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El genio del idioma es analógico

 

La coherencia del idioma constituye una de esas características que, si fuéramos crédulos, nos harían pensar que todo el sistema lingüístico lo ha organizado una sola persona y que ésta sigue en el puente de mando. El genio del idioma, por tanto, es coherente tantos siglos después. Primero se dotó de unas reglas, porque no puede aplicarse una norma sin coherencia; y ante situaciones semejantes, aporta dictámenes semejantes también. La analogía forma parte de sus encantos.

Esa relación visible entre diversos fenómenos del lenguaje nos permite deducir un comportamiento perenne y entroncado con su historia. Las dudas que se nos plantean en nuestro uso cotidiano tienen siempre una posibilidad de resolución mediante la analogía; y a menudo resulta certera si se aplica sin conculcar otras normas (generalmente, también analógicas).

Toda la estructura del idioma guarda un equilibrio interno en el que unos pilares sujetan otros y cuyo objetivo final es una armonía de toda la arquitectura. Consonancia de elementos, integración de colores... La fuerza impresa por el genio en las palabras para que se aproximen a sus semejantes y vivan los mismos procesos ya se demostró con la evolución fonética del conjunto de la lengua. Pero no se detuvieron ahí los efectos.

La coherencia que el genio ha inoculado en los hablantes les llevó a tomar decisiones muy llamativas. Así, algunas palabras que suelen ir juntas en el pensamiento están destinadas a semejarse a pesar de sus diferentes orígenes etimológicos y fonéticos. No se pronuncian en todas las ocasiones una detrás de otra, pero siempre el vocablo que se profiere recuerda al que se calla.

«A diestro y siniestro», decimos a menudo. Y «diestro» casi siempre nos trae a la memoria -en esa cohorte de palabras que asoman en el pensamiento, como nos han demostrado los psicolingüistas- la voz «siniestro». Gracias a eso precisamente decimos «siniestro», y no sinistro como habría correspondido primero al latín y luego a las leyes de la evolución fonética. El hablante ha percibido la coherencia general del genio del idioma, y ha buscado la máxima relación entre dos palabras que le parecían cercanas. No le pareció coherente decir «a diestro y sinistro».

Algo similar ocurrió con los días de la semana. En latín, por ejemplo, se decía Martis dies (el «día de Marte»; todavía hoy en algunos países de América, como Bolivia y Perú, se oye generalmente «eso pasó el día martes», o «el día jueves» ... ). Y también Iovis dies («día de Júpiter»), Veneris dies («el día de Venus») ... Esos días de la semana terminaban en s. Y la recitación de los siete juntos ocasionaba ciertas molestias: lunae, martis, mercurii, iovis, veneris... Así que el genio, en su coherencia analógica, decidió igualarlos: lunae y mercurii se sumaron a la fonética mayoritaria, incluso cambiando este último su acento a la primera sílaba. Y por eso decimos ahora «lunes, martes, miércoles, jueves y viernes», porque si el genio no hubiera heredado esa coherencia analógica estaríamos recitando «lune, martes, miércole (llana), jueves y viernes». El «sábado» continuó igual, puesto que no procedía de ningún astro sino del latín bíblico sabbatum. (Y éste, del griego sabbaton, y éste del hebreo sabbat, y éste del acadio sabattum: «descanso»). Lo mismo ocurrió con Dominicus dies, el eclesiástico «día del Señor» , que se quedó en «domingo».



La analogía tuvo influencia también en el dúo de palabras «suegra» -«nuera». Porque la primera procede de socra y la segunda de nura (socrus y nurus respectivamente en latín clásico). Pero de socra y de nura debía esperarse «suegra» y «nora». Sin embargo, el genio prefirió que se relacionasen más fácilmente en el archivo lingüístico de los hablantes, y estableció la relación «suegra»-«nuera».

El genio de la lengua tiene un sentido, como se ve, fuertemente analógico, que infunde a los hablantes y que éstos aplican sin darse cuenta. Y lo mismo puede reconducir una voz latina que una griega.

La voz griega melímelon designaba lo que ahora llamamos «membrillo». Para llegar hasta nuestra palabra debían cumplirse determinadas modificaciones en el camino, incluidas las que el genio del latín imponía como peaje a su paso por esa lengua. En ese recorrido, y tras superar el fielato, recibimos memrillo. Pero ¿por qué decimos entonces «membrillo»? Por coherencia: porque no teníamos la combinación mr en nuestro idioma y porque nos acudía al subconsciente la palabra «mimbre», dentro de esa cohorte de voces similares que se activan en nuestro cerebro a velocidad de vértigo cada vez que elegimos una en concreto. Así que optamos por añadir una consonante intrusa. Eso en lingüística se llama epéntesis. Porque si se tratara de una vocal agregada se llamaría anaptixis: y esto último es lo que ocurrió precisamente con algunas palabras árabes como al qasr (que se convirtió en «alcázar»), o batn («badén»), entre otras, para adaptarlas también a nuestra coherencia fonética.

