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Diario del doctor Eliot.

 

 

19 de agosto. He tenido otra vez la sensación de trascender la razón; y otra vez, como si fuera el corolario necesario de seme­jante experiencia, he perdido toda noción del tiempo. Estaba se­guro de que no había estado en Rotherhithe más de veinticuatro horas, mas según el reloj y la nota descortés que me ha dejado Llewellyn en el escritorio, he estado ausente casi tres días. Ten­go que disculparme en seguida; pero antes quiero grabar en este fonógrafo lo que recuerdo antes de olvidarlo o distorsionarlo. Normalmente, este apremio estaría de más, porque soy una per­sona que no olvida nada; pero en lo que atañe a mis recuerdos de Rotherhithe, he descubierto que mi mente me juega malas pasadas. Lo que yo tenía por un don maravilloso, que me sirve tanto en mi profesión de médico como en mis investigaciones de detective, porque soy capaz de despojarme del peso del re­cuerdo de hechos innecesarios, en Rotherhithe parece invertir­se. Sólo recuerdo detalles insustanciales, mientras que los más importantes se me olvidan.

 

Quería hablar con Polidori, porque, dada la larga ausencia de Huree, me era preciso corroborar ciertos detalles de mi investiga­ción; ¿y a quién, si no a él, que había sido médico antes de que la enfermedad se apoderara de él, podía acudir? Cuando llegué a Coldlair Lane, su tienda seguía a oscuras y las ventanas cerradas, pero la puerta estaba abierta; entré y subí las escaleras, donde me llegó el olor familiar a opio. Nadie intentó impedirme el paso cuando atravesé el fumadero; era como si ya me reconocieran y me consideraran uno de ellos; respiré cuando los hube dejado atrás y crucé el puente que conduce al almacén. Al pasar por el ves­tíbulo, advertí, cosa en la que no me había fijado antes, que las es­tatuas de las mujeres que están en los nichos, tienen todas la cara de Lilah. Es evidente que han debido retocar los rostros, porque la variedad de estilos y épocas es inmensa; y, sin embargo, al exami­narlas, vi que no cabía ninguna duda: en todas ellas veía a Lilah.

 

De repente se oyó un grito. Lamentando no poder seguir es­cudriñando las estatuas, me fui apresuradamente al pasillo que arranca del vestíbulo. Mientras iba recorriéndolo a toda prisa, oí un segundo grito. Era de una niña; muy agudo pero corto, como si alguien la hubiera interrumpido; procedía de la puer­ta a la cual me dirigía. Apresuré el paso, me detuve delante, y oí música, un cuarteto de cuerdas. Abrí la puerta y me quedé asombrado por lo que vi. Estaba en la habitación de Suzette de paredes pintadas de rosa; en un rincón había un montón de mu­ñecas y un caballito de balancín con cintas en la crin. Los músi­cos, ataviados como la otra vez con levitas y pelucas, siguieron tocando, ajenos a mi presencia. Suzette, no obstante, sí echó una mirada a su alrededor. Estaba sentada en un sofá y llevaba un bonito vestido de fiesta; no dejaba de mover las piernas y de jugar con sus rizos. Me sonrió, mas yo no le devolví la sonrisa, porque tenía a Polidori frente a mí, con una vara en la mano, y delante de él, arrodillada y con la espalda al aire, estaba la niñe­ra de Suzette, Sarmistha. Estaba tiritando; tenía una marca roja que iba de un hombro a otro y de la que le salía un chorro de sangre que le caía por la espalda.



 

Polidori se volvió y me hizo una mueca. — ¿Qué está usted haciendo? —pregunté. Polidori volvió a torcer el gesto. Se agachó y pasó un dedo por la sangre de la muchacha. Lo levantó a la luz y lo lamió.

 

—Investigo —dijo; soltó una carcajada y le dio una patada a la chica, abriéndole las piernas; después se arrodilló junto a ella y le metió la mano debajo de la falda.

 

—Déjela en paz.

 

Polidori no me hizo caso; vi que movía el brazo de un lado a otro. Alzó la vista y miró a Suzette.

 

—Sí —afirmó con una sonrisa maliciosa en los labios—. Es una hembra, no hay ninguna duda sobre esto. ¿Cómo se lo hace?

 

Lo cogí por el cuello, lo arrastré y lo tiré al suelo. Polidori me miró con cara de sorprendido y después, despacio, volvió a ha­cer una mueca.

 

—Sir Galahad de mierda —susurró. Se levantó y me miró fi­jamente a los ojos; alzó la vara y volvió junto a la muchacha—. Es sólo una puerca, una puta asquerosa extranjera.

 

—Me ha tirado del pelo —intervino Suzette— cuando me es­taba peinando.

 

Polidori me miró a mí.

 

— ¿Ha oído? —preguntó—. Esta chica ni siquiera sabe cui­dar a la señorita. Se diría que hasta la muchacha más estúpida sabría hacerlo bien. Pero esta putita no sabe hacerlo. Creo que se merece que la castigue. —Dio media vuelta y levantó la vara.

