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Carta del doctor John Eliot al profesor Huree Jyoti Navalkar.

 

 

02.00 horas

 

Querido Huree:

 

Perdona mi letra ilegible, te escribo en un coche de caballos al­quilado. Estoy sano y salvo, pero las demás noticias, me temo, no podían ser más espantosas. Llegué a Rotherhithe; encontré las calles que llevan al almacén sin dificultad. Estaban oscuras y desier­tas; sin embargo, al internarme en ellas, oí un débil ruido de pies que saltaban; eran de una niña pequeña y estaban siempre delante de mí, cualquiera que fuese la bocacalle por la que yo girara. De vez en cuando veía reflejada en la pared una sombra, nada más. Llegué a la puerta del almacén. Intenté abrir pero la puerta estaba cerrada con llave; la aporreé, grité, mas no obtuve respuesta. En­tonces vi un bulto abandonado en un arroyo.

 

Era el cuerpo de una mujer. Le di la vuelta. Lo reconocí en se­guida: era Sarmistha, o George, mejor dicho; era George y estaba muerto. Habían dejado su cuerpo sin fluidos; tenía la lengua arru­gada y desecada; era más bien una masa minúscula que tenía en la garganta; el pelo era fino y blanco y el cuerpo, un saco de hue­sos. Intenté levantar el cuerpo sin vida de mi amigo y sentí que se deshacía en mis manos; en mis manos los brazos se convertían el polvo. Me quedé mirando fijamente su rostro. Ya no era el de Sar­mistha; durante un brevísimo espacio de tiempo volvía a ser Geor­ge. Luego desapareció. Únicamente un montón de polvo y nada más. Un montón de ceniza y harapos en una acera de la calle.

 

Intenté juntar el polvo, pero fue inútil. Me puse en pie. Me di la vuelta y empecé a andar y luego a correr. Oí la voz de una niña que cantaba una melodía y que estaba delante de mí. Al igual que an­tes, tampoco veía a la cantante, no había rastro de Suzette. Estaba aterrado. Peor que en Kalikshutra. Por fin llegué a la calle princi­pal. Alquilé un coche. No volveré allí en la vida.

 

¿Estás con Stoker en este momento? El coche me dejará al fi­nal de Grosvenor Street; el cochero tiene instrucciones de recoge­ros. Yo estaré en la puerta de entrada de Shepherd's Arms, justo enfrente de casa de los Mowberley. Venid rápido. Nos acercamos a Grosvenor Street mientras escribo esto.

 

Espero que conserves el revólver,

 

JACK

 

Diario de Bram Stoker (continuación)

 

 

Quince días después de la cena que di en su honor, Lucy cayó enferma en unas circunstancias tan extrañas que inmedia­tamente empecé a abrigar oscuros temores sobre la naturaleza de su afección. Los síntomas que presentaba eran muy similares a los de la enfermedad que Eliot estudió en la India, de la cual me hizo mención por primera vez cuando perseguimos a sir Geor­ge y de la que desde entonces hablaba empleando expresiones de extremo horror. Delirio, catalepsia, grave pérdida de sangre: estos síntomas que observó Eliot en el Himalaya los sufría aho­ra la pobre Lucy y a mí me fue fácil adivinar, al ver la urgencia con la que actuaba, que temía lo peor. Sin embargo, seguía sin confiarme su preocupación; prefería hablar con el profesor Jyoti, un conocido suyo de la época que pasó en la India y, al parecer, un experto en la misteriosa enfermedad que padecía Lucy. Es­tos dos hombres se preparaban para vivir una gran aventura; al recordar que con anterioridad había sido yo el confidente de Eliot, no puedo negar que me sentí un poco infravalorado. Me confiaron la misión de velar a Lucy, misión que yo cumplí con fervor, mas yo tenía la sensación de que un peligro todavía ma­yor la amenazaba. Yo quería enfrentarme a él y empecé a prepa­rarme para ello, pues no podía creer que al final fueran a pres­cindir de mí.



 

Me llamaron por fin una calurosa noche del mes de agosto. El profesor Jyoti llegó solo a mi casa y me hizo levantar de la cama; a pesar de que le exigí que me diera una explicación, él se­guía igual de inescrutable que en las otras ocasiones en que yo lo había visto y se limitó a repetirme que Lucy se hallaba en una situación de extremo peligro. Me vestí apresuradamente, frus­trado e intrigado; después de despedirme de mi esposa, subí a un coche con el profesor y lo acompañé a Bloomsbury, donde él se alojaba. Una vez allí, volví a pedirle con insistencia que me explicara qué sucedía, mas él seguía hablando únicamente de un peligro oscuro y terrible; me preguntó si podía contar conmi­go por grande que fuera el horror con el que íbamos a enfrentarnos. Le contesté que, desde luego, estaba dispuesto a todo; mas señalé también, con rotundidad, que estaría mejor preparado si hacía el favor de comunicarme de qué horror se trataba. El pro­fesor fijó sus ojos en mí; su rostro mofletudo adquirió de repen­te una expresión de extrema seriedad.

 

—Vamos a perseguir a una mujer —dijo. Entonces me pre­guntó si recordaba el sueño que yo había tenido y del que les ha­bía hablado, en el cual una figura cubierta con un velo le chupa­ba la sangre a Lucy.

 

— ¿Estamos persiguiendo un sueño? —exclamé incrédulo.

 

El profesor esbozó una sonrisa irónica.

 

—Me temo que no es sólo un sueño. Usted es un hombre de teatro, señor Stoker. Recuerde Hamlet. « ¡Hay algo más en el cie­lo y en la tierra, Horacio, de lo que ha soñado tu filosofía!» —De pronto se echó a reír—. No todo lo que aparece en las obras de ficción es ficticio. Prepárese para lo peor, señor Stoker. Pre­párese, si lo prefiere, para lo imposible.

 

Aquello no era nada alentador, mas yo ardía en deseos de protagonizar otra aventura novelesca. Le pregunté al profesor si Eliot nos acompañaría; en aquel preciso instante llamaron a la puerta; el profesor se apresuró a levantarse y a salir; fuera nos esperaba un coche; al verlo respiró, aunque evidentemente lo había estado esperando, pues no le dio al cochero dirección al­guna, sólo le gritó que fuera lo más raudo posible. Empezó a leer una carta, que supuse que le había entregado el cochero; frunció las cejas y, al terminar de leerla, la arrugó y la tiró a la calle. Se inclinó hacia adelante y le repitió al cochero que fuera más rápido. Nuestro trayecto no era, sin embargo, muy largo; pronto pasamos por las calles y plazas de Mayfair y, justo en la entrada de Grosvenor Hill, el profesor le indicó al cochero que se detuviera. Nos apeamos y el profesor me llevó, entre la oscu­ridad, a la puerta de entrada de una posada.

 

—Me ha preguntado usted por el doctor Eliot —comentó sonriendo y haciendo un ademán con la mano—. Aquí está, se­ñor Stoker, esperándolo a usted.

 

A mí me gratificó observar que Eliot se alegraba de verme. Pero su rostro estaba más enjuto que nunca y vi, por su expre­sión demacrada, que estaba destrozado de los nervios.

