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Carta de sir George Mowberley al doctor John Eliot.

 

 

India Office, Whitehall, Londres

 

1 de mayo de 1888 Querido Jack:

 

Eres un pelma. Guárdate siempre de los hombres delgados e inteligentes. ¿Quién dijo esto? Shakespeare probablemente, como siempre; y, si no lo dijo, debió haberlo dicho. Porque gracias a ti, Jack Eliot, estoy metido en un buen lío, entre una cosa y otra. No sólo me heristeis la pierna, sino que además habéis dado a cono­cer mis aventuras amorosas. Rosamund está muy enojada y mo­lesta conmigo; bueno, digo que está enojada, pero en realidad no lo está, porque la verdad es que ha reaccionado estupendamente. De hecho, chez Mowberley se ha convertido en un lugar donde sólo se oyen palabras de comprensión y de perdón, y eso dice mu­cho en favor de Rosa, que ha demostrado ser muy sensata, porque, en resumidas cuentas, el hecho es bien simple, ¿no es cierto? Los hombres tenemos unas necesidades que las mujeres no tienen. Tú eres científico, Jack, y me darás la razón en esto. Por todos los san­tos, es un hecho biológico. Las mujeres se ocupan del alimento y de la casa, los hombres salen y se abren camino. Esto es lo que yo he estado haciendo, he luchado por abrirme camino. Sé que he sido un cerdo, un auténtico cerdo, pero, y pongo a Dios por testi­go, en aquel momento no me lo pareció.

 

Sé que es difícil explicártelo, porque tú eres un sangre de hor­chata y nunca has tenido tiempo para el sexo débil, pero estos últimos meses he vivido hechizado, atontado y completamente embru­jado. No te preocupes, Jack, no estoy enfadado contigo por haberlo estropeado todo, porque sé que me has hecho un gran favor y te estoy muy agradecido, de veras que lo estoy, el matrimonio es una unión sagrada y toda esta sarta de mentiras; con todo me gustaría, si pue­do, hacer un esfuerzo por explicarte lo que ha pasado; no quiero que pienses de mí que soy un perfecto cretino. ¡Maldita sea! ¿Quién es ahora? Acaba de entrar un funcionario, diciendo que el asunto es importante y oficial. ¡Que se vaya al diablo! Tengo que dejarte.

 

Más tarde. Bueno, ya está todo solucionado. O no, qué más da, porque en realidad, entre tú y yo, Jack, todos estos detalles bu­rocráticos nimios me dejan frío; yo no soy de los que pierden el tiempo en futilidades, qué quieres, yo tengo una visión más am­plia de las cosas. Al fin y al cabo, por eso estoy donde estoy; los de­talles los dejo para los funcionarios y oficinistas, para los chupa­tintas, ¿comprendes? Fue Lilah quien me lo hizo ver claro. Me imagino que te habrán dicho que trabajo en un importante pro­yecto de ley y que el futuro del Imperio está en juego, etcétera, etcé­tera; aunque lo mantienen todo en secreto, es un secreto a voces. ¿Acierto? Seguro que Rosa te lo contó. En cualquier caso, es un asunto endiabladamente complejo, y antes de conocer a Lilah an­daba yo muy perdido y agobiado, pero ahora lo tengo todo bien controlado. Tres hurras para mí por haberlo solucionado. He cau­sado mucha impresión, aunque esté feo que lo diga yo. En reali­dad, la política ha resultado ser algo muy divertido, ¿sabes? Me asombra que alguna vez la considerara una profesión ardua. Per­dona, Jack, he perdido el hilo. ¿Por dónde iba? Ah, sí, te quería ha­blar de Lilah, de cómo empezó mi relación con ella.



 

Por extraño que parezca, fue todo culpa de Rosamund. Bueno, culpa, lo que se dice culpa, no fue, por supuesto, pero ella insistió mucho en unas joyas que había visto en el escaparate de Headley's. Ya sabes como son las mujeres, en cuanto se les mete una cosa en la cabeza no hay quien las haga cambiar de idea. Y, en­tonces, empezaron las dificultades, porque las dichosas joyas eran, me parece, indias y sólo se podían comprar en Rotherhithe. ¡Rotherhithe! Un sitio en el que ningún caballero desea ser visto. Pero como a Rosa le hacen tanta ilusión que hasta se molesta con­migo, y como al cabo de pocos días es su cumpleaños, y como yo me dejo llevar por las alas del amor y todas esas memeces, pues me voy a Rotherhithe, un lugar de mala muerte. Horrible, nunca ha­bía visto nada parecido. ¿Cómo puede la gente irse a vivir a un lugar como Rotherhithe? A mí me parece increíble. El caso es que, igual que un caballero enamorado en busca de un tesoro que me conducirá a la amada, me pongo en camino y, andando con mu­cho tiento de no pisar puntas de nabos y excrementos, llego a la tienda, entro, llamo a la puerta hasta que despierto al propietario, le pido las joyas y ¿a que no sabes qué ocurre? Pues que me infor­ma, con extrema frialdad, que acaba de venderlas.