 

Antes de que pudiera descargarla sobre la espalda de la muchacha, lo cogí por la barbilla. Polidori se tambaleó y cayó sobre uno de los músicos, que siguió tocando, concentrado en su instrumento como si nada ocurriera. Lentamente, Polidori se puso en pie, frotándose la barbilla con cara de incrédulo y mi­rándome fijamente.

 

— ¿Qué ha hecho usted? —Estaba muy tenso; sin que me diera tiempo a reaccionar me agarró por el cuello y me clavó sus uñas. Yo caí en el sofá y oí que Suzette lanzaba un grito cuando mi cabeza chocó con sus rodillas. Polidori se puso encima de mí; vi que estaba temblando y que los ojos le daban vueltas como si estuviera loco; el aliento le hedía y me cubría de saliva—. Lo mataré —susurró—. Le rajaré su corazón de mierda. —Yo lu­chaba desesperadamente por deshacerme de él cuando sentí que me hundía las uñas en el pecho. Volví a oír a Suzette que gritaba.

 

— ¡Polidori! —Se puso en pie—. ¡No! Polidori le lanzó una mirada.

 

—Ella no te va a permitir que hagas una cosa así. Sabes per­fectamente que no te lo va a permitir. ¡Déjalo ahora mismo! —No me importa lo que ella quiera. Suzette no contestó nada; siguió con sus ojos fijos en él y Polidori fue bajando la cabeza y, poco a poco, dejó de clavarme las uñas en la carne. Me senté; Polidori se levantó, temblando y protegiéndose con las manos hasta que se quedó quieto.

 

—No se lo digas a ella —dijo en voz queda.

 

Suzette se echó el pelo para atrás. Siguió mirando fijamente a Polidori unos segundos y luego me miró a mí.

 

—Venga, vamos —me dijo dirigiéndose a la puerta.

 

—No —repuse. Le lancé una mirada a Polidori—. Tengo que hacerle unas preguntas. Por eso he venido.

 

— ¡No sea tonto! —Exclamó Suzette con impaciencia—. No va a contestarle a ninguna de sus preguntas, ¿verdad, Polly?

 

Polidori se pasó la lengua por los labios, hizo una mueca y sacudió la cabeza despacio.

 

—Ya se lo he advertido —dijo Suzette—. Ya ve cómo es. No le va a servir de nada insistir. Será mejor que venga conmigo. —Abrió la puerta e iba a marcharse cuando se paró y miró a Sarmistha, que seguía postrada en el suelo. La muchacha levantó la vista; Suzette abrió los ojos y le hizo un movimiento afirmati­vo con la cabeza; después se fue. Sarmistha se puso en pie con dificultad, alisándose las arrugas del sari; vi con horror cuánto había adelgazado. Cuando volvió a alisarse las arrugas del vesti­do, le entreví los senos y vi que tenía un tatuaje de pequeños puntos rojos. No me dio tiempo a ver nada más, pues la chica se cubrió el cuerpo y la cabeza, y salió corriendo. Yo la seguí. De­lante de nosotros vi las escaleras de caracol que recordaba del otro día; las escaleras de caracol que ascendían a unas alturas imposibles y que se levantaban en el vacío. Suzette corría; yo oía el eco del ruido que hacían sus piececitos al repiquetear sobre el suelo y que rasgaba el silencio que envolvía el lugar; todo estaba vacío; miré hacia atrás y vi que, incluso la puerta, había desapa­recido; yo estaba de pie en un peldaño suspendido en el aire y no veía nada, salvo la oscuridad.

 

Empecé a subir la escalera de caracol, detrás de Suzette y Sarmistha, que corrían. Tuve que apretar el paso, pero por rápi­do que fuera, nunca podía alcanzarlas; de pronto, dejó de oírse el ruido de sus pasos, que desapareció en la oscuridad, y me de­tuve. Me di cuenta, cosa que antes me había pasado inadvertida, de que yo no estaba en la misma escalera que ellas. Las busqué con la mirada, mas se habían esfumado. En cambio, vi un rella­no y una puerta, en la que había pintado un fresco de estilo pri­mitivo que no supe reconocer; en él estaba representada una diosa, cuya cabeza estaba rodeada de estrellas; unos seres hu­manos le lamían los dedos de los pies. Crucé la puerta y entré en una habitación espléndida. El aire estaba deliciosamente perfu­mado; vi el resplandor radiante de unas joyas y de unas llamas; el dosel de la cama era de color carmesí intenso.

 

Al igual que en mi sueño, Lilah estaba desnuda; tenía el ros­tro pintado y los pezones y la vulva estaban recubiertos de oro. Extendió los brazos y yo me acerqué a ella; subí a la cama. El contacto de su piel me produjo una extraña sensación que ya había experimentado al entrar en la habitación: la fusión de ero­tismo y de apremiante curiosidad intelectual; emoción y razón estaban mezcladas hasta formar una única cosa. Ahora no tenía por qué reprimir mi deseo sexual, pues, lejos de representar una amenaza para mi capacidad de pensar con claridad, parecía, al contrario, estimularla. Volví a recordar el sueño que había teni­do: la promesa de una revelación, del más alto grado de conoci­miento; esto es lo que me aguardaba ahora y no en un estado de duermevela sino en el climax sexual. Por eso lo busqué y lo al­cancé y volví a alcanzarlo muchas veces más. ¿Qué veía en estos momentos de intenso placer? Todo. Simplemente... todo. Mis facultades cognoscitivas estaban tan dilatadas que comprendía los problemas intelectuales de igual modo que experimentaba el deleite sexual: intensamente, sin límites.

