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Narración escrita por Bram Stoker a principios de setiem­bre de 1888. 1 page

 

 

No tengo mayor dificultad en reconstruir los hechos que voy a relatar a continuación, pues fueron tan sorprendentes y tuvieron un desenlace tan espectacular que me parece que cualquiera se hubiera dejado impresionar por ellos. Yo, sin embargo, tenía, además, otras razones para intentar recordar aquella aventura en todos sus detalles, pues daba la casualidad de que, por enton­ces, andaba yo buscando una historia excepcional con la inten­ción de escribir una obra de teatro o, quién sabe, incluso una buena obra en prosa. Pues bien, los acontecimientos que se pro­dujeron a primeros de abril, como tengo que decir sin más tar­danza, fueron ciertamente extraordinarios.

 

El célebre actor de teatro cuyo manager soy yo, el señor Henry Irving, acababa de regresar de una gira por Estados Unidos que le había reportado muchos éxitos. Después de haber conquistado América, trabajaba para recibir, una vez más, el homenaje de Londres en el famoso templo de arte dramático, el Lyceum Theatre. El señor Irving y yo habíamos decidido que la temporada de verano se iniciaría en el Lyceum con la representación de Fausto, una obra sensacional y una de las favoritas, de siempre, del públi­co londinense. No obstante, Fausto no es una obra original, como tampoco lo eran las obras que habíamos programado para el res­to de la temporada. El señor Irving era muy consciente de este he­cho y en las conversaciones que manteníamos me confesó que se arrepentía de haber escogido aquellas obras para la temporada. Muchas fueron las noches —y muchas siguen siendo, todavía ahora, las noches— en que nos reuníamos y charlábamos, mien­tras comíamos un buen bistec y bebíamos cerveza negra, de los nuevos papeles que podría interpretar él. En aquellas semanas de principios de abril, no obstante, no habíamos encontrado nada idóneo. Al fin le propuse escribir yo mismo una nueva obra de teatro, comentario que, lamento decirlo, le arrancó una carcaja­da al señor Irving, que lo calificó de «temible». Pero su reacción no me arredró, más bien sucedió todo lo contrario: a partir de aquel momento empecé a buscar nuevos temas y, con tal fin, cogí la costumbre de anotar en mi diario acontecimientos o ideas in­sólitos que se me ocurrían. Es en estas notas, precisamente, en las que me baso ahora para relatar los hechos que paso seguidamen­te a exponer.

 

Debo confesar, sin embargo, que permanecí varias semanas sin inspiración. Mi querida esposa estaba por aquellos días en­ferma; había que sumarle a la crisis doméstica que desenca­denan siempre tales situaciones, el agobio que sufre cualquier director de teatro al inicio de una temporada; espero que en se­mejante estado el fracaso de mis intentos literarios será juzgado con benevolencia. Estaba programado que la temporada empe­zara el día catorce; a medida que iba acercándose el día, yo era cada vez menos dueño de mi tiempo. Al fin, sin embargo, llegó el día de marras y, como a menudo ocurre en el ojo de un huracán, yo me sentí de pronto completamente tranquilo, tanto que me sorprendió a mí mismo. Estaba sentado en mi despacho, diciéndome que había hecho todo lo que estaba en mis manos y pre­guntándome, al mismo tiempo, si aquello iba a ser suficiente. Mas únicamente me cabía esperar y desear que las cosas fueran lo mejor posible. Fue entonces cuando me entregaron la tarjeta del doctor Eliot.



