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EL GENIO DEL IDIOMA TIENE UN RELOJ

 

Es fácil imaginarse al genio del idioma como alguien flexible y tolerante, dispuesto a admitir cualquier innovación: alguien con manga ancha. Algunos suponen que su carácter encaja con esta idea, seguramente porque necesitan creer en ese rasgo para forzar con ventaja sus costuras. Así ocurre en otros órdenes de la vida: nos gustaría una actitud más ligera en determinadas instituciones cuando eso nos resulta cómodo, y sin embargo la propia entidad precisa de firmeza para seguir funcionando. Esta quimera sobre la flexibilidad de la lengua, a la que se supone en continua evolución, queda también muy lejos de la realidad. El genio del idioma español, querámoslo o no, tiene un reloj en la mano y es alguien estricto. De manga estrecha, precisamente («estricto» y «estrecho» tienen los mismos genes). Se comporta de un modo suave, eso sí, porque jamás emplea la fuerza. Ya hemos dicho que hace de la seducción su principal arma; pero mantiene su criterio con personalidad.

Y no podía ocurrir de otra manera, puesto que debe gobernar un universo donde se mueven decenas de miles de palabras, con sus derivaciones, afijos, conjugaciones, concordancias... En ese mundo no valen las soluciones individuales, ya que se trata de orquestar un sistema homogéneo a cuyos recursos tengan acceso todos los hablantes, y en el que todos los hablantes entiendan lo mismo cuando toman alguno de ellos para transmitírselo a otros, que a su vez deben comprender el mensaje tal cual se ha intentado utilizar.

Y al mismo tiempo precisa de un equilibrio entre todos esos elementos, para que se respeten sus vinculaciones de modo que se facilite la comprensión y, sobre todo, el aprendizaje de la lengua en los niños.

Las soluciones individuales requieren precisamente -para resultar eficaces, para que las asuman los demás y para que progresen en el idioma- de una condición primordial: cumplir las firmes directrices del genio.

El paso del tiempo le ha aconsejado admitir innovaciones, desde luego. Ahora bien, nunca con carácter general o irrestricto. Y todas ellas se han acomodado además a una época concreta y a unas normas claras. Usted mismo, querido lector, seguirá sus designios inconscientemente todavía hoy.

Usted sabe que en español tenemos verbos terminados en -ar («amar», «cantar»), en -er («temer», «querer») y en -ir («venir», «latir»). Evidentemente, esos verbos se han formado alguna vez, y por eso los usamos ahora. Pero ya pasó el tiempo de crear verbos en -er y en -ir. El genio es severo en esto. Si usted quiere inventarse un verbo, no tendrá más remedio que formarlo en la primera conjugación. Hace mucho tiempo que el genio de nuestra lengua vetó cualquiera de las otras dos posibilidades. Y usted está gobernado por él y por su reloj. Pruebe y verá.



¿Hasta ahora no se había dado cuenta de esto? Claro, porque el genio obra con firmeza pero intenta que no se le note. Y usted, en definitiva, es uno de los suyos; no va a tratarle mal.

Ya en latín se podían formar verbos a partir de sustantivos. El genio del latín lo alentó. No sabemos si el genio del español es el mismo que el genio del latín, con una evolución de siglos por el camino que propició ciertos cambios; o quizás se trate de un hijo suyo; pero el caso es que ambos comparten algunas manías.

En la lengua de Roma, la conjugación y la formación de verbos terminados en -are (amare, cantare) constituía la posibilidad principal, aunque no fuera la única. Y en ella se colocó la mayoría de los extranjerismos de la época, como los verbos de origen germano. En algún momento (en la etapa primitiva del idioma) se crearon también en español verbos en -ecer a partir de sustantivos o de adjetivos, como «fortalecer». Menos suerte alcanzó, por su parte, la tercera conjugación: quedó esterilizada muy pronto, de modo que los verbos terminados ahora en -ir son los mismos de hace ocho siglos, por no ir más lejos. Poca evolución para un idioma al que se intenta presentar a menudo como muy propicio al cambio.

La derivación verbal en latín se construía por lo general agregando -are o -ire al nombre: color-are, fin-ire. Pero así como era habitual la terminación con alguna de esas dos conjugaciones, los verbos que se formaban en -ere resultaban más escasos.

El genio del castellano siguió en eso una actitud muy de familia: no admitió la derivación en -ere salvo que llegara tal cual de la lengua madre o que se tratara de una formación en -ecer Y ni aun así respetó todos los ejemplos. Digamos que el genio del español -quizás por ser más joven- se comportó con una radicalidad inexorable.

