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Diario del doctor Eliot.

 

 

9 de agosto. Una mañana frustrante. Cogí un coche de caba­llos y me fui a Coldlair Lane, pero la tienda de Polidori estaba cerrada y no había señales de vida en el interior, estaba total­mente a oscuras. En la puerta habían pegado un papel donde se leía: «Cerrado por circunstancias imprevistas. En cuanto regrese, volveré a abrir el negocio». Huree cogió esta hoja de papel con mal disimulada satisfacción y se la metió en el bolsillo. Yo no sé qué valor atribuirle. Soy consciente de lo útil que puede resultar la ciencia de la grafología en la detectación de pruebas para los criminalistas; mas, en el caso de Polidori, dudo mucho de que su letra nos aporte información que no tengamos ya. Desde luego, puede que Huree quiera el papel para otra cosa, mas es reacio a hacerme partícipe de sus ideas.

 

He buscado la entrada del almacén, pero no la hallé. A nin­guno de los dos, me parece, nos sorprendió demasiado este he­cho. Regresé a Whitechapel. Es preciso que esta tarde me ponga a trabajar en el caso.

 

05.00 horas. He tenido un sueño muy extraño y me he des­pertado. Me quedé dormido en el escritorio, mientras trabajaba, cosa de lo más infrecuente en mí. Soñé que estaba en la India, en la cúpula del templo de Kalikshutra. Veía llamas ardiendo y cadáveres diseminados por todas partes, mas reinaba un silen­cio sepulcral y por lo visto yo era la única persona viva en aquel lugar. Yo tenía que curar a los muertos y devolverles la vida. Era absolutamente apremiante que lo hiciera, aunque se me escapa­ba la razón, pero, precisamente por ello, la sensación era muy real. Más no podía hacerlo. Por más que trabajara, no conseguía devolverles la vida. Empecé a diseccionar los cuerpos, al princi­pio con un escalpelo y después con mis propias manos. Lucy es­taba entre los muertos, y también Huree y todas las personas que conozco; yo les abría los vientres, exploraba sus órganos, que rasgaba, urgido por un afán desesperado de devolverles la vida. Ponía todo perdido y resbalaba entre la sangre y las entrañas que yo mismo había extraído. Intentaba limpiarme, incluso cuando seguía diseccionando, pero estaba demasiado mancha­do de sangre y no podía quitármela. Estaba nadando en sangre. Y me sumergía en ella, me ahogaba... No podía respirar. Pensa­ba que estaba muerto.

 

Abría los ojos y veía a Lilah frente a mí. Estaba desnuda; te­ma los labios muy encarnados y resultaban horriblemente crue­les; los ojos negros le brillaban bajo los párpados caídos; su be­lleza era irreal y, sin embargo, allí estaba, era tangible; era una belleza que parecía extraída de las pasiones masculinas más fantásticas, de los sueños más exquisitos, de los deseos del mun­do, y, a pesar de todo, era algo más y, por ello mismo, había en ella algo marchito y corrupto. Al comprenderlo, la deseaba todavía más; daba un paso hacia adelante y ella me estrechaba en­tre sus brazos. Sé de sobra que estoy escribiendo disparates; pero en aquel momento lo sentía sinceramente, e incluso ahora, cuando cierro los ojos, también experimento lo mismo. Ella me besaba y mi mente se expandía y se expandía, y todos los secre­tos, todos los misterios que me habían atormentado hasta aquel momento, dejaban de serlo: los veía, se me revelaban. Sentía que iba a despertarme. Yo luchaba por seguir dormido, pues an­helaba la plenitud que sabía que estaba a punto de alcanzar si seguía soñando. La plenitud estaba allí, la veía, era una luz dis­tante y diminuta, pero cuando yo me acercaba me daba cuenta de que llegar a ella equivalía a despertarme, a abandonar los brazos de Lilah y a volver a ser yo. Alargaba el brazo para tocar­la y abrí los ojos. Estaba sentado a mi escritorio, desplomado en mi asiento. Y estaba solo.



 

Como he dicho, es un sueño muy extraño.

 

16.00 horas. Sigo distraído. No sé qué me pasa. Me parece inútil seguir trabajando en este estado de ánimo. Quizá debería ir a ver a Lilah.

