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Diario del doctor Eliot.

 

 

21 de agosto. He pasado un par de días horribles y por lo que veo habrá muchos más. Ayer por la mañana, muy temprano, lle­gó un telegrama de Huree en que me advertía que Lucy está en peligro. Asustado por las noticias de su esposo, que le ha man­dado guardar reposo y no levantarse de la cama, le he pedido a Llewellyn que esta mañana se encargara de mi trabajo y me he ido a Myddleton Street en seguida. Westcote respiró al verme.

 

—Estoy seguro de que no es nada —no dejaba de decir—, sólo agotamiento por un exceso de trabajo. —Pero vi que estaba muy intranquilo; le pedí que me llevara junto a su esposa—. No haga ruido —dijo Westcote—. Está durmiendo.

 

Andando de puntillas subí a la habitación de Lucy; me bastó con echarle una ojeada para hacerle el diagnóstico.

 

Lucy estaba muy pálida. Pero peor aún: en el cuello tenía di­minutas heridas, como las que le había visto a George. Le pre­gunté a Westcote cuándo le habían aparecido. A principios de mes, me dijo. ¿Y cuándo había empezado a sentirse débil Lucy? Westcote tragó saliva y le lanzó una mirada a su esposa.

 

—Hace tres semanas.

 

Estaba ansioso por saber qué pensaba yo. Al principio no le dije nada. Me acerqué a la ventana e intenté abrirla, mas estaba cerrada con llave. Le eché una mirada a Westcote.

 

—Hace poco que alguien ha cerrado las ventanas con llave —le dije—. Mira, aquí hay polvo.

 

—Sí —convino Westcote—, las cerramos la semana pasada.

 

— ¿Por qué? Estos últimos días ha hecho un calor sofocante.

 

—Lucy insistió.

 

— ¿Tenía pesadillas? —pregunté.

 

Se quedó muy sorprendido al oírlo.

 

— ¿Cómo lo sabe?

 

— ¿Qué ocurría? ¿Vino un intruso? ¿Recibió una extraña ame­naza?

 

Westcote asintió despacio.

 

—Dímelo.

 

Se ruborizó.

 

—No lo sé —dijo al fin—. Sí... recibió una... extraña ame­naza.

 

Fruncí las cejas; saltaba a la vista que sentía vergüenza. Le escudriñé el rostro, me encogí de hombros y volví a acercarme a la ventana. La inspeccioné detenidamente y le hice señas a Westcote.

 

—Mira —dije—. La pintura ha saltado. Alguien ha intentado forzarla.

 

Westcote se me quedó mirando fijamente, pasmado.

 

—Se refiere a que... no... Es imposible... —Su voz fue desva­neciéndose—. Sacó una llave, abrió la ventana y fijó sus ojos en la calle—. Pero si es una pared lisa —dijo—. ¿Cómo iba alguien a poder llegar al saliente de la ventana?



 

Le eché una mirada a Lucy.

 

— ¿Has estado con ella estas tres últimas semanas en esta habitación, Edward? Me refiero a si has pasado todas las no­ches con ella.

 

Volvió a ruborizarse.

 

—Por favor —dije con impaciencia—, la timidez sobra en es­tos momentos. ¿Has dormido en ella estos días?

 

Westcote meneó la cabeza.

 

—He pasado unos días en Wiltshire, preparando la llegada de Charlotte de la India... de mi hermana quiero decir... a casa de mis padres.

 

— ¿Las noticias son seguras? —pregunté sorprendido.

 

—Sí. En estos momentos viaja en un buque de vapor que ha partido de Bombay.

 

—Me alegro mucho por ti.

 

Sonrió imperceptiblemente y asintió.

 

—Como puede imaginarse, hay que llevar a cabo muchos preparativos. De hecho, regresé a Londres hace pocos días y me encontré con una nota de Stoker en la que me decía que Lucy estaba enferma. Lucy no me había escrito y sigue afirmando que no padece nada grave. Pero está muy enferma, ¿verdad? —Fijó sus ojos en su esposa, que se movió y gimió, aunque no se despertó; se cubrió bien con las sábanas como protegiéndose de una amenaza. Edward Westcote me miró—. Desde que llegué está así. La primera noche me quedé a su lado, pero no pude dormir. Lucy tenía terribles pesadillas y cuando se despertó me dijo que mi presencia sólo las había agravado... —Se quedó ca­llado, volvió a sonrojarse y clavó sus ojos en el suelo, abstraído.

 

—Pesadillas —dije en voz baja—. ¿Qué pesadillas?

 

Westcote me miró.

 

—Soñaba con una mujer —murmuró—. Con una mujer que iba a verla.

 

— ¿Y qué le hacía?

 

Lanzó varias miradas a su alrededor, nervioso.

 

—No se lo puedo decir —confesó al fin.

 

— ¿Por qué no?

 

Volvieron a subírsele los colores.

 

—No puedo —contestó.

 

— ¿Por qué? ¿Sueña con una mujer que se nutre de ella?

 

—No. Bueno, quizá. No, no siempre. No. No estoy muy se­guro.

 

— ¿Mantienen contacto sexual? ¿Es a esto a lo que te refie­res?

