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El genio del idioma es melancólico

 

Esta característica del genio de la lengua, la melancolía, va ligada al rasgo analizado en el capítulo anterior («el genio es conservacionista»). Uno sólo puede acudir a sus recuerdos si previamente los ha conservado bien, sea en la memoria o sea en un cuaderno escolar. Pero aquí no hablaremos únicamente de su capacidad para recuperar el pasado, sino de su gozo al hacerlo.

Analizar el idioma español desde cualquier punto de vista es encontrar su melancolía. Miguel Delibes, el formidable escritor castellano, acude con frecuencia a la elisión del verbo «decir» y otros similares cuando hace hablar a sus personajes: «llevo tres días mano sobre mano. Por no tener no tengo ni ganas de comer. Y la madre dale duro con que si me pasa algo» (Diario de un cazador); «pues tal cual, doctor, o sea, a Padre le picó la codicia un día, se llegó a la Sindical, puso las medallas en la mesa y que un crédito agrícola, ¿entiende?» (Las guerras de nuestros antepasados). Delibes toma al oído el lenguaje del castellano rural, y lo reescribe con una inmensa calidad literaria sin desprenderse de sus peculiaridades. Se trata, por descontado, de un lenguaje ancestral que pervive en el mundo donde las palabras se han desenvuelto más cómodamente a lo largo de la historia, donde el pueblo las ha sentido más propias: en la agricultura.

Y esa forma de construir las frases en las que se hace hablar a otro ya estaba en los autores de los siglos XII y XIII, y por supuesto en el idioma popular de entonces. Y al genio le gusta.

El español arcaico, de hecho, se contentaba con dar a entender, con yuxtaponer las frases sin coordinarlas; y en ese contexto era habitual omitir el verbo «decir» ante su oración subordinada: «a aquel rey de Sevilla el mandado llegaba / que presa es Valencia, que no se la emparan». «El rey dioles fideles / por dezir el derecho e al none; / que non varagen con ellos / de sí o de none»[79]

La conexión entre el estilo que se emplea en el Cantar de Mío Cid y el que mueve la pluma de Miguel Delibes es la pura melancolía del pueblo. Y éste siente tan clara la sintaxis y el orden de las palabras que puede prescindir incluso de un verbo. Se trata del mismo sentimiento verbal que experimentamos cuando debemos repetir una frase porque no se nos ha oído en la primera formulación.

 

-Voy a viajar a Barcelona.

-¿Qué?

-Que voy a viajar a Barcelona.

 

Es casi impensable repetir la frase sin introducirla con «que», un resto (igual que en los ejemplos citados) de la elisión del verbo «decir» («he dicho que»). El genio del idioma anda por ahí.

Y está tan presente el verbo suprimido, que por lo común construimos la segunda frase en subjuntivo:

 

-Ven aquí.

-¿Qué?

-Que vengas aquí.



 

Tampoco son de hoy los intercambios -a veces erróneos- de adjetivos y adverbios («ganaron fácil», en vez de «fácilmente» o «con facilidad»; «vinieron rápido» en vez de «vinieron deprisa» o «vinieron rápidamente»). En el español arcaico podemos encontrar frases como «violos el rey, fermoso sonrisaba» (en vez de «sonreía fermosamente» o «con fermosura»).

El genio es nostálgico, pues, se siente cómodo con lo que ya conoce; y por eso muchas innovaciones las relaciona con su propia experiencia para aplicarles las viejas recetas.

Si nuestro automóvil necesita gasolina, pararemos a «repostar». Este verbo, formado con los propios recursos del español, entra en el diccionario en 1956 para referirse a la acción de reponer víveres o combustible. Pero podemos imaginar el rostro complacido del genio cuando se consagró el uso de «repostar». Porque en su melancolía recordó al «caballo de posta» que, valga la redundancia intencionada, se «apostaba» en los caminos (mayormente en lo que se llamaba «estación») para servir de relevo al equino agotado que llegaba desde la posta anterior[80]. Por lo general, mediaban dos o tres leguas entre una estación y otra, y cumplían el papel que se reserva ahora a las gasolineras, en las que el viajero se detiene para «re-postar» y seguir su marcha con nuevos bríos. Por cierto, se detiene en las «estaciones de servicio»[81].