 

11 de agosto. Ha estado dos noches en Rotherhithe. Me pare­ce imposible; soy médico y siempre he sido muy puntual; y, sin embargo, cuando estoy con Lilah es evidente que pierdo la no­ción del tiempo; pasaban las horas allí y yo sin darme cuenta. Al regresar a Hanbury Street Huree estaba esperándome; dice que está muy preocupado por la creciente influencia que tiene Lilah sobre mí. Yo lo entiendo, mas no acabo de creer que su preocu­pación esté justificada. Que el tiempo se detenga, por ejemplo; yo no veo en ello ningún indicio de una influencia nociva sino una señal de que voy por buen camino, de que he superado los límites de la observación empírica directa para alcanzar un gra­do de conocimiento que abre un sinfín de puertas; a la fuerza acabará por demostrarse su enorme valor. Huree puede ser de otra opinión, pero creo que el adelanto que realizo justifica to­dos los riesgos.

 

De hecho, tengo la impresión de que he entrevisto posibili­dades muy reales, sin que, aparentemente, me amenace ningún peligro. Lilah parecía que estuviera casi esperándome cuando llegué. Estaba sentada en un banco en el invernáculo; Suzette estaba con ella, dibujando en un libro; al oír mis pasos levantó la vista y me enseñó las páginas por las que tenía abierto el libro. En cada una de ellas había un sinfín de líneas; el primero era un dibujo de una complejidad y belleza notables, el segun­do era más simple y tosco.

 

— ¿Cuál prefiere? —preguntó Suzette. Yo le señalé el prime­ro y ella sonrió—. Éste lo he hecho yo —dijo—. Así que gano. Es que hemos organizado una competición, ¿sabe?

 

— ¿Quiénes?

 

—Yo y mi aya.

 

— ¿Tu aya?

 

Suzette extendió el brazo; yo miré al lugar donde ella me es­taba indicando y vi que en la sombra había una joven india muy rolliza que sostenía una bandeja de dulces y bebidas. Al ver que yo la miraba, dio un respingo y bajó la cabeza. Le lancé una mi­rada interrogativa a Lilah.

 

—Seguí el consejo de George —me explicó Lilah con los ojos fulgurantes—. Suzette ya tiene niñera.

 

—Es estúpida —comentó Suzette.

 

—No se le pide otra cosa —repuso Lilah—. Sólo tiene que cui­darte. Creo que George utilizó una vez la expresión «trabajo de mujeres» para referirse a lo que debe hacer una niñera. —Lilah habló con mucha parsimonia. Después estiró los brazos y le hizo una señas a la muchacha india con indolencia—. Sarmistha.

 

La joven dejó la bandeja y se acercó a Lilah a toda prisa, como si estuviera muy asustada. Lilah le ordenó que acostara a Suzette. La niña fue a abrir la boca para protestar mas Lilah la hizo callar con una simple mirada. El aya tendió el brazo para que Suzette le diera mano, pero la niña fijó sus ojos en ella, mi­rándola con una malevolencia impropia de una criatura de su edad; era una mirada, en efecto, ilimitadamente fría y carente de sentimientos; después le cogió la mano a su aya y dejó que se la llevara. La niñera miró hacia atrás por encima del hombro. Se cubrió la cabeza con el sari, como si le avergonzara que yo la viera. Finalmente desaparecieron las dos por la puerta del inver­náculo.

 

Le pregunté a Lilah si había visto a George. Se encogió de hombros y dijo que le habían llegado rumores de que estaba en­fermo; ahora que el proyecto de ley ha sido aprobado no parece importarle mucho George. Al recordar la frágil salud de mi ami­go, y el miedo que me causaba su estado, le hablé de mi investiga­ción y le comenté que estaba dispuesto a trabajar de nuevo con lord Ruthven. Estas noticias la intrigaron mucho; por lo visto, lord Ruthven la tiene fascinada, aunque afirma que no lo conoce; es indudable que Polidori le habrá contado historias. Insistí so­bre este punto, mas Lilah se mostró reacia a hablar de ello; se las apañó para dar un giro a nuestra conversación al preguntarme sobre mi trabajo. Y yo hablé... bueno... la verdad es que no sé cuántas horas estuve hablando. Nos fuimos del invernáculo y su­bimos las escaleras que llevan a la cúpula de cristal, donde estuvi­mos contemplando las estrellas. Aquella vista parecía facilitar y dilatar todavía más la conversación. Encarrilé mis pensamientos por un camino que me pareció muy sugestivo: ¿qué ocurriría si las órdenes que contienen las células pudieran ser identificadas, modificadas y reescritas? Se llegaría así nada menos que a cam­biar el orden según el cual está construida la vida. Quizá sea inal­canzable; mas cuando estoy sentado allí es lo que pienso. Y cuan­do le hablo de esto a Lilah, todo se vuelve perfectamente realizable; mi mente está viva y mis ideas, llenas de vigor.