 

— ¡Doctor! —Westcote me miró deshecho—. ¡Por favor!

 

Lo miré fijamente a los ojos. Después le cogí la mano y se la apreté.

 

—Edward —dije en voz muy queda—, entiendo cómo debes sentirte. Pero, por favor, te ruego que me lo expliques todo, por­que es de suma importancia. ¿Qué te dijo Lucy de esa mujer? ¿Cómo es?

 

Westcote se fue junto a su esposa. Se pasó casi un minuto mirándola fijamente; después le cogió la mano.

 

—Llevaba un velo —dijo al fin—. Lucy no le ve nunca la cara. ¿Por qué? —Me lanzó una mirada como si de pronto com­prendiera lo que daba a entender yo con mi pregunta—. ¿Cree que esta mujer es real?

 

Volví a echar una mirada a la ventana y pared lisa que daba a la calle. Me encogí de hombros.

 

—Tengo un amigo, que se encuentra ahora de viaje, pero en cuanto regrese podrá contestarte a esta pregunta con mucha más autoridad que yo. Entre tanto, veré lo que puedo hacer por ella. —Me había acercado a la cama y le tomé el pulso; lo tenía muy débil—. Es evidente que ha perdido mucha sangre.

 

—Pero... —Westcote miraba a su esposa, incrédulo—. Si no ha ido a ningún lado. No lo entiendo. Si las sábanas no están manchadas de sangre.

 

Le indiqué el cuello de Lucy.

 

— ¿Y estas heridas? —pregunté—. ¿Cómo se las ha hecho?

 

Westcote frunció las cejas y se encogió de hombros, im­potente.

 

—No lo sé —contestó.

 

—Bueno —dije; traté que mi tono de voz le transmitiera se­guridad—, vamos a esperar a ver los resultados de los análisis.

 

Le extraje un poco de sangre a Lucy y también a Westcote, para cerciorarme de su estado de salud. Le di órdenes muy es­trictas de no moverse del lado de Lucy; después volví a Whitechapel lo más rápido que pude. Me encerré en el laboratorio. Gracias a Dios la sangre de Lucy no revelaba anomalías graves y, desde luego, ninguna mutación de los leucocitos. Vi que el re­cuento de glóbulos rojos era menor de lo que me hubiera gusta­do, pero, afortunadamente, el análisis de sangre de Westcote indicaba que sus grupos sanguíneos eran compatibles. No es­toy excesivamente preocupado. Westcote es un hombre sano y fuerte.

 

Al preparar la transfusión me acordé de George. Dadas las evidentes similitudes entre los dos casos, y teniendo en cuenta el cariño que le profesaba George a su pupila, pensé que valía la pena ir a visitarlo para ver si cambiaba de opinión y estaba dis­puesto a hablar conmigo; además, comparar su estado con el de Lucy sería provechoso para ambos. Al llegar a casa de los Mowberley, sin embargo, me comunicaron que George se había ido, hacía unos días, al sur de Francia con el propósito de restable­cerse. Lady Mowberley, que fue quien me dio la noticia, me aseguró que George estaba mucho mejor; esta mejoría es promete­dora, puesto que indica que el cambiar de aires puede repercu­tir muy favorablemente en la recuperación de una enfermedad. De momento, no obstante, Lucy está demasiado débil para via­jar; debemos hacer todo lo posible por devolverle las fuerzas. Lady Mowberley se preocupó mucho al oír las noticias y en se­guida se ofreció a ayudarla. Insistió en que estaba dispuesta a cuidar del hijo de Lucy si la enfermedad de Lucy era contagiosa, o pudiera serlo; le aseguré que no era el caso. Pero pensándolo mejor, quizás esto no sea del todo correcto. Esta noche le comu­nicaré a Edward Westcote que lady Mowberley se ha ofrecido a cuidar de su hijo.

 

Al regresar a Middlyton Street me encontré con Stoker, que velaba a Lucy; estaba muy afectado. Cuando estuvimos solos, me dijo que, con respecto a la semana anterior, cuando la man­dó a casa en un coche de caballos, estaba muy desmejorada. Al igual que lady Mowberley se ofreció a ayudarnos; ahora dispone de mucho tiempo libre, pues la temporada del Lyceum ha termi­nado hace poco. En seguida le tomé la palabra y le pedí que me ayudara a realizar la transfusión. La operación fue sólo media­namente bien. Aunque las mejillas de Lucy se sonrosaron y, ahora, su pulso está más normalizado, Westcote se quedó muy débil. Creo que es un indicio de la gravedad del estado de Lucy el hecho de que, aunque le extraje muchísima sangre a su espo­so, no ha recuperado sus fuerzas. Pero al menos parece que se ha estabilizado; desde la transfusión que le hicimos ayer, no ha empeorado; y es capaz de sentarse y de hablar. Por cierto que no ha añadido nada a lo que me contó Westcote: ha confirmado que la mujer que le aparece en sueños lleva siempre un velo, aunque cree que hay algo en ella que le resulta familiar. Le he pedido que reflexione sobre este punto. Tal vez la próxima vez que la visite estará más atenta.