 

Puedes imaginarte la gracia que me hizo. Le dije que estaba muy disgustado. Me dije a mí mismo: Rosa tendrá que contentarse con otro regalo, qué caray. Ya he perdido mucho tiempo con las di­chosas joyas; ahí afuera hay un Imperio y hay que dirigirlo, porque las cosas no se hacen solas. De modo que salgo de la tienda hecho una furia, o mejor dicho, cuando estoy a punto de salir, resulta que tengo un golpe de suerte. La puerta de la tienda se abre y aparece una mujer. Una mujer estupenda, Jack, una beldad impresionan­te. Jamás había visto a una mujer tan hermosa. Elegantísima, exó­tica, ropas y complementos carísimos, nada que ver con las cur­silonas y remilgadas señoritas inglesas. Tiene el pelo negro, los labios encarnados, todo lo que hay que tener. Pero no puedo hacer­le justicia, ni remotamente, porque tendría que haber nacido poe­ta, y yo no soy poeta, Jack, no estoy dotado para las descripciones. Lo único que puedo decirte es que si la vieras, hasta tú, Jack, te vol­verías a mirarla. Me embrujó; ¿qué más puedo decirte? Contem­plarla fue como caer derrotado por un hechizo. Y la contemplé, vive Dios que la contemplé. De pronto era primavera y había pája­ros azules de la felicidad cantando y todo lo que tenía que haber. Ocurre que, cuando hay pájaros azules de la felicidad cantan­do, no te haces el remolón. Resulta que los dos, muy acaramela­dos y prendados, nos pusimos a charlar, yo muy galante y ella muy tímida, aunque me fue fácil ver detrás de su timidez un sí invitador y supe que estaba de suerte. No es que me hubiese olvida­do de Rosa —la sigo queriendo y todo eso, qué caramba—, pero, como ya te he dicho, era superior a mí. Era como si el destino hubiera puesto a aquella beldad en mi camino, porque de pronto aparece inesperadamente el propietario de la tienda y resulta que es ella quien compró las joyas; al enterarse de que yo las quiero, me las ofrece; yo pongo un precio y todo va de maravilla. Su ca­rruaje está esperando afuera. Subo a él con ella y nos vamos a su residencia, que no está muy lejos de la tienda y es... bueno... ya has estado allí, Jack, en aquel lugar impresionante. No es de mi gusto, como comprenderás; es demasiado ostentoso y extravagante, pero es que ella es de un país extranjero, y está acostumbrada a otro cli­ma, así que no es culpa suya; me imagino que en su tierra los edu­can para este tipo de extravagancias.

 

El caso es que me invita a sentarme y trae las joyas; los sirvien­tes no dejan de entrar y salir, de traerme cojines y champán y sabe Dios qué más, y yo me siento, en resumidas cuentas, como un déspota oriental. Me digo que tengo que irme de allí, pero en reali­dad no lo deseo; simplemente no puedo moverme y de repente, sin saber cómo, la tengo en mis brazos y la poseo sobre los cojines y es como si entrara en el paraíso, porque nunca he conocido a una mujer tan perfecta, que se mueva como se mueve ella y que haga las cosas como ella las hace. Perdona que te dé detalles, chico, pero es importante que comprendas el efecto que tuvo sobre mí y, por lo demás, tú eres médico y ya sabes de qué te estoy hablando. Es el paraíso, Jack; lo que ella me da es el paraíso. Así se lo dije a ella una y otra vez; ella se rió y me dijo que el cielo de los musul­manes estaba lleno de mujeres en la flor de la edad, pero que éste no era el caso, por lo que ella sabía, del cielo de los cristianos. Le dije que yo estaba dispuesto a convertirme al islam sin pensárme­lo dos veces. Ella aceptó esta propuesta con mucha solemnidad.

 

El concepto básico del islam es la sumisión —me dijo—. A partir de este momento yo seré tu religión. Primero deberás so­meterte a mí.

