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Diario de Bram Stoker (continuación).

 

 

... Mi interés por el caso no sólo no disminuyó sino que, con el paso del tiempo, iba creciendo. Acuciado por mi anhelo de se­guir hablando de él, invitaba a veces a Eliot a almorzar conmi­go. Él declinaba con frecuencia mis invitaciones, pues creo que, aparte del trabajo, que lo tenía completamente absorbido, es un hombre solitario. No obstante, en las ocasiones en que sí nos veíamos yo le presionaba para que me contara cómo iban sus pesquisas.

 

Me dijo que sir George se iba recuperando poco a poco, pero que todavía no había ido a visitarlo. De la prostituta que habíalos rescatado, en cambio, tenía noticias más seguras. Se llama­ba Kelly, Mary Jane Kelly, y no era de Rotherhithe sino de una casa que estaba sólo a media milla del hospital de Eliot. Me contó que había enviado a un enfermero a la dirección que Kelly le había dado y que éste se había encontrado allí a un hombre que afirmaba ser esposo de ella, pero que el estado de Kelly lo tenía sin cuidado. Estaba borracho y había proferido injurias. En tales circunstancias Eliot había decidido retener a su pacien­te en su hospital, aunque, según me dijo, andaba muy mal de dinero.

 

—No puede quedarse con nosotros indefinidamente —sus­piró—. Qué trabajo más miserable el de las prostitutas. Nunca ha aportado nada más que desdicha.

 

Una noche me envió una nota en la que me informaba que la policía de Rotherhithe iba a interrogar a Kelly al día siguiente. Yo ardía en deseos de asistir a la sesión, de modo que dejé todo preparado en el teatro con el fin de poder estar allí. Al llegar a Whitechapel a la mañana siguiente, fui directamente al estudio de Eliot. Lo hallé rodeado de tubos de ensayo y de llamas Bunsen, pero pareció alegrarse de verme, a pesar de que lo inte­rrumpí en su trabajo.

 

—Estaba seguro de que vendría, Stoker —exclamó ponién­dose en pie para saludarme—. Nuestra aventura no ha termina­do aún.

 

Me llevó abajo, a una habitación privada, adonde al cabo de poco llegó un agente de Rotherhithe. Eliot se levantó y nos dejó solos y al rato volvió con Mary Kelly, que parecía nerviosa pero muy mejorada y se avino a describir todo lo que recordaba de la agresión que padeció. Observé que Eliot la contemplaba como si de pronto no creyera nada de lo que estaba contando; tam­bién advertí que el bullicio de la calle la distraía. Frente a la ven­tana, había un montón de basura; perros callejeros se habían concentrado allí en busca de restos de comida y la paciente ape­nas podía quitarles el ojo de encima. Cuando Eliot le insistió, sin embargo, ella le aseguró que se encontraba muy bien, y en­tonces comenzó el interrogatorio.



 

Su historia era bien simple. Estaba bebiendo en un pub que hay junto al muelle de Greenland, donde entabló conversación con un marinero que le contó que tenía un amigo que deseaba pasar un rato con una chica. Kelly, que andaba muy mal de di­nero, decidió acompañarlo. El marinero la llevó hasta un coche de caballos que esperaba amera; le abrieron la puerta y ella subió.

 

A partir de aquel momento, sin embargo, Kelly empezó a po­nerse muy nerviosa. Se levantó y se acercó a la ventana, donde pegó la cara a los cristales. Observé que se quedaba mirando fi­jamente a los perros. Eliot intentó acompañarla hasta su asien­to, pero ella no se dejó. Preguntó si le permitían proseguir el interrogatorio con los perros en su falda, pero cuando Eliot rehusó dejar entrar a los animales, Kelly apretó los labios y se negó a seguir hablando. Volvió a clavar su mirada en aquellas bestias. Eliot estaba visiblemente preocupado; pensó que, dado que el estado de salud de su paciente era muy frágil, y para no entorpecer la recuperación, accedió a satisfacer su capricho y ordenó que le llevaran un perro, al que Kelly recibió con entu­siasmo y sentó en su falda. Al cabo de unos minutos, proseguía su relato.