Ya el latín vulgar que se habló en la península Ibérica dijo fidare, que pese a venir de fidere desembocó en «fiar»; y en vez de studere, «estudiar»; en vez de invidere, «envidiar». Pero el genio jovenzuelo del castellano tampoco dejó muchos títeres con cabeza en los verbos de la conjugación en -ir si a él le parecía que su procedencia eran un sustantivo o un adjetivo. Es decir, si descubría una derivación, aunque no lo fuera realmente. En finire advirtió la palabra «fin» y por eso se llevó el verbo a la primera conjugación: «finar». Con custodire (de custos, «guardián»), reparó en la palabra «custodia» y lo cambió por «custodiar». Y así sucesivamente. Su norma estaba clara: de una palabra (sustantivo o adjetivo) puede salir un verbo, pero sólo si lo hace con la conjugación en -ar. ¡Ar! Y si alguna derivación verbal se escapaba, la perseguía por los siglos de los siglos: gratire llegó hasta el siglo XIII como gradir pero luego se terminó convirtiendo en «agradar»[4].

Como ocurría en latín, el todavía imberbe genio del castellano dejó una rendija para verbos formados con la terminación -ecer (-scere en el idioma de los romanos), y de paso aprovechó para desviar por ahí algunos que antes terminaban en -ir:: adormir se convirtió en «adormecer», y establir en «establecer», por ejemplo. Pero, como es su costumbre, sólo tuvo franca esa puerta un cierto tiempo, para castigar luego a los impuntuales. Se crearon en su día verbos como «endurecer», «esclarecer», «rejuvenecer», «favorecer», «embravecer»..., a menudo recurriendo a prefijos para ayudarse en la formación y usando como raíz un adjetivo -a veces un sustantivo-, y también relacionando el significado con un proceso que comienza o que se abre (en lingüística, «significación incoativa»). Con todo ello, seguiría todavía hoy ciertas directrices del genio de la lengua quien inventase el verbo «rebuenecer»[5]. Ese «rebuenecer» es posible con arreglo a las normas del genio para esta derivación verbal: se forma sobre un adjetivo, se ayuda de un prefijo y su significado denota la apertura de un proceso; pero ya no tendría éxito en español: porque el genio se puso intransigente en su día sobre este asunto y cerró la puerta. Además, prefería el verbo «mejorar».

El español concentra ahora, pues, toda la actividad en -ar para formar verbos a partir de sustantivos. Y uno de los hechos que demuestran la longevidad del genio de la lengua hasta nuestros días -el mismo genio de entonces- nos lo aporta la curiosa circunstancia de que esta norma se mantiene igual en la actualidad que hace mil años.

A esa primera conjugación se adscriben ahora neologismos radiantes como «esponsorizar», «atachear», «chatear», «linkar», «liderar» o el atroz «emailear»; pero también palabras legítimas creadas con los propios genes del español y que el genio bendice, como «ningunear», «piratear», «sambear», «salsear», «mensajear», «telefonear» o «televisar». Cualquier hablante que se proponga crear un verbo acudirá a esta desinencia, siguiendo inconscientemente los deseos seculares de nuestro amigo el genio. A nadie se le habría ocurrido decir por primera vez -ni por segunda ni tercera- «emaileír», «esponsoricer», «piratecer» o «telefoneír». Porque eso iría contra el genio del idioma.

 

Tres tipos de palabras. Él mira a menudo el reloj y el calendario. Muchas de las transformaciones fonéticas que convirtieron el latín en castellano se produjeron en oleadas, en bloques sucesivos. Hasta el siglo XII, por ejemplo, se mantenía la t como letra final de palabra en los verbos («puedet»). Y sólo a partir de entonces desaparece. Antes no había llegado el momento.

Cada evolución tenía su tiempo. Así, el genio cerraba la puerta principal del idioma sin contemplaciones a los invitados que llegaban tarde. Ni un minuto más. Los términos que no estén junto a la casa en el momento oportuno no podrán pasar al jardín de las palabras patrimoniales (aquellas que sufren la evolución del idioma y se adaptan fonética y morfológicamente a él), sino que, como mucho, deberán resguardarse en una zona secundaria, a veces incluso la caseta de los trastos.

Veamos.

