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EL. GENIO DEL IDIOMA ES LENTO

 

El genio de la lengua tiene el aspecto de un peso pesado. No tanto el de esos conocidos genios que salen de lámparas maravillosas y que derrochan protuberancias grasientas desde la garganta hasta los tobillos, sino el de un ser sólido y bien musculado. Si no fuera por su carácter pacifista, podría parecer un gran boxeador. Un gran boxeador lento, por supuesto.

No podemos pretender que de repente se vuelva ágil. Incluso si alguna vez lo fuera, necesitaría un largo período para ponerse a dieta... y para que ésta surtiera efecto. Esa faceta de la premiosidad constituye uno de los rasgos principales de nuestro personaje: todo cuanto se puede atribuir a su mano se desarrolló despacio. Atendiendo a ese pasado, podemos imaginar qué ocurrirá con ciertas palabras que llaman ahora a la puerta; lo que no podremos hacer es determinar cuándo se desperezará para atender al timbre.

Hace muchos siglos que el genio del idioma adopta decisiones, pero ni siquiera sabemos cuándo empezó a tomarlas. Sólo alcanzamos a suponer que eso ocurrió hace más de un milenio.

En lo que concierne a sus movimientos para ir formando el idioma español, podemos considerar que ha empleado unos dos mil años. Previamente se aplicó con calma a transformar una lengua anterior, el latín, y a enriquecerla con el griego y con las que ya se hablaban en la península Ibérica antes de que llegaran los romanos. Se ayudó de la historia, como es lógico, pues el Imperio de la época -el Imperio Romano- exportó su cultura y sus palabras. Y la historia se ayudó de su influencia, pues el genio del idioma sólo buscaba que los seres humanos se entendieran mejor.

Los romanos llegaron a la Península en el siglo in antes de Jesucristo, y aquel Imperio se desmembró en el siglo V de la era cristiana. Casi ocho siglos de dominio, decenio más o menos.

En el año 400, por ejemplo, los castellanohablantes todavía pronunciaban el diptongo au de aurum, y también en el año 500, y en el 600, y en el 750, y en el 800... y así sucesivamente; hasta que, muy despacio, en la época hegemónica del leonés, la transformación en o de los diptongos au -y de los finales latinos en um- acaba proporcionándonos «oro», heredera lógica de aurum pero con una transformación que esperó y duró siglos. Podemos imaginarnos a las gentes de las aldeas y los mercados pronunciar «oro» y también auro, después de que se hubiera dicho siglos antes aurum (la caída de la m final fue uno de los primeros cambios, durante el siglo I antes de Cristo)... en un proceso que sin duda hubo de registrar convivencias entre las distintas formas de las palabras que se hallaban en evolución. Novo coexistiría cierto tiempo con su antecesor novum, y muchos siglos después compartiría el idioma general con «nuevo», que ya no evolucionó más (recordemos que el genio hace uso de su reloj). Palabras latinas que comenzaban por f -por ejemplo, farina- se escribieron así durante muchos siglos a pesar de que ya se pronunciaban con /h/ (aspirada), pero el cambio ortográfico hasta la h de nuestros días no se produjo hasta finales del XV y principios del XVI.



El lento recorrido de esta evolución nos puede dar una ajustada idea sobre el carácter actual de nuestro genio, que viene de entonces. A principios del siglo X, el sonido /h/ (laringal, aspirada) estaba asentado en el norte de España, mientras que en otras zonas se mantenía la /f/ latina (que sólo en uno de sus dos comportamientos se mudaría en /h/). Todavía en el siglo XVI (reunificada ya políticamente España y transcurridos más de cinco siglos), esta evolución seguía sin completarse: en las zonas de Castilla situadas al norte se pronuncia /orno/ («horno»), mientras que en Toledo se dice /horno/ (con hache aspirada). Todavía hoy se oyen palabras con esa pronunciación en zonas rurales de España y de América («tengo mucha hambre» como «tengo mucha /jambre/»).

En ese lento recorrido geográfico y temporal, el castellano pasó por su época visigótica (414-711), durante la cual, y entre otros rasgos, aún conservaba los diptongos latinovulgares ai y au; la asturiano-mozárabe (711 a 920), que registra ya algunos arabismos; la hegemónica del leonés (920 a 1067), cuando, por ejemplo, llegan nuevos arabismos; y la que dará paso a la hegemonía castellana (1067 a 1140), con la entrada de galicismos que recogerá el Mío Cid. Esos más de 600 años -parecen muchos, pero son apenas los albores del idioma- nos dejan sólo un castellano como el del famoso cantar de gesta, tan distante aún del que hemos recibido nosotros. Todavía quedaba mucho camino.

