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Diario del doctor Eliot.

 

 

7 de mayo. Una semana dura, sin casi tiempo para investigar ni pensar. Esta tarde he podido trabajar en el laboratorio y más tarde he leído de cabo a rabo el trabajo de Leinelanghorst sobre las células cancerosas. Sus argumentos son interesantes, pero ¿dónde están las pruebas? El mismo problema tengo yo con mis teorías: carecen de pruebas empíricas consistentes. Me parece que no llego a ninguna parte. Ojala tuviera muestras de sangre de los enfermos de Kalikshutra. Al menos así tendría material con el que trabajar. Pero de momento ando totalmente perdido.

 

Mejor suerte con el caso de Rotherhithe, aunque no está completamente resuelto y hay ciertos aspectos enigmáticos que siguen preocupándome. Pero al menos George ha aprendido la lección; le he insistido mucho en que debe alejarse de Lilah; y si es capaz de mantener su palabra y no vuelve a verla, el peligro quedará reducido al mínimo. A principios de esta semana me escribió y al parecer ha superado de manera sorprendente sus experiencias. Es aterrador, no obstante, pensar que es ministro; cuanto más se deja llevar por la vanidad, más estúpidamente se comporta. Es el mismo George Mowberley de siempre. Y sin embargo... no del todo. Pues, cuando anoche llegué a Grosvenor Street, lo encontré extremadamente débil, como él mismo me había dicho; tan débil, en efecto, que me sorprende que haya po­dido trabajar, pues en Cambridge se acostaba por los motivos más nimios y ahora, sin embargo, trabaja como un poseso.

 

—Es el proyecto de ley —me dijo lady Mowberley cuando es­tuvimos a solas.

 

Cree que su carrera depende de él, pero si lo mata ¿qué pasa­rá con sus proyectos?

 

Lady Mowberley me pidió que hablara con él y lo hice de buen grado. Pero rechazó todos mis argumentos con una carca­jada; George no dejó de repetirme que no le ocurría nada y, al seguir insistiendo, me retó a que lo examinara y le dijera qué pa­decía. Así lo hice, pero tengo que reconocer que no vi nada. Pero ¿cómo se explica entonces su más que visible debilidad? Impul­sado por una súbita intuición, quise ver si tenía alguna herida. En la parte inferior del cuello vi un arañazo, pero él me aseguró que se había cortado al afeitarse y no veo por qué no debería creerlo. Así pues, no me quedó más remedio que aconsejarle, como médico, que no trabajara tanto, pero él se rió, como se hu­biera reído en cualquier otra ocasión, pues no está acostumbra­do a que yo le dé este tipo de consejos.

 

Cuando lady Mowberley se retiró, George me habló de Lilah. Es evidente que siente pasión por ella, aunque me alivió oír que está decidido a no volver a verla. Muchos mea culpa y elogios de su esposa. Le pregunté cómo trabajaba ahora que no contaba con la ayuda de Lilah. Se encogió de hombros, ofendido; mascu­lló unas palabras reprochándome que había interpretado su carta demasiado al pie de la letra; que no depende de su presen­cia, me dijo. Soltó una risa forzada. Cuando le pregunté si Lilah podía ser de una región de la frontera india, se rió otra vez y bal­buceó muy indignado:



 

— ¿Y por qué demonios tendría que ser de allí?

 

Yo se lo expliqué y le insistí sobre el asunto de Kalikshutra. Le pregunté, por ejemplo, de quién había sido la idea de hacerse pasar por el raja de aquel reino en el Lyceum. ¿Había partido de él o de Lilah? Frunció las cejas y se quedó pensativo.

 

—Fue idea mía —murmuró al fin—. Sí, sí, fue idea mía, fue idea mía. —Repetía la misma frase cada vez más convencido. Después, como preocupado de que no lo creyera del todo, aña­dió—: ¿Sabes, Jack? Kalikshutra es un reino incluido en el pro­yecto de ley. Me ha tenido muy ocupado el decidir cómo había que definirlo. En consecuencia, no puede sorprender que este nombre me rondara por la cabeza, ¿no crees? —Me miró, mas yo no contesté nada—. Y, además —se apresuró a añadir—, ¿re­cuerdas las joyas que le compré a Lilah? Bueno, pues también eran de Kalikshutra.