El genio ha animado innumerables palabras populares, las manejadas por el pueblo a su antojo. Son las que más le gustan. Y seguramente las que mejor ha gobernado. Los lingüistas las llaman, ya lo decíamos, «palabras patrimoniales», y se han transmitido de boca en boca ininterrumpidamente, desde la época del latín hablado hasta el español moderno, para formar el grueso del pelotón de nuestro idioma. Por supuesto, en ese camino han sufrido todos los cambios fonológicos y morfológicos que les correspondían, disciplinadamente. Así, de alter (acusativo alterum) acaba saliendo «otro»; y de filius tenemos «hijo». Las normas establecidas estrictamente por el genio se van cumpliendo en ese proceso.

También englobamos aquí las palabras prerrománicas que suponemos presentes en la Península antes de que llegaran los soldados y los arquitectos del Imperio: «gazpacho», «becerro», «cazurro», «garduña»..., sometidas también a las leyes de la evolución. Es decir, son palabras patrimoniales todas aquellas que llegaron puntualmente a la formación del idioma.

Las «palabras cultas» son las que el español tomó del latín clásico o medieval, pero ya no de boca en boca y al principio, sino de pergamino en pergamino y tiempo después. Éstas no parecen tan del agrado del genio -su pronunciación le incomoda a veces-, porque él es alguien muy de pueblo como más adelante veremos. Pero también las acogió, sabedor de que se usaban menos y para dar gusto a los sabios y gentes cultas de cada época. Y además porque se trataba de palabras muy próximas al latín, amparadas tantos siglos por su propio padre, y porque cumplirán su función de distinguir a las personas instruidas y constituir un ideal de dicción y de cultura. Ahora bien, tales vocablos, precisamente por su circulación entre gentes de latines y por haber llegado impuntuales, no han sufrido todas las modificaciones de aquellos que pasaron por el camino oral.

Muchas de estas palabras cultas que vinieron a nuestra lengua por el papel escrito lo habían hecho también por vía popular y analfabeta, con lo cual adquirieron finalmente dos grafías y, por fortuna, dos significados. El genio, que no da puntada sin hilo, las especializó con sentidos distintos pero próximos, lo suficientemente distintos y próximos como para que podamos descubrir sus genes comunes: «frígido» y «frío», «fabular» y «hablar», «íntegro» y «entero», «mutar» y «mudar», «masticar» y «mascar», «vindicar» y «vengar», «plano» y «llano», «coagular» y «cuajar», «atónito» y «tonto»... Y lo mismo hizo con los sufijos que aceptó por la puerta de la vía oral y los que entraron por la zona culta: «monedero» y «monetario», «somero» y «sumario», «primero» y «primario»...

Y a medio camino entre unas y otras quedan las «palabras semicultas», más antiguas que las cultas pero menos que las patrimoniales; y que también tuvieron su puerta. Estas voces se heredaron del latín por vía oral, y se vieron influidas por la lengua de la iglesia o los tribunales (en ambas instituciones se habló latín durante siglos). En ellas, una parte de sus fonemas se aviene a la evolución, pero otra no. Así sucede con regula, que nos da «regla» y que habría terminado en «reja» si hubiera hecho todo el recorrido[6].

Es normal. En la época del idioma incipiente -aún no está fijada la evolución-, los sacerdotes en sus púlpitos eran como la televisión de ahora, pero con más influencia porque el público no tenía un idioma tan asentado como el de nuestros días; y repetían tanto algo, que se quedaba en el aire: saeculum debía haber derivado en sejo (corno «espejo» derivó de especulum), pero no completó la evolución porque los eclesiásticos usaban continuamente esa voz culta en sus sermones y sus oraciones (per saecula saeculorum), y esto mantuvo «sieglo» y luego «siglo». De la rareza de este vocablo da idea el hecho de que no resulte fácil ponerlo al final de un verso y encontrarle rima.

 

Carácter estricto. Las palabras que no son patrimoniales -las que no llegaron a la hora adecuada- acaban pagando por lo general algún tipo de peaje: una pronunciación difícil en boca del pueblo (/solene/ en vez de /solemne/), un desparejamiento de rima, un uso muy restringido... El genio del idioma se cobra su impuesto, aunque las acepte.

Podemos hallar muchas muestras más de ese carácter estricto de nuestro mítico personaje, por ejemplo el hecho de que el genio no haya consentido que se acentúe ni un solo prefijo. O que ni una sola palabra formada por composición («espantapájaros» , « a cierraojos», «duermevela»...) lleve el acento ortográfico o prosódico en el primero de los dos elementos. O aquella disciplina con que los grupos de sonidos se fueron modificando desde el latín: la diptongación de e y o breves y tónicas que se transmutan en ie y ue: bene, «bien»; terra, «tierra»; bonus, «bueno»; porta, «puerta»; fortis, «fuerte»[7]. O que en la transición del latín al castellano no se haya perdido la vocal a -si acaso, se transforma-, esté donde esté y tenga acento o no lo tenga[8]. Tan firme es también el genio -y tan claro lo ve todo-, que no admite ni una sola oración situada tras el nexo «para que» (no confundir con «para qué») que no se forme con el verbo en subjuntivo («voy para que me lo des», «lucha para que nadie se lo quite»). Tampoco permite que las palabras patrimoniales del español se casen con determinados sufijos tomados del griego o del latín (valen «cefalópodo» o «filólogo», pero no cabezópodo o lenguófilo) ...[9].

