Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






El genio del idioma es ordenado

 

El genio del idioma español es ordenado. Sin duda consideró enseguida que el orden en las palabras determina el orden en el pensamiento, y por eso ha establecido una coherencia en la sucesión de los términos y una relación entre los tiempos verbales. Incluso la persona más caótica en vida particular o profesional suele ser ordenada con su sintaxis, poseída por el espíritu interno de la lengua.

El gran creador del idioma español impuso el orden para facilitar el pensamiento, pero también como un nuevo recurso expresivo, pues aquellas frases que no lo respetan encuentran en eso precisamente un nuevo significado. Si el hablante conoce bien su idioma, apurará esa posibilidad; si no, construirá significados que no responden a lo que pretendía decir.

Pero no tuvo las manos libres el genio de la lengua a la hora de construir sus normas. Pronto se topó con el orden impuesto por sus mayores. La sucesión natural del latín y el griego se formaba con el sujeto en primer lugar, el objeto después y el verbo al final. Él, joven como era, decidió alterarlo. Así, mantuvo el sujeto como rey de la oración (no podía ser menos; tampoco estamos ante un ser revolucionario, como veremos más adelante) pero situó el verbo inmediatamente detrás, dejando los complementos para el término de la oración; y prefirió ir aproximando las palabras modificadas y las modificantes. Tras un lento proceso, el hipérbaton desapareció de la lengua hablada. La inclinación hacia el orden constituía también la tendencia por la claridad y la sencillez.

Se quedó contento con su obra particular, pero no pudo actuar con autonomía completa: tuvo que respetar lo que habían impuesto los genios del latín y del griego cuando acudió a ellos para pedir ayuda. El fue construyendo su sintaxis y su gramática...; sin embargo, cuando buceó en la formación de palabras compuestas se dio cuenta de que había cierto orden sobre el que no tenía poder. Creó «pelagallos», o «catacaldos», o «trotaconventos»... siempre con el verbo por delante. Pero hubo de aceptar el peaje de invertir esa relación, y poner el verbo por detrás, cuando acudía a sus antecesores para pedirles recursos en la formación de nuevos términos. Y por eso decimos «ovíparo», «antropófago» o «insecticida» (huevospare, hombrescome o insectosmata), con el verbo por detrás, si acudimos a las raíces del latín o del griego, mientras que seguimos creando con los propios vocablos del castellano «abrecartas» o «sacacorchos», o «quitamiedos» o «quitamanchas»... O, en imaginaria respuesta a los anteriores, parehuevos, comehombres o matainsectos (ahora sí mediante el orden conforme el genio deseaba, con el verbo por delante) [46].



Superado ese primer disgusto, el genio del idioma se afanó en que el orden lingüístico tuviese un significado en sí mismo, de manera que reproduzca el estado natural de las cosas, la sucesión habitual de acontecimientos y la escala convencional sobre la importancia de cuanto sucede y se narra. Eso le permite al genio dar un valor añadido al desorden para que éste, como excepción, se convierta en un recurso expresivo. Que el desorden resulte significativo es una forma de mantener el orden de las cosas. El orden tiene un significado. Y el desorden, también: en cuanto se altera lo que esperamos recibir, el significado cambia. Ambos hechos responden a un orden superior que los abarca y que está organizado por el genio del idioma. No es lo mismo «yo cogí el arma» que «el arma la cogí yo». La frase desordenada altera sobre todo la percepción psicológica, cuando no el contenido entero.

El concepto de orden es común a todas las lenguas. Y en todas se dan estos cuatro tipos de palabras: las que expresan acciones o sucesos, las que designan objetos o cosas, las que nombran abstracciones o cualidades, y las que establecen relaciones entre unas y otras[47]. Pero esa coincidencia entre todos los idiomas en cuanto al tipo de los factores no significa que el orden sea el mismo en cada uno de ellos.

En el esquema habitual del español, el sujeto es la primera palabra. El genio entendió que el agente de cualquier acción constituye el elemento principal, sobre todo porque en la mayoría de los casos corresponde a una persona (o a una personificación). «Sujeto, verbo y predicado» no sólo es una fórmula sintáctica sino también una manera de ordenar las ideas: la fórmula lingüística «alguien hace algo para algo y en alguna circunstancia» constituye el armazón del que puede colgar toda la sintaxis de nuestra lengua. Pero las opciones teóricas no se detenían ahí, como han mostrado algunas lenguas indígenas (en las cuales no se dice «el paisaje tiene montañas» sino «el paisaje montañea»). Se trata simplemente de las posibilidades que nuestro genio adoptó.