Segmentado el tiempo de otra forma[19], y centrándonos en los documentos escritos, podemos comenzar con la época preliteraria (siglos VII a XII), en que el castellano se va alejando del latín vulgar, toma helenismos por el contacto comercial del Mediterráneo y se manifiesta ya por escrito en las Glosas Silenses y las Glosas Emilianenses (siglo X). Después nos adentramos en la época de la iniciación literaria (siglos XII y XIII), con la aparición del Poema de Mío Cid (en torno a 1140) y el fuerte impulso y exaltación del idioma a cargo del rey Alfonso X el Sabio. La época preclásica (siglos XIV, XV y principios del XVI) nos ofrece ya un castellano que comienza a ser fijado en la literatura, con don Juan Manuel, el Arcipreste de Hita, el Marqués de Santillana, Juan de Mena... Y le sigue la época clásica y barroca (siglos XVI y XVII): Santa Teresa de Jesús, fray Luis de León, Quevedo... y Cervantes. Más tarde llegaría la época academicista (siglo XVII), donde predomina la reflexión frente a la creación, se establecen las normas sobre el idioma y llegan muchos galicismos que se acaban adaptando al genio del castellano. En 1713 se crea la Academia Española; en 1726 aparece su primer diccionario, denominado Diccionario de Autoridades. Y en 1871 nace la primera academia de Hispanoamérica, la Academia Colombiana de la Lengua.

Esto que aquí se ha contado deprisa ocurrió bastante despacio. No faltan voces que le animan ahora a acelerarse, al genio. Todo a nuestro alrededor evoluciona a velocidad de vértigo. Estamos rodeados de objetos nuevos que enseguida serán viejos, y de objetos viejos que hace bien poco constituían la más sorprendente innovación (¿quién usa ya un «busca» o «bíper»?). Por eso esperamos que el idioma se acelere, y le pedimos a la Academia que obre en consonancia con los tiempos que corren, que corren mucho.

Pero el genio es un lento, decimos, y nunca va a responder a esas provocaciones. No hace falta más que ver su carácter cansino, forjado en una expansión llena de calma. Las prisas eran de otros, de quienes ambicionaban tierras y conquistas. No suyas. Porque el genio del idioma no ha hecho la historia, aunque la haya compartido. La historia le ha influido, eso sí, y le incitó a asumir determinados hechos.

El latín había llegado a la península Ibérica en el año 218 antes de Jesucristo, con la triste compañía de la Segunda Guerra Púnica. Entró por el noreste pero aguardó nueve años, hasta 209, para que Cornelio Escipión tomara Cartago Nova. Y casi dos centurias a que la conquista romana alcanzara, en el año 19 antes del Nacimiento, la costa cantábrica. «En un territorio tan amplio como Hispania el proceso fue lento», escribe Javier Medina López[20]. Las cosas ocurrían así en aquel tiempo, y ésa fue la infancia de nuestro genio. No le pidan celeridad ahora, porque su carácter se hizo tranquilo y recibió la sana virtud de esperar con paciencia.

La etapa del español medieval se considera formalmente el período de formación del castellano, que va desde las Glosas Emilianenses y las Glosas Silenses (siglo X) -primeros documentos escritos conocidos que atestiguan el nacimiento del idioma-, hasta el final de la Reconquista (1492, es decir, finales del siglo XV). Por tanto, estuvo formándose nada menos que cinco siglos. Y al término de ese periodo aún no era el idioma que hablamos hoy.

Las armas siempre se movieron más deprisa, claro. Los cristianos recuperaban Calatañazor, pongamos por caso, y eso no cambiaba el idioma de los sorianos de la noche a la mañana. Pero sí cambiaban de la noche a la mañana sus jefes. Como nos recuerda Antonio Alatorre, hacia el año 1200 en el fuero o estatuto municipal de una población situada al norte de Toledo se leen palabras como tella en vez de «teja» y cutello en lugar de «cuchillo»[21]. Parecen voces leonesas y aun portuguesas, pero no son sino voces mozárabes que no se habían «puesto al día» en más de un siglo. «Si la reconquista militar pudo ser rápida, en muchos casos, la castellanización no lo fue de ninguna manera», dice el historiador mexicano.