 

Qué encantadoras son las mujeres, ¿verdad?, con sus caprichitos y sus maneras de conseguir lo que quieren. Fue un éxito, porque como recompensa por mi sumisión me permitió volver a entrar en el paraíso, donde permanecí la noche entera y todo el día siguiente. ¡Es una mujer maravillosa, Jack! ¡Maravillosa!

 

Pero no quiero que pienses que fue sólo lujuria animal y eso. También hablamos y hasta su voz era mágica. La verdad es que hubiera podido quedarme allí sentado la noche entera escuchán­dola; de hecho, ahora que lo pienso, eso es lo que hice en realidad. Tiene un nombre extranjero imposible de pronunciar y cuando yo intenté decirlo fue de pena, de modo que optamos por Lilah, por conveniencia. Dijo que era una comerciante del Extremo Oriente, y eso explica que viva cerca de los muelles, pero, ¿sabes, Jack?, cuando añadió que era de sangre azul no me sorprendió lo más mínimo, si es que entiendes lo que quiero decirte. Quise averiguar de dónde le venía la sangre azul, pero lo único que hizo fue reírse y decir que su patria era el mundo entero. Yo diría que es de la India o de Arabia; de algún país tórrido, en cualquier caso, donde tienen una piel no tan pálida como la nuestra y pasiones muchísimo más ardientes. Es imponente, altiva y soberbia, Jack, como no te puedes ni figurar, y a los sirvientes, al menos, les impone, muy há­bilmente, una férrea disciplina. A mí, en cambio, y espero que te agradará oírlo, me adora y me obedece como una perfecta esclava. Es de lo más halagador, como puedes imaginarte. Ha visto en mí, eso es evidente, algo que la atrae; tal vez sea la autoridad natural que despierta un político, un hombre público. Te vas a reír, Jack, y pensarás que soy un jactancioso empedernido, pero estoy hablan­do de algo que ocurre todos los días: los personajes nacionales im­portantes, como soy yo, deben desprender un aura que es el aura del poder. Estoy seguro que a Lilah lo que le atrae de mí es esto, pues, al fin y al cabo es sólo una mujer, y extranjera, además, mientras que yo soy ministro del gobierno de Su Majestad. Por en­cima de todo, Jack —y de esto me enorgullezcotengo un título nobiliario, pertenezco a la nobleza inglesa, y ¿qué chica extranjera puede pretender rivalizar con semejante superioridad? Al fin y al cabo, tengo el derecho, por nacimiento, de ordenar y de mandar. Creo que Lilah se limita a reconocerlo.

 

Y de hecho, no sabría decir cómo, ha sido ella quien me lo ha hecho comprender. Es muy extraño; antes de conocerla yo no era una persona que me confiara con facilidad a nadie; en cambio, ahora, como sabrás, se baraja mi nombre para el cargo de minis­tro de Asuntos Exteriores. ¡Yo, George Mowberley, de quien tanto os reíais tú y Arthur Ruthven, yo, el futuro ministro de Asuntos Exteriores! Bueno, Jack, yo soy el que se ríe el último, pues he des­cubierto que tengo un talento del que antes era sólo consciente a medias, y, en cierto sentido, supongo que se lo debo a Lilah. No me refiero a que ella me aconseje sobre política, ni que me dé su parecer, ni nada por el estilo; algo así sería enteramente ridículo, pues por inteligente que sea Lilah, no por ello deja de ser una mu­jer. Y sin embargo, ¿sabes, Jack?, quizá sea el hecho de que es una mujer lo que tanto me ha ayudado, pues, aunque no entienda de diplomacia ni de política, a pesar de todo escucha mis explica­ciones con una concentración tierna y cariñosa, y es maravilloso cómo se empapa de todo lo que le digo. Cuando hablo con Lilah, siento que tengo la cabeza mucho más despejada y que pienso con una lucidez antes desconocida; los problemas dejan de serlo y en mi mente se agolpan ideas y soluciones. No te burles de mí, Jack. Sé que éste es tu deporte favorito, pero antes de hacerlo pregúntate sólo por qué el proyecto de ley que yo he presentado ha tenido una acogida tan favorable. Antes de conocerá Lilah, no sabes cuántos problemas me causaba; me parece que ya te lo comenté. En reali­dad, esta confesión no debió sorprenderte mucho porque a tus ojos siempre he sido una calamidad. ¡No lo niegues! Pero puedo asegurarte, Jack, que hace mucho tiempo que ya no soy ninguna calamidad, y lo que es más: no me avergüenza decírtelo. Sí, desde que conocí a Lilah, hará unos meses, no sólo no soy ninguna nu­lidad sino que mis logros han causado sensación en el gobierno. ¿Te percataste de ello? ¿Sabes que en la prensa se me llama «una estrella rutilante»? ¡A mí! ¡Que tengo sólo treinta años! ¿Habías oído alguna vez algo parecido? ¿Os llamaron alguna vez a ti o a Arthur «estrellas rutilantes»? Me parece que no. Y, sin embargo, sin Lilah, ¿quién sabe?, quizá hubiera abandonado todo sin pen­sármelo.