Conociendo al genio de la lengua como lo vamos haciendo en estas páginas, podemos pensar que no debió de ser ajeno a que se nos apareciera ese verbo y lo asumiéramos de inmediato con plena integración en el sistema del español. De hecho, tampoco estuvo lejos de la palabra «postal», que se vinculó al término «correo» precisamente por cuestión de las postas que en ellas hacían los carteros, ya fuera a caballo o al gobierno de los tiros y carruajes que también precisaban de patas de repuesto. Y decimos ahora «casa de correos» como antes se decía «casa de postas», precisamente la «parada donde tomaban caballos de refresco los correos y los que viajaban en posta», según la definición todavía presente en el Diccionario. En él figura asimismo esta definición de «apostar» (segunda entrada): «de postar. Poner una o más personas o caballerías en determinado puesto o paraje para algún fin». Ya tenemos ahí ese verbo original «postar», al que sólo hacía falta añadir un prefijo que reflejara la reiteración. Y no quedaba tan alejado en el tiempo del sustantivo «posta» que se sigue empleando en las carreras de relevos, donde los atletas o nadadores corren en la primera posta, la segunda posta... hasta las cuatro en que suelen dividirse.

Algo suena raro en «posta», desde luego. No parece una palabra patrimonial (pues las reglas de la evolución lingüística nos hacen suponer «puesta»). En efecto, se trata de un italianismo que entró cuando la ventanilla de esa evolución ya se había cerrado (recordemos que el genio mira mucho la hora), pero el vocablo es tan antiguo, está tan asimilado y es tan productivo que el señor de la lengua (como hace con todas las palabras incorporadas con la vestimenta debida) ya nunca le hará ascos. Las palabras nacionales y las nacionalizadas son suyas por entero. Y tampoco reprocha nada a un derivado tan elegante como «repostar»... como no reprocha nada ni a «jardinero» (del galicismo «jardín») ni a la mismísima «albañilería» (del arabismo «albañil»). No son ésos precisamente sus problemas.

En realidad, todas las lenguas disfrutan de la melancolía; todas guardan una cierta unidad con su propia historia; todas presentan más coincidencias con su pasado que discrepancias. «En ningún otro dominio de la cultura sobrevive tanto el pasado como en la lengua» escribió Coseriu[82].

Por eso hay una buena manera de engañar al genio del español: presentarle algo nuevo como si fuera viejo. Cuela enseguida. Da igual que la palabra nos llegue a través del inglés o del suajili.

Los helenismos que han venido al español dentro de palabras inglesas se han adaptado sin dificultad. En esos casos el genio del idioma ni siquiera repara en cómo se escribe en inglés, y pone en marcha sus propios mecanismos como si la palabra la hubiera recibido directamente del griego hace siglos y por la vía del comercio con el Mediterráneo. Es lo que pasó, por ejemplo, con la voz psychedelic. No habría sido el primer anglicismo que se adoptase y se adaptase más o menos como llega. Y si hubiera ocurrido eso estaríamos diciendo y escribiendo psiquedélico y psiquedelia, como en francés escriben psychédelique. Pero el genio ya tenía en su seno unos genes que le servían para componer una palabra con dos sustantivos griegos. Así que se aplicó a su trabajo melancólico y por eso decimos «psicodelia» como asumimos «psicofonía» o «psicodrama». El genio, a pesar de que la palabra de origen era psyché o psique (depende de la transliteración; es decir, de la transcripción que usemos) ya tenía decidido que la vocal de conexión para los compuestos sería la o. Y así no queda sobre la palabra en español ni rastro del inglés[83].

