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Narración escrita por Bram Stoker a principios de setiem­bre de 1888. 7 page

 

Eliot me apretujó fuerte el brazo.

 

— ¿Se encuentra bien? —preguntó. Mi compañero tenía la frente húmeda y fría; me dio la impresión de que los ojos le sa­lían un poco de las órbitas, como presas del terror, y me pregunté si los míos tendrían también aquel aspecto. Por extraño que pa­rezca, sin embargo, me tranquilizó ver que él estaba tan asusta­do como yo.

 

Yo asentí.

 

—Vamos, Eliot —dije—. Afrontemos lo peor.

 

Supongo que yo me temía que al entrar en aquella habita­ción sería víctima de una alucinación como la que había sufrido antes. Pero estaba a oscuras; una oscuridad densa, de terciopelo rojo. Tardé unos segundos en acostumbrarme a la oscuridad. Poco a poco advertí que había unas velas encendidas, diminutos destellos de luz titilantes formando un arco. Más allá distinguí vagos perfiles de muebles y detrás de ellos unas cortinas, recar­gadas y suaves como la oscuridad misma; me sentí encerrado, atrapado en algo vivo y opresivo. El aire estaba muy cargado de humo de incienso y de opio, y de los perfumes exóticos de unas flores cargadas de polen. Me sentí como si me hubieran chupa­do toda mi energía, como si la oscuridad se alimentara de mí, y anhelé poder recobrarla. Enfrente de nosotros, donde el arco de velas se juntaba con la pared, era el único sitio donde no reinaba la oscuridad y donde habían descorrido las cortinas. En la pared había un cuadro, iluminado. Parecía muy pálido en contraste con la pared pintada de rojo. Era una mujer y me di cuenta en seguida de que su rostro era el mismo de las estatuas que había­mos visto en los nichos. En aquel cuadro, no obstante, estaba representada vestida a la última moda. Era de una belleza es­pantosa. Yo tuve que desviar la mirada. Y al hacerlo vi por pri­mera vez un cuerpo tendido en el suelo como si fuera una ofren­da. Era el raja. Su ropa estaba empapada; tenía una pierna herida y el rostro manchado de hilillos de sangre.

 

Eliot se aproximó a él, y le dio la vuelta. Yo lo seguí y vi que junto a la cabeza del raja había una fuente grande de plata en la que no había reparado. Estaba llena de un líquido espeso y os­curo. Metí un dedo y lo levanté a la luz de una vela.

 

—Eliot —susurré—, creo que es sangre.

 

Eliot me lanzó una mirada.

 

— ¿De veras? —preguntó.

 

Me estremecí y miré a mí alrededor.

 

—Hay algo en este sitio —murmuré— que me parece...

 

— ¿Sí? —inquirió Eliot.

 

Me encogí de hombros.

 

—Casi sobrenatural —repuse.

 

Eliot se rió de buena gana.



 

—Creo que deberíamos agotar todas las explicaciones natu­rales —dijo— antes de aferramos a semejante teoría. Y de he­cho —añadió, mirando de nuevo el cuerpo tendido en el suelo al que había tomado el pulso— éste no es un caso que desafíe las leyes de la naturaleza.

 

Había un dejo en su tono que me alertó.

 

— ¿Tiene usted, pues, una solución? —exclamé.

 

—Al final —repuso— resulta que era todo muy sencillo.

 

Me quedé mirando fijamente el rostro del raja; era el mismo y... no lo era. Sus rasgos eran los que había visto en las escaleras de la entrada privada del Lyceum, pero la crueldad se había sua­vizado, en realidad había desaparecido de ellos, y vi, a pesar de los hilillos de sangre, que sus mejillas ya no estaban pálidas sino rosadas y regordetas.

 

—No lo entiendo —dije—. Es, sin duda, el rostro del raja, pero está tan increíblemente cambiado que parece imposible que lo sea.

 

—Le doy la razón —asintió Eliot—; llevaba un disfraz mila­groso. Incluso yo, cuando lo vi por primera vez, no alcancé a darme cuenta.

 

— ¿Quién es, entonces? —pregunté.

 

—Pues quién va a ser —repuso Eliot—. Sir George Mowberley, por supuesto.

 

— ¿Está...?

 

—Sí —asintió Eliot—. Está vivo. —Observó brevemente la herida que tenía sir George en la pierna—. Debió ser la bala —murmuró—. No es nada grave. Pero tenemos que sacarlo de aquí lo más rápido posible.

