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Memorias del inspector y detective Steve White sobre los he­chos ocurridos el día 30 de setiembre de 1888.

 

 

Estuvimos cinco noches vigilando un callejón que está justo detrás de Whitechapel Road. Sólo se podía acceder a él por el lu­gar donde estaban apostados dos hombres, que estuvieron ob­servando, sin poder ser vistos, a todas las personas que entraban y salían del callejón. Hacía un frío tremendo cuando llegué allí con el objeto de que los dos hombres me mantuvieran informa­do de lo que había ocurrido. Iba a irme ya cuando vi a un hom­bre que salía del callejón; andaba rápido pero sin hacer ningún ruido. Me aparté para dejarlo pasar; en aquel momento la luz de una farola lo iluminó y pude verlo muy bien.

 

Era un hombre de unos cinco pies y diez pulgadas de altura; iba vestido bastante desastrado, mas saltaba a la vista que el material de la ropa que llevaba era de calidad. Su semblante era alargado y enjuto, las aletas de la nariz, bastante delicadas y te­nía el pelo negro azabache. Su tez era cetrina, como si hubie­ra pasado una temporada en el trópico. Lo que más llamaba la atención, sin embargo, era el extraordinario brillo de sus ojos, que parecían dos luciérnagas desplazándose en la oscuridad. Tenía la espalda ligeramente encorvada, a pesar de su evidente juventud, pues, todo lo más, tenía treinta y tres años; me dio la impresión de que había estudiado y que ejercía una profesión. Sus manos eran níveas y sus dedos, largos y finos.

 

Cuando aquel hombre pasó junto a mí, bajo la luz de la farola, tuve la desagradable sensación de que había algo siniestro en él y sentí un acuciante impulso de hallar cualquier pretexto para de­tenerlo; pero cuanto más pensaba en ello, más claramente com­prendí que si lo hacía no hubiera respetado los métodos de la po­licía británica. Mi única excusa para cerrarle el paso hubiera sido su asociación con el hombre que buscábamos, mas carecía de fundamento relacionarlo con los asesinatos. Y, además, si la poli­cía actuara dejándose llevar por la intuición, serían más frecuen­tes las protestas de los ciudadanos por intromisión en la libertad de las personas, y, por aquellos días, la policía recibía ya dema­siadas críticas, de modo que no era nada aconsejable arriesgarse.

 

Aquel hombre se tambaleó al alejarse unos pies de mí y yo aproveché la ocasión para entablar una conversación con él. Se dio la vuelta al oír mi voz y me miró muy ceñudamente con su semblante hosco; me deseó buenas noches, y convino conmigo en que hacía frío.

 

Su voz me sorprendió; era suave y melódica y tenía un deje melancólico; era la voz de un hombre culto, una voz, en suma, que desentonaba en el entorno sórdido de East End.



 

Cuando se alejó, uno de los policías salió de una de las casas en la que había entrado y avanzó unos cuantos pasos en el calle­jón a oscuras.

 

— ¡Hola! ¿Qué pasa? —gritó; después me gritó en un tono de voz muy agitado para que fuera.

 

En East End estamos acostumbrados a ver de todo, pero lo que vi allí me heló la sangre en las venas. Al final del callejón sin salida, acurrucada contra un muro, había una mujer muerta y un charco de sangre, que le brollaba del cuerpo. Era evidente que se trata­ba de otro de aquellos terribles asesinatos. Recordé al nombre que había visto y eché a correr en pos de él pero había desaparecido en el negro laberinto de miserables callejuelas de East End.

 


Date: 2015-12-17; view: 532


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