 

Anoche, sin embargo, no tuvo pesadillas. Westcote y yo nos turnamos para velarla; esta noche se quedará Stoker y yo podré dormir aunque sea unas horas; después iré a relevarlo.

 

22 de agosto. Huree todavía no ha llegado. No entiendo qué ha ido a hacer. Si sabe que Lucy se halla en peligro, sabrá tam­bién que debería estar a su lado. No tengo experiencia suficien­te para hacerme cargo de este caso yo solo.

 

Lucy sigue estable. Anoche sucedió un hecho interesante.

 

Serían, aproximadamente, las tres de la madrugada, poco des­pués de llegar yo para relevar a Stoker. Oí unos arañazos en la ventana; me levanté para ver qué ocurría, pero Lucy me bloqueó el paso. También ella se había levantado e iba a acercarse a la ventana. Tenía los ojos abiertos, mas cuando yo le hablé no pa­reció oírme; me apartó y se dispuso a abrir la ventana. En aquel momento volví a oír unos arañazos. Cuando intenté detenerla, dio un respingo, como un sonámbulo al que se despierta. Se me quedó mirando muy extrañada.

 

— ¿Jack? —susurró—. ¿Qué haces aquí?

 

A continuación se desvaneció en mis brazos. La metí en la cama y empezó a soñar, a gemir y a agarrarse la garganta; cayó luego en un sueño profundo y cesaron las convulsiones.

 

No ocurrió nada más digno de mención. No volvieron a oírse los ruidos en la ventana.

 

23 de agosto. Los acontecimientos de los últimos meses han sobrepasado hasta tal punto los límites de la lógica y de lo pro­bable que ya nada debería sorprenderme. Y, de hecho, nada me sorprende ya. No, no estoy sorprendido, aunque pienso que me tranquiliza creer que sí lo estoy. Al fin y cabo, la red que forman los distintos hechos que se han dado en este caso es bien ele­mental; en otro momento, yo mismo los hubiera descubierto e identificado con facilidad. Más no había aceptado del todo la máxima favorita de Huree: lo imposible es siempre una posibili­dad. Una vez que se da esto por hecho, entonces, de un modo harto extraño, las leyes de la lógica pueden reafirmarse.

 

Huree, a pesar de la sorprendente naturaleza de sus premi­sas, tiene sin lugar a dudas una notabilísima aptitud para el análisis deductivo. Ha llegado esta tarde a primera hora e, in­mediatamente, se fue a ver a Lucy. Se arrodilló junto a su cama, se la quedó mirando atentamente un buen rato, y de pronto me lanzó una mirada.

 

—Plata de Kirguiz —dijo—. Me imagino que no se puede en­contrar en Londres.

 

—En Londres se puede encontrar de todo —repuse—. Aun­que probablemente no la podrás comprar a un vendedor ambu­lante.

 

—Entonces el ajo servirá —comentó Huree—. Su efecto no es tan eficaz, pero tal vez consiga mantenerlo a raya.

 

— ¿Mantenerlo? ¿A quién? —pregunté perplejo, pues le había contado a Huree los sueños de Lucy. Mas él se limitó a son­reír y a darse golpecitos en la nariz; después se puso en pie.

 

—Ven —me dijo—, tengo que enseñarte algo interesantísimo.

 

Fuimos ambos al piso de abajo; Huree le pidió a Westcote ajo tierno y cuando Edward me miró, extrañado, yo le hice un movimiento afirmativo con la cabeza. Huree y yo salimos y nos llegamos a Farringdon Road, donde cogimos un coche de ca­ballos.

 

—Bethnal Green —le dijo Huree al cochero—. La National Portrait Gallery.

 

Lo último que me podía esperar es que nos dirigiéramos a la National Portrait Gallery, pero cerré la boca. Huree me sonrió o, mejor dicho, se sonrió con satisfacción; cuando el coche arrancó, se sacó de un bolsillo unos papeles y me entregó uno; era la nota que Polidori había dejado pegada en la puerta de la tienda. Huree me dio luego otro papel; era una carta y vi en se­guida que la letra de ambos papeles era idéntica.

 

— ¿Dónde la has obtenido? —pregunté.

 

Huree volvió a sonreír, muy ufano.

 

—En Kelmscott Manor —repuso.

 

— ¿En la casa en la que vivió Rossetti?

 

Mi amigo asintió.

 

— ¿Y qué hacía allí?

 

Ahora Huree sonreía de oreja a oreja.

 

—Estaba entre los documentos de Rossetti. A mí no me sor­prendió; esperaba encontrarla allí. Increíblemente sencillo. Era el tío de Rossetti, ¿comprendes?

 

— ¿Quién? ¿Polidori?

 

Huree bajó la cabeza y después miró por la ventana.

 

—El doctor John William Polidori —murmuró—. Se dice que se quitó la vida en 1821. Era médico, estudiaba el sonambu­lismo, y de vez en cuando escribía historias ilegibles...

 

—Sí —dije recordándolo de pronto—. Stoker me habló de él. Nunca podía imaginarme...

 

— ¿Te comentó Stoker sus obras? —inquirió Huree, que su­bía y bajaba las cejas mientras hablaba.

 

Sacudí la cabeza.