 

— ¿No le dijiste nada a Westcote? —preguntó dirigiéndose al profesor.

 

El profesor meneó la cabeza.

 

—No hubo necesidad. Esta noche le tocaba a él velar a Lucy. Creo que nos será más útil en su casa, sobre todo si nuestra pre­sa sabe que vamos detrás de ella.

 

—Sí, me temo que lo sabe —dijo Eliot. Se volvió y miró la casa que había al otro lado de la calle.

 

—Las ventanas están a oscuras. No he podido ver nada de nada. —Se volvió y echó una ojeada a un bolsillo abultado de la chaqueta del profesor. —Veo que has traído el revólver. ¿Tienes otro para Stoker?

 

El profesor asintió y me entregó una arma.

 

—Manténgalo bien oculto, Stoker —me dijo Eliot en un su­surro—. Que no vayan a tomarnos por ladrones.

 

Subió las escaleras que llevaban a la puerta y llamó con la campanilla.

 

No contestaron. Eliot volvió a llamar con la campanilla, muy fuerte. Al fin oímos unos pasos que se acercaban. Abrió la puer­ta, que no estaba cerrada con pestillo, un hombre con cara de dormido y las cejas fruncidas.

 

— ¡Doctor Eliot! —exclamó asustado—. ¿Qué demonios hace usted aquí a estas horas?

 

— ¿Está la señora en casa? —preguntó Eliot.

 

El mayordomo, pues era evidente que aquel hombre era un mayordomo, frunció las cejas otra vez.

 

—Me temo que no, señor. Esta tarde se marchó para reunir­se con sir George en el sur de Francia.

 

—Y el niño... —Eliot hizo una pausa y tragó saliva—. ¿Se lle­vó a Arthur..., el hijo de la señora Westcote?

 

El mayordomo se quedó perplejo y confundido.

 

—Sí, señor. Así lo dispusieron ella y la señora Westcote. ¿No se lo dijo a usted?

 

Eliot hizo un esfuerzo por no dejar traslucir su emoción, mas su preocupación y su angustia saltaban a la vista. Durante unos segundos se quedó sumido en sus pensamientos, con los hombros caídos.

 

—El coche —dijo de pronto dirigiéndose al mayordomo—. Me imagino que fue usted quien lo llamó.

 

El mayordomo asintió.

 

— ¿Puede darme la dirección de la compañía?

 

El mayordomo vaciló y volvió a asentir.

 

—Un momento, por favor.

 

Nosotros nos quedamos esperando fuera; Eliot se estiraba, nervioso, sus dedos delgados sin parar de echar ojeadas al reloj. Al fin, el mayordomo salió y nos dio una tarjeta, que Eliot le arrebató de las manos. Sin agregar ni una palabra, nos fuimos los tres de allí apresuradamente. Yo pugnaba por poner orden en las consecuencias que se desprendían de cuanto acababa de oír.

 

— ¿Es a lady Mowberley a quien perseguimos? —pregunté fi­nalmente sin molestarme en ocultar mi incredulidad.

 

Eliot me lanzó una mirada.

 

—Está tarde hallaron el cuerpo sin vida de su esposo. Lo han asesinado —explicó—. Lo secuestraron de su casa, un crimen que lady Mowberley nos ocultó durante casi un mes. Sin su consentimiento no hubiera desaparecido y, seguramente, tampoco lo hubieran asesinado. No se preocupe, Stoker. Las pruebas que se acumulan contra ella son irrecusables.

 

—Pero ¿por qué se ha llevado al hijo de Lucy? —Esto —respondió Eliot con impaciencia— es lo que trata­mos de averiguar.

 

— ¿Y adonde habrán ido? Eliot me lanzó una mirada muy impaciente. — ¿Por qué cree que hemos venido a las caballerizas? —pre­guntó. Volvió la cabeza y vi que habíamos llegado a la dirección que constaba en la tarjeta que nos había dado el mayordomo; Eliot tiró de la campanilla y al cabo de un segundo de espera oí­mos unos pasos de alguien que bajaba unas escaleras. Nos abrieron la puerta, que chirrió, y tuvimos que oír una retahíla de insultos. Eliot, sin embargo, supo sobreponerse y aplacar al portero al explicarle que se trataba de un caso extremadamente importante. Y la verdad es que la urgencia del caso saltaba a la vista. El portero cogió el libro mayor y lo examinó; al fin encon­tró, entre las direcciones a las que habían ido los coches y las horas en que habían sido alquilados aquella noche, la que le pe­dimos.

 

—Mire —dijo—, a las diez llamaron un coche para que fuera a Grosvenor Street número dos.

 

— ¿Y el destino? —preguntó Eliot impaciente. El portero siguió las anotaciones con el dedo. —A la estación de King's Cross —dijo alzando la vista. —Claro —dijo Eliot, que no parecía nada sorprendido—. Gracias. —Le dio una guinea—. Acaba de salvar usted la vida de un niño. —Dirigiéndose al profesor y a mí añadió—: Vamos, ca­balleros. Nos espera una larga noche.

 

Yo no entendí que estuviera tan confiado, porque a mí me parecía que andábamos igual de perdidos que antes en lo que atañía al paradero de lady Mowberley.

 

—Si ha cogido un tren en King's Cross —dije de camino a Oxford Street—, puede haber ido a cualquier pueblo del norte. Eliot sacudió la cabeza. —Si ha cogido un tren, habrá ido a Whitby. — ¿Cómo puede estar tan seguro?

 

—Porque en Whitby es donde restan escondidos los secretos más vergonzosos de la familia. — ¿Cómo dice? —exclamé.

 

—Lady Mowberley, Stoker, no es la persona que aparenta ser. Tal vez recordará usted la teoría, que le comenté en una ocasión, sobre la probabilidad de que alguien había estado tra­tando de influir en sir George con fines políticos.

 

Asentí. Efectivamente, Eliot me había mencionado su teoría hacía unas semanas y su razonamiento me pareció entonces ex­traordinariamente preciso.

 

—Bien —dijo Eliot—. Entonces estará claro, también, que el subterfugio empleado por lady Mowberley o, mejor dicho, por la mujer que se llama sí misma lady Mowberley, forma parte de esta conspiración. Quizá no lo sepa usted, pero Rosamund se comprometió con George Mowberley cuando era todavía una niña y, durante años, vivieron separados. George no podía reco­nocer a su prometida cuando se casaron.

 

—Pero, de hecho —exclamé—, no se casó para nada con su prometida sino con la mujer a la que estamos persiguiendo aho­ra y que se hizo pasar por ella. ¿Es eso lo que sospecha usted?

 

—Exactamente —asintió Eliot—. Está usted en plena forma esta noche, Stoker. Le felicito por su perspicacia.

 

— ¿Crees entonces —preguntó el profesor con parsimonia— que ha huido a Whitby para enterrar las pruebas que la delatarían?

 

—Parece probable —repuso Eliot—. Hace poco fue allí, hace menos de cuatro semanas. Sin embargo...

 

— ¡Debemos ir a King's Cross en seguida! —Insistí yo ataján­dolo, pues me parecía que no podíamos perder tiempo—. ¡Tene­mos que sacar billetes para el próximo tren!