 

Nos dijo que el amigo del marinero estaba dentro del coche de caballos de alquiler esperándola. Este amigo, sin embargo, no era un hombre. Vi cómo Eliot, al oír estas palabras, se inclinó en seguida hacia adelante con el propósito de escuchar con es­pecial atención, al igual que yo, la descripción que hizo Kelly de la mujer, que no encajaba con la que nos había hecho Lucy ni con la que le había hecho lady Mowberley a Eliot, pues la mujer que vio Kelly era negra, aunque, eso sí, de una belleza especta­cular, que la había dejado literalmente pasmada. Cuando Eliot insistió sobre este punto, convino en que la hermosura de aque­lla mujer la aterró. La mujer negra —me sonrojo al escribirlo— la desnudó y la acarició de manera obscena y ofensiva. Pero Kelly estaba tan nerviosa que no opuso resistencia. La mujer ne­gra tenía un recipiente de oro, magníficamente decorado. Le co­gió la muñeca a Kelly y se la cortó con un cuchillo; la sangre de­rramada cayó en el recipiente. Kelly se puso a chillar; abrió la puerta del coche de caballos, que no se paró, y bajó de un salto. Kelly cayó al suelo y perdió el conocimiento.

 

Después de narrar este episodio, Kelly se quedó muda. El policía intentó presionarla, pero ella se negó a contestar a sus preguntas; permanecía callada, acariciando al perro y haciéndole carantoñas. Cansado de esperar, el policía lanzó un suspiro y se puso en pie. Eliot llamó a un ayudante para que llevara a Kelly a la cama, pero, cuando éste llegó, Kelly siguió sentada en la silla, agarrada al perro y gimiendo; de pronto, se quedó mi­rando fijamente el vendaje de la muñeca y empezó a gritar, sin que fuera posible entender todo lo que decía, y a frotarse la ci­catriz.

 

— ¡Me han robado mi sangre! —chillaba—. ¡Me han dejado sin sangre!

 

Se arrancó las vendas y salió un chorro de sangre que cayó sobre el perro. Kelly lo miraba fascinada; el animal empezó a gemir y a lamer la sangre, sin dejar de moverse y retorcerse en su falda. Eliot intentó coger al perro, pero ella lo tenía agarrado con fuerza; de pronto Kelly se estremeció, gimoteó y tiró al ani­mal al suelo. El perro soltó un gruñido; estaba asustado. Cuan­do intentó salir de la habitación, Kelly lo agarró por el cuello.

 

— ¿No se da cuenta —gritó mirándome a mí— que le han dado mi sangre? ¡Mi sangre!

 

Con las manos degolló al pobre perro, que sacudió las patas violentamente, pero antes de que pudiéramos apartar a Kelly, ésta ya le había abierto una arteria con las uñas y el perro expiró dando un aullido de dolor. Kelly se frotó la muñeca con la san­gre que salía a borbotones del pobre animal, como si quisiera absorberla por la herida. Los ayudantes la cogieron con el obje­to de sacarla de la habitación, pero Kelly se deshizo de ellos y se arrojó contra una pared, que arañó desesperadamente como si quisiera atravesarla. Volvieron a cogerla y la sedaron.

 

Eliot permaneció a su lado casi una hora. Cuando volvió junto a mí, iba sacudiendo la cabeza.

 

—No sufre ninguna enfermedad mental —confesó—, mi es­pecialidad, y no quisiera que la internaran en un asilo. Estaba casi a punto de recuperarse... —Lanzó un suspiro y se desplomó en un sillón—. No debí dejar que la interrogaran. Ha sido todo culpa mía.

 

Eliot aludió a un posible camino a seguir en nuestras pesqui­sas. Se había comprobado que la multitud airada con la que nos habíamos encontrado en Rotherhithe tenía razón. Kelly no era la única víctima de esa misteriosa mujer negra. Se había de­nunciado la desaparición de otras mujeres y marineros de bar­cos extranjeros; se habían esfumado, en efecto, sin dejar rastro. Sin embargo, habían descubierto en Rotherhithe a una prostituta a la que, como a Mary Kelly, habían casi desangrado y que había enloquecido. Eliot repiqueteó los dedos en su libreta.

 

—Tengo la dirección del asilo donde está internada. Si los síntomas de Mary Kelly no desaparecen, debería acercarme allí.

 

—Yo lo acompañaré —me apresuré a decirle. Eliot sonrió.

 

—Por supuesto —repuso—. Pero antes veremos cómo sigue la pobre Kelly. No se preocupe, Stoker, lo mantendré informado de todo. Y ahora, deberá disculparme; tengo mucho trabajo.

 

Y así fue como me fui de allí, mucho más desorientado y abrumado que cuando había llegado...

 

 


Date: 2015-12-17; view: 587


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Diario del doctor Eliot (grabado en un fonógrafo). | Carta de sir George Mowberley al doctor John Eliot.
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