 

Le eché una ojeada. El nombre que figuraba allí escrito no me decía nada, pero era tal mi enervamiento que agradecí aquella distracción que me ofrecía el destino, de modo que pedí que hi­cieran pasar al doctor Eliot a mi despacho. Era evidente que había estado esperando junto a la puerta, puesto que entró en se­guida, como si le apremiara algún asunto urgente. Aunque su ca­rácter decidido saltaba a la vista, sin embargo, también era bien visible su calma y aplomo; a decir verdad, daba la impresión de ser una persona totalmente imperturbable, algo que llamaba la atención en alguien tan joven, pues no podía tener más de treinta años; me hice de inmediato una idea de la autoridad que debía ejercer sobre sus pacientes. Tomó asiento frente a mi escritorio y me miró fijamente a los ojos, como si quisiera taladrar mis pen­samientos más íntimos.

 

—La señorita Lucy Ruthven —me preguntó bruscamente— es una de sus actrices, ¿no es así?

 

Le repuse que así era.

 

—Actuará en la representación de Fausto que se estrenará esta noche.

 

— ¿Desempeña un papel principal?

 

—No, pero tampoco puede decirse que sea un papel insigni­ficante. Es extremadamente joven, doctor Eliot. Es muy merito­rio que haya conseguido un papel como el que va a representar.

 

Me lanzó una mirada astuta.

 

— ¿Admira, pues, su talento?

 

—Sí, sí —convine—, será una actriz maravillosa.

 

Me quedé callado y de pronto me ruboricé, pues tuve la im­presión de que mi entusiasmo podía interpretarse torcidamen­te, pero el doctor Eliot no pareció percatarse de mi turbación.

 

—He de hablar con ella —dijo—. Doy por sentado que no se encuentra aquí, en el teatro, en este momento, ¿me equivoco?

 

—No —repuse—, no está aquí; no vendrá hasta las cuatro. No obstante, si desea dejarle una nota, lo acompañaré a su ca­merino.

 

Eliot inclinó la cabeza.

 

—Es muy amable de su parte. —Se puso en pie y salimos del despacho; bajamos las escaleras y pasamos por los estrechos pa­sillos del teatro—. Me ha sido muy difícil localizar a la señorita Ruthven —dijo, andando a grandes zancadas detrás de mí—. Me habían informado de que, legalmente, es la pupila de sir George Mowberley, pero al parecer ha decidido no vivir con él. —Sí —repuse yo—. Pero debe usted comprender que pasó a ser pupila de sir George tras la triste muerte de su hermano. Tal vez estará usted enterado del asesinato del pobre sir Ruthven.

 

—Sí, sí —se apresuró a responder Eliot, como si no tuviera ningún deseo de hablar sobre aquel tema—. Pero resulta extra­ño, ¿verdad? —Prosiguió—, que la señorita Ruthven no viva ahora con sir George Mowberley. ¿Qué edad tiene? —Creo que sólo tiene dieciocho años.

 

—Entonces tenía usted razón, es muy joven. —Hizo una pausa—. Anoche fui a casa de los Mowberley. Al hablarle yo de la señorita Ruthven, me dio la impresión de que lady Mowber­ley adoptaba una actitud de frialdad. —Calló un momento y me lanzó una mirada—. Supuse que quizá no mantenían buenas re­laciones.

 

Había dicho esto último en un tono de voz interrogativo y yo meneé la cabeza a modo de contestación.

 

—Creo que tiene usted razón —repuse—. Es muy probable, me imagino, que lady Mowberley no apruebe la afición de la se­ñorita Ruthven por el teatro.

 

—Debo confesar —comentó Eliot— que a mí me sorprende su decisión. Yo conocía muy bien a su hermano, ¿comprende? Son de muy buena familia.

 

—Sí —respondí yo un tanto ofendido— y por eso actúa aquí, en el Lyceum, donde el señor Irving tanto ha hecho por dignifi­car la profesión de los actores.

 

—Por favor —se apresuró a decir—, no era mi intención in­sultar a nadie. Pero debe reconocer, señor Stoker, que no es nada frecuente que una chica de su categoría social desee dedi­carse al arte dramático.

 

—No estoy muy seguro, doctor Eliot. Muchas son las que lo desean, pero pocas tienen la valentía de seguir sus deseos.