A veces tardan en aparecer estas palabras que, como «repostar», dan en el clavo. Pero el genio tiene paciencia. Incluso en el siglo XX se han incorporado innumerables latinismos con total naturalidad: «amputación», «caries», «conmiseración», «excavación», «excreción», «proyección» . Las incorporaciones contemporáneas son casi todas internacionales: «anemia», «autógrafo» (antes «manuscrito»), «biografía», «fonética», «arqueología», «programa»... Suelen presentarse envueltas en otra lengua, y al genio no le parecen mal porque las reconoce como propias y eso le agrada.

Y ésta es la clave de su melancolía: al genio le gusta todo aquello por lo que ha pasado su historia. Ahí reside la razón de que vea con buenos ojos las palabras que traen un barniz de latín, o de griego, o del árabe, incluso de que le gusten algunas voces germánicas o italianas. Con vocablos que comparten esas lenguas ha formado palabras patrimoniales, incorporadas así a su propia genética para generar nuevas voces. Y ése es el problema que le plantea el inglés: por el inglés no ha pasado nunca el genio, y con esta lengua se muestra más riguroso que con ninguna (también lo sería con otras, pero ésas no se hallan tan presentes en su mundo). Eso sí: lo que viene en inglés disfrazado con una pátina antigua acaba pasando. Como «computador» o «computadora», pues no le resultan ajenos el verbo «computar» y sus posibles derivados. Tampoco puso pegas a «locomotora», que se había presentado en calidad de locomotive cuando la inventó George Stephenson en el siglo XIX. Siguiendo los criterios de todo inventor que se precie (tal vez hubo un congreso internacional de genios del idioma para decidir esto, e influir luego en los genios de la industria), el ingeniero británico acudió al latín para dar nombre a su nueva máquina. En realidad, para darle adjetivo, pues se trataba del locomotive engine. El genio del idioma español aceptó inmediatamente, sin que apenas se barajase otra posibilidad, «máquina locomotora», de donde (como ya hemos visto en anteriores páginas) el adjetivo pasó a resumirse en nombre.

«Locomotora» era la máquina que se movía del lugar (locus, en latín), y por eso la designación se centró en ese aspecto. En aquel tiempo ya existían máquinas de vapor, pero se estaban quietas en su sitio. Llama la atención que un siglo después los hablantes se fijaran en la misma diferencia (móvil-fijo) al llegar los nuevos teléfonos[84].

Los inventores, en efecto, acudían al latín, al griego, a veces incluso a los dos: «electricidad», «telégrafo», «teléfono», «fotografía», «automóvil», «aeroplano>, «biciclo» (después «bicicleta»; «velocípedo» antes).

Por culpa de esa tendencia del genio a dar por bueno lo que llega con un barniz conocido, las «clonaciones» de palabras forman un disfraz peligroso. Estamos hablando de esos términos que se pronuncian o se escriben con gran similitud en inglés y español pero que albergan significados muy distintos... al menos hasta ahora (como sucede con table y «tabla»). Se trata de palabras que tenemos ante nosotros y nos resultan familiares, pero que no han seguido una evolución genética en nuestra propia lengua sino que se clonan directamente de otra, ocasionando así una confusión entre el vocablo original y el clonado. Por ejemplo, esas lesiones «severas» de las que hablan los médicos ignorando que la rigidez de juicio -la severidad- sólo corresponde a los seres animados; esa «librería» (library) que en realidad es una biblioteca... En estos casos el genio del idioma se halla más indefenso, porque le costará mucho trabajo reparar con su eterna lentitud los efectos de estos ataques contra su cuidado patrimonio. Se ayudará para ello del escaso recorrido que suelen tener tales palabras, porque estas clonaciones («falsos amigos» en el lenguaje de los filólogos) padecen sus propios efectos transgénicos y se estropean con facilidad cuando empiezan a moverse por el sistema, produciendo errores al saltarse el rigor y la analogía que ha inoculado nuestro genio a todos los hablantes: la retransmisión «en vivo» que no tiene su antónimo en la retransmisión «en muerto»; el trabajador «ignorado» por sus jefes, que, sin embargo, le conocían bien; los miles de «copias» de un libro (copies) que fueron impresos legalmente en una rotativa; un cantante que actúa «en concierto» pero que no es un concertista...