El latín se fue extendiendo despacio, pues, y durante muchos decenios convivió con otras lenguas que ahora llamamos prerromanas (antes nadie sabía que eran prerromanas, pues los romanos no habían llegado) y que mostraban una variada gama de sonidos y palabras (de ellas sólo sobrevivió el euskera, a salvo de la romanización). Se trataba de lenguas repartidas geográficamente por la Península, desde luego, y quizás no permitían que se entendieran entre sí muchos de los grupos que las empleaban. Algo parecido sucedería siglos más tarde en América, por cierto, cuando llegó el idioma español y se encontró innumerables tribus que tampoco podían conversar entre sí.

Tal vez pasaron cientos de años en esa convivencia del latín con lenguas peninsulares prerromanas. Y en aquellos siglos -no podemos saber con certeza cuándo-, el genio de un idioma viejo hizo nacer de sus entrañas un joven genio con gran curiosidad hacia cuanto encontraba alrededor. Era ya el genio del idioma español, nacido del latín y abierto a incorporar todas esas palabras que iba oyendo a su paso, para crear su propia obra. Con respeto al padre, desde luego; pero con sus ideas personales.

Tomó la mayor parte de su vocabulario del ya alumbrado por su predecesor, que a su vez lo había tomado del indoeuropeo; pero incorporó voces del vascuence, del celta... algunas otras cuyo origen ignoramos y también construcciones gramaticales y sintácticas. Cuando llegó a los conventos, a los palacios y a las cortes, le costó presentarlas en sociedad, porque en aquella época se tenían por menos prestigiosas. (El latín era la lengua de la cultura). Había resquicios, desde luego, como los campos léxicos de la flora y de la fauna, del estilo propio de vivir la vida en cada tierra, de las labores del campo y de las herramientas. Incluso aprovechó cualquier suplencia para asentar en la lengua culta el término tomado de la reserva popular. Sinister («izquierdo» en latín) había caído en mala fama por peyorativo: «siniestro». Y ahí, muy cerca, de raigambre peninsular indudable, estaba ezkerro, que empleó como antecedente de la futura voz castellana «izquierdo». Por unas u otras razones le gustaron también «aquelarre», «boina», «bruces», «cachorro», «chaparro», «pizarra», «socarrar», «urraca»... y «alud» (que probablemente procede de lurte, «derrumbamiento de tierra» en euskera).

Por los mismos procedimientos, el genio hizo suyas palabras del celta como «álamo», «berro», «bota», «brezo», «brío», «gancho», «greña», «lama» o «losa»[22]. No contrariaba con ello el legado paterno, pues el latín ya había incorporado para entonces algunas voces célticas en otras tierras del Imperio, así «carpintero» o «vasallo», que llegaron a la Península como si fueran latines auténticos. «Carpintero», por ejemplo, se dijo en latín carpentarius[23] y procedía del latinocelta carpentum (un rudimentario «carro en forma de cesto» que debían de fabricar los carpinteros cuando ellos ni se imaginaban que algún día, siglos más tarde, se harían llamar «ebanistas»). Y también pescó en otras lenguas cercanas, hoy sólo intuidas pues poco conocemos de ellas, de donde sacó «abarca», o «zarza», o «charco».

Así conocemos ahora estos términos, pero eso no significa que hace dos mil años se pronunciaran del mismo modo. Fueron cambiando despacio, hasta conformar con las palabras de origen latino un cuerpo fonético sólido y reconocible que ahora llamamos español.

«Dentro de la Romania occidental», escribió Rafael Lapesa, «unas lenguas se muestran más revolucionarias y otras más conservadoras. El francés ha llevado hasta el último extremo las tendencias generales [...] En cambio, el español es el más lento en su evolución»[24]. Ya en la época del latín, el idioma de la Península estaba demasiado lejos de Roma como para seguir al detalle los cambios allí registrados; y eso se le quedó en el carácter a nuestro genio, que, como veremos más adelante, se hizo muy de pueblo.

Todo ocurrió lentamente, con procesos de asimilación costosos. Y gracias a la comunicación oral. La escritura en la lengua castellana no se perfiló hasta el siglo XII, más de mil años después de que entrara el latín. Entre otras razones, porque la mayor parte de quienes hablaban español eran analfabetos.

No deja de tener importancia este hecho: fueron los analfabetos quienes crearon nuestra lengua, poseídos por el genio del idioma. Y todavía hoy, las clases menos cultivadas siguen teniendo una intuición formidable de la lengua que hablan, en la que sólo yerran cuando abandonan sus acervos léxicos para adentrarse en aquellos que les resultan ajenos. El genio sigue en ellos. Como ha escrito Eugenio Coseriu, lo que el hablante ingenuo piensa de su lengua es decisivo para su funcionamiento[25].