 

—Su narración más famosa, Jack, se titula The Vampyre. ¿A que no adivinas el nombre del vampiro? —Hizo una pausa tea­tral—. Entonces, deja que te ayude. Era un aristócrata inglés. Un lord inglés, para ser precisos.

 

—No sería Ruthven, me imagino.

 

El rostro se le iluminó. Yo me recosté en mi asiento.

 

—Extraordinario —murmuré—. Huree, tengo que felicitar­te; tu celo y tu inteligencia no han menguado ni un ápice. Pero ¿cómo lo averiguaste?

 

— ¡Ha sido un juego de niños! —Exclamó Huree chasquean­do los dedos—. Olvidas que hace mucho que me interesa el tema, Jack. No podía ignorar la obra de Polidori, ¿no crees? Cuando me hablaste de él por primera vez, me vino a las mien­tes en seguida su referencia a un vampiro llamado lord Ruth­ven. ¡Lo recordé así de rápido! —Volvió a chasquear los dedos—. Pero eso fue sólo el principio. Espera un poco. Mi viaje por In­glaterra ha sido de lo más provechoso. He descubierto quién es en realidad lord Ruthven.

 

Fruncí las cejas.

 

— ¿Qué quieres decir con eso de quién es en realidad?

 

Huree sonrió dando unos golpecitos en el coche, que redujo la velocidad y se paró.

 

—Ahora lo verás —dijo. Nos apeamos, pagó al cochero y nos dirigimos a la entrada de la National Portrait Gallery—. Vamos a entrar y lo verás —añadió soltando una risita.

 

Subimos la escalinata y pasamos por salas cuyas paredes es­taban forradas de pinturas. Por fin se detuvo frente a una puerta imponente.

 

—Vas a tirarte de los pelos, Jack. Te enfadarás mucho cuan­do descubras lo que se te ha pasado por alto.

 

— ¿Porqué?

 

—El señor Stoker te habló de Polidori. ¿No te dijo de quién fue médico?

 

—Sí —repuse—, de lord Byron... —Al pronunciar su nombre me quedé de una pieza y no pude seguir hablando. Lord Ruth­ven. ¡Lord Ruthven! ¡Por eso quería verlo Huree! ¡Por eso me había preguntado, al salir de casa de lord Ruthven, si yo había leído poesía! Debí quedarme petrificado porque ni siquiera noté cómo Huree me cogía del brazo y me llevaba a ver una pintura que colgaba de la pared de la sala. Me la quedé mirando fija­mente. Era lord Byron, que vestía un uniforme oriental de color escarlata y de oro. Sólo que no era su rostro, enmarcado por un turbante guarnecido con orlas, el que me miraba y me sonreía, sino el de otra persona que yo había visto y a quien conocía, aunque no por el nombre de Byron sino de Ruthven.

 

—Santo cielo —murmuré; mirando a Huree añadí—: Parece imposible, pero... —Volví a clavar mis ojos en aquel retrato.

 

—Pero no lo es —susurró Huree terminando la frase por mí.

 

Yo asentí despacio.

 

— ¿Quién más crees que puede andar por ahí chupándole la sangre a la gente? ¿Beethoven? ¿Shakespeare? ¿Abraham Lin­coln?

 

Huree sonrió y meneó la cabeza.

 

—No lo creo. Las circunstancias que rodean a lord Byron son muy singulares, ¿comprendes?

 

Nos dirigimos a la salida y Huree me explicó las pesquisas que había llevado a cabo en los cementerios, en los bufetes de abogados y en varios registros públicos de Nottinghamshire. La primera vez que se hablaba de lord Ruthven se remontaba a 1824, el año en que lord Byron moría en Grecia; había demos­trado que lord Ruthven había sido el mayor beneficiario de la ri­queza del poeta fallecido; había buscado un árbol genealógico de la familia Ruthven, algún documento que demostrara que lord Ruthven y lord Byron eran personas distintas, pero fue en vano. No existía ningún lord Ruthven: este título era un pseudó­nimo.

 

— ¿Pero y Lucy? —pregunté—. ¿Y Arthur? ¿Cuál es su proce­dencia?

 

La expresión de Huree se ensombreció; alzó una mano.

 

—Aquí es donde las cosas se ponen feas, Jack. ¿Recuerdas el telegrama que te mandé?

 

—Desde luego.

 

—Sí, claro, por supuesto que lo recuerdas. —Huree se quedó callado. Habíamos salido ya; levantó su cara al sol, como invo­cando la ayuda de la luz; buscó con la mirada un banco y se sen­tó, lanzando un suspiro. Yo me senté a su lado. Huree volvió a sacar sus papeles y se los dejó en la falda; los estuvo mirando con atención un rato y de pronto se dio una palmada en la fren­te y volvió a mirarme—. Los orígenes de la familia de Lucy, al igual que las referencias a lord Ruthven, se remontan sólo a 1824. ¿Qué hay que concluir, en buena lógica, de todo ello? Que los Ruthven son descendientes de lord Byron.

 

Fruncí las cejas.

 

— ¿Esto es una conclusión lógica?

 

Huree volvió a alzar la mano.

 

—Hay más cosas.

 

— ¿De veras?

 

—No son cosas alegres, Jack.

 

—Cuéntame.