No obstante, el genio está aquí ante un reto; y, visto el dolor que podrían ocasionarle estas palabras clonadas, imaginamos que sabrá responder a él.

 

Muy de pueblo. El genio es también muy de pueblo, y a causa de eso puede encontrar en el terruño todo lo que necesita. Su verdadera esencia procede del mundo rural, por más que haya aceptado muchas propuestas de las clases cultas y urbanas. Y tanto su evolución como su resistencia a la evolución -pues ambas corrientes se dan en su seno, gobernadas por la lentitud y el calendario como hemos visto- entroncan con las clases populares.

La gente sencilla constituye el verdadero nexo entre las distintas épocas de nuestro idioma. El pueblo ha acogido con calor todo su acervo patrimonial y lo ha defendido, desdeñando generalmente los modernismos que ya en la antigüedad se alentaban desde la gran capital. La autoridad y el prestigio de la metrópoli le seguían quedando muy lejos con el paso de los años, y el genio decidió refugiarse en su propio ambiente para guardar lo que ya tenía, sin incorporar las modas de la gran urbe romana o de la fina corte central. Encontró en las aldeas y las zonas rurales su granero de militantes, que intuyeron muy bien el alma del idioma, lo albergaron y lo enriquecieron. En ellas caló el espíritu que el genio deseaba inculcar a los hablantes: la ausencia de prisa, la necesidad de que todo tuviera un orden, el gusto por ahorrar...

Como la romanización empieza en España en el siglo III antes de Cristo, el latín que llega corresponde a esa época. No es el mismo idioma que lleva el Imperio a las Galias, porque allí la conquista se produce un siglo después. A la Dacia (más o menos la actual Rumania) la romanización no llega hasta el siglo II después de nacer Jesucristo, cuatro siglos más tarde que en la Península. Por tanto, la lengua que trasladan los romanos a España es un latín más antiguo, que, merced a ese carácter conservacionista del genio del idioma español, pervivirá en muchas palabras que otros lugares no albergaron. Los centuriones y los arquitectos llegaron en un primer momento directamente de Roma. Con el paso de los decenios, los romanos habían nacido ya en Hispania. El centro del Imperio va quedando más lejos.

El latín español se fue haciendo cada vez más español y más del pueblo. Y fue más español cuanto más del pueblo. El latín hablado en las zonas más remotas y más pobres de la Península era menos parecido al de Roma -a su norma de prestigio- que el hablado en las ciudades próximas al Mediterráneo. Y precisamente aquella habla rural fue la que sirvió de germen para el castellano.

Más adelante, el hispanorromance conservaría muchos rasgos de latín, cómo no; pero de ese latín correspondiente a los siglos III y II antes de Cristo que se modificaría luego en el habla de Roma y en los usos de otras provincias latinizadas después[85].

Así que el castellano (y el portugués) preservaron formas corrientes en el latín clásico que no se registran luego fuera de la Península, salvo en otras áreas igualmente alejadas de los centros de irradiación cultural[86]. Eso hace al español tan de pueblo: su caldo de cultivo está en la lejanía del poder y de la ciudad.

