enfrentaron al problema de que la lengua romance diera réplica a los tecnicismos o conceptos del pasado que sólo se habían expresado hasta entonces en latín y otros idiomas de cultura. Siempre que podían, Alfonso y los suyos aprovechaban las posibilidades del castellano de entonces y las incrementaban con derivados edificados sobre la base de palabras ya existentes. Así escribían húmido (ahora «húmedo»), diversificar, deidat («deidad») ... «Alfonso el Sabio, a pesar de haber introducido abundantísimos cultismos, no se salió de la línea trazada por la posibilidad de comprensión de sus lectores, y por ello casi todas sus innovaciones lograron arraigo», ha escrito Rafael Lapesa[70].

Esa intervención desde arriba debe ser muy certera para que el pueblo la siga. Ya se sabe que la evolución de la lengua no funciona así, puesto que las decisiones se toman abajo: el pueblo ha de reconocer algo propio en las palabras que asume. Hemos escrito en otro lugar que se puede intervenir en el idioma como los biólogos actúan en el océano: en consonancia con las corrientes marinas y de acuerdo con la naturaleza, para preservar sus especies. Porque -a diferencia de lo que había logrado Alfonso X- dos siglos más tarde se instaló entre los escritores un fervor latinizante que excedía con mucho las necesidades del pueblo y del idioma. Iban contra el genio, sin duda, y por eso el genio rechazó abundantes palabras escritas entonces: sciente (sabio), punir (castigar), fruir (gozar), ultriz (vengadora)... [71]. Alguna está en el Diccionario de la Academia (pues fueron usadas en la literatura, y constan ahí), pero nada más queda de ellas. En unos casos, por cursis; en otros, porque ya tenían equivalentes. (Llegarían más tarde fray Luis de León y Garcilaso de la Vega para hacer lo contrario: ambos huyen de introducir significantes que muestren latinismo o helenismo evidente). Junto a aquellos términos rechazados, por supuesto otros sí arraigaron, pues cumplían las normas exigidas por el genio de la lengua: que fueran inteligibles y no resultaran superfluos.

 

Inventos nuevos, palabras viejas. El fenómeno continúa. Las palabras certeras arraigan. En su obra ya citada, Walter Porzig nos advierte de que vivimos rodeados de objetos que no han cumplido aún cien años[72]. Todavía podemos recordar cómo empezó el genio a darles nombre. El mundo nuevo del ferrocarril, por ejemplo, nos hizo inventar esa palabra en español (y con los genes del español) para sustituir con ventaja a chemin de fer y a iron roads (expresiones ambas que procedían a su vez de los carriles mineros). Nuestro idioma eligió «revisor» donde el inglés prefirió guard (guarda; porque los revisores debían defender el correo ante salteadores de caminos). Y tomó «estación» por analogía con las estaciones donde se cambiaba de caballo de posta o con las paradas del recorrido por las iglesias en Jueves Santo (las «siete estaciones»); «vías» evoca mediante transposición metafórica el rastro que dejaban los carruajes o el simple «lugar por donde se transita» que ya definió el diccionario; «andén» era el corredor para andar por donde caminaban las mulas en las norias, tahonas y otros ingenios movidos por tracción animal; y así, «andén» es ahora el lugar por donde andamos junto a los carriles por donde discurre la maquinaria de tracción mecánica, eléctrica o de combustión. (El francés, en cambio, adoptó quai, «muelle»; eligió el acervo portuario). Y, como pasaría luego en el caso de «fútbol», también tenemos «tren» (de train en francés), que convive con «ferrocarril» y que ha asumido la grafía del español. Más bien parece «tren» una excepción sonora (por su fuerza onomatopéyica) entre tantas palabras nuevas que en su día salieron... del diccionario. Y así sucedería más tarde con la «navegación» aérea («aero-puerto», «aero-nave», «embarque», «sobrecargo», «a bordo», «borda», «pasaje», «bodega», «piratas» ...; y adoptamos del francés «avión» tal vez porque entendimos que se trataba de un ave muy grande). Por tanto, como sostiene Porzig, en la búsqueda de términos para hallazgos recientes «se transfieren palabras de vecinos campos objetivos y más antiguos al nuevo»[73].