 

Eliot se quedó meditabundo.

 

—Sí —murmuró al fin—, puede que tenga usted razón.

 

—Doctor Eliot —le dije—, la señorita Ruthven es una chica con mucho carácter y muy decidida. Casi me atrevería a decir que tiene una personalidad masculina, y, al mismo tiempo, una sensibilidad y una pureza muy femeninas. Y, al igual que hace honor a su apellido, también aporta distinción y prestigio al tea­tro. No tema por ella, doctor Eliot; es una persona excelente en todos los sentidos.

 

Eliot hizo, con mucha lentitud, unos movimientos afirmati­vos de cabeza. Yo volví a ruborizarme y tragué saliva; después me volví y apreté el paso. Eliot me siguió por el pasillo, sin hacer más comentarios. Cuando vi los camerinos, por fin respiré.

 

—Ya hemos llegado —dije cogiendo las llaves que guardaba en el bolsillo. Pero en aquel momento me di cuenta de que la puerta del camerino de la señorita Ruthven estaba entornada—. Tiene usted suerte —le comenté—. La señorita Ruthven ya está aquí.

 

—Qué extraño —repuso Eliot— que prefiera estar a oscuras.

 

Advertí que tenía mucha razón al hacer aquel comentario, porque la habitación estaba efectivamente a oscuras. Fruncí las cejas y eché una ojeada a las llaves que tenía en la mano. Ningu­no de los dos nos atrevimos a entrar. Tuve un extraño presenti­miento, no sé exactamente qué fue lo que presentí, tal vez fuera incertidumbre... y, hablando más tarde del hecho con Eliot, supe que él había sentido lo mismo. Observé que sus mejillas cetrinas estaban tenuemente sonrojadas. Me lanzó una mirada y se colocó detrás de la puerta.

 

—Lucy —dijo golpeándola con suavidad con los nudillos—. ¡Lucy! —Abrió la puerta despacio y yo entré con él en el camerino. Cogió un quinqué y vi la llamarada de una cerilla. La habita­ción quedó bañada en una débil luz anaranjada. Eliot sostuvo en alto el quinqué y se quedó mirando fijamente algo que había a mis espaldas, con el semblante ensombrecido. Yo me volví y di un respingo, pues en la silla había un hombre sentado. Era jo­ven y muy hermoso, de tez delicada y pelo negro y ensortijado. Tenía los ojos cerrados; estaba hasta tal punto inmóvil y su tez estaba hasta tal punto pálida que, de no haber sido por la ligerísima dilatación de las alas de la nariz, como si aquel hombre es­tuviera aspirando un olor que lo transportaba, hubiera dicho que me hallaba frente a un cadáver. Muy lentamente, el joven abrió los ojos. Unos ojos Fulgurantes. Yo sentí que su mirada me hipnotizaba; me recordó un poco la mirada de Henry Irving, aunque era más fría y turbadora, pues parecía expresar una pro­funda desesperación y una altivez que ningún actor es capaz de fingir. Él debió de percatarse de mi confusión, pues sus labios carnosos y rojos esbozaron una sonrisa y se levantó con langui­dez. Iba impecablemente vestido, con ropas elegantes y de un corte perfecto. Llevaba una larga capa.

 

—Me temo haberlos asustado —dijo—. Permítanme discul­parme. —Su voz era melodiosa e hipnotizante, al igual que sus ojos—. He venido a ver a mi prima —nos comunicó al tendernos la mano—. Me llamo Ruthven, lord Ruthven. —Al estrechar su mano, advertí que estaba helada.