 

Huree asintió; cogió un montón de papeles y me los entregó.

 

—Son copias de unos certificados de defunción. Todos los Ruthven, tanto varones como mujeres, murieron un año des­pués del nacimiento de su primer hijo. En cuanto dan descen­dencia, ¡paf! —Dijo chasqueando los dedos—, el padre o la ma­dre ya no sirven para nada y mueren. Es una ley absolutamente infalible, ¿comprendes, Jack? ¡Inquebrantable! Y esto no es lo peor: al investigar sobre ellas, te enteras de que mueren todos desangrados. Tu amigo Arthur es el ejemplo más reciente de lo que te estoy diciendo.

 

—Pero si Arthur no tuvo hijos.

 

—No, pero Lucy sí.

 

Sacudí la cabeza con incredulidad y levanté la cabeza mi­rando al cielo.

 

—Me parece imposible —murmuré—, imposible. Y en cam­bio tú crees a pies juntillas, Huree, que lord Ruthven se nutre de los de su propia sangre hasta matarlos.

 

—Estoy plenamente convencido de ello. ¿Qué otra teoría po­dría explicar los hechos?

 

—Pero ¿existe alguna tradición —pregunté— según la cual los vampiros se alimenten de los de su propia sangre?

 

Huree se encogió de hombros.

 

—Existen varías tradiciones. Los vampiros no se dejan estu­diar como los microbios, Jack. La frontera entre lo verdadero y lo falso no es nítida.

 

—Pero podemos estudiar a lord Ruthven. Tengo una mues­tra de su sangre en mi microscopio.

 

—Si —dijo Huree con impaciencia—. ¿Y qué?

 

—Me parece extraño que haya recurrido a mí y se ponga a beber sangre delante de mis narices, por decirlo así.

 

—Hace ya más un año que Lucy dio a luz. ¿Qué necesidad tiene de chuparle la sangre ahora?

 

Huree se encogió de hombros.

 

—Tal vez deberías verlo de otra manera. Tal vez ha recurrido a ti porque está cada vez más ávido de sangre y sabe que ya no se puede reprimir.

 

—Entonces, ¿crees que es de la máxima urgencia que yo in­tervenga? O lo curo en seguida o va a desangrar a Lucy. ¿Es eso?

 

Huree asintió.

 

—Esto es una manera de encarar el problema.

 

—Me temo que es también descorazonadora. Mi investiga­ción no avanza. Debe haber algún otro remedio.

 

—La plata de Kirguiz —dijo Huree—. Es infalible.

 

—Sí, pero si no podemos hallarla, ¿qué vamos a hacer? ¿Nos enfrentamos con lord Ruthven?

 

—Es una persona muy peligrosa.

 

—Gracias, Huree, esto ya lo he deducido por mí mismo. Sí, es una persona peligrosa, pero ¿es también indestructible? Tie­ne que haber algún medio de frenarlo, de pararle los pies o de destruirlo, si es necesario.

 

—Necesitaré tiempo para meditar sobre ello.

 

—No creo que nos quede mucho tiempo.

 

—No, pero al menos ahora sabemos quién es nuestro adver­sario. Ya tenemos un punto de partida. ¿No estás de acuerdo, Jack? ¡Tenemos un punto de partida!

 

Sí. Un punto de partida, pero nada más. Lo que ha descu­bierto Huree es, desde luego, el resultado de un trabajo magnífi­co; conoce a fondo el tema del vampirismo y sus conclusiones sobre los Ruthven deben ser correctas. Sin embargo, yo no estoy muy seguro de quién es nuestro adversario; quizá se nos escapa algo importante. Aun teniendo en cuenta todo lo que ha descu­bierto Huree, lord Ruthven no es el único sospechoso; la prueba que ha reunido contra él, aunque de peso, no es concluyente. Necesito tomarme el tiempo necesario y meditar sobre este punto. Hay que tener en cuenta otros factores.

 

1 de la madrugada. Me he quedado trabajando hasta muy tarde en el análisis de las células de la médula ósea. Cuanto más pienso en lord Ruthven, menos probable me parece que haya convertido a Lucy en su presa, aunque no pongo en duda que ella se halla en peligro a causa de su primo; pues recuerdo cómo, la primera vez que lo conocí, olía las ropas de Lucy; es evidente que había olfateado su sangre en aquel vestido. Tam­bién me parece que no cabe ninguna duda de que fue él quien asesinó a Arthur Ruthven; después de todo, lord Ruthven me pi­dió que hallara una curación a su sed de sangre poco después de la muerte de Arthur; psicológicamente, al menos, esta teoría tie­ne todos los visos de ser verdadera. Pero la psicología no funcio­na en el caso de Lucy, porque ella es mi paciente; si lord Ruth­ven requiere mis servicios y a la vez le chupa la sangre a ella, eso sería caer en el engaño y la falsedad. Por extraño que parezca, no lo creo capaz de actuar de ese modo. Soy consciente, desde luego, que esta afirmación carece de toda lógica.