Ese espíritu partidario del orden general lo heredó también del latín. En la lengua de Roma no se estilaba la misma ordenación sintáctica a la que nos hemos acostumbrado en el español (en latín, como hemos dicho, el verbo aparecía al final). Pero un orden sí tenía. Sobre todo, por la correcta alineación de sus casos: El «nominativo» (sujeto de una oración). El «acusativo» (por cierto, una mala traducción del griego aitiatiké ptôsis, o «caso causal»; pero aitía significaba, además de «causa», «acusación». Debería haberse llamado «causativo»; pero no por referirse a la causa, sino a lo causado[48]. El «genitivo» (de geniké ptôsis, caso genérico). El «dativo» (que viene de «dar» -casus dandi-, pues se refiere al ser al que se da o para el que se hace algo). El «ablativo» (derivado de ablatus, participio de aufero, «llevar de o desde»; se ponía en ese caso el nombre a partir del cual se desarrollaba un movimiento). Y el «vocativo» (una suerte de advocación o apelación yuxtapuesta, sin relación sintáctica con los demás).

En latín, los casos eran considerados desviaciones frente al casus rectus o «caso directo», el que nombraba directamente lo significado por el nombre (nominativo). En relación con él, los demás eran casos oblicuos[49].

Las declinaciones latinas ofrecían doce terminaciones diferentes, en teoría (seis en singular y seis en plural). Pero en la práctica no sumaban más de siete, porque muchas de ellas coincidían. El genio entendió que la desinencia por sí misma no servía a menudo para aclarar la función que desempeñaba un sustantivo. «Hacían falta otras pistas, como el orden de las palabras, las desinencias verbales u otros sustantivos», explica Ralph Penny[50]. Ya hemos conocido la desaparición de las declinaciones y el protagonismo nuevo de las preposiciones, un proceso que, no obstante, se cumple con extremada lentitud. Así, la preposición «a» como marca del complemento directo de persona («llevé a María» frente a «llevé unos paquetes») sólo se convirtió en obligatoria a finales del Siglo de Oro, tan cerca ya de nosotros.

En la lengua escrita tal vez pudiera funcionar aquella confusión de casos y preposiciones, porque una segunda lectura permitía resolver el eventual error. Pero en el habla no, puesto que en el diálogo oral hace falta una comprensión inmediata.

El acartonamiento de las palabras y sus casos le dio al latín, paradójicamente, una gran movilidad en el orden (a tenor de cómo lo entendemos nosotros ahora): las funciones de cada vocablo estaban muy claras gracias a la declinación, merced a los casos y sus desinencias. Pero el genio del español, como había decidido acabar con las declinaciones, necesitaba un mayor orden de las palabras. Ahora bien, de la necesidad hizo virtud al convertir a su vez en significativo el desorden que contradice la sucesión habitual de las palabras en una frase.

 

El valor de empezar. Si el sujeto ocupa el lugar principal -el significado prominente-, con razón le otorga el genio un valor superior a la palabra que lo ocupa. «Madrid dista 600 kilómetros de Barcelona» no significa exactamente lo mismo que «Barcelona dista 600 kilómetros de Madrid», puesto que en el primer caso la importancia psicológica de la frase recae sobre Madrid, y en el segundo sobre Barcelona. El genio de la lengua se nos muestra ordenado porque (como veremos más adelante) es un tanto rácano: administra sus recursos, emplea medios escasos que le sirven para fines múltiples. La importancia reside en el sujeto, y el sujeto está al principio de la frase. Pero si colocamos cualquier otro elemento en ese lugar, le otorgamos el valor protocolario del sujeto y resalta así sobre el conjunto. «Raquel ya estaba aquí antes de que vinieras» no significa lo mismo exactamente que «antes de que vinieras, Raquel ya estaba aquí». Ni significan milimétricamente lo mismo «tú llegaste después que Raquel» y «Raquel llegó antes que tú». Porque el orden forma parte del significado, y el elemento por el que empieza una frase (en lo natural reservado al sujeto, a la persona) reina sobre el resto de la composición.

Ese orden fue importante también para las letras, de manera que las vocales que figuraban a principio de palabra en latín apenas desaparecían en su evolución hacia el castellano. Para nuestro genio, con toda claridad el lugar principal es el lugar primero.