 

—Es un gran placer conocerlo —le dijo Eliot al estrecharle la mano a su vez—. Yo era amigo de Arthur, su primo. El semblante de lord Ruthven se ensombreció. —No lo conocí —murmuró al fin—. Murió, ¿verdad? —En circunstancias muy lamentables —respondió Eliot. —Sí —dijo lord Ruthven—, eso me dijeron. —Entornó los ojos y se encogió levemente de hombros—. He vivido toda mi vida en el extranjero. Hace muy poco que he regresado a Ingla­terra. Quien ha viajado mucho, tiene un privilegio y es que no le une nada a sus familiares. Y, sin embargo, a veces —echó una mirada por el camerino—, incluso sus familiares pueden sor­prenderlo. Por ejemplo —prosiguió, cogiendo un sobre que ha­bía encima del escritorio—, de pronto me encuentro con que tengo una actriz en mi familia. ¡Eso es más que sorprendente! ¡Es absolutamente romántico! —Abrió el sobre y extrajo un pro­grama de teatro que llevaba, según observé, el logotipo del Lyceum, y que lord Ruthven me entregó. Vi que el nombre de la se­ñorita Ruthven estaba subrayado en rojo—. Me lo mandaron hoy.

 

Eliot levantó la vista, después de haber observado atenta­mente el programa por encima de mi hombro.

 

— ¿De veras? —preguntó—. ¿Y quién se lo mandó?

 

—No estaba firmado.

 

— ¿Y el sobre? ¿Había escrito algo en él?

 

Lord Ruthven alzó una ceja.

 

—No —dijo hablando con mucha lentitud—. Me lo dejaron en el club. —Sonrió casi imperceptiblemente—. ¿A qué viene su interés, señor?

 

Eliot se encogió de hombros.

 

—Me preguntaba sólo quién podía haberlo enviado, eso es todo.

 

—Pero si no tiene nada de misterioso. Seguro que lo envió la jovencita señorita Ruthven. De hecho —comentó lord Ruthven dirigiéndose a mí—, ésta es la razón por la cual estoy aquí. He decidido asistir a la representación de esta noche y deseo un palco privado a mi disposición. Tal vez usted, ya que mi prima no se encuentra aquí en este momento, podrá ayudarme.

 

—Me temo —le respondí— no poder satisfacer su petición, milord. Hoy es el día del estreno de la temporada y no queda ni un solo palco privado libre.

 

— ¿De veras?

 

Habló con mucha calma y en su tono no se percibía, apa­rentemente, amenaza alguna; sin embargo, y a pesar de todo, sin saber por qué, de pronto el pánico hizo presa en mí. Alguna oscura fuerza me impulsó a fijar mis ojos en los de él y vi que lord Ruthven me dedicaba una sonrisa burlona. Soy alto y fuer­te, y no soy ningún cobarde, o así lo espero, pero de repente me puse a temblar como una hoja. La belleza de lord Ruthven era deslumbrante y, a la vez, era también horrible, como la de una serpiente mortífera y cruel. Tuve la sensación, casi, de que él me chupaba toda mi fuerza, como si se alimentara de ella. Me enju­gué el sudor que me resbalaba por la frente.

 

—No me cabe ninguna duda —dije al fin en voz queda— de que este problema se podrá solventar.

 

—Bien —manifestó afablemente lord Ruthven. Cuando se levantó para marcharse, sentí que mi terror se desvanecía. Al acercarse a la puerta, me preguntó—: ¿Dónde dejará mi loca­lidad?

 

—En la entrada privada, milord. —Le lancé una mirada a Eliot, que estaba sentado a la mesa escribiendo una nota—. Doctor Eliot, podría decirle a la señorita Ruthven que le dejara usted un mensaje también allí.

 

— ¿Doctor Eliot? —La palidez de lord Ruthven pareció ilu­minarse por un súbito resplandor—. ¿Es así como se llama usted?

 

—Sí —repuso Eliot arrugando la frente—. ¿Por qué lo pre­gunta? ¿Le dice algo mi nombre?