 

Echó varias miradas a nuestro alrededor y en aquel momen­to las velas temblaron. Tuve la sensación de que la habitación palpitaba como un ser vivo y de que una entidad invisible me dejaba sin fuerzas; tenía la lengua correosa y me imaginé que los huesos se me estaban convirtiendo en ceniza; y los ojos los tenía secos y me escocían, como si me hubieran aspirado la hu­medad que los protege; incluso las cuencas me dolían. Agotado y sin vida, miré el cuadro que había colgado en la pared. Eliot también lo estaba contemplando fijamente.

 

— ¿Lo siente? —pregunté.

 

Se volvió. Tenía el rostro más chupado y enjuto que nunca. De repente, sin embargo, estalló a reír, sacudiendo la cabeza.

 

— ¿Qué ocurre? —le pregunté, algo sorprendido.

 

—Pero si esto es como el decorado de una de sus obras de teatro, ¿no cree, Stoker? ¿No será una casa encantada con sus tru­cos efectistas? No, no —añadió, sacudiendo la cabeza—, éste es un lugar donde acecha el peligro, pero no procede de ningún ser sobrenatural. Los enemigos con los que nos enfrentamos son diabólicos, mas, ¡ay!, no por ello son menos humanos. —Se aga­chó—. Vamos, Stoker —dijo levantando uno de los brazos de sir George—, no debemos dejar que nos descubran aquí. A nues­tros conspiradores no les gustará que les arrebatemos su trofeo. Tenemos que irnos en seguida.

 

Yo cogí a sir George por los pies y le ayudé a levantarlo. Con la otra mano abrí la puerta; no recordaba haberla cerrado, pero no abrí la boca, pues no deseaba que volviera a burlarse de mí. Aun así, en mi imaginación sentía que la oscuridad me dejaba sin fuerzas; me pregunté si mis piernas y mis brazos crujirían de lo maltrecho y seco que me sentía el cuerpo. Pensé que Eliot también luchaba lo suyo, porque parecía muy debilitado; y, aunque me sonrió para tranquilizarme, tenía la cara rígida y muy pálida. Salimos de la habitación, no sin antes fijar los dos nuestros ojos en el cuadro. Aquella mujer brillaba con luz tenue; después la habitación pareció llenarse de tinieblas; las velas se apagaron una a una hasta que quedó todo a oscuras.

 

—Por el amor de Dios —murmuró Eliot—, salgamos de aquí.

 

Anduvimos vacilantes por el pasillo. Del piso superior me llegaba el sonido apagado de las melodías que había oído antes. Apretamos el paso. Al final del pasillo había un amplio vestíbu­lo; y al final del vestíbulo, dos macizas puertas de metal, que es­taban abiertas. Pasamos por ellas y sentimos que nos caían go­tas de lluvia en la cara. Por fin habíamos salido a la calle.

 

—Por aquí —dijo Eliot, señalando una farola de gas titilan­te. No dejaba de mirar por encima del hombro, pero nadie nos seguía, y cuando llegamos a la calle principal supe que estába­mos a salvo, pues en la acera había una aglomeración. Me sor­prendió ver a tanta gente, pues todavía no había amanecido; la multitud estaba agolpada en la oscuridad, lejos de la luz de la farola; estaba todo negro como la boca del lobo y era práctica­mente imposible distinguir qué les tenía allí reunidos. Había un policía agachado junto a un cuerpo desplomado. Eliot le pre­guntó qué había ocurrido; el guardia le respondió que habían agredido a una mujer y que la habían dado por muerta. Eliot, ni que decir tiene, ofreció de inmediato sus servicios; se agachó y vi que, de pronto, fruncía las cejas y le cogía una muñeca a la víctima.

 

— ¡Rápido! —gritó—. ¡Rápido, denme un trapo! —Se lo ató a la muñeca y vi que se formó una mancha morada que poco a poco iba extendiéndose por la tela. Eliot miró al policía—. ¿No vio usted —le preguntó— que le habían cortado en la muñeca?

 

— ¡Es lo que hicieron con todos los demás! —Gritó una mujer de la multitud—. ¡Todos tenían cortes como éste, sí, todos, algu­nos en el cuello, otros en el cuerpo y otros en las muñecas! — ¿Los demás? —preguntó Eliot.

 

—La gente de por aquí —asintió la mujer. Se oyeron gritos de la muchedumbre que expresaba su acuerdo con ella—. ¡La policía no hace nada por nosotros! ¡Les es indiferente! ¡Lo man­tienen en silencio!

 

El policía tragó saliva; era muy joven. Le dijo a Eliot en voz queda que él no sabía nada del caso. Él no hacía sus rondas en Rotherhithe. Había llegado de los muelles de la zona norte a fin de investigar el ruido de un tiroteo en el Támesis del que habían informado a la policía y, aunque no había descubierto indicio de tiroteo alguno, se había encontrado con aquella mujer; hacía lo que podía y, como ya había dicho, no hacía las rondas allí. Clavó los ojos, nervioso, en la muñeca teñida de sangre de la mujer y volvió a tragar saliva.