Está documentado que el entonces cuestor Adriano (emperador de 117 a 138 después de Cristo), hispano e hijo de hispanos, leyó un discurso ante el Senado romano con tan marcado acento regional que despertó las risas de los senadores[87]. Y eso que Adriano era un hombre culto, pero seguramente le influían -a él como a otros miles de personas- la fonética y la fuerza de las lenguas que existieron en Iberia antes de que llegaran los romanos, hasta el punto de hacerle conservar el eco de su acento pese a tantos siglos de dominación en la Península. No es difícil imaginar su pronunciación de las vocales, demasiado hispana. Todavía hoy son notorias las similitudes entre la fonología del castellano y la del euskera -una de las lenguas prerrománicas-, frente a la del latín: cinco fonemas vocales en ambas lenguas españolas, contra los diez del latín clásico y los siete del latín vulgar de Hispania.

La lejanía de Roma explica que el castellano diga «mesa» (mensa) mientras que el francés dice table, el catalán taula y el italiano távola. El español dice «queso» (del latín caseus), pero el catalán formatge y el francés fromage, y el italiano formaggio, o «hervir» (fervere) en vez de boullir (francés), bollire (italiano) y bullir (catalán). Las viejas palabras del castellano proceden del latín, pero de un latín más antiguo. Y el genio del idioma español decidió conservarlas[88].

Así pues, el español heredó ese conservadurismo de aquel latín (entendemos por conservadurismo el hecho de que en la Península se mantuvieran formas desaparecidas en el resto del Imperio) . Y ya entonces se vio obligado a manejar las dos presiones que le rodeaban y que le iban a perseguir siempre: una conservadora otra de innovación. Una, del latín; otra, de las lenguas prerrománicas. Y por increíble que parezca, las hizo compatibles.

 

Roma era la capital del Imperio y allí se marcaba la moda, también en las palabras. Pero las zonas periféricas, como España, quedaban lejos de la metrópoli. Una flecha lanzada desde un arco ya no puede cambiar su trayectoria una vez que ha salido de la cuerda...; puede detenerse, pero no variar. La luz de una estrella se sigue viendo desde la Tierra muchos años después de que ese astro haya desaparecido... Y algo semejante sucedió con las palabras lanzadas desde Roma hacia la Península: siguieron su camino, aunque en el lugar de origen hubiera cambiado el foco que las proyectó.

En las regiones más alejadas, se van registrando una serie de cambios que no se daban en los territorios centrales de la Europa románica, más relacionados con el poder central. El latín magis hace que nazcan «más» (español), mais (gallego), més (catalán) y mai (rumano), pero la también latina y posterior plus origina plus en francés y piú en italiano. Algo paralelo con lo que le sucede a la palabra «pájaro», pues el latín vulgar passar (latín clásico passer «gorrión») da en gallego pasaro, en portugués pássaro, en rumano pasere...; pero el francés se queda con oiseau, el italiano con uccello, y el catalán con aucell, todos ellos con origen en aucellus (avecilla). Una voz tan empleada como «hermano» derivó en español de germanus, y por eso mismo se dice irmao en portugués y germá en catalán, mientras que en francés utilizan frére y en italiano fratello, derivados de un posterior frater en latín (de donde también el posterior fraternal del español)[89]. Digamos, pues, que «hermano» es más de pueblo y más antiguo que frére.

Una buena prueba de ese carácter rural que tintó toda la evolución patrimonial del castellano nos la da la palabra «caballo» . Esta voz no puede proceder de ninguna manera del equus latino. De ahí saldrán muchos años más tarde los términos cultos «equino», «équido» o «equitación» , formas de entender el caballo con perspectiva científica o de alta sociedad. Nuestra palabra, «caballo» -similar en otras lenguas romances- viene también del latín: de caballus; pero no era éste el caballo de los caballeros, valga la redundancia paradójica, ni el caballo de los centuriones o de los emperadores. Caballus significaba «caballo de carga»; es decir, el empleado para las labores del campo con funciones que más adelante asumirían nuestras mulas. Para el pueblo no había otro caballo. Y por eso nosotros no tenemos ya otro caballo que el «caballo», sea de un mariscal o de un aparcero.