 

Lord Ruthven no contestó; se limitó a sonreír y sólo cuando su sonrisa se hubo desvanecido, se encogió de hombros y se vol­vió; al pasar rozó uno de los vestidos de la señorita Ruthven. Para gran sorpresa mía, vi que sus mejillas se sonrosaban, que los ojos le fulguraban y que las alas de la nariz se dilataban. Era como si estuviera aspirando un perfume de la tela. Mas cuando se hubo marchado, me acerqué el vestido a la cara y no olí nada. Miré a Eliot y me encogí de hombros.

 

—Me parece que este hombre está loco —comenté. Eliot no hizo ningún comentario; se quedó mirando fija­mente el pasillo por el que acababa de desaparecer lord Ruth­ven y luego echó insistentes ojeadas al camerino. Frunció las ce­jas y volvió a la mesa; lo dejé escribiendo; no quería molestarlo y, por otra parte, tenía prisa por volver a mi despacho. Eliot pronto acabó de escribir la nota, que acercó a la luz, como si la examinara; después la dejó apoyada en la lámpara del espejo. Salimos al pasillo y volvimos al teatro en silencio. Le enseñé a Eliot la entrada privada y me marché.

 

Me olvidé rápidamente de él, pues en cuanto nos hubimos despedido el ajetreo frenético del estreno me absorbió total­mente, y no pude pensar en nada más. No tenía tiempo de refle­xionar sobre los curiosos acontecimientos de aquella tarde; eso sí, cuando me encontré a la señorita Ruthven, me pregunté en qué habría quedado con Eliot, mas no me paré a preguntárselo. Una cosa sí sabía yo, sin embargo, y es que Eliot no asistiría a la representación; cuando le pregunté si vendría, me respondió que las obras de teatro no eran lo suyo; añadió que, en realidad, ninguna obra de ficción despertaba su interés.

 

No obstante, estoy seguro de que el Fausto que se estrenó aquella noche hubiera cautivado incluso a Eliot. Fue un éxito clamoroso; y si el señor Henry Irving y Ellen Terry arranca­ron los más sonoros aplausos, los que le dedicaron a la señorita Ruthven no les fueron a la zaga. Fue una revelación, si no para mí, al menos, para el público; al terminar la representación, es­taba en boca de todos. En la entrada privada vi a lord Ruthven; me pregunté qué estaría pensando de la actuación de su prima. Estaba hablando con Oscar Wilde, pero cuando pasé junto a él interrumpió la conversación y me sonrió vagamente.

 

— ¡Bram! —Me llamó Wilde al verme—. ¡Caramba! Esta jo­ven actriz, la señorita Ruthven... me han dicho que éste es el pri­mer papel importante que desempeña, ¿es así? ¡No puedo creer­lo! Sólo se consigue actuar con esta naturalidad triunfal tras años de práctica y hábiles subterfugios. Hice una reverencia.

 

—Y a usted, milord —pregunté—, ¿le ha complacido la ac­tuación de su prima?

 

—Me ha complacido en extremo. —Los ojos le fulguraron mientras asentía con la cabeza—. Ha estado prodigiosa. Sin em­bargo, señor Wilde, discrepo de usted. Su naturalidad, cosa rara, no es aprendida, no es una pose. La perderá, naturalmen­te, pues una chica tan hermosa y tan inteligente como ella pron­to empezará a valorar la distinción estudiada por encima de la verdad, pero mientras tanto —añadió con los ojos otra vez fulgurantes— disfrutaremos de sus maravillosas actuaciones. —Hizo una pausa y miró a alguien que yo tenía a mis espaldas—. Hablando de Lucy —murmuró—, he aquí a otro admirador suyo.

 

Eché una mirada a mí alrededor y vi a Eliot, que subía las es­caleras.

 

— ¿Admirador? —pregunté frunciendo las cejas. —Esto es lo que me figuré. —Lord Ruthven sonrió—. ¿Por qué, si no, van los hombres a ver a las actrices?