 

Recuerdo concretamente una cosa que me dijo, una cosa que tanto Suzette como Huree también me habían dicho a su mane­ra: la comprensión de la realidad no pertenece exclusivamente a la conciencia. La razón es por sí misma insuficiente; es preciso entregarse a lo que existe fuera de ella, es preciso liberarse y le­vantar el vuelo. Al lado de Lilah soy capaz de experimentarlo; pero cuando no estoy con ella, me es imposible. Cuando la veo, la observo, escucho sus pensamientos, soy consciente de que me aguardan realidades insospechadas.

 

Pero ¿cuál es el precio que hay que pagar por ello? ¿Qué co­sas es necesario que comprenda antes de decidir embarcarme en un viaje que sé que me llevará muy lejos?

 

12 de agosto. Lord Ruthven nos recibirá; Huree solicitó verlo y yo lo requerí. Creo que, a estas alturas de mi investigación, es evidente que el concepto de patología celular de Virshow es en esencia correcto; no hay, fuera de la célula, ningún elemento morfológico en el que se manifieste la vida. De esto se despren­de que debo concentrarme, en mi análisis de la enfermedad de lord Ruthven, en la médula ósea, a fin de averiguar si la produc­ción de células está afectada, y si lo está, definir cómo. Sospe­cho que se trata de algún tipo de cáncer que muta los glóbulos blancos, cuyo origen y cuya curación, desde luego, es imposible, de momento, adivinar.

 

13 de agosto. Esta tarde he ido a ver, acompañado de Huree, a lord Ruthven. No nos molestamos en camuflar a Huree, cuyas obras había leído lord Ruthven, que no protestó cuando se lo pre­senté. Sin embargo, se nos advirtió que mantuviéramos en secre­to lo que nos iba revelar y lo que ya me había revelado a mí. Aun­que no lo dijo con palabras, lo dio a entender. Ambos, tanto Huree como yo, como descubrimos más tarde al hablar de ello, nos vimos a nosotros mismos con cortes profundos en el cuello y con las lenguas colgando de las heridas abiertas. Llegamos a la conclusión de que había despertado estas imágenes en nosotros gracias a su notable capacidad de comunicarse telepáticamente. Lord Ruthven aceptó en seguida someterse a la operación que yo le propuse. Con un ademán de la mano, rechazó que lo anestesiara; se tumbó encima de una mesa y al cabo de unos se­gundos los ojos empezaron a nublársele hasta que perdió el cono­cimiento; aunque traté de cerrarle los párpados, no lo conseguí. Al principio me sentía incómodo y cuando tuve que cortarle el mús­culo que recubre el hueso de la cadera no daba crédito a mis ojos: no dio ni una muestra de dolor. Cuando separé el tejido y perforé el hueso para extraer la médula, el paciente permaneció inmóvil y la operación se desarrolló sin dificultades. En los próximos días analizaré la muestra de la médula ósea. Lord Ruthven, al desper­tar de lo que sólo puedo describir como autohipnosis, seguía sin sentir dolor alguno. Me es fácil adivinar que está ansioso por sa­ber los resultados, aunque me insistió repetidamente y me orde­nó que no me precipitara. Espero que su fe esté justificada; yo no estoy muy seguro de conseguir gran cosa. Los problemas para hallar una curación me parecen invencibles. Únicamente me cabe esperar que me vuelva la inspiración.

 

Huree, por el contrarío, rebosa confianza en sí mismo. Está claro que haber observado a lord Ruthven le ha servido para ver confirmada alguna teoría que no me ha comunicado. Le pedí que me diera una explicación pero sacudió la cabeza. Me dijo que desea estar seguro y que todavía tiene que realizar ciertas inves­tigaciones. Inmediatamente, cambió de tema; me preguntó si había leído poesía a lo largo de mi vida.

 

—No —repuse—. ¿Por qué?

 

Huree se encogió de hombros, sonrió e inclinó la cabeza.

 

—Es una lástima —dijo; pero no quiso añadir nada más.

 

Poesía. El comentario de Huree no puede ser gratuito. Pero, de momento, se me escapa la razón por la que me ha hecho esta pregunta. ¿Qué relación puede tener la poesía con el caso que estoy investigando?

 

 


Date: 2015-12-17; view: 603


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