La analogía atrae a distintas palabras entre sí como un imán. Ahora decimos «diezmar» (en el español de hoy, «causar gran número de bajas»), pero deberíamos haber llegado a dezmiar[34], puesto que procede de decimare. Sin embargo, la palabra «diezmo» (el impuesto que consistía en pagar una décima parte) atrajo hacia sí a «diezmar».

El genio de la lengua aplicó estas normas que conocía bien por su experiencia con el latín (la suya o la de su padre, que a veces no sabemos bien si se trata del mismo ser o de uno que nació del otro). En la lengua de Roma ya se dijo primarius y postremus. Las reglas fonológicas habrían llevado, si el genio no se hubiera gobernado con esta analogía tan coherente, a «primero» y postremo, y no a «primero» y «postrero» como decimos ahora.

Walter Porzig afirma que «los hablantes producen siglo tras siglo formas nuevas por analogía con las que han escuchado, y de la misma manera comprenden nuevas formas»[35]. Eso sí, siempre que sean coherentes.

Tal analogía es la que se dio con «tinieblas», donde la l de la última sílaba no tiene sentido etimológico, sino sólo analógico: el étimo latino era tenebrae, de donde debió salir tiniebras y de donde tenemos «tenebroso». Pero la fuerza analógica de «niebla» y de «nublar» (nubilare) creó la palabra actual. Es el caso también de «cerrojo», que procede del latín verruculum o «barra de hierro» y que debería habernos dado «verrojo» . El vigor de «cerrar» hizo el resto.

Ante ostium era en latín la plazuela situada delante de la puerta de una casa: «ante la puerta». Eso derivó en español hacia antustianu (ante-ustianu). Pero con el tiempo esta plazuela ya sólo la tuvieron las mansiones, iglesias y castillos, casi siempre situados en la parte alta de la ciudad. Por eso la etimología popular dio en la flor de denominarlo «altozano». Y dejaron de llamar así a las plazuelas que no estaban en alto. La analogía continuaba haciendo de las suyas, movida por la lógica del genio.

Pero lo más interesante es que los antiquísimos casos de «tinieblas» o «altozano», y otros muchos de su época, encuentran su correspondencia en hechos muy parecidos de hoy en día. La analogía funciona por encima de los siglos.

El imán entre semejanzas fonéticas es más fuerte en la conjugación de los verbos que en ningún otro capítulo de la gramática[36]. Gracias a eso aprendemos desde niños los tiempos y las personas con mayor facilidad, puesto que deducimos enseguida una lógica interna. Y también como consecuencia de esa fuerza analógica que inoculó el genio en los hablantes se han producido «errores» a los que asistimos ahora.

Es lo que ocurre con el pasado de segunda persona hablastes (lo correcto es «hablaste»). En él influyen con poderío todas las demás posibilidades de conjugar este y otros verbos en segunda persona: hablas, hablarías, hablarás, hablabais, habláis... Todos terminan en s. Choca entre ellos, pues, ese «hablaste» que nos impone la gramática normativa.

Como explicó Fernando Lázaro Carreter en EI dardo en la palabra[37], tampoco en latín existía esa s: «amaste» era amavisti. La segunda persona del plural se diría después en castellano -hasta el siglo XVI- vosotros amastes exactamente igual que la del singular tú amastes. Precisamente para diferenciarlas, el genio del idioma retiró la s a la segunda persona del singular (la dejó en «amaste», frente al plural amastes). Pero luego la segunda persona del plural varió y se quedó en «amasteis». Por eso el pueblo dejó de percibir la necesidad de mantener sin s el singular -una vez que ambas formas ya eran distintas- y aplicó la fuerza anterior otorgada por el genio a igualar todas las segundas personas del singular y terminarlas en s. Las escuelas y las Academias han mantenido en la lengua escrita -y la lengua culta, por tanto- ese atípico «cantaste» o «amaste» o «hablaste». No imaginamos a nuestro genio muy de acuerdo con esta decisión. La fuerza de la analogía que él ha esparcido entre su gente invita continuamente al vulgo a decir cantastes, amastes o hablastes. Estamos de nuevo, tantos siglos después, ante dos formas iguales y distintas que reclaman su sitio, una popular y otra culta. Y la popular tiene sus argumentos.