 

Yo sonreí al oír su comentario. George se inclinó hacia ade­lante.

 

— ¿Qué demonios estás pensando, Jack?

 

Me encogí de hombros. En un primer momento, en lugar de contestarle, le pregunté qué trato le daba a Kalikshutra en el proyecto de ley. Se indignó.

 

—Sabes que no puedo decírtelo.

 

—Muy bien —repuse—, entonces pido disculpas. Pero de to­das formas, George, lo que me interesa saber es si..., por casuali­dad, Lilah ha intervenido en el trabajo que has estado llevando a cabo sobre Kalikshutra.

 

George se me quedó mirando fijamente sin decir nada; al cabo de unos segundos sacudió la cabeza y volvió a reírse.

 

—Por el amor de Dios, Jack, ya te lo he dicho, es una mujer, no entiende nada de política.

 

Esta idea le hizo estallar a carcajadas; después, la conversa­ción fue poco a poco derivando hacia otros temas. De vez en cuando observé que fruncía las cejas, hecho que consideré un signo esperanzador; si lo que acababa de insinuarle nunca se le había pasado por la cabeza, ya era hora de que pensara en ello. Espero que le hará permanecer alejado de esta misteriosa Lilah; digo esto porque me preocupan no sólo los sentimientos heri­dos de lady Mowberley sino también George. No sé muy bien de qué tengo miedo; hay aquí muchos cabos por atar y quizá temo el resultado final. A veces pienso en Huree: él sí tendría una res­puesta, él sí dilucidaría el resultado final y ataría todos los cabos sueltos. Yo no puedo permitirme el lujo de perder tiempo en co­sas imposibles. De una cosa sí estoy seguro: no sabemos nada de los entresijos de este misterio.

 

Todo esto es lo que pensaba anoche en el trayecto, que hice en un coche de caballos alquilado, desde casa los Mowberley hasta la mía. De forma harto extraña, cuando meditaba sobre el caso, tuve otra vez la sensación de que alguien o algo me estaba observando. Naturalmente, sé que esta sensación es irracional, pero con todo era tan poderosa que asomé la cabeza por la ven­tana y escudriñé la calle. No vi nada; claro que la calle estaba a oscuras e incluso la luz de las farolas estaba envuelta por anillos de niebla morada y en la calle había mucho tráfico. Me reí de lo estúpido que había sido y volví a recostarme en el asiento. No obstante, cuando llegamos a Whitechapel Road, pagué al coche­ro y fui a pie hasta mi casa. El ruido del tráfico dejó pronto de oírse; antes de coger Hanburry Street, me metí en un portal con el objeto de descubrir si alguien me seguía. No pasó nadie por allí. Iba ya a volver a Hanburry Street cuando oí el ruido de unas ruedas que surcaban el barro de Whitechapel. Por mi lado pasó un carruaje; en aquel momento descorrieron las cortinas y vi una cara que me miraba fijamente; fue sólo un segundo, pero me dio tiempo de reconocerla; era el rostro de la mujer rubia y extremadamente pálida que había visto en Bishopsgate. Tengo que suponer, por tanto, que mi intuición era correcta y que, efectivamente, me ha estado siguiendo, aunque no me explico por qué.

 

Hay, sin embargo, un punto en común, muy intrigante, con el caso de la negra que había visto Mary Kelly: una belleza que hiela la sangre en las venas.

 

11 de la noche. Una visita de George, totalmente inesperada; era tarde y George estaba muy débil. Fue directo al grano. Que­ría ir a ver a Lilah para preguntarle si era en efecto de Kalikshu­tra. Mis insinuaciones, por lo visto, le han hecho mella. Me in­quieta que George vuelva a Rotherhithe. Le repetí una y otra vez mis advertencias; lo hice sentarse y escribir una carta en la que ponía fin a sus relaciones con Lilah para siempre. Le dije que yo me quedaría con la carta y la enviaría. Hacia medianoche se marchó, dándome repetidamente las gracias.