 

La teoría de la culpabilidad de lord Ruthven presenta un se­gundo problema. ¿Por qué imagina Lucy que el intruso es una mujer? Huree ha intentado restarle importancia a esta cuestión. Pero es probable que nuestro adversario sea Haidée. No sabe­mos apenas nada de ella. ¿Cuál es su parentesco con lord Ruth­ven? Y más importante aún: ¿cuál es su parentesco con Lucy? ¿Es de la misma sangre que los Ruthven? Hasta que no tenga­mos las respuestas a estas preguntas, deberemos considerar a Haidée una sospechosa.

 

Y existe todavía otra posibilidad: tal vez nuestro adversario no sea, ni por asomo, lord Ruthven. En Londres viven otros de­predadores. Hembras. Pienso ahora, como hago con mucha fre­cuencia últimamente, en Rotherhithe.

 

24 de agosto. He pasado el día en el laboratorio analizando los leucocitos y las células de la médula ósea. De momento, sin resul­tados. Empiezo a pensar con añoranza en las experiencias, en los momentos de lucidez que tuve en Rothehithe. Me pregunto si merece la pena arriesgarse a ir allí otra vez. Difícil de decidir.

 

He tenido a Lilah en mis pensamientos por otra razón. Esta mañana ha venido Mary Kelly a visitarse. Bien de salud; no pre­senta síntomas de recaída; constantes vitales estables. Una cosa le preocupa, según me dijo: tiene pesadillas muy vividas, tanto que le parecen reales. Sueña que está en la cama en su casa, en Miller's Court, y que oye la voz de una mujer que la llama. Se acerca a la ventana y ve a una negra que está abajo, en la calle. A pesar del gran miedo que siente, ansia locamente obedecer a aquella mujer. Sale de la habitación y persigue a la mujer negra por las calles desiertas; se da cuenta de que se halla en Rother­hithe. La mujer negra la besa y la acaricia con lascivia y, enton­ces, vuelve a cortarle la muñeca sobre un cuenco dorado. La sangre empieza a brotar y a brotar hasta que Mary Kelly se ima­gina que se está ahogando en un mar de sangre. Pugna por des­pertarse y se imagina que lo consigue. Descubre que se halla en una habitación que está a oscuras; en una de las paredes hay un cuadro de una hermosa mujer iluminado por una vela. Anhela, curiosamente, permanecer allí para siempre, entregarse a aque­lla oscuridad que la subyuga. Mas recuerda que yo le había advertido del peligro que la aguardaba en Rotherhithe si sucum­bía a la tentación de ir. Vuelve a luchar por despertarse. Esta vez lo consigue y se da cuenta de que está en una calle desconocida, a veces a más de una milla de su casa. Si lo que me dice es ver­dad, y no tengo ninguna razón para sospechar que me engaña —más bien todo lo contrario—, entonces me habla de un caso excepcional de sonambulismo.

 

Hay dos hechos que me tienen muy preocupado. El primero es que, en un par de ocasiones, Mary Kelly me ha dicho que no soñaba con una mujer negra sino con una europea rubia. Esto es muy inquietante, porque, aunque su descripción de la mujer concuerda en todos los aspectos con la que yo he visto, nunca le hablé a Kelly de ello y, por tanto, es imposible que tuviera cono­cimiento de la existencia de esta mujer rubia.

 

El segundo hecho: me describe, no sólo una mujer, sino tam­bién un lugar que conozco. La habitación, el cuadro iluminado por una vela. Lo he visto, lo conozco, yo mismo he estado tendi­do allí.

 

Es una habitación del almacén de Rotherhithe.

 

25 de agosto. Esta mañana, temprano, me han pedido que fuera urgentemente a Myddleton Street. Westcote estaba arro­dillado junto a su esposa; detrás de él, de pie, Stoker, pálido como el papel. Lucy tenía un aspecto atroz, como antes de la transfusión de sangre; tenía el rostro chupado y quebrado de co­lor. Inmediatamente le he realizado una transfusión de emer­gencia; al igual que la vez anterior, Westcote se quedó extrema­damente débil y la palidez de Lucy mejoró moderadamente. Vi que el cristal de la ventana estaba roto y pedí que me explicaran qué había ocurrido.

 

Stoker estaba de guardia; su turno empezaba a media no­che. Hacia las cuatro de la madrugada sintió unos deseos irre­frenables de dormir. Empezó a deambular por la habitación, pero tampoco esto le sirvió para despejarse; se quedó dormido al momento; tuvo una pesadilla: veía varias escenas inconexas; les acechaba un peligro, alguien intentaba irrumpir en el dormi­torio; se quedaba helado e intentaba liberarse; veía una figura humana tumbada sobre el pecho de Lucy. Le insistí mucho en que me describiera aquella figura. Era una mujer, cuyos ojos le fulguraban debajo del velo que le cubría la cabeza; mientras le chupaba la sangre a Lucy, la abrazaba y la acariciaba.

 

— ¿La acariciaba? —pregunté.

 

Stoker tragó saliva y le lanzó una mirada a Westcote. A pesar de su espesa barba, vi que se había ruborizado.

 

—Eran caricias obscenas —susurró al fin.

 

Asentí.

 

— ¿Está usted seguro, completamente seguro, a pesar del velo que llevaba, de que era una mujer?

 

—Estoy absolutamente seguro de ello —asintió Stoker.