Es decir, el genio del idioma acude incesantemente a lo que ya tenía, para darle nuevo uso, para reciclar las palabras como un buen ecologista.

Así sucede, sin ir más lejos, con el verbo «arrancar» cuando se emplea con el significado de «poner en marcha» un coche. Como sucedió con «armario», por ejemplo, que antes era el lugar donde se guardaban las armas, pero ahora guarda los abrigos y se le sigue llamando igual; porque el genio quiso guardar en él la palabra que lo nombra. Continuamente, palabras que significaban sólo una cosa amplían su sentido, pero sin que ello mueva jamás a confusión. El genio sabe arreglárselas. Hace muchos años que ejecuta con maestría los cambios por asociación de sentidos (metáforas, metonimia) y por asociación de formas (etimología popular, elipsis). A su carácter analógico se suma aquí su obsesión por el reciclado.

En ese terreno, el genio de la lengua recicló tiempo atrás el término «teclado», que es anterior al ordenador o computadora, incluso más antiguo que la máquina de escribir (porque nace de la «tecla» del piano, del órgano o del clavicordio[74]). Ese conservacionismo del genio del idioma -«conservadurismo» si no se le da tinte político- hace que las palabras permanezcan como evocadoras de conceptos incluso a pesar de los avances que éstos experimenten. Así, llamamos «coche» o «carro» a un potente automóvil en nada parecido a aquéllos arrastrados por caballos o bueyes... O ahora una persona «enciende» la luz en su apartamento (o la «prende», según el uso más extendido en América) porque alguien antes «encendió» o «prendió» las velas en un castillo del siglo XIII; pero también «encendemos» el televisor (que no por ello se quema) y después lo «apagamos» (sin utilizar calderos de agua). Evolucionan los conceptos, pero las palabras permanecen; precisamente porque se agarran a ellos. Las imágenes de televisión nos llegan gracias a las «cámaras», tan distintas de las cámaras de aquellos fotógrafos de trípode y manta, tan diferentes a su vez de las ligeras cámaras de fotos, y tan distintas todas ellas de las «cámaras» que definía el primer diccionario: «aposento interior o retirado donde regularmente se duerme», de donde salió «cámara oscura» (una cámara muy grande, eran los albores de la fotografía) pero también «camarada» (de las cámaras donde los soldados dormían juntos) y «camarilla» (aquellos que se reunían en la cámara del Rey).

El idioma, puesto que se crea dentro de sí mismo, responde a lo más nuevo con lo más viejo. Eso puede darnos pie a defender legítimamente que todo invento no tiene por qué ir definido por una palabra nueva, al contrario de lo que muchos sostienen. El genio ha demostrado que sabe aportar soluciones al respecto. Ahora jugamos al scrabble, un invento anglosajón que pronunciamos difícilmente /escrábel/. Puesto que se trata de un juego de palabras cruzadas, no resultaría extraño que dentro de unos decenios «jugar al scrabble» se dijese simplemente «Jugar al crucigrama»; en oposición con «resolver un crucigrama» o «hacer el crucigrama», expresiones estas que se reservarían para los publicados en diarios y revistas.

En los hoteles nos dan ya una tarjeta para abrir la puerta de la habitación, y a ese instrumento lo seguimos llamando «llave», a pesar de que ésta no se parece en nada a aquéllas de sólido hierro que cerraban las mazmorras. Y se denomina «llave» porque lo importante no es su forma, ni el avance técnico que muestre, sino que abra la puerta. Que tenga la «clave» -su etimología- para pasar. Lo mismo sucede cuando un comentarista deportivo dice que un futbolista estrelló el balón en el «palo» a pesar de que las porterías se hacen ya de aluminio y no de madera. O cuando narra que el balón -palabra anterior también al juego del fútbol- llega a la «red» (un término que tuvo un uso previo en el mar).