 

Ahora puedes ver lo importante que ha sido para mí. Al princi­pio le dije a Rosamund que mis ausencias se debían a la presión a la que me veía sometido a causa del trabajo. Bueno, Jack, pues es la pura verdad. Admito, de todas maneras, que no es toda la ver­dad, pero es verdad al fin y al cabo. Rindo muchísimo más cuan­do estoy con Lilah. Esto es así. Y recuerda que no es sólo mi carre­ra lo que está en juego sino nada menos que el futuro del Imperio británico. Figúrate. Así que no tenía otra alternativa, Jack. Me lle­vaba los documentos a Rotherhithe. Allí fue donde empecé a tra­bajar en el proyecto de ley. Poco a poco, Lilah fue haciéndose cada día más indispensable. Una hora con ella equivalía a un día de trabajo en cualquier otra parte. Naturalmente, antes de las vaca­ciones de Semana Santa no podía ir a verla más que por las no­ches sin correr riesgos, pero una vez suspendidos los plenos del Parlamento me largué en seguida para pasar unos días con ella. Claro, sé que me vas a preguntar en tu tono de voz desconfiado —para ti siempre hay pensar lo peor, ¿verdad?—: ¿Ya qué me he dedicado todo este tiempo? No negaré, Jack, que había también los momentos de placer carnal. Qué caramba, es una criatura ab­solutamente cautivadora. Es bellísima y adorable. ¡Por el amor de Dios, Jack, tienes que comprenderlo! Pero entre juerga y juerga también trabajaba, y lo que es más: trabajaba mucho y bien. Lo puedo demostrar. ¿Recuerdas el personaje que vio Rosa? Era yo, ataviado de sultán. La verdad es que nunca habría entrado en mi despacho si no hubiera necesitado los documentos que tenía guar­dados en un archivador. Ni siquiera fue la primera vez que iba. Con anterioridad, había entrado en casa, pero Rosa no oyó nada porque me cuidé de que tomara somníferos. Ahora me doy cuenta de que me comporté como un imbécil, pero era todo tan complica­do, Jack, tan endiabladamente complicado, que pensé que si Rosamund me descubría eso no haría más que empeorar las cosas. De todos modos, el plan se le ocurrió a Lilah; ella tenía, entre sus múltiples mercancías, droga y no sé cómo me dejé convencer. Es impresionante lo que consigue hacer de mí; a veces me pregunto, medio en serio medio en broma, si no me habrá hipnotizado.

 

Siguiendo con el tema de Lilah: el que yo me disfrazara de ne­grito también fue idea suya. Sé la facha que debía de tener, pero al menos no creo que nadie me reconociera. Bueno, en un momento dado tú sí me reconociste, pero nadie más lo hizo, ni siquiera Lucy y Rosamund. La verdad es que salíamos bastante; a Lilah le gusta­ba hacer viajecitos a Londres y por eso alquilamos el piso encima de la joyería de Headley; era nuestra base desde la cual hacíamos nuestras incursiones al centro de la ciudad. Allí era donde me dis­frazaba para poder hacer mi gran papel de sultán, ¿comprendes? Yo no me maquillaba, eso era especialidad de Lilah. Nunca supe con qué me embadurnaba, pero fuera lo que fuera era algo de lo más efectivo, yo parecía otro. Me oscurecía la tez y al mismo tiem­po hacía que me brillara; mi rostro cambiaba tanto que parecía el de otra persona. Muy extraño. Me miraba al espejo y me asustaba. Cada vez que le preguntaba a Lilah con qué me untaba la cara, sonreía y desviaba la mirada y, si yo insistía, se ponía en plan mís­tico oriental. «No levantes el velo» y todas estas historias de Las Mil y Una Noches. De hecho, Jack, llegué a preguntarme si el ma­quillaje no sería sangre, porque era líquido, muy rojo y viscoso, y además olía a carne cruda. No era sangre, por supuesto, pero cuando Lucy me vio detrás de la ventana creyó que era sangre, así que tiene un gran parecido con ella. Aquello fue espantoso. ¿Te imaginas? Yo estaba en mi piso de adúltero, miro por la ventana y ¿a quién veo? A mi pupila, que me está mirando desde la acera. Peliagudo, ¿no? Por fortuna Lilah estaba al tanto. Me pasa un tra­po empapado por la cara y yo miro a Lucy horrorizado; después subí las escaleras volando. Aguardo en el rellano mientras Lucy y un agente medio idiota entran en el piso y Lucy se pone a gritar que ha visto cómo me asesinaban y a buscar mi cadáver. Y el su­sodicho cadáver está desternillándose de risa. Ya me conoces, Jack, para mí la vida es un juego, y además tenía verdaderos de­seos de volver a ver a Lucy, de modo que me arriesgué a bajar las escaleras con todo el sigilo del mundo y esperé en la calle; luego volví a subir y entré en el piso. ¡Lo más divertido fue que, aunque Lilah sólo me había pasado el trapo empapado de maquillaje por la cara sin ningún cuidado, Lucy no me reconoció! ¡De hecho, le di mucho asco!