 

—Sí —dijo Eliot—. Deberíamos hacerlo. Sin embargo, como iba a decir, no creo que debamos ir los tres. La falsa lady Mow­berley es evidentemente una mujer de inteligencia y maldad no­tables. —A mí me dio la impresión, al escucharlo, que hablaba de su enemiga casi con admiración, más como un duelista que elogia a su enemigo. Más, de pronto, arrugó la frente y su rostro se ensombreció—. ¿Quién sabe qué telaraña habrá hilado en torno a la pobre Lucy? —murmuró—. Ya nos ha engañado una vez, puede volver a hacerlo. Nuestro viaje a Whitby puede no ser más que una búsqueda absolutamente inútil. Soy reacio a dejar a Lucy al cuidado de un hombre solo.

 

—Pero Westcote cuenta con sus propios amigos —protes­té—, que le ayudarán a vigilar a su esposa. No hay ninguna ra­zón para creer que Lucy se halle en mayor peligro si nos ausen­tamos un tiempo.

 

El profesor asintió. —Me inclino a darle la razón al señor Stoker. La falsa lady Mowberley, como tú has dicho, Jack, es una mujer de poderes diabólicos. Necesitaremos de todas nuestras facultades y valen­tía para enfrentarnos a ella con éxito. Hemos estado todos meti­dos en el caso desde el principio, cada uno a su modo. Eliot agachó la cabeza. Parecía muy desconsolado. —Si estáis convencidos —dijo. El profesor hizo un gesto afirmativo.

 

—No debemos tomarnos a la ligera las fuerzas a las que nos vamos a enfrentar. Iremos ahora a ver a Westcote y le explicare­mos cuál es la situación. Pero debemos darnos prisa. Cada mi­nuto que pasa perdemos ventaja.

 

Habíamos llegado a Piccadilly Circus, e incluso de madruga­da en esta plaza céntrica de la ciudad había mucho tráfico. Co­gimos el primer coche que encontramos libre y le ordenamos que nos llevara a Myddleton Street, donde hallamos a Westcote sentado junto al lecho de su esposa. Eliot le previno que no de­bía dejar sola a Lucy bajo ningún concepto ni dejar entrar en la casa a nadie que no conociera bien, y en quien pudiera confiar plenamente. Eliot se lo repitió una y otra vez en un tono inflexi­ble: ¡a nadie! ¡Absolutamente a nadie! Al fin se acercó a Lucy y la besó en la mejilla. A todos nosotros, creo, nos inquietaba ale­jarnos del tierno objeto de nuestras preocupaciones. Pero yo es­taba agradecido de haber hecho aquella breve visita, pues sabía que tendría siempre presente aquella imagen, que me recorda­ría de forma vivida lo acuciante y desesperado de nuestra mi­sión. En este estado de ánimo debía sentirse un caballero al ale­jarse de Camelot, me dije cuando íbamos hacia King's Cross.

 

Llegamos a la estación poco después de las cinco y tuvimos que esperar casi una hora para coger el primer tren que salía en dirección al norte; tuvimos, pues, tiempo de averiguar que, efec­tivamente, una mujer con el nombre de lady Mowberley había cogido aquella tarde el último tren que salió en dirección a York. Además, vieron que llevaba a un niño en los brazos y los dos guardias que la habían visto recordaban que les había sor­prendido que una mujer de su posición no tuviera una niñera. Advertí que esta información dejó a Eliot muy perturbado; cuando por fin partimos, se recostó en su asiento y se pasó gran parte del viaje abismado en sus pensamientos.

 

—Llevar a un niño en brazos —musitó— llama demasiado la atención. Debe tener una gran confianza en sí misma. O bien esto o bien... —Su voz se desvaneció y volvió a quedarse callado y cogitabundo.

 

Afortunadamente, el tren iba muy rápido y llegamos a tiem­po para coger el que teníamos previsto coger. A pesar de los pre­sentimientos negros de Eliot, yo estaba mucho más tranquilo; y desde luego estar sentado en un tren que iba hacia Whitby, con­templando la luz estridente de una mañana de agosto, rodeado de gentes que iban a pasar las vacaciones a la costa de Yorkshire y que charlaban con alegría y despreocupación, hizo que olvida­ra los temores de la noche y que tuviera plena confianza en que íbamos a encontrar finalmente a nuestra enemiga. De las insi­nuaciones que habían hecho mis compañeros se desprendía que era un ser casi sobrenatural, mas ¡qué ridículas me parecían ahora estas ideas! Ni siquiera la llegada a Whitby, un pueblo que antes imaginaba un sitio terrorífico sobre el que planeaba una espantosa amenaza, pudo ensombrecer mi optimismo; pues era un lugar en verdad muy hermoso, construido alrede­dor de un puerto; al este las casas estaban encaramadas en una montaña empinada, y en el casco antiguo los edificios parecían apilarse unos encima de otros, como en los dibujos que hemos visto de Nuremberg. Únicamente las ruinas de la abadía, que dominaban el pueblo desde el farallón que había al este, inmen­sa y romántica, parecía corresponder a la idea que yo me había formado de Whitby; pero, bajo la luz crepuscular, parecía más pintoresca que otra cosa.

 

Bastaron breves indagaciones para averiguar dónde había vivido la prometida de George, Rosamund Harcourt. Hicimos en coche un trayecto de un par de millas siguiendo la costa has­ta la casa señorial de los Harcourt, un conjunto imponente de edificios que se hallaba casi al borde del farallón. Nos apeamos en la entrada del jardín, que estaba totalmente abandonado; tu­vimos que andar con prudencia, porque la luz era escasa y el te­rreno enmarañado. Nadie vino a molestarnos y, cuando llega­mos a la casa propiamente dicha, me asaltaron dudas, porque no creía que allí viviera nadie, pues estaba todo cerrado a cal y canto y la impresión general era de la más absoluta desolación, de modo que empecé a temer que habíamos hecho el viaje en vano. Pero, entonces, Eliot señaló la grava y vimos que había una retahíla de pisadas; era evidente, pues, que había alguien.

 

—Son de mujer —comentó Eliot agachándose para observar de cerca las pisadas—, a juzgar por el reducido tamaño del pie, ¿pero de qué mujer? —Me lanzó una mirada, subió los peldaños de la escalinata y aporreó la puerta.

 

Tardaron muchísimo en contestar, pero por fin lo hicieron. Una anciana, que era a todas luces una antigua criada de los Harcourt, nos abrió finalmente la puerta; vi que la expresión fa­cial de Eliot, al contemplar el rostro arrugado y ajado de aquella mujer, se relajaba visiblemente. Resultó ser el ama de llaves, a la que tenían al cuidado de la casa hasta que los Mowberley deci­dieran volver a ella; hacía cincuenta años que estaba al servicio de la familia y se lamentaba del estado de la casa, vacía y dete­riorada. En un primer momento, se mostró taciturna, como suelen ser, según creo, los habitantes de Yorkshire, mas una vez Eliot le dio a entender que su señora podía hallarse en peligro, se abrió a nosotros y estaba ansiosa por poder ayudarnos, aun­que su ayuda, al principio, no fue precisamente de importancia. No, nos dijo, no veía a lady Mowberley desde hacía más de dos años, en realidad no la veía desde antes de la boda. No, no había reparado en la presencia de desconocidos. Y no, no sabía nada de enfermedades misteriosas o inexplicables.