 

15 de mayo. Día de la cita con lord Ruthven. Una noche muy interesante, que parece prometer oportunidades sin parangón para la investigación. Salí tarde del hospital —tuve que atender un caso complicado— y no llegué hasta las nueve. La casa de lord Ruthven es magnífica pero no muy alegre, pues los mue­bles parecían algo lúgubres para una persona de gusto exquisito como es él. Le pregunté si mi apreciación era correcta; recono­ció que sí lo era y comentó que el clima frío de Inglaterra no le gustaba demasiado. Habló con entusiasmo de Grecia. Y, sin em­bargo, para ser un amante de climas cálidos y soleados parece que le sea totalmente indiferente la oscuridad que reina en su casa, donde muchas habitaciones estaban iluminadas única­mente por velas; hasta la iluminación del comedor era deficien­te. No obstante, había suficientes velas para ver que, al menos en aquella habitación, lord Ruthven no había escatimado es­fuerzos ni dinero, pues estaba suntuosamente decorada y, en la mesa, había abundante comida.

 

—Tenga la amabilidad de servirse usted mismo —dijo mi anfitrión agitando la mano—. No tengo paciencia para las for­malidades. —Hice lo que me pedía; una criada joven de asombrosa belleza nos sirvió vino a los dos. Yo no soy ningún experto en estas cosas, pero al catarlo me di cuenta en seguida de que era un vino excelente y, cuando se lo comenté a lord Ruthven, sonrió y convino en que era el mejor—. Tengo un agente en Pa­rís —murmuró—. Sólo me envía botellas de las mejores co­sechas.

 

Observé, sin embargo, que él no bebía; ni tampoco comió apenas, pues tenía el plato lleno. No obstante, esto no me inhi­bió y la velada fue un placer para mí, porque lord Ruthven es buen conversador y no recuerdo haberme sentado a la mesa de un anfitrión tan fascinante e ingenioso como él; es muy brillan­te, a pesar de lo joven que sin duda es. Su atractivo es, de hecho, etéreo, y al escuchar sus mágicos tonos de voz y al contemplar su rostro hermoso iluminado por la luz dorada de las llamas, me estremecí y me invadió la misma inseguridad que había suscita­do en mí en el Lyceum y en las escaleras de casa de Lucy. Casi sin darme cuenta, empecé a luchar contra el placer que su con­versación me causaba, e incluso me abstuve de beber más vino, como si temiera que me estuviera seduciendo. Me pregunté cómo habría que interpretar semejante seducción. ¿Qué poder decidiría ejercer sobre mí, si yo me dejaba dominar? ¿De qué hechizos sería él capaz?

 

Fui llenándome de desasosiego, y me pregunté por qué me había invitado. Al fin, echando una ojeada al reloj y al ver lo tar­de que era, le pedí que me explicara por qué le había interesado mi artículo, pues ya no podía seguir reprimiendo mi curiosidad. Lord Ruthven sonrió.

 

—Tiene todo el derecho a sentir curiosidad —dijo—. Pero primero debemos esperar a Haidée.

 

— ¿Haidée? —pregunté yo.

 

Volvió a sonreír, mas no contestó. Se dirigió a la criada y le ordenó que le dijera a lady Ruthven que el doctor Eliot la estaba aguardando en el comedor. La criada salió y nosotros nos que­damos en silencio. Yo pensé que estábamos esperando a la es­posa de lord Ruthven, pero cuando Haidée entró al fin en el co­medor, vi que era una anciana, menuda y encorvada, y también muy pálida. Se veía que había sido una belleza y sus ojos, que los tenía muy abiertos, eran tan luminosos y fulgurantes como los de lord Ruthven. Pero no me parecieron tan fríos como los de él, ni Haidée tampoco, aunque la afinidad entre ellos saltaba a la vista y a mí me embargaron extraños sentimientos de inquietud y miedo. Me besó la mano y fue a sentarse en su sillón; parecía una figura de cera; sin embargo, a pesar de lo inmóvil que esta­ba, su presencia me reconfortó.