Este carácter estricto, que impone cambios fonéticos y prohíbe formaciones ajenas a su costumbre, no se relaciona tanto con sus caprichos como con sus herencias, porque tal actitud le viene de familia. Ya antes el genio del idioma indoeuropeo transfirió palabras a otras lenguas con ciertas reglas estrictas: la s latina que inicia una palabra se transfiguraba en una /h/ al llegar ese mismo término al griego: así, septem se corresponde con heptá, por ejemplo. La p del latín (pater) se convertía en f en islandés antiguo (fader), en el gótico (fadar) y en inglés (father). La c se volvía h (cornu y horn), la h se tornaba k …[10]

Decimos que el genio es «estricto» y estamos así ante una palabra procedente de strictus (que a su vez nace de stringere: apretar, comprimir). Exactamente la misma etimología de «estrecho». Los dos términos pueden definir lo mismo, incluso el Diccionario los hace sinónimos al darnos la definición de «estricto»: «estrecho, ajustado enteramente a la necesidad o a la ley y que no admite interpretación»; no muy diferente de lo que dice sobre «estrecho»: «que tiene poca anchura. Ajustado, apretado». No obstante, la primera («estricto») es más abstracta, y se refiere a los juicios y los ánimos de los seres humanos; la segunda se aplica más a la tierra y a los objetos: un juez es «estricto» pero un zapato no; lo que no impide que un juez pueda ser un «estrecho» («rígido, austero, exacto», en otra de las acepciones). Así solía establecerlo el genio: dejaba los conceptos más elevados para las grafías cultas y adjudicaba los más terrenales para sus versiones populares.

Pues bien, las dos palabras -«estricto» y «estrecho»- procedentes de una misma etimología (y que por tanto comparten su carga genética) son producto, precisamente, de lo estricto del genio del idioma. Una sola etimología ha dado dos significados, y así debía ocurrir.

En efecto, el dúo de consonantes ct derivó en el español primitivo a ch, circunstancia que lo hacía diferente de los demás dialectos románicos (peninsulares y extranjeros), porque en otras lenguas sí encontramos esa combinación de letras y sonidos en las palabras correspondientes. Pero transcurrida una primera época el genio del idioma ya no impuso más esta evolución. Y por eso decimos «estricto», «impacto» o «edicto», palabras de desarrollo diferente, por tardío, al que experimentaron «dicho» (de dictum) o «hecho» (de factum). Tanto «directo» como «edicto» y otras de similar fonética son palabras que llegaron tarde. Ya estaba cerrada la puerta de esa evolución patrimonial hacia ch y el genio se mostró implacable.

Así pues, no permitió la evolución de las impuntuales, que dejó para toda la vida con ese estigma. El tiempo de la transformación desde el latín ya había pasado, y el genio bisoño se había convertido en un adulto... Un adulto joven todavía, pero un adulto, que creía tener recursos suficientes y mostraba cierta altivez ante lo nuevo. Hubo algunos ruegos al respecto, pero no cambió de postura. La gente de baja condición decía /efeto/, /lición/, /sinificar/, /ecelente/, /solene/, /acetar/... Pero el genio del idioma no se conmovió: si esas palabras llegaron tarde en la evolución popular, que se note; si aparecieron por la vía culta, que se note también. Y vaya que si se nota, porque todavía hoy mucha gente no acierta a pronunciar bien «efecto», «lección», «significar», «excelente», «solemne», «aceptar»... De hecho, algunas de estas palabras de pronunciación culta adoptan un sonido más natural en determinadas zonas de España (sobre todo en Galicia), cuyos hablantes entroncan así con la tradición del castellano viejo.

El genio aceptó, pues, algunas palabras difíciles de pronunciar entonces -y esta disculpa tal vez le parecía a ratos una exageración, pues no en vano venían del latín; y el latín no estaba tan lejos-, pero dejó que la tendencia natural del idioma se impusiera en otras similares: «luto», «fruto», «delito» (que sin embargo tienen sus desarrollos cultos «luctuoso», «fructífero», «delictivo» ... ). ¿Por qué unas perdieron esas uniones complejas de fonemas y otras no? Paradójicamente, unas palabras tomaban determinadas formas debido a su abundante utilización, y otras obtenían una forma distinta... debido a su empleo escaso. Dicho de modo más simple: lo popular ganaba por el uso, lo culto ganaba por el desuso.