 

—Desde que la señora se puso enferma antes de casarse con sir George —agregó la anciana—, no había visto a nadie enfermo.

 

— ¿Se puso enferma la señora? —inquirió Eliot.

 

—Sí, estaba muy pálida, muy delgada y muy, muy débil. Y se trastornó, se quedó como aturdida, como si estuviera mal de la cabeza. Fue entonces cuando hizo los preparativos para la boda, aunque su madre acababa de morir. Saldría adelante, y lo hizo, no iba a permitir que le estropearan los planes. Y al cabo de dos meses se casó. —El ama de llaves meneó la cabeza—. Fue una cosa triste, sí, triste y extraña.

 

— ¿Extraña? —preguntó Eliot ostensiblemente intrigado—. ¿Por qué extraña? Aparte de lo precipitado de la boda, ¿qué otra cosa extraña vio usted?

 

La anciana volvió a menear la cabeza.

 

—Fue un boda privada; mala cosa, mala cosa.

 

— ¿Qué quiere usted decir con que fue privada?

 

—Sólo asistieron ella y sir George y el mejor amigo de sir George. Me parece que se llamaba Arthur. Un caballero de Londres.

 

— ¿No fue ningún pariente?

 

—No, no tenía. La señora no tenía parientes. Ella era la úni­ca Harcourt que vivía.

 

— ¿Así que a la iglesia sólo asistieron ella y los dos amigos? ¿Está usted absolutamente segura de ello? ¿No había nadie más?

 

—Como ya les he dicho, sólo estaban ellos tres.

 

Eliot frunció las cejas.

 

— ¿Y después? ¿Volvió a ver a la señora?

 

El ama de llaves volvió a menear la cabeza.

 

—No, se fue en seguida, ella y su esposo se fueron en segui­da, como ya les he dicho. No los volví a ver.

 

—Permítame que insista: ¿sir George y lady Mowberley se fueron de luna de miel justo después de la boda? ¿Es así? Y no tenía ningún pariente a quien poder invitar a la boda. ¿Pero tampoco tenía amigos? ¿No conocía a nadie?

 

—Sí, pero es que ella lo quiso así. Desde que se trastornó, lle­vaba una vida solitaria. No quiso saber nada de nosotros, los criados, y trajo unos nuevos. A mí no se me permitió acercarme a ella el día de su boda, aunque yo la conocía desde que vino al mundo. Ninguno de los criados la vimos.

 

Eliot le lanzó una mirada al profesor y asintió a modo de contestación, como si viera confirmada una sospecha suya de la que hubieran hablado los dos. Eliot volvió a dirigirse a la mujer.

 

—Nos ha ayudado usted muchísimo —dijo—, pero, por fa­vor, déjeme hacerle otra pregunta. ¿Ocurrió algo extraño la no­che antes de la boda? ¿Algo que le llamara a usted la atención? ¿Recuerda algo?

 

El ama de llaves se quedó meditabunda un momento y des­pués meneó la cabeza.

 

—No, no... Excepto que la señora estaba muy alterada. —Se quedó callada un momento como si acabara de acudirle a la mente un hecho significativo—. Ocurrieron ciertas cosas en la tumba de la señora Hancourt...

 

— ¿La señora Harcourt? —La atajó Eliot—. ¿Se refiere a la madre de lady Mowberley?

 

La anciana asintió.

 

—Sí. Alguien forzó la entrada de la cripta, pero no aquí sino en Whitby, en la iglesia de Saint Mary.

 

Eliot se puso súbitamente rígido y se le dilataron las venta­nas de la nariz, como si olfateara, literalmente hablando, el ras­tro de la caza.

 

—Permítame que repita lo que usted ha dicho —dijo hablan­do con parsimonia—. La noche antes de la boda de lady Mowberley, hubo un incidente en la cripta de los Harcourt. ¿Cuál? ¿Intentó alguien abrir el ataúd?

 

—Sí —asintió el ama de llaves—. Me parece que sí, aunque no sabría decirles por qué alguien iba a querer hacer una cosa así.

 

Eliot asintió triunfal.

 

—Gracias —susurró—. Muchísimas gracias. —Le cogió las manos y le dio un fuerte apretón; después, se volvió y, sin decir palabra, bajó apresuradamente por el jardín hasta llegar afuera, donde nos aguardaba el coche de caballos.

 

Eliot le ordenó al cochero que nos llevara a Whitby y luego se recostó en su asiento sin abrir la boca, con los labios apreta­dos y las cejas fruncidas; en sus ojos asomaba una expresión de victoria, como si hubiera resuelto un enigma. Y, desde luego, es­taba igual de confundido que antes, mas recordaba lo poco ami­go que era Eliot de que le hicieran preguntas, así que me guardé muy mucho de hacerlo y decidí esperar a que hablara por volun­tad propia. Cuando al entrar en una tienda pidió un pico, una pala y un martillo, me pareció excesivo y no pude contener más mi curiosidad.

 

—Díganos cuáles son sus intenciones, Eliot —le pedí en cuanto salimos de la tienda—. Supongo que sigue creyendo que sir George no se casó con su prometida, ¿verdad?

 

—Por supuesto —repuso Eliot—. Esto es muy evidente, me parece a mí.

 

—Pero olvidas —dijo el profesor— que el señor Stoker no está informado de todos los detalles de este caso.

 

— ¿A cuáles se refiere, en concreto? —inquirí.

 

— ¿En concreto? —El profesor esbozó una sonrisa y se rascó la barriga mientras meditaba sobre ellos—. El control de la mente, por ejemplo. —Su sonrisa se desvaneció—. Sé, aunque no lo he visto nunca, que se puede seducir y esclavizar totalmen­te el cerebro humano. La víctima se convierte en un juguete en manos de otro. Éste ha debido ser o, mejor, debió ser el destino de Rosamund Harcourt.

 

— ¿Se refiere usted a su trastorno?

 

—Exacto —dijo Eliot—. La boda, el contratar a nuevos cria­dos, la orden de que se respetara su intimidad, todo esto lo hizo por orden de otra persona, pues sus pensamientos, en aquel momento, ya no le pertenecían. Y, al seguir las órdenes de otra per­sona, la señorita Harcourt estaba cavando su propia tumba. O algo todavía peor.

 

— ¿Peor?

 

Eliot echó una ojeada al farallón en el que se levantaba la abadía, recortado por unos negros nubarrones.

 

—Esto es lo que tenemos que descubrir— musitó. De repente tuvo un escalofrío y ocultó la pala debajo del gabán. Volvió a mi­rar el cielo, que era casi de color verde; hacía un calor sofocante; estos momentos que preceden a la descarga de una tormenta afectan particularmente a las personas sensibles—. Esta noche habrá tormenta —dijo—. Y esto nos va a beneficiar. —Echó una ojeada al reloj; eran las nueve pasadas—. Vamos a comer algo. Sería un error enfrentarnos a lo que nos vamos a enfrentar esta noche con el estómago vacío.