El genio de la lengua nos da esas fórmulas de una manera natural; pero es posible que la solución se retarde si por el medio se cuela un anglicismo para denominar el nuevo utensilio. Ya hemos dicho que el genio se hace entonces el interesante. No importa: al final regresará con el vocablo auténtico; como pasa con «elepé« «cedé»... recuperaremos la palabra «disco» y desaparecerán las dos anteriores; desaparecerá «chófer» y recuperaremos «conductor»[75], y hasta es posible que con el tiempo se vaya perdiendo «frigorífico» y digamos más a menudo «nevera»; o que arrinconemos office para pronunciar de nuevo «antecocina»[76].

Las palabras permanecen, y así lo ha querido el genio del idioma durante siglos, frente a los avances técnicos que han vivido los conceptos que nombran. Como ha explicado el mexicano Raimundo Sánchez, lo accidental, lo accesorio, no anula el contenido esencial de las palabras.

La palabra «pantalla» no ha llegado hasta la computadora así como así. Antes fue la pantalla del televisor, y antes la del cine. Y antes, la de una lámpara. Todas tienen en común que sobre ellas se proyecta la luz. Todavía la primera acepción que nos da el diccionario sobre la voz «pantalla» dice: «lámina que se sujeta delante o alrededor de la luz artificial para que no moleste a los ojos o para dirigirla hacia donde se quiera».

Estas actitudes del genio de la lengua, como se ve, continúan en vigor. Y con mucho vigor. El mismo criterio que llevó hace dos mil años a nombrar «sierra» a una cordillera, el que hizo que la «púa» del puercoespín diera nombre al utensilio con el que se mueven las cuerdas de la guitarra para dotarlas de mayor volumen, logra ahora que llamemos «gorila» al que se sitúa en la puerta de una discoteca para impedir el paso a quienes no le parecen adecuados a la categoría del lugar. Y probablemente hemos llegado al punto en que el llamado «gorila» ni se ofende.

La obsesión del genio por crear significados desde dentro nos ha invitado a nombrar partes del cuerpo con objetos ajenos a él: la caja torácica, la palma de la mano, el globo ocular, la nuez de la garganta, el martillo y el yunque del oído... Y su técnica de las metáforas antropomorfas nos dio el efecto contrario (partes del cuerpo que nombran objetos): los ojos del Guadiana, la boca del túnel, la pata de la mesa, las manecillas del reloj, las entrañas del volcán, la cara norte de la montaña o la cara oculta de la Luna... Y el sillón con orejas.

Se considera que un 35 por ciento de las palabras que figuran en el diccionario se han construido dentro de la lengua, utilizando los propios recursos de que dispone el genio del idioma. Ese gusto por ejercer la innovación con el almacén propio resulta muy llamativo.

Por eso podemos pronosticar que en el futuro hallarán mejor acomodo en nuestro idioma, por los gustos del genio, las voces que más se parezcan a las nacidas desde dentro, aunque lleguen envueltas en un extranjerismo: palabras como «lavavajillas», «telespectador», «quinceañero» , «motocaca»... Y también las metáforas fosilizadas, construidas igualmente con ingredientes propios: un «plumas» , un «puente festivo» (a menudo sólo «puente» si el contexto lo avala), una «canguro» …

Las palabras así formadas serán longevas, mientras que no cabe suponer lo mismo de zapping, holding, focus group, outsourcing... Entre otras razones, porque en su día ya rechazó el genio las grafías francesas que, sobre todo en el siglo XVIII, acechaban a cualquier documento impreso. Algunas quedaron, claro que sí, gracias a su utilidad y a que se adaptaron a la morfología y la fonética del español («financiero», «cotizar», «la Bolsa», «revancha»... ). Pero en cambio no tuvieron mucha suerte expresiones que parecían de lo más fetén, como golpe de ojo (mirada), pitoyable (lastimoso), chimía (química), remarcable (notable), y otros inservibles inventos más, además de clonaciones sintácticas como el uso del gerundio en función adjetiva («se ha recibido una caja conteniendo libros») o el abuso de los artículos ante nombres de países («está de moda en la Italia»)[77].