 

— ¿Vivirá? —preguntó al fin. Eliot asintió.

 

—Eso creo —comentó—, pero debemos llevarla a un hospi­tal cuanto antes. —Miró fijamente al policía—. Si usted trabaja en los muelles del norte de la ciudad, tendrá aquí una lancha. El policía asintió.

 

—Bien —dijo Eliot, poniéndose en pie—. Entonces llévenos a la otra margen. Tengo que llevarla a Whitechapel; allí podré atenderla.

 

El policía asintió, pero de repente frunció las cejas. —Perdone la pregunta, señor, pero ¿qué están haciendo us­tedes aquí?

 

— ¿Nosotros? —Eliot se encogió de hombros—. Estába­mos... —Sonrió casi imperceptiblemente—. Estábamos disfru­tando de una noche en los muelles. —Señaló a sir George, cuya herida, según pude ver, había disimulado con cuidado—. Y me temo que uno de nosotros ha disfrutado de lo lindo. El policía asintió con parsimonia. —Sí, señor. —De pronto torció el gesto—. Comprendo. —Le agradecería que no se lo dijera a nadie —dijo Eliot con vehemencia—. Y ahora no perdamos más tiempo. Vamos. Tene­mos que llevar a esta pobre mujer a su lancha, y después a la cama.

 

Y así fue como cruzamos el río y volvimos al norte, a White­chapel. Una vez allí, un par de policías nos ayudaron a llevar a la mujer hasta el hospital; Eliot, antes de entrar en el edificio, me pidió que subiera a sir George al piso de arriba.

 

—Y por todos los santos —me susurró—, no deje que nadie le vea la herida de la pierna.

 

Yo asentí y lo llevé hasta arriba sin problemas; permanecí a su lado más de una hora. Al fin llegó Eliot.

 

—La mujer se recuperará —dijo, sentándose junto a sir Geor­ge—. La he acostado en una cama del piso de abajo.

 

— ¿Y qué hacemos con él? —pregunté, indicándole a sir George.

 

— ¿Con él? —Eliot sonrió—. Se ha portado muy mal. Debe­mos devolvérselo a su mujer en seguida.

 

— ¿Pero de veras cree usted que se encuentra bien de salud?

 

—Estoy seguro de ello. Pero voy a examinarlo y a cuidar su he­rida, que, como ve... —dijo, poniéndola al descubierto— es sólo un arañazo... —Se quedó callado un momento, mirando fijamente el rostro de sir George; después sonrió casi impercepti­blemente y sacudió la cabeza; a renglón seguido frunció las ce­jas, como avergonzado, y volvió a vendarle la herida. Pero su sonrisa había sido una sonrisa llena de afecto y para un hombre tan frío como él aquel afecto, pensé, debía ser muy importante. — ¿Son amigos íntimos? —le pregunté. Eliot meneó la cabeza.

 

—Ahora no, pero en el pasado nos atrajimos como suelen atraerse dos seres opuestos. Yo, Ruthven y Mowberley. Yo asentí y volví a mirar fijamente a sir George. — ¿Cuándo lo supo? —pregunté al fin. — ¿Qué? ¿Que él y el raja eran la misma persona? Eliot esbozó una sonrisa llena de tristeza. Prosiguió su tra­bajo en silencio y yo pensé que no iba a contestarme.

 

—George siempre fue... —dijo de pronto—. Siempre fue... —Sacudió la cabeza—. Muy mujeriego.

 

—Sí, eso ya me lo dijo. —Asentí lentamente—. ¿Por eso se fue con la prostituta del callejón? —Exacto.

 

—Pero... perdone mi falta de delicadeza... pero hay muchos hombres que... bueno... ¿no es posible que un raja también ten­ga...? En fin, ya me entiende.

 

—Sí —repuso Eliot secamente—. Por supuesto. Pero yo esta­ba convencido de que, si el raja no era sir George, entonces lo que buscaba en la prostituta no era sexo sino otra cosa bien distinta.

 

— ¿De veras? —Miré fijamente a Eliot, perplejo—. ¿A qué se refiere? ¡Dígamelo, en nombre de Dios!

 

—No deseo hablar de ello. —Se le quedó el rostro paraliza­do—. Fue una locura pensarlo. —Pero no me cabe duda que...