 

Yo ya me había hecho una idea de lo que íbamos a hacer, pues era evidente que no había comprado el pico y la pala por­que sí, mas, de momento, no deseaba ver mis negros pensa­mientos confirmados. Comí con apetito, dadas las circunstan­cias; faltaba poco para la medianoche cuando salimos de la posada. Hacía todavía más calor que a las nueve de la noche y el aire estaba tan cargado que costaba respirar. A mí me resultó un alivio caminar bordeando el puerto; Eliot nos llevaba hacia el promontorio en el que se levantaba la abadía. De pronto oí el re­tumbar de un trueno; contemplé el mar y vi que por la boca del puerto se acercaba una densa y espectral cortina de niebla blan­ca. Retumbó otro trueno; y sin más avisos empezó a caer la tor­menta. Con una rapidez que parecía increíble, el paisaje sufrió una súbita convulsión: el mar rugía, las olas estallaban con­tra los malecones y el paseo marítimo con creciente furia; el viento ululaba con violencia, compitiendo con los truenos. Hubo un momento en que la niebla se dispersó; volví a mirar el mar embravecido; en las inmensas olas y la furiosa espuma blanca se reflejaba momentáneamente la luz plateada de los ra­yos; después volvió a quedar todo envuelto en la niebla; apenas veía las caras de mis compañeros, que tapaban la humedad y las brumas.

 

Eliot me cogió del brazo.

 

— ¡Por aquí! —me gritó al oído señalando el casco antiguo del pueblo, en lo alto. Empezamos a subir por las calles azo­tadas por el vendaval y después ascendimos por unos interminables peldaños que arrancaban del pueblo y llevaban al fara­llón. Al acercarnos a la cima, volvió a dispersarse la niebla y vi que delante de nosotros estaba la abadía, aunque la vista quedó oscurecida por una segunda iglesia que se levantaba en el borde del farallón y que estaba rodeada de un camposanto repleto de tumbas y lápidas torcidas.

 

— ¡Es la iglesia de Saint Mary! —me gritó Eliot al oído y se­guidamente se adentró en el cementerio encorvando el cuerpo para que el viento no lo arrojara al precipicio y sorteando las lá­pidas. Yo iba detrás de él; nos dirigíamos a la tumba más grande de las que mis ojos alcanzaron a ver; era una cripta baja con una lápida rectangular justo en el borde del farallón, mirando al mar. Eliot, al acercarse a ella, se detuvo y miró a su alrededor con la evidente intención de cerciorarse de que estuviéramos so­los. Mas la tempestad, tal y como él había profetizado, fue aque­lla noche nuestra aliada, pues nadie había osado salir a tentar su furia.

 

Al llegar a la cripta, una ráfaga de viento trajo del mar una espesa niebla que, como si fueran las manos frías y húmedas de la muerte, me inmovilizó y me aisló de todo lo que me rodeaba. No veía nada, únicamente oía el rugir de la tempestad, el retum­bar de los truenos y de las imponentes olas, que eran todavía más fuertes que antes. Palpándola con los pies, seguí el borde la cripta hasta que llegué a una esquina; después recorrí el borde siguiente. Vi de pronto una silueta delante de mí; al tender los brazos, vi que era Eliot. Miré su rostro y vi que estaba paraliza­do y terriblemente desencajado.

 

— ¡Saque el revólver! —me gritó al oído.

 

Debí de poner cara de incomprensión, pues me metió la mano en el bolsillo y me lo cogió; miró en derredor y me lo de­volvió; entonces me señaló con un brazo la cripta; yo bajé la vis­ta y vi por primera vez que habían hecho añicos la entrada. Nos aguardaba una boca negra y larga de dientes mellados que pare­cía hacernos una mueca.

 

A pesar del bramar del viento, oí una repentina risita.

 

— ¿Quién entra primero? —preguntó el profesor a mis espal­das; volvió a soltar otra risita. Yo volví la cabeza y sonreí tétrica­mente. A continuación me metí a rastras por el agujero.

 

La oscuridad que reinaba en el interior, después de la oscuri­dad de la tormenta, era insoportablemente silenciosa. Me metí la mano en el bolsillo y cogí una caja de cerillas; encendí una, cuya llama protegí con las palmas de las manos al tiempo que luchaba por coger el revólver. Cuando miré a mí alrededor, no vi en la cripta ni rastro de vida; había unas tumbas melancóli­camente alineadas junto a un muro, más ninguna presentaba señales de haber sido forzada ni de profanación. Eliot y el profe­sor estaban ya a mi lado; ambos se quedaron mirando fijamente la cripta y advertí en el rostro de Eliot la expresión a un tiempo de decepción y de alivio. De repente dio un respingo.

 

— ¿Qué ha sido eso? —preguntó. Dio un paso hacia adelante y se arrodilló junto a una de las tumbas. Advertí que había un sobre apoyado a un lado, que antes no había visto. Eliot lo cogió con fervor y lo abrió al instante rompiéndolo con los dedos; ex­trajo una hoja de papel, la única que había dentro, la leyó y ce­rró los ojos.

 

—Me lo temía —dijo con una voz como de otro mundo.

 

— ¿Qué ocurre, en nombre de Dios? —pregunté.

 

Volvió la cabeza lentamente. Jamás había visto en rostro hu­mano alguno una expresión de congoja como la que vi en aquel hombre.

 

—Mire la fecha —dijo señalándola con el dedo—. Cuatro de agosto. —Se desplomó—. Ella vino aquí el día cuatro. Recuerdo que me comentó que tenía que ir a Whitby a arreglar unos asun­tos de familia. Ahora sabemos qué asuntos eran esos.

 

— ¡Pero los guardias —protesté—, los guardias de la estación de King's Cross la vieron subirse al tren ayer por la tarde! A ella y al hijo de Lucy.

 

Al mencionar yo a Arthur, Eliot dio un respingo.

 

—Ella... ellos... debieron subirse al tren que iba a York —dijo hablando muy despacio—, pero no llegaron a York. No —prosi­guió leyendo atentamente la nota otra vez—, debió bajarse en la primera parada y regresar a Londres. Dejó que nosotros conti­nuáramos el viaje para encontrarnos con este montaje fraudu­lento que tenía preparado desde hacía mucho tiempo. Estaba absolutamente segura de que nosotros morderíamos en su an­zuelo. —Blandió la nota desesperado—. ¡Hasta ha firmado la nota!

 

—Déjeme verlo —dije. Eliot se encogió de hombros, me en­tregó la nota y se alejó—. «Buen trabajo, Jack —leí en voz alta—, pero no del todo. Has llegado demasiado tarde. Rosamund, lady Mowberley, C.W. de soltera.» —Alcé la vista—. ¿Qué significan las iniciales C.W.?

 

Eliot me lanzó una mirada.

 

—Pues qué van a significar. Son las iniciales del nombre de la mujer que estamos persiguiendo. Ya no tiene necesidad de ocultar su identidad. Ha sido todo inútil.

 

—No del todo —intervino el profesor, que había permaneci­do en silencio hasta entonces y que cogió el pico.