 

Cuando volví a mirar a Eliot, arrugué la frente todavía más. Había llegado arriba y estaba inmóvil, claramente indeciso so­bre qué puerta escoger para salir. Me excusé ante lord Ruthven y Wilde, y abriéndome paso entre el gentío llegué hasta donde estaba Eliot. Al verme, vino en seguida a saludarme.

 

—Señor Stoker —me preguntó—, ¿qué camino se me permi­te tomar?

 

— ¿Para ir al camerino de la señorita Ruthven? —inquirí—. Por aquí. Cruzaremos el escenario.

 

—No hay necesidad de que me acompañe. Recuerdo por dónde se va.

 

—No, no —dije yo—, no es ninguna molestia en absoluto.

 

Eliot se encogió de hombros.

 

—Es muy amable de su parte.

 

Lo conduje hasta el escenario.

 

—Esta noche se ha perdido usted una representación sensa­cional —comenté, pensando en cómo iba a plantearle lo que quería decirle.

 

—Esto he oído —repuso. Tras una breve pausa, añadió—: Me imagino que la señorita Ruthven ha cosechado un gran triunfo.

 

—Sí —dije secamente.

 

Eliot sonrió.

 

—Se ha convertido, al parecer, en la gran favorita.

 

—Sí —volví a decir, esta vez, si cabe, aún más seco; después me quedé callado y, de repente, me paré, mirándolo a la cara—. Doctor Eliot... —empecé.

 

— ¿Sí?

 

—Creo que debería decirle a usted...

 

— ¿Sí?

 

—Creo que debería decirle a usted... —Se me trabó la lengua otra vez. Tragué saliva—. La señorita Ruthven está... bueno, se lo diré sin rodeos. La señorita Ruthven está comprometida.

 

Se me quedó mirando fijamente; poco a poco fue relajando su musculatura facial hasta que su rostro adquirió una expre­sión risueña.

 

—Mi querido amigo —declaró, echando a andar por el esce­nario—, creo que ha interpretado usted mal la naturaleza de mi interés por la señorita Ruthven.

 

— ¿De veras?

 

—Sí, se lo aseguro. —Soltó una risita—. Mi mente está he­cha exclusivamente para pensar y calcular. Nunca le ha intere­sado nada del bello sexo. Es como una máquina, vamos. Puede estar usted tranquilo, señor Stoker; no soy ningún rival para na­die. —Me escudriñó con sus ojos todavía risueños—. Pero díga­me, si es que puede decirlo, ¿quién es el afortunado?

 

Fruncí las cejas.

 

— ¿Qué es lo que le ha traído aquí? —pregunté—. ¿Ha venido para ayudarla?

 

—Si puedo. Pero ¿qué le hace pensar a usted que necesita mi ayuda?

 

—Porque... —Lancé un suspiro y meneé la cabeza—. Última­mente parece muy preocupada, doctor Eliot; asustada, casi.

 

— ¿De veras? —Sus mejillas volvieron a encenderse por el in­terés que sin duda le despertaba el tema—. ¿Y cree usted que hay que achacarlo a su relación amorosa?

 

—Yo no he dicho eso.

 

—No, pero lo ha dado a entender. —Esperó; después se en­cogió de hombros—. Si es algo relevante, la señorita Ruthven sin duda me lo comunicará. Ahora tengo la oportunidad —dijo; y tras una pausa añadió sonriendo—: de descubrirlo.

 

Hizo este comentario cuando llegamos al camerino, que es­taba abierto. Eliot, de todas formas, llamó a la puerta y entró.

 

— ¿Lucy? Espero no molestarte.

 

La señorita Ruthven, que estaba sentada frente al espejo, casi oculta por los incontables ramos de flores que había, alzó la vista. En aquel momento se estaba ajustando un sombrero en su cabeza dorada de cabellos trenzados. En su rostro de niña, aso­maron unos ojos azules asustados como los de un cervatillo; pero, al reconocernos, sus mejillas lozanas se encendieron de puro contento.