 

—No deseo hablar de ello —dijo esto en un tono de voz súbi­tamente gélido y yo debí poner cara de sorprendido, pues inme­diatamente Eliot me tocó el hombro, como pidiéndome discul­pas—. Se lo ruego, Stoker, no me haga más preguntas sobre este tema. Es un asunto para mí desagradable. Recordará que le ha­blé de la enfermedad que padecían ciertas personas en Kalikshutra... Es algo que he intentado arrancar de mi mente; sin em­bargo, es evidente que no lo he conseguido del todo, pues a veces me imagino que algunas personas, que no pueden pade­cerla, la padecen. Baste con decir que mis suposiciones eran fal­sas y que a partir de aquel momento supe a ciencia cierta que el raja era sir George. Cuando lo vi en aquella embarcación, la ex­presión de sus ojos al verme... no me cupo ninguna duda.

 

—Hay algo, sin embargo —afirmé—, que sigo sin entender.

 

— ¿Ah sí?

 

—Sí. —Volví a escudriñar el rostro de sir George—. ¿Cómo es posible que sus rasgos cambiaran tanto? ¿Cómo es que no lo reconocimos en seguida?

 

—Ah ya —asintió Eliot—. Recordará, Stoker, que en Coldlair Lane le comenté que el caso estaba perfectamente claro para mí, excepto por un detalle que no encajaba. Bien, usted acaba de mencionar este detalle, que sigue dejándome perplejo. Confieso... que no puedo responder a su pregunta.

 

— ¿No tiene ninguna teoría?

 

Eliot frunció las cejas.

 

—Tal vez... —murmuró.

 

— ¿Sí?

 

Sacudió la cabeza.

 

—No —dijo al fin—, es imposible.

 

—Dígamelo —le apremié.

 

—Tan sólo iba a comentarle una coincidencia —me dijo. — ¿Una coincidencia? Eliot asintió.

 

—Recordará que Lucy, cuando vio el rostro de Mowberley junto a la ventana, imaginó que estaba manchado de sangre. Esta noche, cuando lo encontramos, también tenía la cara man­chada de sangre.

 

— ¡Santo cielo, Eliot! —exclamé—. ¡Tiene usted mucha ra­zón! ¿Cómo hay que interpretarlo?

 

—Confieso —respondió Eliot— que no sé cómo interpretarlo.

 

Mi decepción debió ser bien visible, pues Eliot sonrió.

 

—Me temo que debemos esperar —afirmó poniéndose en pie— a que Mowberley recobre el conocimiento. Tal vez sus co­mentarios arrojen luz sobre el asunto. Y con este fin, Stoker, me pregunto si puedo pedirle un último favor.

 

—Desde luego —repuse yo—, ya sabe cómo me gusta ayu­darle en este caso.

 

Eliot se había aproximado a su escritorio. Se había sentado y estaba escribiendo una nota.

 

—Tenemos que llevar a Mowberley a su casa —dijo—. Lady Mowberley ha llevado su ausencia con mucho valor. No pode­mos tenerla apartada de él más tiempo. —Se volvió a mirarme—. Por tanto, Stoker, me pregunto si sería mucha molestia para us­ted llevar al ministro hasta su casa.

 

—No es ninguna molestia —repuso.

 

Eliot asintió.

 

—Iría yo mismo —murmuró—, pero he dejado a Llewellyn solo demasiado tiempo, ésta es la verdad. —Siguió escribiendo y, cuando al fin hubo concluido la nota, la metió en un sobre y me lo dio—. Tenga la amabilidad de entregarle esto a lady Mowberley.

 

—Tiene que prometerme que me mantendrá informado de cómo se desarrolla el caso.

 

Eliot sonrió.

 

—Pues claro que sí, mi querido Stoker. ¿En quién, si no, po­dría yo confiar? Pero dudo que este caso nos dé más guerra. Creo que podemos considerar que hemos dado con la solución.

 

Y, después de guardar la nota, me fui. Sentado en el coche de caballos, sin embargo, no dejaba de darle vueltas al asunto, pues no estaba tan seguro de que hubiéramos resuelto todos los enig­mas. Pensé en todo lo que había vivido y visto aquellos días, hasta que, rendido, las imágenes empezaron a mezclarse unas con otras de forma inconexa. Veía a Lucy; al raja; a lord Ruthven y a sir Geor­ge; los perseguía con Eliot en una embarcación por el Támesis; después me encontraba en el antro de Polidori. Y luego veía el cua­dro que colgaba de aquella habitación perfumada; y de pronto me desperté sobresaltado. Aquel recuerdo me hizo estremecer, no sa­bría decir por qué; la hermosura de aquella mujer era tan impo­nente y tan imposible que me pregunté si no sería esto lo que me tenía alterado. Seguíamos sin saber quién era, ni qué hacía en Rotherhithe y, sin embargo, Eliot daba el caso por acabado.

 

Sacudí la cabeza. No quería desconfiar de un hombre que te­nía un talento tan extraordinario. Tuve la corazonada de que no tardaría mucho en volver a verlo...

 

 


Date: 2015-12-17; view: 543


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