 

— ¿Qué se propone hacer? —exclamé al ver que iba a abrir una de las tumbas.

 

El profesor me miró.

 

—Todavía podemos hacer algo de provecho aquí.

 

— ¿Es la tumba de la señora Harcourt? —preguntó Eliot.

 

El profesor hizo fuerza con el pico, señalando con un movi­miento de cabeza el nombre que había grabado en la lápida.

 

—Deja que te ayude —dijo Eliot—. Stoker, por favor. Usted es el más fuerte de los tres.

 

—Yo no participaré en esta profanación.

 

El profesor me lanzó una mirada.

 

—Señor Stoker, no vamos a cometer ninguna profanación sino un acto profundamente piadoso. Tenga la bondad de ayu­darnos y se lo explicaré todo. No se lo pude decir antes porque no me hubiera creído hasta ver este horror con sus propios ojos. —Me dio el pico—. Por favor, señor Stoker. Confíe en mí. Se lo ruego.

 

Vacilé mas acabé cogiendo el pico; con todas mis fuerzas empecé a levantar la lápida de la tumba, que pesaba lo indeci­ble; pero por fin cedió y pude retirarla, jadeando. De la oscuri­dad me llegó una vaharada a putrefacción y a muerte; me aga­ché para examinarla de cerca y, en aquel momento, la llama de la cerilla que tenía Eliot en las manos tembló y se apagó. Oí que hacía ruido al apresurarse a abrir la caja de cerillas para encen­der otra. Y entonces me quedé paralizado, pues de repente oí otro ruido, un ruidito que salía precisamente de la tumba que yo acababa de abrir. Nos quedamos todos quietos, sin respirar si­quiera. Se oyó otro ruidito, amplificado por el silencio; después el ruido de la cerilla al encenderse.

 

Protegiéndola con las palmas de las manos, colocó la luz de la llama sobre la tumba abierta. Nos quedamos los tres mirando fijamente abajo; yo sentí que se me helaba la sangre en las ve­nas. Había allí, entre las mortajas enmohecidas, un esqueleto que no estaba totalmente descompuesto; sus cuencas vacías nos miraban fijamente, sin expresión alguna. Pero el cadáver de la señora Harcourt, o el que yo creí que era el de la señora Har­court, no estaba solo, pues había junto a él otro cuerpo; no un esqueleto sino un cuerpo desecado y surcado de incontables arrugas cuyos ojos estaban abiertos y brillaban con intensidad. ¡Estaba viva! ¡Aquel ser extraño, digo ser extraño porque no guardaba ningún parecido con la muchacha que debió ser en el pasado, aquel ser extraño estaba vivo! Nos miraba con la boca muy abierta; tenía los dientes afilados como los colmillos de un animal y cuando cerró la boca oí el ruidito que antes habíamos oído; instintivamente comprendía que estaba ávida de sangre. Todavía no sé cómo lo intuí; tal vez fue la crueldad de sus ojos, o su piel reseca que le cubría los huesos como si fuera un perga­mino que tuviera siglos de antigüedad; sea como sea, supe, sí, supe, horrorizado, y sin que me cupiera duda alguna... qué clase de ser habíamos descubierto.

 

Volví la cabeza hacia el profesor.

 

— ¿Es Rosamund Harcourt?

 

Asintió.

 

— ¿Es una...? —No pude pronunciar el vocablo.

 

— ¿Una vampira? —Las sílabas de aquella palabra resona­ron en los muros de piedra fría de la cripta. El profesor volvió a repetir la palabra, asintiendo con la cabeza—. Sí. Hace dos años que debe de estar aquí encerrada; desde la noche anterior a su boda. ¿Recuerda, señor Stoker, que la anciana ama de llaves de los Harcourt nos comentó que había habido un incidente en la cripta? Debió ser entonces cuando trajeron a Rosamund aquí y su puesto fue usurpado por la arpía que estamos buscando. Qué sino tan cruel —susurró—, por partida doble, además. La ence­rraron junto al cuerpo de su madre y ella, ávida de sangre, se consumía poco a poco hasta convertirse en el ser que ahora ve­mos. Está tan débil que ni siquiera puede levantarse; no puede moverse siquiera. —Volvió a oírse el ruido del rechinar de los dientes hambrientos de sangre de la vampira. El profesor se la quedó mirando casi con ternura mientras cogía el pico—. No vamos a darle muerte, porque la mataron hace tiempo, sino que vamos a liberarla. Liberarla para que vuelva a la vida. —Co­locó la punta de la herramienta en el corazón de aquel ser de otro mundo sin que le temblaran las manos. Alzó el pico y lo dejó caer con fuerza.

 

Aquella cosa que yacía en el ataúd empezó a moverse espasmódicamente y de su boca sin labios salió un espeluznante alarido. Su cuerpo se retorció horriblemente; se mordió los blan­cos dientes con fuerza hasta que se arrancó las encías y la boca se le llenó de una espuma negra. El profesor volvió a levantar el pico y a clavárselo en la carne desecada de aquel ser horrible; de la herida brotó un líquido negro y viscoso. El profesor cogió la pala; tenía la cara rígida cuando la levantó y la hundió en aquel ser de pesadilla. El golpe fue tan fuerte que las cervicales queda­ron partidas y la cabeza, absolutamente contusionada. El cuer­po dio unas sacudidas y por fin se quedó inmóvil. Aquella cosa espeluznante estaba por fin muerta y nuestro escalofriante tra­bajo en aquel lugar macabro había concluido.

 

Más no el que nos aguardaba en el mundo de los vivos. No es preciso que haga hincapié en la premura con que abandonamos el camposanto y nos dirigimos al pueblo. Cruel fue la espera en la estación de ferrocarriles; hasta las siete no nos subimos final­mente al tren que iba a York y allí tuvimos que esperar una hora hasta coger el tren que nos llevaría a Londres. Eliot sacó partido de las horas muertas; mandó un telegrama a Westcote, mas no recibimos ninguna respuesta, aunque Eliot había pedido expre­samente que contestara, de modo que nuestros temores se acre­centaron; temimos más que nunca por Lucy y su hijito, que es­taba en manos de la misteriosa C.W. Recordé las dudas de Eliot, cuan a disgusto había consentido hacer el viaje a Whitby; y me sentí culpable, pues había sido yo quien le había convencido de que nos acompañara. Ahora veía con claridad meridiana lo que él más había temido: la desaparición de C.W. había sido el ardid de que se había valido ella para alejarnos de Londres, de modo que nuestra malvada enemiga, que había vuelto a la capital mu­cho antes que nosotros, gozaba de entera libertad para ejecutar sabe Dios qué terribles planes. Pensé que nunca más veríamos al pequeño Arthur Ruthven, pues C.W. había dispuesto de un día entero para deshacerse de él y borrar para siempre las hue­llas de su crimen. Y en cuanto a Lucy, ¡mi queridísima Lucy!, no quería ni pensar qué le podía haber ocurrido...