Algunas de esas «palabras cultas» del latín nos pueden parecer ahora normales; pero eso no significa que en su momento lo fueran, en un lenguaje popular dominado entonces por el léxico del campo y las labores menestrales.

El caso es que el genio aceptó -imaginamos que no con buena cara- que la Real Academia Española promulgara su estricta decisión contra solene, lición, efeto y sus palabras compañeras. Los sabios de la docta institución determinaron en el siglo XVIII -con el latín como lengua de prestigio, usada en iglesias, instituciones y palacios- consagrar las variantes más latinas (las que mantenían intactos los grupos consonánticos rechazados siglos atrás). Pero el señor del lenguaje sacó petróleo de aquella decisión, aunque no participara de ella enteramente. Porque tuvo un efecto interesante (el genio se las sabe todas): las posibilidades fonológicas del español se ampliaron hasta aceptar a final de sílaba consonantes anteriormente imposibles: k, g, p y b, que le darían luego mayor ductilidad para nuevas formas[11]. (Ojo, a final de sílaba; no a final de palabra. Eso ya habría sido demasiado).

De todos modos, el genio del idioma no puede mirar con malos ojos las pronunciaciones populares /ojeto/ o /efeto/, por ejemplo, aunque haya consentido las formas cultas y sepa que aquéllas denotarán para siempre descuido o ignorancia a ojos académicos. Seguramente el genio sabe, aunque ahora lo reconozca a regañadientes, que la Academia fue demasiado cultista en aquel momento. Tal vez la Academia se comportó contra el genio del idioma...

No obstante, el lingüista Walter Porzig ha venido a auxiliar a ambos, al genio y a la Academia: «los sonidos de la lengua», escribió, «cambian bajo las mismas condiciones del mismo modo»[12]. Una ley fonética, sostiene el autor alemán, no es válida para siempre, sino sólo para un cierto espacio de tiempo, unos siglos o unos decenios. Se supone, pues, que la evolución de las palabras patrimoniales y su estricto orden de fonemas había terminado ya, y que eran posibles algunas otras fórmulas como las bendecidas por los sabios.

Y el genio, en verdad, tenía sus disculpas para ceder y dar por bueno lo sucedido, una vez -eso sí- que sucedió. Las alternativas que se le mostraban («efecto» frente a efeto, «objeto» frente a ojeto) no le iban a ofrecer opción para aplicar significados distintos como había hecho en casos anteriores -ahora no se daba un doblete, sino una sustitución-, pero necesitaba estas nuevas combinaciones fonéticas para usos más interesantes. Y ya se sabe que para experimentar la evolución popular hacía falta estar a la hora indicada, como él mismo tenía establecido. Así que aceptó la enmienda académica.

El vocablo titulum, por ejemplo, fue impuntual también. Si este término hubiera seguido la misma evolución de sus similares -si hubiera llegado al habla general en el momento oportuno-, ahora estaríamos diciendo «tejo»: «el tejo de esta película es muy bueno», por ejemplo; y quizás pensaríamos así, por analogía, que los títulos son los tejados de las obras, y quién sabe si «echar los tejos» se diría en ese caso de otra manera. Porque la i breve acentuada de titulum se habría convertido en e en su evolución: tetlum, -y el dúo consonántico tl se habría transformado seguramente, tras pasar por teclum, en j, como «viejo» sale de aquel veclum del latín vulgar y éste del literario vetulus. Pero titulum llegó al español cuando ya esas evoluciones estaban pasadas de moda, y sólo se le cambió a la palabra su terminación, para hacerla reconocible en nuestra lengua: este otro tipo de adaptaciones menores tenían tiempo de sobra, carecían de fecha de caducidad[13].

 

La historia se repite. El fenómeno de aquellos siglos no queda tan lejos. Algo similar ha ocurrido incluso en los últimos años con la palabra francesa élite. La Academia supuso enseguida una pronunciación llana en español, porque ésa es la tendencia general en nuestro idioma y porque en francés el acento tónico está en la segunda sílaba (se pronuncia /elít/, aunque el acento ortográfico figure en la primera). Pero el tiempo en que las palabras francesas se tomaban al oído por el camino de Santiago pasó hace siglos; y el genio del idioma ya no admite fácilmente vocablos así. El francés élite fue en español un término escrito antes que hablado. No entró por la vía oral, y los españoles que no saben otros idiomas identificaron el acento ortográfico (que no es equivalente en español) con el de cualquier otra palabra esdrújula. Y decidieron pronunciar /élite/. Y así se extendió luego el vocablo entre locutores y periodistas que jamás habían oído la palabra en francés.