 

¡Es graciosísimo! Y la verdad es que, aunque no me reconocie­ra, fue un placer volver a ver a mi adorada Lucy. ¿Sabes que ha te­nido un hijo? Quizá no lo sepas, y en este caso habré metido la pata. Bueno, ahora ya es demasiado tarde para rectificar. Por cier­to, Rosa culpa al amante de Lucy, y por eso Lucy la odia, y por eso no se quieren ver y Lucy no viene a visitarme nunca. Añade a todo esto el tiempo que he pasado con Lilah y comprenderás lo conten­to que estuve de verla, porque hacía casi un año que apenas la veía. No puedo negar que a veces no me perdono a mí mismo tan­ta maldad, porque, qué caray, Lucy es mi pupila y cuando pienso en el pobre Arthur y todo lo que ha pasado ella desde su muerte, y su infancia y todo eso... bueno, pues, sí, me siento culpable. Por eso fui al Lyceum, ¿comprendes? No podía perderme el estreno. Fui un estúpido, sobre todo al volver a la noche siguiente. Estaba tentando la suerte. ¡Vaya si lo estaba! O mejor dicho te tenté a ti, Jack, a ti y a tu potente cerebro calculador, adiestrado por años de enigmas que resolver y largas operaciones matemáticas. Supongo que debí ser una presa fácil. Bueno, a río revuelto ganancia de pes­cadores o no hay mal que por bien no venga o cómo diga el refrán. Ya sabes a qué me refiero. He aprendido la lección, Jack. Ahora veo que he sido un estúpido. Pero te prometo que de momento no iré a ver a Lilah.

 

Te doy mi palabra de honor. Rosamund, mi querida Rosa­mund, qué cariñosa, qué buena y qué maravillosa es; y, caramba, qué afortunado soy yo, amigo, que cuento con el calor de un ho­gar. ¿Cómo pude poner todo esto en peligro y arriesgarme a per­derlo? ¿Cómo pude ser tan imbécil? ¿Cómo he podido hacerle daño a mí adorada Rosa? Bueno, gracias a Dios que me he en­mendado. ¡Ojala siga así! No puedo decir que me arrepienta de lo de Lilah, Jack, porque es fantástica y distinta de todas, pero me doy cuenta de que me he saciado.

 

Ven a verme algún día, Jack. Ven a mi despacho. Es de lo más impresionante; nunca habrás visto un escritorio tan grande como el que tengo, ni tú ni nadie. Aunque, si tenemos en cuenta lo que se dirime de este mueblecito, a la fuerza tenía que ser así de gran­de. Sin embargo, no debería alardear de nada. Lo cierto es que me apetece mucho verte, amigo mío. Hace mucho tiempo que no nos vemos, ¿verdad? Iría a visitarte ahora mismo, pero me siento to­davía un poco débil, y si bien me permiten trabajar sentado ante mi escritorio — ¡mi inmenso escritorio!—, tengo prohibidos los largos desplazamientos. Es una lástima, pero es lo que hay.

 

Te deseo todo lo mejor, amigo mío. Y tanto yo como Rosamund te damos las gracias.

 

Hasta pronto, compañero.

 

Tu amigo devoto,

 

george

 

 


Date: 2015-12-17; view: 539


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