 

El viaje de regreso a Londres se me hizo eterno. A ratos dá­bamos una cabezada y, cuando no conseguíamos dormirnos, el profesor me contaba cuál era la naturaleza de nuestra enemiga, la vampiresa, aquella criatura terrible salida de la superstición y de las leyendas, que nos perseguía desde tiempos inmemoriales y que estaba presente incluso en Londres, incluso en nuestro si­glo dominado por el positivismo. Seguía pareciéndome increíble; y, sin embargo, no podía dudar de la realidad de lo que ha­bía presenciado la noche anterior.

 

—Lo que es seguro —dijo el profesor— es que los vampiros son tan viejos como el hombre. ¿Por qué no iban a seguir exis­tiendo? ¿Qué le hace pensar a usted que nuestros tiempos son tan privilegiados?

 

Eliot escuchaba y asentía, mas no decía nada. Yo sabía que estaba cavilando en lo que él consideraba un error suyo; en su corazón debía sentir las punzadas del montaje fraudulento de C.W.

 

Por fin, cuando faltaban pocos minutos para las cinco, llega­mos a King's Cross. Al cabo de un cuarto de hora llamábamos a la puerta de Westcote, en Myddleton Street. Westcote nos abrió; estaba nervioso y ojeroso.

 

—Su telegrama... —dijo—. Volví demasiado tarde para man­dar una respuesta. ¿Ha ido todo bien?

 

—Esto es lo que queremos que nos digas —repuso Eliot—. Lucy...

 

—Está bien. La cuida mi hermana.

 

— ¿Tu hermana? —exclamó Eliot.

 

—Sí. —Por primera vez en mucho tiempo veía a Westcote sonreír—. Cuando llegó el telegrama, había ido a Waterloo a re­cogerla. Llegó a Inglaterra anoche y ha llegado a Londres hoy a las nueve. Es un sol, ha estado con Lucy casi toda la tarde. Se adoran como si se conocieran de toda la vida. Mi hermana, ni que decir tiene, ha sufrido terriblemente. Pero, al igual que Lucy, Charlotte siempre fue muy fuerte.

 

—Charlotte. —De pronto Eliot se quedó petrificado.

 

—Mi querido amigo —dijo Westcote—, ¿se encuentra bien?

 

Eliot se lo quedó mirando fijamente; la expresión de sus ojos era espantosa.

 

—Tu hermana —dijo en voz queda—, Charlotte, te escribió una carta diciéndote que llegaba a Waterloo, ¿verdad?

 

—Sí —contestó Westcote perplejo. Se metió la mano en el bolsillo y extrajo un sobre. Eliot se lo arrebató de la mano. Una simple ojeada bastó para confirmar sus sospechas—. C.W. —dijo en un susurro; después se volvió y echó a correr hacia la habita­ción de Lucy. El profesor también lo comprendió todo en seguida y fue tras Eliot. Yo, en cambio, tardé unos segundos, mas al fin lo comprendí también.

 

— ¡C.W.! —exclamé—. ¡Charlotte Westcote!

 

— ¿Qué ocurre? —Preguntó Westcote desesperado—. ¿Qué demonios ocurre?

 

Lo cogí del brazo y subimos las escaleras lo más rápido que pudimos. Vi que Eliot estaba junto a la puerta del dormitorio re­visando el funcionamiento del revólver; de pronto la abrió y en­tró. Uno a uno, los demás le seguimos.

 

Durante unos segundos que se hicieron eternos la escena que se desplegaba ante nosotros nos dejó a todos paralizados. Las pa­labras no sirven para describir el horror que presencié y el asco que sentí. Lucy estaba tendida en la cama, desnuda; gemía y se re­torcía entre las sábanas. Tenía los pechos, el vientre y las caderas manchados de sangre. Encima de ella, con las rodillas entre sus muslos, había una mujer; con los labios le succionaba un pecho y con la mano le... no... Me ruborizo al recordarlo. Si no hubiera vis­to con mis propios ojos lo abyecto y lo soez de lo que estaban ha­ciendo aquellas mujeres, hubiera pensado que era imposible caer tan bajo, y tampoco quiero ensuciar mis escritos con una descrip­ción de lo que vi. Aquella mujer siguió unos segundos apretada contra el cuerpo desnudo de Lucy y bebiendo la sangre de su pe­cho, una vez hubimos entrado nosotros; después, con deliberada lentitud que parecía una burla, levantó la cabeza y nos miró. Su expresión era de una voluptuosidad exultante y maliciosa, que resultaba a un tiempo excitante y repulsiva; echó la cabeza para atrás y se pasó la lengua por los labios casi con deleite sensual. Se detuvo, sonrió y vi que tenía los dientes manchados de sangre.

 

—Hola, Jack —dijo echándose el pelo para atrás y poniéndo­se en pie—. ¿Qué tal por Whitby? Espero que no te hayas aburri­do mucho.

 

— ¡Dios mío! —Exclamó Westcote, que había recuperado el habla—. ¡Charlotte! ¿Qué es esto?

 

Volvió a sonreír y le lanzó una mirada burlona a Lucy, que seguía retorciéndose de placer en la cama.

 

—Te felicito, tienes una mujer fabulosa, Ned. Nunca entendí qué le habías visto a esta putita sin ningún refinamiento, pero ahora que la he poseído casi lo puedo entender. ¿Quién sabe? Quizá seguirá siendo mía para siempre.

 

Westcote dio de pronto un alarido ininteligible de horror y rabia. Le arrebató el arma a Eliot y, apuntando a su hermana, disparó. Le dio en el hombro; cuando le brotó sangre de la heri­da, se rió, o eso imaginé yo. Después se desvaneció ante nues­tros propios ojos; de la sangre emanó un vapor que salió por la ventana y desapareció en la noche sin dejar rastro. El profesor se acercó apresuradamente a la ventana, mientras que Eliot y Westcote corrían al lado de Lucy, que se tocó los pechos y se lle­vó los dedos manchados de sangre a los ojos; al verlos chilló; fue un chillido tan espantoso y desesperado que me parece que lo estoy oyendo todavía y que lo oiré hasta el día que me muera. Westcote quiso abrazarla, mas ella no se dejaba; se retorcía como si estuviera aterrada y miraba hacia la ventana sin parar de gemir. Su rostro daba miedo; las manchas rojas de sangre que tenía en los labios, las mejillas y la barbilla acentuaban to­davía más su palidez; tenía todo el cuerpo manchado de sangre y de sus heridas salía un hilo del color del rubí.

 

— ¿La he matado? —Gritaba Westcote, que seguía intentan­do abrazar a su esposa—. Por el amor de Dios, profesor, ¿está muerta mi hermana?

 

El profesor cerró la ventana y meneó la cabeza lentamente.

 

— ¡La perseguiré hasta matarla! —Clamó Westcote—. Dios mío, haré que pague por lo que ha hecho aunque sea lo último que yo haga en la vida.

 

El profesor seguía sin decir nada; pero le lanzó una mirada a Eliot y vi en sus ojos horror y perturbación. Me pregunté si sa­bía cómo se podía matar a los vampiros. Me pregunté si con­cebía alguna esperanza.