 

El valor de la ñ. Ese espíritu ecologista de nuestro genio reapareció a finales del siglo XX, en los primeros años noventa, cuando algunos fabricantes de ordenadores intentaron evadirse de la norma española según la cual todos los teclados de importación debían tener incorporada la ñ como letra, en pie de igualdad con el resto de los caracteres. Las propuestas de que el español mudase esta grafía para adoptar alguna de las alternativas en otros idiomas indignó a casi todos los pueblos que hablan nuestra lengua.

La ñ, en efecto, es un invento peculiar del español. No existía en latín, y si ha pasado a otras lenguas (el euskera -donde ocupa incluso el lugar insigne de la bandera vasca, ikurriña-, el aimara, el guaraní, el quechua, el araucano, el tagalo... ) eso se debe a que el castellano les prestó su alfabeto porque estos idiomas carecían de él.

La ñ tiene sus antecedentes en los fonemas latinos n (vinea, «viña»), nn (annus, «año») y gn (ligna, «leña»). Esta nasal palatal no existía en latín ni siquiera como sonido, pero sí anidaba en la mente de los habitantes de la Península y en la evolución que aplicaron a su idioma. La marabunta de grafemas que usaron en la Edad Media las lenguas romances para sonidos similares se formaba con posibilidades como in, yn, ny, nj, ng, nig, ign y n. El italiano y el francés se quedaron con gn; el catalán eligió ny; el portugués, nh, y el castellano se decidió en un primer momento por nn[78]. Luego -por esa economía de esfuerzos que alienta nuestro genio- las dos letras iguales («geminadas» en el lenguaje técnico, palabra que se asocia fácilmente con «gemelas») se redujeron a una, como en muchísimos otros casos; pero la ausencia de la otra se indicaba mediante una rayita trazada sobre la letra superviviente. La ortografía de Alfonso X el Sabio consagró esa solución. Y Nebrija reflejó después estos orígenes en su gramática (siglo XV): «la n esso mesmo tiene dos oficios: uno proprio, cuando la ponemos sencilla, cual suena en las primeras letras destas diciones: nave, nombre; y otro ageno, cuando la ponemos doblada o con una tilde encima, como suena en las primeras letras destas diciones: ñudo, nublado, o en las siguientes destas: año, señor». Pero, por si las dudas, el gramático sevillano sentencia luego sobre la ñ: «hacemos le injuria en no la poner en orden con las otras letras del a b c». En Nebrija, la raya superior se ha hecho ya ondulada. Y desde entonces la conservamos contra viento y marea, para que nadie le haga injuria. Porque forma parte ya del talante de nuestra lengua.

El semblante del idioma son los alrededores, que el genio visita de tanto en vez y sobre los que no ejerce una vigilancia estricta. Sin embargo, el talante es su guarida. En el talante reside el genio, o viceversa. Si en el semblante están los anglicismos, por ejemplo, el talante es la actitud que el genio mantiene ante ellos. En el semblante se puede apreciar cierta desorganización, porque las fuerzas que intervienen en él son ajenas a las esencias del idioma: generalmente, proceden de las cúpulas sociales. En el talante, por el contrario, todo responde a un patrón estable y reconocible, que entronca con el pueblo.

El genio nos influye... quién sabe. El gusto por conservar las palabras ancestrales nos habrá alimentado seguramente el placer de mantener las tradiciones, tal vez nos ha animado a que, generación tras generación, se hayan transmitido los romances de ciego y los cuentos populares, los refranes y los dichos, las canciones infantiles y los ritos adultos, que hayamos respetado los templos antiguos (incluso los de otras religiones) y los teatros romanos. Todo lo que pasa con el idioma va ligado quizás a nuestro carácter. A veces, la lengua es la consecuencia de nuestros actos; pero en otras ocasiones le corresponde a ella influir en nuestras ideas.


VII


Date: 2015-12-17; view: 624


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