Pero hay una diferencia entre aquellos «locutores» de los púlpitos y estos de ahora. Aquéllos dominaban el latín, todavía muy próximo por otra parte. Y los latines que repartían los curas no resultaban tan ajenos a los fieles. Alguna adaptación acabaron teniendo (de saeculum a «siglo» va un trecho, a pesar de todo), aunque no fuera la misma que si hubieran llegado antes y el genio hubiera tramitado esas palabras por la vía popular. Entraron, como estamos explicando, en una estancia distinta; pero entraron finalmente, porque el genio, deudor de sus antecesores, les abrió una puerta. No la puerta principal, que las habría convertido en palabras patrimoniales con todas las modificaciones que les serían de aplicación, sino un acceso lateral. Y el caso es que ya están dentro y nadie se acuerda de por dónde ingresaron.

Algunas otras palabras han experimentado más tarde evoluciones similares, también por haber usado una puerta secundaria. Tomaron algo de la fonética del castellano y se camuflaron, pero algo en ellas -fíjense en la terminación- denuncia su origen no patrimonial: «ambigú», «debut», «chalé» o «chalet»... Luego hablaremos de estos vocablos.

Nebrija incluía galicismos en su diccionario de 1495[14] como «paje», «manjar» o «jaula»» (que procede de geoley antes jaole)[15]. Muchos de ellos habían llegado como consecuencia de la peregrinación desde Francia hacia Santiago de Compostela. Así, hemos visto que los galicismos anteriores al siglo XVI acuden en español a la j para sustituir los sonidos de la j y la g del francés (similares al sonido /y/ ante vocal), como «jardín» (del francés jardín, /yardin/); pero los galicismos modernos recurren a la s o la ch para esa misma situación: por eso se forma «charretera» (una divisa militar) a partir de jarrete; y «bisutería» a partir de bijoux[16]. ¿No podían haber seguido el mismo camino que sus palabras familiares? No. El genio del idioma había decidido ya otra cosa, y es riguroso con su reloj. Lo estamos viendo.

Claro que llegarán más tarde nuevos galicismos, pero cualquier hablante notará que lo son; y eso acaba por influir en que muchos de ellos desaparezcan; a no ser que pasen por el aro y se adapten a la fonética que el genio impone desde hace siglos. Y aun así a veces también sucumben.

Tenemos, pues, galicismos patrimoniales como «jardín», semicultos como «bisutería» y cultos como «élite». El semblante de nuestra lengua ha mostrado durante un tiempo voces como «soirée» (que se acabará sustituyendo por «sarao», si esto funciona como parece), o «chalet» (que se terminará escribiendo «chalé» y que quizás dentro de unos decenios vuelva a llamarse «casa» por oposición -y especialización- frente a «piso» o «apartamento»; «departamento» en América); o como pot pourri (españolizada como «pupurri» o «popurrí» pero que en francés es un calco del español «olla podrida» , expresión esta que viene a su vez de poderida, «poderosa») ; o «ambigú» (en camino de desaparición también porque el «bar» de los cines o de los teatros sigue siendo un bar). La diferencia fonética que percibimos al instante entre «jaula» y «jardín», por un lado, y «soirée» o «ambigú», por el otro, nos muestra claramente que aquéllas son palabras patrimoniales (han sufrido las evoluciones propias de nuestro idioma al través de los siglos), pero las otras no. La puerta principal se había cerrado. ¿Por qué? Usted lo sabe ya: porque el genio se comporta con firmeza y consideró que la época de la influencia francesa estaba superada y que a qué ton se presentaban esas otras palabras, tan a destiempo. Tan impuntuales.

Tal vez no sólo pensó que aquella época estaba pasada, sino que las épocas de incorporar palabras tan distintas de las propias habían quedado atrás. Porque ya nunca más asimiló con naturalidad una cantidad semejante de términos extranjeros, casi todos ajenos a las lenguas con las que pudo jugar de pequeño (con ésas siempre se mostrará condescendiente).