 

¿Cómo explicar esta experiencia? Soy incapaz. Ahora que ya ha pasado, no recuerdo... no recuerdo nada. O, al menos, re­cuerdo el placer que me causaba comprender, mas no recuerdo qué comprendía ni cómo lo comprendía. Ésta es una frustra­ción que he experimentado ya en el acto sexual: en cuanto al­canzo el climax, todo placer desaparece. Y, de igual modo, aho­ra se ha esfumado completamente la experiencia intelectual más intensa de mi vida. Mis pensamientos no eran más que ba­ratas excitaciones sinápticas. ¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? Tal vez padezca alucinaciones; tal vez mis recuerdos no sean más que falsas ilusiones, engaños en definitiva. Sin em­bargo, no lo creo: mi experiencia fue demasiado vivida e inten­sa... era real. No. Tengo que afrontarla verdad. Hay una alterna­tiva mucho más verosímil.

 

Creo que está claro que mis exaltaciones intelectuales y eró­ticas estaban en efecto mezcladas y que ambas dependían de la presencia de Lilah a mi lado. ¿Cuándo me dejó solo? No lo re­cuerdo. Ni siquiera recuerdo haberme quedado dormido. Pero debí quedarme dormido, pues, de repente, me desperté y vi que estaba solo y tendido en el suelo, desnudo, en una habitación vacía. Junto a mí estaban mis ropas, amontonadas; en la pared había un cuadro de Lilah, iluminado por una única vela; el resto de la habitación estaba a oscuras; una oscuridad carmesí y sua­ve. Desde luego no era la primera vez que estaba a oscuras; cuando Stoker y yo descubrimos a George tendido en el suelo, igual que estaba yo en aquel momento, la habitación estaba a oscuras y había también un cuadro de Lilah, con una sonrisa en los labios. Me levanté de un salto, me vestí y salí apresurada­mente de la habitación. Sarmistha estaba esperando fuera, con la cabeza gacha y mi gabán en el brazo. Se lo cogí y ella dio me­dia vuelta y arrancó a correr. Yo la llamé, por si necesitaba ayu­da. Ella se detuvo, y me miró con sus ojos grandes y llenos de lá­grimas. Pero antes de que pudiera acercarme a ella, se echó otra vez correr y desapareció. Mi último recuerdo de mi estancia en aquel lugar es el de la desdicha de aquella mujer desamparada. El encantamiento, el hechizo que reinaba en el almacén se ha­bía desvanecido de repente. Pero, ay, qué equivocado estaba.

 

Crucé el vestíbulo y salí a la calle. Cuanto más me alejaba de allí, más iba olvidando lo que había vivido y más doloroso me resultaba seguir andando hasta llegar a casa; sentía un deseo in­vencible de dar media vuelta y regresar al lado de Lilah. La nos­talgia era casi un dolor físico; semejaba el dolor, según había leí­do en libros de medicina, que causa la interrupción brusca del opio. Tal vez me haya convertido en un drogadicto, como los desgraciados toxicómanos del fumadero de Polidori, y como George, a quien la compañía de Lilah le ha causado adicción. Yo la deseaba más que nada en el mundo. Y sigo deseándola ahora. Nunca jamás había experimentado un deseo tan intenso.

 

¿Debería luchar por erradicar este deseo? Recuerdo a la pobre muchacha india; entreveo la crueldad que existe en el mundo de Lilah, que antes sospechaba pero que no había presenciado hasta entonces. Una máxima mía es que el subconsciente es peligroso y nos amenaza, pues no podemos controlar los deseos que él desen­cadena; ¿y qué otra cosa me ha ofrecido Lilah si no mis propios deseos inconscientes? Me da miedo volver a sucumbir; me da miedo perder mi autodominio; me da miedo, sí, lo reconozco, ver adonde me van a llevar estos deseos. No volveré a ver a Lilah nun­ca más. Permaneceré fiel a mí mismo. Seguiré siendo el que soy.

 

Nunca más iré a ver a Lilah.

 

11 de la noche. Me he disculpado ante Llewellyn y le he dicho que fuera a acostarse. El pobre está agotado. Mientras estuve fuera, no se presentaron problemas, aunque Edward Westcote vino a ver­me, porque, al parecer, Lucy se desvaneció en el escenario mientras estaba actuando y permanece en cama. Iría a visitarla ahora, pero es demasiado tarde; no es la mejor manera de tratar a un paciente que sufre agotamiento despertarlo a las once de la noche.

 

Iré mañana, pues.

 


Date: 2015-12-17; view: 497


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