 

El pobre hombre estaba destrozado por un sentimiento de culpa. Le aseguré que no tenía por qué culparse de nada; él no podía saber lo que de verdad ocurría. Stoker asintió; dijo que Huree le había hecho el mismo comentario. Le pregunté dónde estaba Huree, pues me sorprendió no verlo, más por lo visto ha­bía ido, aunque se había marchado en seguida presa de un gran desasosiego.

 

—El profesor vio el medallón, la moneda que Arthur tenía en la mano cuando lo hallaron muerto y que Lucy llevaba puesta. Me la pidió y se la presté; espero que Lucy no ponga ningún in­conveniente. El profesor insistió en que era muy significativa.

 

Qué interesante. Me pregunto qué pista estará siguiendo ahora Huree.

 

Volví a Whitechapel. Descubrí que el grupo sanguíneo de un enfermero era compatible con el de Lucy; fui con él a toda prisa a Myddleton Street. Durante la transfusión Lucy estaba medio despierta y muy intranquila; una vez concluida la operación, se tocaba el cuello, pero no en el lugar donde tenía las heridas sino en la cadena de la que le colgaba la medalla. Se despertó repen­tinamente y quiso saber dónde estaba el colgante; se lo expliqué, mas siguió enfadada y nerviosa. Después, en voz queda pero de­sesperada, una voz que era en realidad un grito silencioso, y sin dejar de dar vueltas y más vueltas en la cama, preguntó dónde estaba su hijo. Le expliqué que Arthur estaba en muy buenas manos, pero quiso saber dónde, y se lo dije. Al oír el nombre de lady Mowberley Lucy suspiró y sonrió, tranquila.

 

—Qué alegría —susurró; después cerró los ojos y se quedó dormida, esta vez más sosegada. Había recobrado el color. La segunda transfusión fue claramente un éxito.

 

Después de la conversación que tuve con Lucy, sentí un de­seo acuciante de ir a ver a lady Mowberley; quise advertirle de lo que había ocurrido aquella noche; Huree estaba convencido de que Arthur no corría ningún peligro y lady Mowberley, aunque la prevenimos del posible peligro, rechazó nuestra protección. Estaba en casa cuando yo llegué; aunque estaba preocupada por la salud de Lucy, me escuchó con extrema tranquilidad y, cuan­do volví a mencionarle la conveniencia de que alguien la prote­giera, se negó a ello. En redondo, además.

 

Le pregunté, al recordar el día que fui a visitarla por primera vez, si había vuelto a ver a la intrusa.

 

Se me quedó mirando fijamente con una imperceptible son­risa en los labios.

 

— ¿Se refiere usted a la amante de mi esposo?

 

Hice un movimiento afirmativo con la cabeza.

 

—Sí, lady Mowberley, la amante de su esposo. —Hice una pausa—. ¿La ha vuelto a ver?

 

Frunció las cejas y casi se estremeció; se levantó del sillón donde estaba sentada y se acercó a la ventana frotándose los brazos como si tuviera frío. Se quedó mirando la calle, abs­traída.

 

—Sí —dijo de pronto—. La he visto.

 

— ¿Cuándo? —pregunté.

 

Volvió la cabeza y me miró.

 

—Anoche —contestó—. No podía conciliar el sueño y estaba aquí, igual que estoy ahora. Vi cómo pasaba por la calle.

 

Con mucha calma, sin querer alarmarla, me acerqué a ella.

 

—Lady Mowberley, ¿recuerda qué hora era cuando la vio? —le pregunté.

 

—Sí, desde luego que lo recuerdo —repuso; volvió a mirar la calle—. Lo recuerdo perfectamente. Miré el reloj: eran las cua­tro menos veinte.

 

26 de agosto. Tenía que ir. Anoche, al cabo de una hora de terminar el diario, me arrellané en un sillón y estuve meditando sobre las distintas pruebas que hemos recogido. Vi con claridad, y sigo viéndolo ahora, que debemos centrar nuestra investiga­ción en Rotherhithe. Pero sigue habiendo detalles que escapan a mi comprensión. Es muy frustrante constatar que hay piezas de este rompecabezas que no consigo encajar y saber que, si vie­ra la construcción terminada, me parecería todo muy simple. Anoche la situación me parecía muy clara: todas las pruebas apuntaban a Lilah; y supongo que sigo pensando lo mismo, aunque tal vez ahora esté menos seguro de ello. Es preciso que hable con Huree. Me ha dejado una carta de lo más intrigante sobre el escritorio. Su estilo es un poquitín florido y es evidente que la escribió en un estado de sobreexcitación, pero a pesar de todo parece que tiene más claro quién es Lilah. Luego iré a ver­lo. Primero, sin embargo, tengo que grabar lo que ocurrió ano­che, aunque no sé si lo recordaré todo.

 

Me abrió la puerta Sarmistha, la criada india. Estaba en los huesos; el vestido le quedaba holgado y su expresión era de ab­yecto terror. Intenté interrogarla mas no me dijo nada; se cubrió la cara con las manos y subió las escaleras apresuradamente. Me llevó al invernáculo, en el que Lilah y Suzette estaban jugan­do al ajedrez. Las dos me miraron al ir yo a su encuentro. Lilah le lanzó una mirada a Suzette y vi que sonreía.

