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Diario del doctor Eliot (grabado en un fonógrafo).

 

 

24 de abril. Muchas cosas de las que dejar constancia. Esta ma­ñana he recibido una carta de lady Mowberley muy prometedora. Como tenía la mañana libre, decidí poner manos a la obra sin es­perar más. Hacia las nueve cogí el tranvía hasta Covent Carden. Por el camino tenía la extraña sensación de que me observaban, sensación a todas luces irracional, aunque no me la podía quitar de encima. Tal vez he abusado de mis fuerzas. Necesito dormir más, quizá. Me engaño a mí mismo si me privo de unas horas de descanso, porque los pacientes sufren las consecuencias.

 

Cuando llegué al Lyceum, Lucy todavía no estaba, pero encon­tré a Stoker en su despacho y me dio su dirección. Se ruborizó cuando pronuncié su nombre. El pobre, creo que está muy enamo­rado de Lucy. Me pregunto si él es consciente de sus sentimientos.

 

Las señas que me dio están en Clerkenwell. Me dirigí hacia allí en seguida. La calle no estaba sucia pero tampoco era ele­gante; recordé lo que me había escrito lady Mowberley: Lucy pasa estrecheces económicas. Mientras esperaba en el vestíbu­lo, vi por todas partes signos de escasez de dinero. Y de hecho cuando Lucy bajó las escaleras corriendo para saludarme, me pareció detectar, aun en sus muestras cálidas de afecto, cierta vergüenza de que la vieran en un sitio como aquél, sobre todo un viejo amigo de su hermano. Confiaba, pues, que se alegraría al oír las noticias, pero para gran sorpresa mía se limitó a reír y a sacudir la cabeza.

 

—Somos muy felices aquí —insistió—. Me enfadaría contigo, Jack, si me interpretaras mal. No nos peleamos por la herencia. —Entonces, ¿por qué? Se me quedó mirando desafiante.

 

—No lo sé; pregúntaselo a lady Mowberley. Ya te lo dije, Jack, a mí siempre me ha parecido que no hay motivos que ex­pliquen su hostilidad hacia mí.

 

—Pues entonces —respondí yo encogiéndome de hombros— no tienes ninguna razón para rehusar la mano que te tiende. —Pero si ya te lo he dicho, Jack, no necesitamos dinero. Yo eché una mirada a mí alrededor. — ¿Lo dices en serio? —pregunté. Lucy se ruborizó.

 

—Contamos con lo que yo gano y con la asignación del pa­dre de Ned hasta que acabe la carrera de derecho.

 

—Pero estoy seguro de que podríais encontrar una casa me­jor que ésta, Lucy. Los Westcote, por ejemplo, la familia de Ned, deben tener una casa en la ciudad...

 

Mi voz se desvaneció al observar la expresión de Lucy; se ha­bía puesto pálida como un muerto. Sacudió la cabeza y después hizo un esfuerzo por sonreír.



 

—Lo siento —confesó—. Has hablado de la casa de los West­cote... Ned me ha contagiado su horror hasta tal punto de que me trastorno cada vez que oigo hablar de ella. — ¿Su horror? —pregunté sorprendido. Lucy se encogió de hombros.

 

—Desde que desaparecieron su madre y su hermana, Ned sostiene que la tragedia está presente en la casa. No sé cómo, pero él insiste mucho sobre este hecho. No soporta cruzar la puerta. Una vez fuimos a Highgate, que es donde se encuen­tra la casa, y no pudimos cruzar las puertas del jardín; tuvimos que darnos la vuelta y salir de allí precipitadamente. Fue muy extraño, Jack. Yo también tuve la sensación de... sí... de que me embargaba un horror indescriptible. Era casi físico. Me di cuen­ta de inmediato de lo que había querido decir Ned.

 

Incliné la cabeza.

 

—Siento mucho haber sacado a relucir este tema. He sido muy inoportuno.

 

Lucy sonrió.

 

—No tenías por qué saberlo. —Me cogió las manos y echó varias ojeadas a su alrededor—. De todas maneras —murmuro— esto no es Highgate, pero es un piso muy acogedor.

 

—Sí —convine lanzando una mirada a las escaleras—. Es ex­tremadamente acogedor.

 

Lucy enarcó una ceja.