La Reconquista ayudó a que el castellano se extendiera (siglos XIII a XV) hacia el sur. Las variedades de lenguas romances que nacieron en el norte se agruparon en su camino hacia Granada, y tomaron como referencia el castellano de Castilla, gracias, entre otras razones, a la creación de su Reino (1035) y a los éxitos militares, culturales y políticos que se procuró. En la segunda mitad del siglo XIII Castilla ya ocupaba más de medio territorio peninsular, y su lengua iba desplazando al árabe mientras acababa con el mozárabe[26]. Pero sin que nadie inculcara prisa alguna. Entre aquel 1035 en que nació Castilla y el año 1492, en que se expulsó a los musulmanes, median casi cinco siglos. Y además él iba todavía más despacio que los nobles, los caballeros y las huestes[27].

Hasta comienzos del siglo XII, las clases llanas seguían mezclando el latín con el romance, en una modalidad llamada despectivamente rusticus sermo. Los mozárabes (o arabizados) la llamaban por su parte latinum circa romancium, por oposición al latinum obscurum[28]. En esa época, las palabras romances se latinizan y otras latinas se romancean, una indeterminación de campos que favoreció el crecimiento de los semicultismos. Porque, evidentemente, y como se ha explicado más arriba, las plazas y fortalezas, los mercados y las plantaciones de trigo y cebada, no cambiaban de lengua de un día para otro. El proceso se desarrollaba con lentitud, y ese rasgo ha permanecido en el genio de la lengua que nos ilumina ahora. (Aun cuando pueda equivocarnos la invasión de barbarismos que revolotean como insectos junto a la luz de la lámpara).

Para entender esta actitud del genio del idioma hay que acudir a lo que el filólogo Emilio Lorenzo llamó el «semblante» y el «talante» de la lengua[29]. Se suelen confundir ambos aspectos. El semblante varía (hay un semblante medieval, un semblante del XVIII, un semblante de ahora), y en él se producen cambios continuos Y sobre todo, desapariciones de cambios registrados con anterioridad. En el talante, por el contrario, los cambios permanecen.

Coseriu reflejó también con precisión estas tensiones que se dan en todo idioma: «la lengua se constituye diacrónicamente y funciona sincrónicamente»[30]. El genio ha gobernado siempre, pues, varias potencias encontradas: la del semblante contra el talante; la corriente del cambio contra la fuerza de la permanencia; la de sus voces contra las ajenas; la prisa contra la calma; la evolución oral y los cultismos escritos. En realidad, todo se reduce al mismo choque: lo que es y lo que parece. Y casi siempre se acaba imponiendo lo que es. El partido que disputa este genio no tiene noventa minutos, sino que dura muchos siglos. Y, además de disponer de músculo y talento, lo juega muy despacio.

Hay quien cree, por el contrario, que el genio del idioma alienta las continuas modificaciones y, con cierto aire trotskista, la evolución permanente. Eso, si es que sucede (y sostengo que no sucede tanto), ocurre sólo en el semblante de la lengua. Ahora las palabras procedentes del inglés aparecen a cada rato en nuestros medios de comunicación y se prenden a menudo de nuestras bocas, lo que da un aspecto de movilidad al idioma que se queda sólo en eso: en el semblante. Porque éste es externo al genio de la lengua, que no suele preocuparse mucho al respecto. ¿Por qué? Ya hemos dicho que se trata de alguien lento, y atender al semblante le obligaría al movimiento continuo.

Recordemos que se trata de un peso pesado. Además, tampoco tiene necesidad, porque él lo ha organizado todo de manera que funcione con unos engranajes seguros que puso en marcha en su día, hace miles de años, y no le parece preciso alimentarlos de continuo. Otra cosa es el talante, adonde van a depositarse algunas formas que estuvieron en el semblante, pero una vez transformadas.

 

Lentitud en América. Si será lento el genio, que en América se desperezó muy tarde. Y eso que se trataba ya de tierra conquistada. El imaginario colectivo cree que el español lo extendieron en América los españoles, cuando sería más atinado decir que lo extendieron los americanos.

Las deformaciones interesadas han difundido la idea de que los conquistadores barbudos impusieron a machamartillo la nueva lengua. Nada más lejos de la realidad. Y si lo hubieran intentado, probablemente el propio genio se habría opuesto. Demasiada rapidez. No es su carácter, como ya se había demostrado antes en los territorios ganados al Islam.