Otro error por analogía verbal se produce con el extraño imperfecto de subjuntivo «cantara» en funciones de pretérito indefinido o de pluscuamperfecto de indicativo. En puridad, es incorrecta la frase «vuelve al escenario donde ya cantara hace dos años» (lo correcto sería «donde ya cantó» o «donde ya había cantado»). El gramático Emilio Alarcos condenaba este uso como no perteneciente a la norma moderna del español, sino a una tendencia arcaizante, dialectal o afectada[38]. Pero el hallazgo se extendió entre periodistas. Y una vez que se ha abierto camino en los medios de comunicación, este «cantara» extraño ha empezado a alternar con «cantase» como le habría correspondido en sus funciones legales de subjuntivo pretérito. Curiosamente, ese imperfecto forzado no sale del pueblo, no parece responder a los criterios del genio. Pero, una vez aceptado por los usuarios inocentes de la adopción de tal forma arcaizante, la analogía se les impone también a ellos.

El pueblo se ha apartado a menudo de la lengua culta, como hemos visto. Pero no del genio. Aquella coherencia analógica que éste impuso anidó en la gente, que la ha defendido. Pues si decimos «de-trás» y «de-lante», lo más coherente es que al adverbio «a-trás» le corresponda a-lante. La escuela y las lecturas corregirán según la norma actual ese desatino, que responde sin embargo a una de las tendencias del genio popular del español y que aflora incluso en la voz de personas muy cultas.

Pero también en la lengua más técnica, incluso en la propia lengua de los lingüistas, la fuerza analógica se ha impuesto por encima de la fuerza lógica. Así, la búsqueda de coherencia y similitud nos hace pronunciar «morfema» cuando correspondía mórfoma (ésa es la palabra griega, y de ella salen «morfosintaxis», «morfología» «a-morfo» o «meta-morfo-sis»). Pero ya teníamos en ese acervo la serie «lexema», «grafema», «semantema»... Y le añadimos «morfema». Por analogía.

Este rasgo en el carácter del genio, que le convierte en un obseso de la analogía, no se reduce a las cuestiones fonéticas, sino que se extiende por otros ámbitos del idioma, como iremos viendo a lo largo de este libro. Uno de ellos concierne a los significados: las analogías que se producen cuando una palabra crece en su sentido y se recrea en otra. La fuerza de la analogía nos ha invitado, por ejemplo, a decir «patada». ¿Por qué «patada», que viene de «pata», y no piernada, que vendría de «pierna», cuando la propina un ser humano? La percepción en ese acto de la violencia animal produce la analogía adecuada. Porque, además, para las patadas de los animales que pueden o suelen darlas tenemos la palabra «coz».

 

Las mismas reacciones. El genio de la lengua sigue vivo en todo eso; continúa aplicando su influencia, todavía hoy. Los fenómenos registrados hace siglos tienen su réplica sísmica en otros muchos que se presentan en la actualidad.

El Diccionario español recomienda escribir «extravertido» («movimiento del ánimo que sale fuera de sí por medio de los sentidos»). Parece lógico, porque la palabra se compone con el prefijo extra- y el participio «vertido», para significar «vuelto hacia fuera». Pero a los hablantes les ha dado por decir «extrovertido», un vocablo alejado de la norma culta y de la etimología. ¿Por qué? Por lo mismo que prosperó «siniestro» junto a «diestro», en vez de sinistro: porque se asocian «introvertido» y «extrovertido». El primero, sí, se forma bien etimológicamente, pues el prefijo al que acude es intro-. La lengua culta, aquella empleada por quienes tienen un conocimiento mayor del idioma, usará generalmente «extravertido», y con ello obtendrá réditos estilísticos y de significado, tal vez también de prestigio; pero el vulgo (y no olvidemos que el genio se centra en él) dirá sin miedo «extrovertido» por analogía con «introvertido».

El genio ha inoculado en los hablantes ese sentido necesario para percibir el funcionamiento del lenguaje; hasta el punto de que incluso cuando el pueblo «se equivoca» sigue sus designios, todavía hoy. Así sucede también con los inventos recientes «trikini» y «monokini», donde el impulso del genio nos hace ver el concepto «dos» de «bikini», cuando no se trata de una formación con bi- sino del nombre propio de una isla del Pacífico que dio uso y denominación a esta prenda de baño[39].