 

— ¿Qué quieres decir con esto? —Yo me encogí de hombros y sonreí. Lucy, fingiendo frustración, me hizo reaccionar—. Jack, la verdad es que me sorprendes. Siempre había creído que eras socialista. Te debería alegrar que viviéramos en un su­burbio.

 

Volví a sonreír casi imperceptiblemente.

 

—No pensaba en vosotros.

 

— ¿Ah, no?

 

Bajé la cabeza; después, lentamente, la levanté y la miré a los ojos.

 

—Pensaba más en la criatura —murmuré— que en vosotros.

 

Lucy se quedó petrificada.

 

—Así que lo sabes —susurró.

 

—No era muy difícil adivinarlo.

 

—No —dijo al fin. Sus labios esbozaron una sonrisa—. A ti nunca te resulta difícil adivinar las cosas. —De repente se rió—. Cómo eres, Jack. Yo todo este rato nerviosa temiendo que la criatura se pusiera a llorar y se descubriera el pastel, y todo para nada. ¿Cómo lo has sabido?

 

—Venga, Lucy, una enfermedad y una reclusión de un año, una boda precipitada, una joven que abandona el hogar de su tutor... podrías escribir todo un melodrama y representarlo en el Lyceum.

 

—Te has olvidado de la madrastra malvada.

 

—Pero ¿de veras ha sido tan malvada?

 

—Pues claro.

 

— ¿Por qué?

 

—Se negó a ver a Ned.

 

—Bueno, no la puedes culpar. — ¡Jack!

 

—Recuerda que en Yorkshire quizá... no están tan... avan­zados.

 

— ¿A qué te refieres?

 

—Tú eres actriz —le dije—, a ti te pagan para que veas con los ojos de otras personas. Haz un esfuerzo, Lucy. Lady Mowberley llegó a Londres después de pasar toda la vida en Whitby. La pupila de su esposo quiere dedicarse al teatro. Y casi al mis­mo tiempo se queda embarazada de un hombre desconocido. Creo que, dadas las circunstancias, es normal que se escandali­zara un poco.

 

—Bueno... —Lucy frunció las cejas y se encogió de hom­bros—. Puede. Sólo un poco.

 

Cogí la carta de lady Mowberley.

 

—Y ahora desea reconciliarse contigo.

 

Le entregué la carta a Lucy, y la leyó detenidamente un par de veces.

 

—Pero sigue sin querer ver a Ned —murmuró al fin.

 

—No —repuse yo—, pero seguro que lo comprendes.

 

Lucy sacudió la cabeza.

 

—Ella lo culpa a él y así deja de culparte a ti.

 

— ¿De verdad lo crees así?

 

Asentí.

 

—Dale un poco de tiempo, Lucy. Ya cambiará de parecer. Pero primero debes darle una oportunidad. Lucy me dedicó una sonrisa astuta.

 

—Si no te conociera mejor, Jack, pensaría que admiras a Rosamund.

 

—Pero me conoces de sobra, Lucy. Hablo por lo que he ob­servado.

 

— ¿Ah, sí? —Lucy enarcó una ceja—. ¿Y qué has observado?

 

—Que no veo ninguna razón por la que no podáis ser amigas.

 

Lucy seguía mirándome fijamente; después se encogió de hombros y dobló la carta.

 

—Bien —murmuró—, quizá tengas razón. —Echó una ojea­da a las escaleras—. Pero ahora está también la criatura.

 

—No veo por qué debería ser un problema. Al parecer al úni­co a quien proscribe es a tu esposo.

 

Lucy asintió despacio.

 

—Oh, Jack —dijo al pronto—, es el niño más precioso del mundo. No me arrepiento de nada de lo que ha ocurrido, ¿com­prendes?

 

—Claro que no. Nadie te pide que lo hagas.

 

—Después de Arthur... bueno, lo echo tanto de menos, ¿sabes? El misterio de su muerte horrorosa, tan parecida a la de nuestro padre... —Tragó saliva y se quedó callada—. Aparte de Ned, Arthur era lo único que tenía. Nunca me hice a la idea de que se había ido de este mundo. —Meneó la cabeza; después se levantó corriendo y subió las escaleras. Me lanzó una mirada desde arriba—. Venga, sube.

 

Se quedó parada.

 

—Oh, Jack, ¡eres imposible! Aunque no desees ver a Arthur, al menos podrías disimular.

 

— ¿A Arthur?