España coloniza América en el siglo XVI, y sale de allí por completo en el XIX (ya a las puertas del siglo XX). Salió España, por supuesto, pero no salieron muchos españoles que habían ido allá, ni muchos que viajarían más tarde. Cuando se produce la independencia de las colonias, sólo hablan español uno de cada tres americanos. Esa lentitud del genio puede parecer exasperante. El exitoso Vocabulario de Pedro Arenas, publicado en México en 1611 para enseñar el español a los indígenas, seguía vendiéndose doscientos cincuenta años después con igual aceptación. «Esto debe hacernos reflexionar», ha escrito el historiador de la lengua Juan Ramón Lodares, «sobre la tranquilidad y paciencia con que las cosas idiomáticas transcurrían en los virreinatos. También sobre el hecho de que la lengua de los españoles estaba menos extendida de lo que parecía en un principio»[31]. En 1570, cuando aún no se había cumplido un siglo del Descubrimiento, habría en el continente unas seis mil quinientas familias españolas frente a los tres millones largos de familias indias. Una desproporción considerable. Cien años después, los términos seguían sin equilibrarse. En Ciudad de México residían entonces ocho mil españoles y unos seiscientos mil indígenas. En 1635, el obispo Maldonado le escribe una carta a Felipe V en la que, entre otras cosas, le dice: «en esta tierra poco hablan los indios y españoles en castellano porque está más connaturalizada la lengua natural de los indios»[32]. Otra carta, llegada desde Quito (que se había fundado ciento treinta años antes), le informa de que son innumerables los indios de servicio en las casas «a los cuales sus amos y amas los hablan en la lengua del inca». En 1789, Alejandro Malaspina recorre todos los dominios de España en América y llega a la conclusión de que el Imperio no tenía lengua común propiamente dicha, y de que el español se hablaba sólo en los grandes centros urbanos, donde además no eran infrecuentes otras lenguas autóctonas.

El lento genio del idioma, que gobernaba todo aquello desde el interior de cada hablante, no animó mucho a la expansión. Era su carácter, que -ya lo hemos visto- le venía de la Reconquista. En general, toda evolución y expansión de una lengua va despacio. A veces nos deslumbra el éxito del inglés; su rapidez para invadir culturas. Pero, si rascamos un poco, vemos que por debajo queda una lengua autóctona -ya sea el hindi, el malayo o el afrikáans- tan fuerte o más que el idioma invasor. En América, el genio del castellano actuó despacio, y tal vez por eso sirva hoy como lengua materna a más del 90 por ciento de los habitantes de los países colonizados por España.

Fueron los españoles quienes se inventaron la palabra «mestizo» (del latín mixtus, mezclado). Y seguramente a causa de su actitud de mezclar se han incorporado con tamaña naturalidad al español muchas palabras de los idiomas indígenas, tanto al que se habla en España como al que se reparte por los países del continente americano. Y se añadieron o se adaptaron «chévere» (palabra de los negros esclavos que significaba «lo que está bien hecho»[33] y «chocolate»,y «chapapote»... Pero con mucha desenvoltura y sin ninguna prisa.

No podríamos imaginar ahora sino con dificultad que se produjera una evolución inversa (una involución) a la que se ha producido hasta aquí, y que eso ocurriera con rapidez. ¿Cuánto tardaríamos en volver a decir titulum en vez de «título», o cacahualtl en vez de «cacahuete»? Si estamos tardando decenios en acostumbrarnos a sustituir champán por «cava» sin necesidad de pensarlo, cuando se trata del espumoso catalán, ¿cuánto tardaríamos en decir todos los hispanohablantes inalienare en vez de «enajenar»?

No vale la pena, por tanto, confiar en una evolución rápida del idioma. Nunca ha sido así y es probable que nunca sea. Ese es el carácter de nuestro genio, y probablemente también el nuestro como colectividad. Quizá los cambios que experimentamos en tanto que sociedad vayan más lentos de lo que creemos, y todo lo que ahora parece suceder deprisa se venga larvando desde hace mucho. Tal vez los aparatos cuya eficacia nos hace pensar que nuestra vida ha cambiado nos la están dejando en realidad como estaba, con sus problemas fundamentales intactos. (Puede que hasta agravados).

Hay «revoluciones» muy lentas. Y en eso reside la mejor garantía de que lleguen a fructificar. También en la vida las evoluciones lentas suelen ofrecer resultados duraderos; mientras que las transformaciones rápidas o violentas quedan habitualmente en precario ante eventuales acontecimientos de igual índole. Seguramente, el genio del idioma lo sabe muy bien.


IV


Date: 2015-12-17; view: 717


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