 

Lord Ruthven se inclinó hacia adelante y empezó a hablar sobre mi artículo. Dominaba los principios y parecía entusias­mado, lo que no puedo decir de mis propios colegas. En concre­to, le intrigaba mi teoría de los grupos sanguíneos y las oportu­nidades de clasificación que ofrecía la presencia de antígenos en los glóbulos rojos. Me pidió que le explicara el potencial que yo veía en aquel descubrimiento al aplicarlo a las transfusiones. Así lo hice y, cuando mencioné la necesidad de utilizar grupos compatibles, se puso visiblemente tenso.

 

— ¿Se refiere usted —preguntó en voz baja y apremiante— a que se necesita que el grupo sanguíneo del donante pueda com­binar con el de la persona que recibe la sangre? ¿Esto es lo que se requiere? ¿Un grupo sanguíneo compatible?

 

Le repuse que mi investigación estaba todavía en sus albo­res, pero lord Ruthven agitó la mano con impaciencia.

 

—Comprendo perfectamente su renuencia profesional a ha­blar en términos absolutos —me dijo—, pero vamos a dar por supuesto que estamos hablando de probabilidades. Una proba­bilidad, después de todo, es mejor que nada de nada. —Volvió a inclinarse hacia adelante, mirándome fijamente con sus ojos sin pestañear y posando su mano pálida sobre la mía—. Tengo que saber una cosa, doctor Eliot —dijo al fin. Tragó saliva—. Si en­contrásemos el grupo sanguíneo adecuado y lo combináramos con mi propia sangre, ¿esperaría usted que fueran entonces compatibles?

 

—Esto es lo que yo sostengo —asentí.

 

— ¿Cuántos grupos sanguíneos distintos ha identificado?

 

—De momento, cuatro.

 

— ¿Podría haber más? ¿Podría haber grupos sanguíneos muy excepcionales?

 

Me encogí de hombros.

 

—Es posible. Como he dicho, las oportunidades para la in­vestigación son muy limitadas. Mi artículo no ha revolucionado el mundo de la ciencia, precisamente.

 

—Pero a mí me ha interesado. —Lord Ruthven sonrió—. Y soy muy rico, doctor Eliot.

 

—Eso me dijo.

 

Lord Ruthven le lanzó una mirada a Haidée. Durante unos segundos nada más se oyó el tictac del reloj. Haidée, que, desde que se había sentado había estado mirando abstraída la llama de una vela, alzó muy despacio la vista. Se mojó los labios con un rápido movimiento de la lengua y advertí que tenía los dien­tes muy afilados.

 

—Nosotros dos estamos —dijo; después de una pausa aña­dió—: ...enfermos. —Tenía una voz argentada y clara, pero al mismo tiempo distante, como si llegara de las profundidades—. Deseamos que usted nos ayude a hallar una curación, doctor Eliot.

 

— ¿Cuál es su naturaleza? —pregunté.

 

—Es una enfermedad de la sangre.

 

—Sí, pero ¿cómo se manifiesta? ¿Cuáles son los síntomas?

 

Haidée le lanzó una mirada a lord Ruthven, que tenía los ojos clavados en su vaso de vino.

 

—Creo —murmuró sin mirarme— que padecemos un tipo de anemia.

 

—Comprendo. —Le observé atentamente; estaba muy páli­do—. ¿Y de ahí su interés por recibir transfusiones de sangre?

 

—Sí. —Inclinó la cabeza ligeramente—. Y de ahí nuestro in­terés por averiguar cuál es nuestro grupo sanguíneo. —Lord Ruthven me miró al fin—. Averígüelo. Devuélvanos la salud. Cure esta enfermedad que afecta a nuestra sangre. —Hizo una pausa—. Le aseguro, doctor, que le resultaría a usted beneficio­so tenerme como deudor.

 

—No lo dudo —respondí—, pero no es necesario sobor­narme.

 

—Tonterías. Un soborno siempre ayuda. Es sólo la vanidad lo que le hace afirmar lo contrario. —Lord Ruthven extrajo un papel de un bolsillo interior de su chaqueta y le echó una ojea­da—. ¿Cuánto costaría instalar el equipo básico que necesita su hospital?

 

Medité detenidamente.