 

—Oh, Jack, por el amor de Dios, ¡te estoy hablando de mi hijo! Tienes que subir y decirme que es precioso.

 

La acompañé sin rechistar. El pequeño Arthur estaba pro­fundamente dormido. Y, como consecuencia, era mucho más fácil expresar mi admiración. Es, como dice su madre, un niño hermosísimo y muy plácido, como su tocayo, aunque sin el bi­gote. Iba a comentarlo, cuando sonó el timbre.

 

—No lo hagas llorar —dijo Lucy— o me enfadaré mucho contigo.

 

La dueña de la casa fue a atender la llamada. Lucy me dejó en el cuarto del niño y cerró la puerta. Del piso de abajo me lle­gaban los murmullos de una conversación. Después oí que su­bían las escaleras. Lucy abrió la puerta de la habitación.

 

—Aquí —susurró ella. A su lado había un hombre y yo me quedé de una pieza al verlo. Era lord Ruthven.

 

Su aspecto de anémico había mejorado. Tenía las mejillas sonrosadas y mejor tono vital. Es muy bello y muy joven, aun­que, no sé por qué, pues no soy de los que se dejan impresionar por los aristócratas, su presencia me pone nervioso y me intimi­da, de forma notable además.

 

Lord Ruthven se acercó a la cuna. Se inclinó sobre el niño dormido y sonrió deleitado al mirarlo. De pronto cerró los ojos y aspiró hondo, como si oliera una fragancia exquisita. (Me recor­dó mucho lo que hizo en el camerino con el vestido de Lucy. Es interesante.) Al fin, volvió a abrir los ojos.

 

—Doctor Eliot —murmuró, hablando por primera vez desde que había entrado en la habitación—. ¡Qué alegría tan inesperada!

 

A Lucy le sorprendió mucho que nos conociéramos. Le con­té cómo nos habíamos conocido, pero cuando le hablé del pro­grama que ella le había mandado a lord Ruthven su cara de con­fusión fue intensificándose.

 

—Pero si yo no mandé ningún programa —exclamó. Diri­giéndose a mí añadió—: Me temo que debió haber sido otra per­sona quien lo mandó.

 

—No importa —repuso lord Ruthven, que le cogió la mano a Lucy y se la llevó a los labios—. Lo que importa es el resultado, no la causa.

 

— ¿De veras lo cree? —pregunté yo.

 

—Cuando me domina la pereza, sí. —Enarcó una ceja, un gesto que era a todas luces un rasgo familiar—. ¿No está usted de acuerdo, doctor Eliot? Según recuerdo, la procedencia del programa antes le interesaba.

 

—Me pareció curioso —repuse—, dadas las circunstancias. Lord Ruthven me miró con viveza.

 

— ¿De veras? —preguntó—. ¿Y qué circunstancias son ésas? Recordé que tanto Arthur Ruthven como lady Mowberley habían recibido cartas anónimas, aunque en el caso de lord Ruthven distaba de darse la misma coincidencia.

 

— ¿Ha oído hablar de un tal John Polidori? —pregunté. Yo, en realidad, esperaba una respuesta negativa; sin embar­go, durante unos segundos vi que el rostro de lord Ruthven se ensombrecía, aunque después volvió a guardar la compostura.

 

—No —dijo con indiferencia y despreocupación. Pero men­tía; me fue fácil intuir que mentía y él se dio cuenta de que yo lo sabía. Me lanzó una mirada gélida. Cuando fui a abrir la boca con la intención de seguir hablando sobre Polidori, cogió a Ar­thur de la cuna y lo apoyó contra su pecho. Lucy dio un respingo y se acercó a la cuna. —Lo ha despertado —dijo. Pero lord Ruthven no se disculpó. —Está muy contento de estar despierto. Y el pequeño Arthur, de hecho, lo estaba. No protestó; se li­mitó a mirar a su señoría a los ojos y le acarició sus pálidas y fi­nas mejillas.

 

—A mí no suelen gustarme los niños —murmuró lord Ruth­ven— y a decir verdad siempre he sentido un gran respeto por Herodes. Este niño, sin embargo... —Hizo una pausa y frunció las comisuras de los labios de puro placer—. Este niño... —Vol­vió a sonreír—. Este niño casi me obliga a cambiar de parecer.