El Imperio Romano cayó, y el influjo lingüístico de Roma se esfumaría. Pero no se esfumó el latín, que continuó vivo muchos siglos, sobre todo en la iglesia, en los tribunales y entre las clases cultas. Ahora bien, no había un latín único, porque el hablado en Castilla se había alejado mucho, como decimos, de la norma prestigiosa de Roma.

En la época árabe, tres cuartas partes de la Península quedaron bajo dominio de los invasores llegados del sur. Sin embargo, en el norte y en el noroeste permanecieron algunos núcleos que hablaban un idioma embrionario de lo que ahora llamamos español. Se trataba también de las áreas que habían estado más alejadas de las normas romanas, zonas rurales. Y por ahí anduvo la cuna de este idioma, retratada más tarde en las Glosas de Silos y San Millán (unos kilómetros más abajo).

Ese aislamiento del idioma en una zona alejada de la metrópoli (y sus correlativos efectos) se produciría más tarde en América. Durante siglos, el contacto con la península Ibérica se mantenía únicamente a través de México y Lima. Por eso algunas zonas, como el Río de la Plata, permanecieron más alejadas lingüísticamente de España que los territorios conectados por las vías de comunicación preferentes[90]. Hasta las puertas del siglo XIX, a Buenos Aires se llegaba sólo después de un larguísimo viaje por tierra, cruzando el continente de norte a sur. El genio de la lengua anidó en los hispanohablantes de aquellas zonas, reprodujo en ellos el sentimiento melancólico de la lejanía y la endogamia lingüística. Eso explica que la norma argentina esté más alejada del castellano peninsular que la mexicana o la peruana. El español de Buenos Aires, por ejemplo, es más conservador que el de Madrid o el de Lima, y, como se sabe, abundan en él los arcaísmos que en otras zonas hispanohablantes ya no se usan, como el empleo del «vos» para la segunda persona del singular.

 

El sentimiento continúa. Todavía hoy se mantienen los efectos de la flecha que se disparó en el siglo XV hacia América: muchas palabras desaparecidas en el español de España siguen vivas en las gargantas del Nuevo Continente, aunque hayan sido sustituidas por otras en el foco que las lanzó hacia allá; y, en un efecto similar, todavía hoy suena extraña en tierras americanas la unión de preposiciones «a por», que se da como normal en la Península y que tal vez se tenga por demasiado metropolitana. No les puede sonar vetusta, pues carece de ese encanto popular.

La melancolía del genio del idioma y su espíritu popular se unen, por el contrario, cuando oímos voces que nos recuerdan el herrenal donde se encierra a los burros, la algorza que recubre sus tapias, el tajuelo donde nos sentamos para verlo, aquellas lajas con que se ataba a los animales, las servillas que nos calzan los pies antes de ir a la cama, el burato de seda, la saya y el mandil, las piedras que tomamos del majano para arrojárselas al garduño que huye, la gayola, los bogales y la jineta. Son antiguas, y por eso también hermosas.

Al genio le gustan porque es melancólico, arropado sin duda por la experiencia de tantos pueblos hispanos que abandonaron su tierra para emigrar a otras, y que acumularon así una nostalgia de sus orígenes, de sus majuelos en flor y de los vencejos siempre incansables que revoloteaban junto al campanario. Aquellos aventureros rememoraron los zopilotes majestuosos y siguieron venerando al cóndor andino. Llevaron sus nombres a países lejanos -San Antonio, Los Ángeles, tantas Barcelonas, y Santanderes, y Méridas y Cartagenas...-; buscaron tierras llanas si venían de la llanura, y zonas escarpadas si procedían de la montaña. Los pueblos hispanos han ido y han regresado, y a veces se han quedado en otras tierras, pero siempre guardaron el placer de recordar lo que era suyo, para no perderlo nunca.


VIII


Date: 2015-12-17; view: 563


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