 

—Quinientas libras —repuse.

 

—Son suyas —contestó en seguida. Garabateó algo en el pa­pel y me lo dio—. Presente este talón a mis banqueros mañana y le entregarán el dinero.

 

—Milord, es muy generoso.

 

—Pues entonces, se lo ruego —dijo entornando los ojos—, correspóndame con un poco de generosidad por su parte. —Se­guía con sus ojos fijos en mí y, sin dejar de mirarme, le apretó fuerte la mano a Haidée. Vi que el dolor ensombrecía su rostro, pero en cuanto lo hube advertido lord Ruthven volvió a guardar la compostura.

 

—Necesitaré muestras de su sangre —dije corriendo mi si­llón para atrás.

 

Lord Ruthven asintió.

 

—Por supuesto. Tómelas ahora.

 

—Es imposible, no tengo el equipo necesario, pero si vuelvo mañana...

 

Lord Ruthven alzó una mano para hacerme callar. Se aga­chó y oí el clic que hizo una caja al abrirse. Cogió algo y volvió a recostarse en su asiento, colocando dos jeringas delante de mí.

 

Sacudí la cabeza.

 

—La sangre se coagulará...

 

—No.

 

Me lo quedé mirando sorprendido.

 

—Pero si no tengo citrato de sodio; necesitaré...

 

—No esperaremos más, doctor. Escuche —dijo, inclinándo­se hacia adelante—, una característica de nuestra enfermedad es que nuestra sangre no se coagula nunca.

 

— ¿Es hemofilia?

 

Lord Ruthven esbozó una sonrisa desdeñosa.

 

—Nuestras heridas se cierran. Nuestras heridas se cierran siempre. Pero cuando nos extraen sangre directamente de la vena, con una jeringa, como va a hacer usted ahora, la sangre extraída no se coagula nunca. Si no me cree, doctor Eliot, sólo tiene que comprobarlo.

 

Me lo quedé mirando, incrédulo, pero él ya se había quitado la chaqueta y se subía la manga. Se pinchó una vena azul y vi que cerraba los ojos, extasiado.

 

—Necesitaré un recipiente, un frasco para transportarla —dije.

 

Lord Ruthven sonrió y le hizo un gesto con la cabeza a la criada. Le lancé una mirada a la chica y vi que sostenía dos bo­tellas de champán. Abrí la boca para protestar, mas lord Ruth­ven levantó una mano.

 

—Estas botellas son perfectamente adecuadas —insistió—, así que, por favor, no diga nada más.

 

Me encogí de hombros. Tendría que pasar por alto su afición a lo melodramático. Cogí una de las botellas, la coloqué junto al brazo de lord Ruthven y cogí la jeringa. La sangre le salía muy rápido y al extraer la jeringa vi en su cara una expresión de in­tenso placer. Observó sin pestañear cómo vertía la sangre en la botella, que luego tapé. Él cogió la botella y clavó los ojos en la sangre vertida en el grueso cristal.

 

—Qué encantadoramente gótico —murmuró alzando la bo­tella y mirándome—. A su salud.

 

Repetí la operación con Haidée. Tenía las venas mucho más duras que lord Ruthven. La aguja no entró a la primera. Pedí disculpas, pero ella no pareció sentir ningún dolor; al contrario, sonrió, aunque pensé que su sonrisa era triste. Al segundo inten­to lo conseguí. Su sangre era muy espesa. Al derramarla en la botella, vi que era oscura y pegajosa.

 

He guardado las dos muestras separadas y las he dividido. He metido dos probetas con sendas muestras de sangre de cada paciente en la nevera; las otras las tengo frente a mí sobre el es­critorio mientras hablo. Deseo comprobar si la afirmación de lord Ruthven, según la cual su sangre no se coagula nunca, es cierta. La dejaré a temperatura ambiente hasta mañana. Pero ahora es muy tarde y debo acostarme.

 

16 de mayo. Lord Ruthven tenía mucha razón. Parece im­posible, pero todas las muestras de sangre, tanto las que guar­dé en la nevera como las que conservé a temperatura ambien­te, no han alterado su estado líquido. Ardo en deseos de ana­lizarlas. En cuanto termine las visitas de la mañana, me pondré a ello.