Puede haber un punto de arrogancia en esta actitud. Igual que la ejercía en sus albores, porque el idioma era «certero y decidido» en las elecciones, como lo describe Rafael Lapesa. Firme, tajante, tenaz. Mientras los dialectos colindantes (el leonés o el aragonés) titubeaban entre las distintas formas de una misma palabra que en aquellos tiempos tenían ante sí, el genio del idioma español escogía rápidamente «puerta» y «silla», con energía y contundencia, frente a voces como puorta, puerta, puarta, siella y sialla en las que andaban sus vecinos. Esa determinación del genio, las decisiones estrictas, le vienen de las épocas de transición en sus evoluciones, unos años en que debió dirigir el tráfico con entereza. Recuérdese que en español arcaico la segunda persona del pretérito permitía elegir entre feziste, fiziste, fizieste, fezist, fizist, fiziest, fezieste y feziest (ocho posibilidades), al mismo tiempo que los hablantes alternaban elle, elli, ell y él; aquest, aquesti, est y esti; y esse, est, es y essi. Menos mal que puso orden.

 

La adaptación. El genio de la lengua va creando el idioma, y se siente satisfecho con el camino andado. ¿Por qué va a dar por bueno «debú» a la primera si ya tiene «presentación» y «estreno»? Sí, es cierto que aceptó «jamón», pero primero lo transformó desde jambon (/yambón/) y de todas formas no renunció del todo a «pernil», que sigue en el diccionario; y además ése era otro momento. Después ya no le gustan las voces nuevas que llegan con ínfulas y que parecen denunciar lagunas léxicas o fonéticas en su acervo, acusándole de no haber hecho bien su trabajo. Así que les pone dificultades. Ahora bien: si insisten mucho y muestran algún gesto de adaptación -siquiera sea incompleta-, les franquea el paso. Ahí está «fútbol», por ejemplo. También tenernos «balompié», pero esta palabra no era anterior al anglicismo. Como tantas otras, había llegado tarde.

Con el latín primitivo viajaron en su día algunas voces de otras naciones, que la lengua de Roma había recogido en sus múltiples campañas militares y civiles. Esos vocablos sí participarán de la evolución general hacia el castellano, simplemente porque llegaron puntuales a la cita -estaban ahí en el momento adecuado-, y al genio le pareció bien: es riguroso, pero también justo. Así, la palabra supuestamente gala cervesia (en el celtolatino cerevisia) termina siendo «cerveza»; igual que del latín vulgar ceresia hemos llegado a «cereza». Estas voces aparecen en su debido momento, y pasan por la evolución común. Entraron por la puerta principal.

El griego clásico, por su parte, ya era muy reacio a aceptar palabras foráneas sin adaptarlas previamente a su fonología y a su morfología[17]. También el español ha mostrado siempre una fuerte tendencia a asimilar los fonemas extranjeros a los propios. Lo mismo había hecho el latín, que recibió el griego sjolé, lo transformó en schola y nos brindó «escuela», con una aspiración de la s inicial que se fue perdiendo paulatinamente.

Los germanismos más antiguos (que llegaron al castellano de dos maneras: con el fondo común románico o bien del gótico) se convirtieron en palabras patrimoniales y siguieron también las leyes fonéticas de las voces populares. El genio, mientras estuvo a la puerta, impuso condiciones: las palabras debían adaptarse a la fonología del castellano y seguir todos los procesos propios del latín hablado, del protorromance hispánico y del castellano mismo. No le importó al genio del idioma que algunos fonemas germánicos carecieran de una correspondencia clara, siquiera aproximada, en el español naciente: la /h/ aspirada y la /w/, igual que las oclusivas intervocálicas /p/, /k/ y /t/, plantearon sus problemas. Pero no habría clemencia. La /h/ aspirada ya había desaparecido del latín antes de que naciera Jesucristo, así que el fonema que traían los teutones y sus parientes desapareció también en el castellano, que formó «espía», «arpa» o «yelmo» olvidando que en algún momento fueron spahia, harpa o helm. A su vez, el sonido /w/ se asimiló a /gw/ (el castellano ya tenía algo parecido en «lengua» y otras palabras) cuando la vocal siguiente era una a (triggwa nos da «tregua»; pero cuando le sigue otra vocal se reduce a g).

Las voces árabes serían las últimas admitidas a la fiesta de la evolución con influencia ajena. Y, por lo general, los arabismos llegaron al romance hispánico a tiempo, cuando la puerta principal no se había cerrado. Por eso experimentaron los mismos cambios fonológicos que percibimos en las palabras de origen latino. Así, los fonemas sordos intervocálicos del árabe están sujetos a la lenición (debilitamiento) que se estaba produciendo con las palabras latinas: igual que decollare da «degollar» (y se desvanece la idea de «cuello»), al kutún deriva en «algodón» (la t intervocálica se convierte en d, además de la suavización de la segunda consonante, k)[18].