Véase también la intuición popular con la terminación griega -itis, que significaba dolor o enfermedad y ha pasado al lenguaje médico para significar «inflamación». Pero tantas enfermedades terminan en -itis («apendicitis», «otitis», «gastritis», «artritis» ...) que el pueblo ha deducido el valor «enfermedad» que tuvo en el griego. Y por eso se dice de alguien que tiene «mieditis» si adopta una postura cautelosa, que sufre de «titulitis» si no aprecia a las personas en su verdadero valor sino sólo por sus diplomas, o que es víctima de la «medallitis», tanto si se procura la medalla al mérito militar como si se cabildea la del Congreso de Estados Unidos.

Ni siquiera el océano que media entre España y América ha impedido mantener esa cohesión. «Muchos de los cambios lingüísticos que se operan en el país de origen se reflejan paralelamente en las comunidades ultramarinas», nos recuerda Emilio Lorenzo[40]. Hoy en día, las palabras del español que se crean en América siguen las mismas normas morfológicas que las nacidas en España. «Ningunear», que antes poníamos como ejemplo, nació en México probablemente, y se formó con la primera conjugación como todos los nuevos verbos que el genio consiente. Y lo mismo ocurrió con las también mexicanas «apapachar» o «achicopalar»... O «balconear»[41], verbo creado probablemente en Argentina («observar los acontecimientos sin participar en ellos»). «Todo es así de descomplicado», decía el presidente colombiano, Álvaro Uribe, en unas declaraciones periodísticas[42], mostrando a los españoles una palabra original para ellos pero construida analógicamente.

Un mexicano podrá decir, como dicen muchos de sus compatriotas: «eso que hizo es refeo». Y la palabra creada allí habrá cumplido con los gustos de nuestro genio. Por eso el vocablo «refeo» circulará sin problemas por todo el ámbito hispano. Asunto distinto será el «¿cachai?» chileno («¿comprendes?»), perteneciente a un supuesto verbo «cachar» que sólo los chilenos conjugan con ese significado y que procede del inglés to catch.

Vale la pena detenerse en este ejemplo. La Academia ha admitido una nueva entrada del verbo «cachar», además de las viejas que se refieren a «hacer cachos», a una forma de arar y a «cornear» (que en este caso viene de «cacha»). Pero esa nueva entrada de «cachar» se separa un tanto del genio del idioma y de los cromosomas tradicionales del español, y el genio no parece haberla bendecido. Dos formas de deducirlo son la incoherencia que supone y la falta de analogía que muestra, porque ese «cachar» anglicado significa en Bolivia y Colombia «agarrar al vuelo una pelota», y por extensión cualquier objeto arrojado al aire. En Cuba, El Salvador, Honduras y México equivale a «sorprender a alguien», «descubrirlo». Y en Argentina, Paraguay y Uruguay, a «burlarse de alguien». Y en Nicaragua o Perú, a «agarrar», «asir», «tomar». Y en Chile, significa «sospechar». Y en Cuba se añade la acepción «observar a alguien disimuladamente». Y en El Salvador, la de «conseguir algo». Para rematar, en Perú también entienden que «cachar» significa «practicar el coito».

Como ha defendido Emilio Lorenzo, la vinculación lingüística entre el nuevo y el viejo mundo no se rompe nunca, gracias a la coherencia del idioma; y podemos convenir en que «cachar», quizás por su procedencia del inglés, no va con el genio de la lengua.

El vigor de las analogías se muestra también en determinadas maneras de escribir las palabras. A menudo nos topamos con el error «preveer» (lo correcto es «prever»), pero podemos disculparlo en un hablante descuidado -no así en un profesional de la palabra- porque ha seguido al genio del idioma en su gusto analógico y ha establecido la relación con «proveer». La fuerza de la etimología siempre podrá más entre los hablantes cultos (y no le disgusta tampoco al genio, pues ya veremos que es nostálgico), porque permite pensar con mayor rectitud y deducir mejor el origen de las palabras. Pero eso no quita que podamos apreciar con cierto gusto el valor de la palabra «mondarina» cuando alguien se refiere con ella a una «mandarina» que, es obvio, se monda; o cuando alguien cuenta que se ha hecho un «moratón» porque, indudablemente, es morado[43].

Tiene mayor lógica el primer término, «mondarina», si se ve además lo que ocurrió con «mandarín». Su origen es mantrin («consejero» en sánscrito), que en el dialecto malayo significaba «autoridad extranjera». Y claro, mandaban tanto que se quedaron en «mandarines»[44]. Al genio a veces se le van de las manos sus propios mecanismos, cuando el azar da conciencia a los hablantes de algo científico, porque todo animal está educado para relacionar cosas. Y se producen analogías similares, incluso con los prefijos: por ejemplo, en «antidiluviano» por «antediluviano» («antes» del diluvio, no «contra» el diluvio), tal vez por la proximidad con la excepción «antifaz» (que se forma también con el prefijo ante-, en este caso enmascarado haciendo honor a la propia palabra).