Tomemos las frases -iguales pero distintas- «ayer no pudo hablar con ella» y «no pudo hablar con ella ayer». En este último caso («no pudo hablar con ella ayer») se cumple el orden natural, porque la oración comienza con el sujeto (implícito, pues el genio del español no lo necesita expresar, en su tacañería) y continúa con el verbo y los complementos. Pero en el otro caso («ayer no pudo hablar con ella»), cambiamos el orden y colocamos la circunstancia en primer plano. Eso da un valor adicional a la primera palabra: «ayer». Así, resaltamos la circunstancia de que ayer no pudo hablar con ella, exactamente ayer. Mientras que en «no pudo hablar con ella ayer» este adverbio se halla en su lugar natural y no excede por ello de su significado concreto: estamos diciendo que el sujeto llamó a esa persona ayer y no pudieron hablar, sin más. Pero en «ayer no pudo hablar con ella», la desordenada presencia de «ayer» nos invita a pensar que los demás días sí hablaba con ella pero ayer, precisamente ayer, no pudo. El genio es así de sutil.

Esto parece una característica propia del genio del español. Cuando queremos hablar otro idioma no podemos acudir a los mismos recursos expresivos y reproducir el orden de nuestra lengua materna, puesto que la arbitrariedad de cada idioma -el español tiene también la suya- hace que varíen estos recursos.

El orden planea sobre toda la sintaxis del castellano, de modo que regula las relaciones entre las palabras, sus concordancias, la cronología de los hechos («llegó y comió» significa que primero llegó; «comió y llegó» significa que primero comió). A menudo el lugar que ocupa una palabra concierne al significado completo de la frase, o cuando menos a su énfasis («fui al restaurante ayer, y tenían arroz», «fui al restaurante, y tenían arroz ayer»; en el primer caso, es probable que tuvieran arroz ayer y también otros días; en el segundo caso, es probable que sólo ayer tuvieran arroz).

La ausencia de las declinaciones latinas ha dado una importancia mayor en nuestra lengua al lugar que ocupan las palabras. Dicho de otra forma: con las mismas palabras se pueden decir cosas distintas si se sitúan en diferente orden, por ejemplo «el niño enfadado está con el maestro» , «el niño está enfadado con el maestro» o «el niño está con el maestro enfadado».

 

Género y número. Hace muchos siglos que el genio intenta implantar un orden. Por eso estableció las concordancias de género y de número. Y las correspondencias sintácticas («si el equipo ganase, se clasificaría primero»; «si el equipo gana, se clasificará primero»). Fue acomodando todas las terminaciones y dotándoles de cierta lógica. «La cuchara y «las cuchares», como se decía antiguamente, se convierten en «la cuchara» y «las cucharas»; «la infante» pasa a ser «la infanta»...

Y vemos de nuevo que el genio sigue vivo ahora -y que es el mismo-, porque median muchos siglos entre el cambio de «la infante» por «la infanta» y los más recientes que nos conducen ya a decir «la gerenta», «la parienta», «la presidenta»... Y, aunque las diferencias de formación entre aquélla y éstas sean evidentes, el hablante percibe la posibilidad de cambio, y ésta le llevará quizás a pronunciar algún día «la almiranta» cuando así lo necesite, entre otras razones porque ya existe «giganta», por ejemplo. Cambios que se registran conforme el genio entiende que la palabra recibe más la fuerza del sustantivo que del participio presente.

Porque el genio del idioma distribuyó los masculinos y femeninos atendiendo a un cierto orden que necesitaba en aquel momento: prohibió que la vocal a en final de palabra y sin acento fuera un masculino, y aplicó el mismo criterio (es decir, el inverso) cuando se trataba de la o y el femenino. Ese era el criterio general, que le importaba más para resolver un problema que para dejar una norma in aeternum. Porque más adelante, cuando no le pareció acuciarte la situación, abrió la mano. Precisamente era ésa una de las excepciones que había consentido en la Edad Media: «la mano», y también «el día». Otros femeninos de entonces que se formaron con terminación -o delatarían con ello su procedencia foránea («la nao», por ejemplo, del provenzal o el catalán)[51]. Pero más allá del español medieval, el genio del idioma admitió excepciones traídas de otras lenguas: «el pijama» -que en algunos países de América se dice sin embargo «la pijama» (/piyama/)-, «la dinamo». Todos esos casos vendrían a dar la razón a Nebrija, quien definió los géneros del castellano por el eficaz método de discernirlos según el artículo, en vez de la letra final.