 

Me quedé allí, delante de ella, en silencio, durante unos se­gundos, que se me hicieron eternos. Quizá lo fueron. Me pregun­taba qué iba a decir. Suzette me miraba con su cara solemne; Li­lah, por el contrario, seguía sonriendo. Tragué saliva y me sentí de pronto muy ridículo; a continuación aquellas dos mujeres me inspiraron rabia, una rabia feroz. Me puse a temblar; apreté fuer­te los puños; no iba a dejar que las emociones me desbordaran.

 

— ¿Sois vampiras? —pregunté con toda la calma que pude—. ¿O algo peor? Decídmelo. ¿Qué hacéis en Londres? ¿Qué que­réis de mí y de mis amigos?

 

Lilah le echó una mirada a Sarmistha y a renglón seguido a Suzette.

 

—Me parece que está muy cerca, querida. —Movió una pie­za—. Jaque —dijo.

 

Suzette seguía escudriñándome con la misma solemnidad de antes.

 

— ¿Por qué, doctor Eliot? —Preguntó al fin—. ¿Qué ha he­cho Lilah, según usted?

 

Di un paso hacia adelante, pugnando por controlar mi acce­so de cólera y de miedo.

 

—Lucy Westcote está muñéndose —dije—. Una criatura... un monstruo... la está desangrando.

 

Suzette ni siquiera pestañeó.

 

— ¿Y qué? —preguntó.

 

—Han visto cómo una mujer le chupaba la sangre del cuello.

 

— ¿Y qué?

 

—Lo sabes muy bien.

 

Suzette sonrió entonces; miró a Lilah y luego se quedó mi­rando el tablero de ajedrez.

 

—Qué triste —susurró como si hablara para ella misma—. Yo diría que no está tan cerca. —Movió una pieza y cogió el rey de Lilah—. Qué decepcionante. —Clavó sus ojos en Lilah—. Me parece que he vuelto a ganar.

 

Lilah miró el tablero y se echó a reír; a continuación tiró las piezas que quedaban en él con la mano. Se levantó, se ajustó el vestido con una gracia y una elegancia tales que sentí que rena­cía mi deseo, centrado en aquel simple gesto; volví a sucumbir, supe que no tenía armas para resistirme y que la seguiría adon­dequiera que fuese. Me cogió del brazo.

 

—Ven conmigo —murmuró—. Ven conmigo para siempre.

 

Sentí algo que nunca había comprendido antes de conocer­la: lo terrible e insondable que puede llegar a ser la belleza feme­nina, lo peligrosa y única que es, porque nada, absolutamente nada, puede parangonarse con ella. Supe que, si ella lo deseaba, yo jamás la dejaría. Me agarré a su brazo como si quisiera estar siempre abrazado a ella.

 

—Yo no soy la que ha estado bebiendo la sangre de tu amiga. Yo no necesito la sangre de nadie —me dijo en voz queda—. Me crees, ¿verdad, Jack? —Me besó y yo sentí que me disolvía en sus labios—. Me crees, ¿verdad?

 

Pues claro que la creí. Me apretujé contra ella y sentí sus pe­chos suaves en mi costado y aspiré el perfume de su piel, íba­mos andando. Ante nosotros, se extendía un largo y oscuro pa­sadizo. A nuestro alrededor, había animales y sobrevolando nuestras cabezas, pájaros. Recordé que había estado en aquel sitio una vez, cuando Suzette se fue corriendo y nos dejó solos a los dos por primera vez. Y en aquel momento también estába­mos solos, pero éramos nosotros quienes recorríamos el pasadi­zo. Llegamos a una puerta, que Lilah abrió. La cama con el do­sel carmesí nos estaba esperando...

 

Volví a despertarme desnudo y solo, como la vez anterior. La habitación estaba a oscuras; debajo del cuadro que colgaba de la pared ardía una vela. Me vestí y salí de la habitación; Sar­mistha estaba esperando fuera con mi gabán en el brazo. Me lo dio y se fue volando, y, aunque la seguí, desapareció en la oscu­ridad. Salí del almacén y me di cuenta de que había pasado un día entero allí. Pero estaba sano y salvo. Ileso. Ir allí había sido peligroso. Si Huree tiene, aunque sólo sea a medias, razón, ¡qué peligroso había sido ir!

 

Y sin embargo... sigo oyendo sus palabras en mi oído, en mi cerebro. «No soy yo quien ha estado bebiendo la sangre de tu amiga. Yo no necesito la sangre de nadie. Me crees, ¿verdad, Jack?» Sí, y sigo creyéndola. ¿Por qué? ¿Puede haber alguna ra­zón que no sea mi amor obsesivo por ella? ¿Puede haber alguna razón? Necesito pensar. Necesito poner orden en mi cabeza.

 

Ahora iré a ver a Huree. Tendrá mucho que contarme. Me llevaré su carta y la leeré en el coche. No puedo descartar nada sin antes meditarlo bien.

 


Date: 2015-12-17; view: 527


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Diario del doctor Eliot. | Carta del profesor Huree Jyoti Navalkar al doctor John Eliot.
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