 

13.00 horas. La separación de los glóbulos rojos y del plas­ma, muy avanzada. Un proceso curiosamente rápido: ha tarda­do, según mis cálculos, trece o catorce horas en lugar de las ha­bituales veinticuatro. ¿Es significativo?

 

14.00 horas. Resultados extraordinarios. Los glóbulos rojos, tanto en el residuo de las probetas como en el plasma de la su­perficie, están muertos; al diagnosticarse anemia, a lord Ruth­ven no le faltaba razón, pues el recuento de glóbulos rojos es no­tablemente bajo; calculo que hay entre el 20 y el 15 por ciento de hemoglobina. Comparados con los datos de mis pacientes por lo demás aparentemente sanos, éstos son asombrosos; pero la gran sorpresa la tuve al analizar los glóbulos blancos que miré por el microscopio y resultó que estaban todavía vivos. Y no sólo estaban vivos, sino que había un gran número de ellos; la actividad protoplasmática notable. Es inconcebible que los glóbulos rojos estén muertos y los leucocitos, vivos, y sin embargo esto es precisamente lo que ha ocurrido.

 

He almacenado diferentes muestras de leucocitos a distintas temperaturas. Me interesa saber los que van a morir primero. Cuando tenga los resultados, iré a casa de lord Ruthven.

 

Muy tarde. He releído las notas que tomé en Kalikshutra. Hay notables similitudes con el caso que tengo ahora entre ma­nos. No sé qué pensar.

 

Me pregunto por qué Huree no me ha escrito.

 

18 de mayo. Han pasado dos días. Los leucocitos de las cua­tro muestras siguen vivos. No presentan signos de degene­ración.

 

19 de mayo. Las muestras siguen igual. En Kalikshutra los leucocitos morían a los dos días de la extracción. En aquel tiem­po pensé que aquello era imposible; pero es evidente que no to­maba en cuenta la imposibilidad.

 

Adenda. He telegrafiado a Calcuta. Al parecer Huree está en Berlín, donde da a unas conferencias. Hay aspectos de este caso que a él le interesarían. Veré cómo se desarrollan mis pesquisas.

 

20 de mayo. Las muestras de sangre que guardo arriba, en mi despacho, me tienen cada vez más distraído cuando atiendo a mis pacientes. Los glóbulos blancos no presentan síntomas de degeneración. No sé muy bien cómo debo proseguir la investi­gación.

 

Una charla esperanzadora con Mary Kelly. Me da miedo afir­marlo con rotundidad, pero me parece que está casi totalmente recuperada. Me ha contado la historia de su vida, una historia triste, como ya me imaginaba. Es terrible que sea una mujer des­perdiciada, pues me parece muy inteligente y no es ignorante. Dice que quiere volver a su casa. Me gustaría poder ayudarla para que no tuviera que vivir en una habitación diminuta en una casa miserable. Al menos ahora, con la ayuda de lord Ruthven, puedo pagarle el tratamiento que necesita.

 

Muy tarde. Una nota de George, que obviamente escribió en estado de embriaguez. Quiere visitar a Lilah y me pide si puedo acompañarlo. Le he contestado sin tardanza, diciéndole que de ninguna manera debe volver a Rotherhithe.

 

21 de mayo. He ido al despacho de George en Whitehall. Para gran sorpresa mía, me dejan entrar. George está más bien avergonzado y con resaca. Me dice que había escrito la nota porque quiere hacerle unas preguntas a Lilah sobre Kalikshutra, pero conviene conmigo en que es mejor no remover el tema. Me da su palabra de que no irá. Yo lo apaciguo alabándole el es­critorio.

 

Al volver al hospital, Llewellyn me informa de que Mary Kelly desea comunicarme algo. Cuando voy a verla, sin embar­go, está nerviosa e inquieta, y sólo habla de cosas intrascenden­tes. Pero es más que evidente que algo le ronda por la cabeza.

 

 


Date: 2015-12-17; view: 527


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Carta de sir George Mowberley al doctor John Eliot. | Diario del doctor Eliot.
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