 

Más tarde, después de prodigarle a Lucy todas nuestras atenciones y después de haberle administrado sedantes, nos reunimos en el salón para parlamentar. Eliot le explicó a West­cote la persecución de una mujer que se hacía pasar por lady Mowberley que habíamos emprendido el día anterior; a conti­nuación, contestando a las preguntas del pobre hombre que es­taba atónito, el profesor le definió qué era el vampirismo y su presencia en una zona de la que yo ya había oído hablar mu­cho: el reino de Kalikshutra, en el cual se había extraviado su hermana.

 

—Sí, se extravió en todos los sentidos —murmuró Westco­te—. Se extravió en un mundo infernal. —Le lanzó una mirada al profesor—. ¿Cree usted que hay alguna posibilidad de que se cure?

 

El profesor le cogió la mano a Westcote, un gesto más elo­cuente que todas las palabras del mundo.

 

—Las cartas que recibí del subalterno de mi padre, ¿cree us­ted que eran todas falsas? —preguntó Westcote.

 

El profesor asintió sin decir palabra.

 

Westcote se cubrió el rostro con las manos.

 

—De modo que era absurdo buscarla en la India, porque ha estado en Inglaterra todo este tiempo. ¡Qué idiota he sido! —ex­clamó—. ¡Qué ingenuo! ¿Pero cómo iba yo a saberlo? —Levantó la cabeza y nos dirigió a todos una mirada suplicante—. ¿Cómo podía sospechar una cosa así...? ¿Que mi hermana era... se ha­bía transformado en...?

 

— ¿En una vampira? —Fue Eliot quien habló—. Sí, ésta es la palabra que debemos emplear. Sé que es difícil incluso pronun­ciarla y todavía más contemplar el horror que encierra. Pero de­bes hacerlo, pues se aprovechan del escepticismo de sus vícti­mas, como yo sé por propia experiencia.

 

El pobre Westcote se pasaba la mano por el pelo.

 

—Pero ¿por qué? ¿Qué se proponía? ¿Por qué adoptó el pa­pel de lady Mowberley?

 

—Creo que ha estado actuando al servicio de otros.

 

— ¿De otros?

 

Eliot asintió.

 

—Por desgracia, está todo muy claro. Tu hermana se extra­vió en Kalikshutra y se pensó que podía haber muerto. Pero, en realidad, como ahora sabemos, vino a Inglaterra con el propósi­to de servir a aquellos que habían hecho de ella una vampira, un ser que era un juguete en sus manos. Y fue este ser a quien ha­bían arrebatado el libre albedrío el que fue a Whitby, donde ani­quiló a la prometida de sir George y se hizo pasar por ella.

 

—Pero ¿a qué venía este interés por sir George? —preguntó Westcote perplejo—. ¿Qué ha hecho en todo este tiempo?

 

—Sir George, cuando se casó con él, acababa de entrar en el India Office, y se le había confiado la responsabilidad de solu­cionar el tema de la frontera india, donde, como recordarás, se encuentra Kalikshutra. No olvides que sir George se comprome­tió con Rosamund Harcourt hacía muchos años y que, cuando se casó, llevaba siete sin verla; estoy seguro de que fue esto lo que marcó su sino, el de él y el de ella, pues era fácil que la im­postora pudiera pasar sin ser reconocida. Es evidente que una mujer capturó a tu hermana y la transformó en alguien dispues­to a hacerse pasar por lady Mowberley con el objeto de evitar que Kalikshutra fuera anexionada. Esta mujer quería que tu hermana se convirtiera en una agente que se acostara con el mismísimo ministro.

 

— ¿Una mujer? —Exclamó Westcote—. ¿Quién es esta mu­jer?

 

Eliot no contestó nada; se levantó y se quedó mirando, abs­traído, la calle a oscuras.

 

— ¡Contésteme, Eliot! ¿Quién es esta persona? ¡Maldita sea! —exclamó, presa de una furia súbita—. ¡Esta mujer tiene a Arthur, a mi hijo!

 

Eliot volvió la cabeza y lo miró.

 

—No —dijo despacio.

 

— ¿Cómo que no?

 

—Lady Mowberley... Charlotte... es quien tiene a tu hijo. Ol­vídala, está fuera de nuestro alcance. Es a tu hermana a quien debemos perseguir.

 

— ¿Pero cómo puede estar tan seguro de que es ella quien tiene a Arthur?

 

—Porque Charlotte tiene un interés especial en tu hijo, un interés que no comparte con nadie.

 

— ¿A qué se refiere?

 

Eliot se acercó a Westcote y le tocó el hombro con afecto.

 

—Cuando Lucy se casó contigo —prosiguió afablemente—, le supuso a Charlotte un problema inesperado. Evidentemente tu hermana no podía arriesgarse a que tú la vieras, de ahí su ne­gativa a recibirte. Pero tu boda también le proporcionó un pla­cer imprevisto. Recordarás, quizá, que, cuando nació Arthur, estaba deseosa de ver a Lucy, ¿verdad?

 

—Sí, alentada por usted, según creo recordar.

 

Eliot agachó la cabeza, compungido, gesto que a Westcote le pasó inadvertido. Su rostro expresaba ahora un temor cre­ciente.

 

—Siga —susurró al fin.

 

Eliot tragó saliva.

 

—A los vampiros les atrae la sangre de su propia familia.

 

— ¿Cómo?

 

—Eso les proporciona —intervino el profesor—, como ha di­cho Eliot, un placer especial.

 

— ¿Se refiere a Arthur? —Westcote se lo quedó mirando ho­rrorizado y atónito—. ¿Mi hijo? ¿A Charlotte le atrae la sangre de su propio sobrino?

 

El profesor cambió de postura y lanzó un suspiro.

 

—Me temo que sí.

 

A Westcote se le desencajó el rostro.

 

—Entonces a estas horas ya debe haberlo...

 

— ¿Matado? —El profesor sacudió la cabeza—. Desde luego, cabe esta posibilidad. Sin embargo, después de haber estudiado a estos seres, lo creo improbable. Por lo visto, tienen la costum­bre de dejar a los niños hasta que alcancen la edad de tener des­cendencia.

 

— ¿De tener descendencia?

 

—Sí —dijo el profesor en voz queda—. La familia debe perpetuarse, ¿comprendes? Si alguien se halla ahora en pe­ligro...

 

— ¿Sí?

 

—Me temo que eres tú.

 

Westcote asintió despacio.

 

—Sí, claro, claro. —De repente su rostro se iluminó, como si hubiera recobrado las esperanzas—. ¿Cree usted, entonces, que no hay que perder la esperanza? ¿Que mi hijo puede estar vivo?

 

—No me cabe duda de que esa posibilidad existe.

 

— ¿Cómo vamos a rescatarlo?

 

Eliot dejó escapar un suspiro.

 

—Puede ser muy difícil. Cuando fuimos a Yorkshire extra­viados en una búsqueda inútil, tu hermana tuvo mucho tiempo para esconder a tu hijo. A juzgar por la habilidad con que ha lle­vado a cabo su conspiración, d


Date: 2015-12-17; view: 549


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Carta del profesor Huree Jyoti Navalkar al doctor John Eliot. | Memorias del inspector y detective Steve White sobre los he­chos ocurridos el día 30 de setiembre de 1888.
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