La Academia ha defendido hasta hace poco la palabra «autodidacto» como masculino, y «autodidacta» como femenino. Pero pocos se sienten cómodos al escribir o pronunciar «un autodidacto». Les avalan en su coherencia palabras como «un protagonista», «un poeta», «un demócrata», «un cosmopolita», «un psicópata», «un exegeta» ...[52].

También aplicó el genio su orden particular a todos los neutros heredados del latín y que en castellano se quedaron sin su género (sólo subsiste en el artículo determinado y en algunos pronombres: «el grande», «la grande», «lo grande»; «él» , «ella», «ello» ... ).

Aquel neutro latino tenía la misma terminación en nominativo y acusativo (un horror para el gusto de nuestro genio; una disculpa más para acudir a las preposiciones y suprimir los casos), y en el plural esa desinencia coincidía en ser una a. Ante ello, el genio decidió que todos los neutros terminados en -o fueran masculinos, y todos los acabados en -a se considerasen del género femenino. Con el resto, que tenían las terminaciones más variopintas, adoptó soluciones individuales, atendiendo a la historia de cada palabra. Los adjetivos neutros desaparecieron como consecuencia de todo eso, también por una cuestión de orden: no tenían nada con lo que concordar. Sin embargo, el genio dispuso que se distinguiera entre el masculino y el femenino de muchos adjetivos que en latín carecían de tal división. Hacía falta respetar el orden, y que concordaran como es debido.

Esa vieja decisión de convertir en femeninos los neutros plurales sigue siendo productiva en nuestros días. Gracias a ella, algunos genéricos que abarcan un conjunto de objetos son femeninos, frente al masculino que designa cada uno de esos objetos en particular. Por eso distinguimos entre «el fruto» y «la fruta», «el leño» y «la leña», «el hueso» y «la huesa» (fosa), «el policía» y «la policía»... y más modernamente entre «el banco» y «la banca». De nuevo, el genio sacó petróleo de una circunstancia desfavorable para obtener partido de ella... gracias a su orden nuevo[53].

Si siempre ha sido ordenado, el genio mantendrá su orden en los años venideros. Podemos preguntarnos si el hecho de que la mujer se haya incorporado a las fuerzas policiales alterará esta distribución, porque la expresión «la policía» puede referirse ya no sólo al cuerpo de seguridad en su conjunto sino a uno solo de sus integrantes, en este caso una mujer. ¿Cómo afectará esto al orden establecido? El genio lo resolverá sin duda. Y conociéndole, bien podemos suponer que en frases como «vino la policía» el hablante (movido por los hilos de nuestro misterioso personaje) decidirá inconscientemente decir «vino una policía» cuando esté aludiendo a una mujer y «vino la policía de la que te hablé» si precisa referirse a una en concreto que el hablante ya conoce. Lógicamente, el contexto amparará muchos casos en que se diga «la policía» para citar a una persona en particular.

Y así ocurrirá con otros supuestos que pueden plantear dudas de significado con el cambio de género: «el soldado» y «la soldada», «el cámara» y «la cámara»...

Los historiadores de la lengua consideran probable que el primer objetivo de los géneros fuera diferenciar entre seres animados e inanimados. Más tarde se añadiría entre los animados la diferencia por sexo. En este caso, el sexo es «significativo»; y el género, «distintivo». Esta división de géneros, este orden gramatical, resulta de una gran utilidad para el estilo, porque las sucesivas palabras masculinas o femeninas que se empleen en un párrafo se excluyen entre sí para las concordancias y ayudan a la economía del lenguaje porque «distinguen» unas relaciones de otras. Por ejemplo: «la vendedora se encaró con el cliente porque dijo que estaba harta de que intentara tantos engaños» frente a «la vendedora se encaró con el cliente porque dijo que estaba harto de que intentara tantos engaños».

El orden de géneros se estableció también para los adjetivos terminados en -or, que antiguamente eran invariables. Pero a partir del siglo XIV el genio abrió la puerta y se les sumó una -a en el femenino. Antes, la puerta estaba cerrada. Y cerrada sigue, por cierto, para los comparativos, porque así como decimos «trabajador» y «trabajadora», no podemos convertir una frase como «Juan es mejor» en «Ana es mejora». Otra cosa es si el comparativo se sustantiva (ahí la puerta sigue abierta desde el siglo XVI) : «la superiora» , por ejemplo.