Y se acabó. Después del siglo XVI el genio no admite con facilidad más palabras que puedan convertirse en patrimoniales (de ahí la dificultad ahora con los vocablos del inglés, tan actuales y tan poco capaces de evolucionar ante un personaje así de firme). Él considera que ya tiene una lengua construida y se tumba a sestear. A partir de ahí, todas las palabras serán prestadas (y a menudo con ánimo de devolución). Habrá excepciones, claro, pero éstas a su vez deberán atender a otras razones que considere válidas. Es juicioso y riguroso, ya lo hemos dicho. Y sí... parece que le gusta el «fútbol» ; tanto, que ha permitido su progreso en el idioma: futbolístico, futbolero, futbolista... Claro, la palabra pagó el peaje exigido y abandonó la vieja piel con la que llegó (football).

Esa historia que viene de tan lejos invita a pensar que raramente los anglicismos léxicos que nos rodean (overbooking outsourcing, planning...) se asentarán en nuestro idioma tal y como los escribimos hoy en los periódicos, pues los genios de las lenguas que han alumbrado la nuestra, estrictos todos según se ve, no ponen buena cara al respecto. O se adaptan, o serán sustituidos por palabras españolas con procedimientos que luego analizaremos.

 

Cuestión de épocas. Los casos repasados aquí -y se trata sólo de ejemplos de una tendencia más amplia- nos presentan a un ser ciertamente riguroso, de esos que dicen «cada cosa a su tiempo», «todo con sus reglas». Un carácter del genio que tampoco nos resulta ajeno. Los seres humanos que han poblado nuestro entorno tuvieron su momento para el barroco, para el románico, para el gótico... No encontraremos iglesias visigodas con los ornamentos del churrigueresco, ni templos neoclásicos en los años del barroco. Y otro tanto sucede con los estilos musicales, pues el genio de cada época inspiró a los compositores según el mundo en el que vivían, lo mismo que a escultores, pintores y hombres de letras.

Es también nuestro propio sino: toda evolución cultural ha necesitado de la coherencia, de la acomodación a la realidad y al terreno... y de puntualidad. Muchas actitudes que los seres humanos ponían en práctica de natural en una época se quedaban obsoletas de repente: se había pasado su momento oportuno. Las catedrales que se construyen en nuestros días han de ser por fuerza distintas de las del siglo XII. Y si intentaran parecerse, sólo derivarían en una imitación. Pero algunas de nuestras basílicas se estuvieron construyendo durante siglos; y en cada día de trabajo humano sobre la piedra hubieron de vivir las influencias de los tiempos. Que luego su resultado fuera armónico también se debió de producir gracias a algún otro genio.

Ese cierre de plazos tan estricto como el de un tribunal de justicia funcionó en el idioma. Las distintas evoluciones tuvieron su época. Luego, al genio de la lengua le correspondió la difícil tarea de equilibrarlo todo para que el resultado fuera coherente.

En ciertos terrenos, el genio sigue evolucionando aún -y lo hace según su historia, desde dentro de sí mismo-, puesto que no es de piedra; pero en otros dejó de hacerlo, y ya no lo intentará más. Y siempre, por debajo de esas capas históricas permanecen sus reglas; como debajo de cada estilo musical se aprecian las armonías básicas del solfeo y como las catedrales de los más divergentes estilos cumplen sin duda las leyes primarias de la arquitectura.

El genio es estricto, pero nosotros también. La garantía de la libertad precisa de plazos, normas y sanciones, y todas las sociedades se los dan a sí mismas. El genio evoluciona, pero con reglas. Será difícil, por ejemplo, que se cree una sola preposición. Ya existen todas las que hacían falta. A veces se percibe como estrictos e intransigentes a quienes intentan explicar la evolución y el comportamiento de la lengua. Pero no les culpemos: es el genio. Y el genio nos atenaza a todos, aunque miremos para otro lado. Hay soluciones individuales, claro que sí; sin embargo, la colectividad necesita, para que arraiguen, un mínimo de coherencia con la historia. Si una persona inventa el verbo «camioneír» (un imaginario «construir camiones»), no tenga duda: ya puede insistir cuanto quiera, que los demás dirán -si es que dicen algo al respecto- «camionear». El genio tiene un reloj, y no es lo mismo llegar antes que después de la hora.


III


Date: 2015-12-17; view: 676


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El genio del idioma | EL. GENIO DEL IDIOMA ES LENTO
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