 

— ¡Jack Eliot! —susurró—. ¿De verdad eres tú? ¡Jack! —Ex­tendió las manos y el doctor Eliot le besó los dedos enfundados en guantes blancos—. ¡Qué alegría volver a verte! —Se rió—. ¡Después de... de tanto años! —Dio un paso hacia atrás e hizo una reverencia con exquisita elegancia—. Te debo parecer muy mayor, ¿verdad, Jack?

 

—Sí, muy mayor —repuso el doctor Eliot—. Una vieja.

 

La señorita Ruthven se rió y me miró.

 

—Dése cuenta, señor Stoker, Jack Eliot no me veía desde que yo era una niña con cola de caballo que jugaba todavía con muñecas y a la que le faltaban dientes.

 

Eliot meneó la cabeza.

 

—No, no, Lucy, no seas injusta. —Volvió la cabeza hacia mí—. Esta bellísima mujer fue una niña preciosa.

 

— ¡Uf! —Repuso la señorita Ruthven—, ¡Jack Eliot, no intentes adularme! Te recuerdo muy bien. Era más frío que un témpano, señor Stoker. Para él las mujeres teníamos todas la cabeza llena de pájaros.

 

Eliot esbozó una imperceptible sonrisa. — ¿Yo te dije esto?

 

—Sí, muy solemnemente, además. Yo no debía tener más de doce años. —Dirigiéndose a mí, añadió—: ¿Sabía usted que Arthur...? —Se quedó callada un momento y de su boca se desvane­ció todo rastro de risa—. Arthur era mi hermano, señor Stoker... —Hizo un esfuerzo por dominarse y sus mejillas se sonrosa­ron—. Arthur llamaba a Jack la calculadora. Eliot hizo una reverencia. —Qué halagador.

 

—Seguirás teniendo tu antigua facultad para calcular, ¿ver­dad, Jack? —Su voz sonó de pronto distante y extraña. Con un gesto lento y suave, cogió el colgante del collar que llevaba, aca­riciándolo como si fuera un amuleto, sin dejar de mirar fija­mente a Eliot con los ojos graves y muy abiertos—. Jack —dijo en un susurro—. Jack. Espero que no hayas perdido tu antiguo talento, porque lo necesitamos. Me temo que están acontecien­do cosas horribles.

 

El semblante de Eliot permaneció impasible; cuando ella hubo terminado de hablar, alzó una ceja con lentitud. — ¿Necesitamos? —preguntó. La señorita Ruthven asintió.

 

—Sí, necesitamos —dijo en voz muy queda. Luego extendió un brazo—. Ned. —Del muro de flores apareció a su llamada un joven, que estaba escondido detrás de la puerta. Era muy joven, tanto como la señorita Ruthven, y también muy hermoso. Sus rasgos eran delicados y su cabello era negro y ensortijado—. Jack y el señor Stoker. —La señorita Ruthven sonrió al coger al joven del brazo—. Permítanme que les presente a Edward Westcote, el joven más maravilloso del mundo. —Fijó sus ojos en los suyos—. No puedo seguir manteniendo nuestra relación en se­creto. Estamos casados y vivimos juntos.

 

Yo me quedé petrificado, debo confesarlo, y sin habla. Eliot, sin embargo, no parecía sorprendido en absoluto; en realidad, daba la impresión de que hubiera estado esperando aquella confesión. —Mi enhorabuena —dijo—, señora Westcote, y besó a Lucy. —Ya no puedo seguir llamándola señorita Ruthven, así que de ahora en adelante será Lucy para mí —la besó en ambas me­jillas y le estrechó la mano a Westcote.


Date: 2015-12-17; view: 538


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Carta de lady Rosamund Mowberley a la señorita Lucy Ruthven. | Narración escrita por Bram Stoker a principios de setiem­bre de 1888. 2 page
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