Así, consideramos también prestigiosa la palabra «emérito» cuando la escuchamos en la frase «conferencia del profesor emérito Fulano». Pero «emérito» viene de merere o mereri, que en latín significaba «servir en el ejército». «E-mérito» se refería, por tanto, a quien dejó de servir en el ejército, a un militar jubilado. Y «profesor emérito» es en puridad un profesor retirado, al que nuestro diccionario añade que «disfruta de algún premio por sus buenos servicios». Nada que ver con el mérito profesoral y la admiración que despierta la palabra y que inmediatamente adjudicamos al profesor que nos da la conferencia (quien, además, muy posiblemente no disfruta de premio alguno pese a los buenos servicios prestados).

Estos y otros «errores» demuestran que el mecanismo existe: existe la conciencia difundida por el genio, la capacidad de relacionar unas palabras con otras, y apreciar la vinculación entre sus cromosomas.

Al genio le importa que todo guarde un orden coherente, que podamos relacionar entre sí las raíces y los morfemas. Incluso le quita la s a «catalejos» para dejarlo en «catalejo», de modo que pueda tener su singular y formar su plural como cualquier otra palabra. Por eso también los hablantes, poseídos sin duda por el genio y por la analogía antes que por la Academia, dicen ya «tengo una carie en una muela», pese a que se supone que «caries» vale tanto para el singular como para el plural.

Pocos hablantes del español saben que la palabra «trasportín» procede de un origen muy distinto del que deducen de su aparente etimología. La caja donde «se transporta» a los perros y otros animales -por comodidad o para que puedan viajar en coche, en tren, en barco o en avión cumpliendo las reglas del tránsito o de la correspondiente compañía- se llamó en su origen «traspuntín» (del italiano strapuntino, colchoncillo embastado), palabra que definía un asiento suplementario y plegadizo que había en algunos coches. Tal vez por el colchoncillo que llevan los trasportines para que se acomoden los perros, ya sea por la analogía, el caso es que ahora los criadores de animales y sus dueños hablan del «trasportín» o «transportín» para definir esa caja con barrotes delanteros y rejilla superior. El diccionario de la Academia incluye «trasportín» (sin n) como equivalente de «traspuntín» .

El gusto por los acrónimos llevó hace años a la Administración española a crear la palabra «Insalud» (Instituto Nacional de la Salud), que debería pronunciarse como aguda. Sin embargo, raramente se oye con esa acentuación. ¿Por qué? Quizás tenga algo que ver el gusto por la analogía y la coherencia: una marca de agua mineral muy difundida se llama y se anuncia «Insalus», como palabra llana.

Ese sentimiento analógico del genio del español, presente en casi todos los rasgos que estamos repasando aquí, se ha manifestado en fenómenos tan curiosos como la recuperación de una raíz inexistente por analogía retroactiva: de «monaguillo» se derivó la palabra «monago», al entender los hablantes que la voz original era en realidad una derivación por vía de diminutivo. Pero «monago» no podía venir de mónachus por su acento[45]. De ros marinus (una metáfora: «rocío de mar») salió «romerino», de donde la regresión ocasionó «romero»... Aún hoy, nombres como Agapito y Margarita nos inducen a pensar que se trata de diminutivos (de los cuales obtenemos Agapo o Márgara).

Estos ejemplos nos demuestran, pues, que el genio es analógico desde sus ancestros latinos hasta hoy, como lo es también nuestra propia mentalidad y como la inteligencia que hemos heredado. El ser humano tiende a cotejar: somos incapaces de observar un paisaje sin compararlo con otro, o un país sin contrastarlo con el nuestro. En el idioma sucede otro tanto, pues unas palabras nos llevan a las siguientes o a las parecidas, y gracias a eso construimos el pensamiento, merced a una enorme capacidad de deducción.

A veces, esa tendencia hace que se desvíen algunos de los comportamientos propios del genio de la lengua, porque prefiere la coherencia fonética o la de sentido a la coherencia etimológica. Las sucesivas corporaciones de la Real Academia han intervenido para salvaguardar la etimología, pero el genio ha seguido actuando por su cuenta. Digamos que, para él, entre dos derechos iguales acaba primando el analógico. Quizás por eso prefirió «ventana» y su relación con «viento» a la voz finestra, que no podía relacionar con nada. Vale la pena tener en cuenta esta circunstancia cuando alimentamos nuestra lengua con palabras que se agotan en sí mismas.


V


Date: 2015-12-17; view: 649


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