 

—Milord, me parece que sólo quiere alardear de maldad —intervino Lucy con viveza— cuando dice que no le gustan los niños. —Dirigiéndose a mí, añadió—: Mi primo y yo nos hemos tratado con ocasión del estreno de Fausto, pero la primera vez que me visitó, Jack, se dio cuenta en seguida de que el pequeño Arthur estaba en la casa. Yo no se lo había dicho. Debe ser casi tan inteligente como tú.

 

—Exageras —murmuró lord Ruthven—. Tal vez, sin embar­go —dijo sonriendo—, ocurre sólo que los huelo. —Arrugó la nariz y Arthur arrancó a llorar, pero lord Ruthven fijó sus ojos en él e inmediatamente el niño se calló.

 

— ¿Has visto qué poder tiene? ¿Verdad que sería una maravi­llosa niñera para Arthur? —preguntó Lucy animada.

 

Lord Ruthven se rió. Tuve la impresión de que en su alegría había frialdad, desprecio casi.

 

—Tengo que marcharme —dije; besé a Lucy y me dispuse a bajar las escaleras cuando oí la voz de lord Ruthven.

 

—Doctor Eliot —susurró.

 

Mi primer instinto fue seguir bajando como si no lo hubiera oído. Pero, muy a pesar mío, Ruthven me tenía intrigado. Estaba en lo alto de las escaleras y tenía al hijo de Lucy cogido en sus brazos.

 

— ¿Cuándo va a venir a visitarme? —preguntó.

 

Yo me encogí de hombros.

 

—No veo por qué motivo desea hablar conmigo.

 

—Su artículo, doctor Eliot.

 

— ¿Mi artículo?

 

Lord Ruthven sonrió.

 

—El que publicó este año. «Ensayo llevado a cabo en el Himalaya: grupos sanguíneos y aglutinación.» Así fue cómo lo ti­tuló, según creo.

 

Me lo quedé mirando fijamente, sorprendido.

 

—Sí —convine—, pero no me había dado cuenta de que...

 

— ¿De que me interesan estos temas?

 

—Se trata de una rama más bien oscura de la investigación médica.

 

—Sí lo es. Y su artículo era especialmente oscuro, pues a la complejidad del tema añade usted un punto de vista radical, si es que lo entendí bien. Pero lo radical es siempre lo más intri­gante, ¿no es así?

 

—Una postura interesante proviniendo de un miembro de la Cámara de los Lores.

 

Lord Ruthven esbozó una sonrisa apenas perceptible.

 

—La última vez que hablamos, dijo usted que entregaría fondos para el hospital...

 

—Sí.

 

—A cambio, yo...

 

—A cambio, usted debe venir a cenar a mi casa.

 

—Me temo que estoy muy ocupado...

 

—No hay prisa. El último domingo de mayo. Espero que para entonces ya habrá tenido tiempo de organizar su agenda de trabajo.

 

—Sí. —Me encogí de hombros—. Estoy seguro...

 

—Estupendo —me interrumpió lord Ruthven—. Venga a las ocho. Tiene ya mi dirección. —Asintió y desapareció antes de que me diera tiempo a contestarle. «Iré, por supuesto que iré. Una donación, por pequeña que sea, será bien recibida. Y ade­más lord Ruthven me parece una persona interesante. Estoy se­guro de que su conversación será estimulante. Sí, iré, iré.»

 

De regreso a Whitechapel, tuve otra vez la sensación de que me observaban, sensación que persistió hasta Liverpool Street. Allí, entre la muchedumbre que se agolpaba en Bishopsgate, me impresionó ver, sentada en un carruaje, a una mujer de extraor­dinaria belleza que me estaba contemplando. No tenía el pelo negro sino rubio y sus rasgos eran, sin lugar a dudas, europeos. Me sentí poderosamente atraído por ella, una emoción que no conocía. Más fuerte aún que el deseo que sentí por la mujer que capturó Moorfield en el paso de Kalibari. Una emoción pareci­da a la que experimenté en el muro de Kalikshutra, cuando tuve la sensación de que alguien se metía dentro de mí. Algo ridículo, desde luego.

 

Tengo que recuperar horas de sueño. Hoy me acostaré tem­prano.

 

 


Date: 2015-12-17; view: 529


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Narración escrita por Bram Stoker a principios de setiem­bre de 1888. 7 page | Diario de Bram Stoker (continuación).
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