Un rasgo más que muestra el carácter ordenado del genio es su invención del artículo, que no existía en latín pero sí en griego. Agotadas la serie y la distribución de sentido de los demostrativos, le hacía falta algo más ligero, de andar por casa. No le resultaba cómodo acudir a fórmulas como «llegó con estos cavallos» cuando deseaba designar objetos o personas cercanas. Eso lo hacía el latín también para la tercera persona, en la que acudía a un demostrativo cuando necesitaba lo que ahora llamamos artículo. El castellano incipiente escogió «ille» para esta función, y por eso ahora decimos «él» y «ella» y «ello», dentro de ese orden que el genio nos ha dado.

Porque el artículo viene a ser un demostrativo que determina un objeto más vagamente que los otros demostrativos, sin significación accesoria de cercanía ni de alejamiento, según explicó Ramón Menéndez Pidal. El artículo sirve sólo para señalar un individuo particular entre todos los que abarca la especie designada por el sustantivo. Ya sea uno que tenemos muy cerca o uno del que se ha hablado o que está determinado por la conversación. O bien para expresar que el individuo al que nos referimos no forma parte de esa cercanía.

El caso es que aquí lo tenemos, y que sirve para ordenar el tráfico de las oraciones. Y se le echa de menos cuando no aparece, por ejemplo en algunos titulares. («Palestinos matan a dos colonos en un asentamiento judío en Hebron»[54]). La ausencia del artículo contraviene en muchos casos el genio del idioma, que decidió expresar mediante su uso si el nombre al que nos referimos es cercano o lejano, conocido o desconocido (pues no sería lo mismo decir «los palestinos matan» que «unos palestinos matan» ).

 

Los signos. Al genio le importa, pues, el lugar que ocupan las palabras. Rara vez son exactamente iguales dos frases con idénticos vocablos y orden diferente. Al menos, como ya se ha dicho, estaremos ante una diferencia psicológica.

Un titular de periódico dice: «mata a su mujer y se ahoga en Córdoba»[55]. Con ese orden, sabemos que el hombre que mató a su esposa se ahogó en Córdoba, pero desconocemos dónde la asesinó. Si el título hubiera dicho «mata a su mujer en Córdoba y se ahoga», seguramente tendríamos una mayor certeza sobre el lugar donde ocurrieron ambos hechos, aunque no total. Pero la solución mejor, que nos resuelve todas las dudas, habría sido «mata a su mujer y se ahoga, en Córdoba».

Otra frase nos cuenta que los vecinos del inmueble de Leganés (Madrid) donde se suicidaron siete terroristas «preguntaban angustiados cuándo podrían volver a ver si sus pisos estaban afectados»[56]. Según está escrito, esos vecinos ya habían visto si sus pisos estaban afectados, y deseaban volver a verlo. Se deduce del contexto que, para leer bien la frase a la primera, hacía falta una coma: «preguntaban angustiados cuándo podrían volver, a ver si sus pisos estaban afectados».

Ah, la coma. La coma es un guardia de tráfico sensacional para mantener el orden. Y por eso la adopta nuestro genio.

Por influjo griego, en el siglo XVI se usaban ya la coma (komma: «corte», «cesura»), el punto (stigmé, «punción»), así como los dos puntos, el paréntesis, las comillas y el signo de interrogación. En el XVII se añadieron al idioma español el punto y coma y la exclamación. Más adelante los puntos suspensivos y el resto de los signos que ahora empleamos.

Casi todos ellos (no tanto el acento, las interrogaciones y exclamaciones o los puntos suspensivos) fueron creados para el mejor orden de la escritura, y para que la alteración del orden quedara a su vez bajo un orden complementario.

Las distintas calles que podemos transitar con las frases y las oraciones tienen esquinas, cruces, baches, portales, parques, coches... y por eso necesitamos semáforos y guardias de tráfico para organizar nuestro discurso. El orden que ha establecido el genio de la lengua precisa también de señales que lo hagan cumplir, en forma de acentos, guiones, comas, interrogaciones. El genio los sitúa con sutileza, nunca detiene a nadie por incumplirlos y ni siquiera levanta la voz cuando nos aconseja un signo de exclamación.


VI


Date: 2015-12-17; view: 697


<== previous page | next page ==>
El genio del idioma es analógico | El genio del idioma es conservacionista
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.012 sec.)