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Carta de lady Rosamund Mowberley a la señorita Lucy Ruthven.

 

2, Grosvenor Street, Mayfair, Londres 13 de abril de 1888

 

Mi queridísima Lucy:

 

Confío en que me perdonarás por escribirte en un momento en que sé que el inminente estreno te tiene totalmente absorbida, pero me hallo en una situación de angustia tal, que me es imposi­ble abstenerme de hacerlo. Te ruego que leas esta carta y que no la dejes a un lado. Pronto te darás cuenta, al leer este primer párra­fo, que no tenía más opción que ponerme en contacto contigo y hablarte del asunto que a continuación voy a referirte. Esta ma­ñana recibí una carta. Vinieron a entregarla en mano. En el sobre había escrito a máquina y en mayúsculas mi nombre. La carta también estaba escrita en mayúsculas. No estaba firmada, de modo que no tengo ninguna forma de saber quién pudo haberla enviado. Y, sin embargo, su mensaje era insólito y aterrador. De­cía: «HE VISTO A G. asesinado.» Cuando te diga que hace una se­mana que mi querido George ha desaparecido y que, además, aun antes de su desaparición, tenía todos los visos de ser el blanco de una conspiración, comprenderás por qué temo lo peor. Le he pe­dido a un señor que investigue el caso; no se trata de ningún poli­cía, ni siquiera de ningún detective privado; es un viejo amigo de George que posee unas facultades inusitadas, como yo misma he visto con mis propios ojos. Estoy segura de que te acuerdas de él; es el doctor John Eliot y seguramente irá a verte dentro de poco. Me parece, pues, que lo mejor será que te cuente cómo fue exacta­mente mi encuentro con él, no sólo para que te familiarices con sus métodos de investigación, que son muy característicos, sino también porque así podré darte a conocer las circunstancias que envolvieron la desaparición de George, tal y como se las transmití al doctor Eliot.

 

Esta mañana fui a verlo. Era una mañana más fría aún y más desapacible que de costumbre. De camino hacia su casa, hasta los barrios más prósperos de Londres por los que pasaba me parecían inhóspitos. Cuando dejamos atrás el centro, no obstante, tuve la sensación de que nos adentrábamos en el círculo del infierno; ni siquiera un tiempo más benigno hubiera podido mitigar las esce­nas de horror que presencié allí. George me había prevenido de que el doctor Eliot tenía lo que él llamaba, en tono de burla, un «espí­ritu misionario». Pero a mí me parece que hasta los misioneros deben encogerse y acobardarse al entrar en un sitio como aquél, donde se ve a criaturas tiritando de frío hacinadas y harapientas y a niñas que se pasean desnudas sin ningún pudor. Es cierto que yo, que me casé a una tierna edad y que crecí en el campo, estaba acostumbrada a ver escenas como ésta, pero aun así respiré cuan­do por fin llegamos al lugar de destino. Al apearme del coche, la pestilencia de unos gases venenosos y el hedor a pescado y a horta­lizas podridos me cortaron la respiración. Y mis pies se hundieron hasta la altura del tobillo en el fango que cubría la acera. Al levan­tar los pies del barro, me dije que el doctor Eliot debía ser un hom­bre singular, tal y como mi esposo siempre había dicho, al haber elegido no sólo trabajar, sino también alojarse en un sitio como aquél.



 

Entrar en el hospital, donde reinaba un silencio que contrasta­ba con el bullicio de las calles atestadas, fue como un bálsamo. Y aunque en el aire había un tenue olor a sangre, el ambiente era limpio y estaba relativamente bien ventilado. Le pedía la ayudan­te del doctor Eliot que me había abierto la puerta que le comunica­ra que yo estaba esperándolo en el vestíbulo.

 

—Si quiere ver al doctor Eliot —me repuso—, tendrá que subir y comunicárselo usted misma. Cuando está trabajando en su es­tudio, no hay forma de reclamar su atención. Suba las escaleras. Primera puerta a la izquierda.

 

Dio media vuelta y se fue apresuradamente; cuando le di las gracias casi gritando, los sollozos de unas criaturas que estaban en una habitación adjunta ahogaron mis palabras. Atisbé una es­cena fugaz —unos cuerpos encima de unas camas desvencija­dasque un portazo vino a borrar. Me dije que allí el tiempo era oro y, al comprenderlo, sentí que no debía molestar al doctor Eliot en sus horas de estudio. Pero al recordar la urgencia del caso que me había llevado hasta allí, y la distancia que había recorrido, se disiparon mis remordimientos y decidí subir las escaleras sin más tardanza. Una vez en el rellano, llamé a la puerta que me había in­dicado la enfermera. No obtuve respuesta. Volví a llamar. Como seguía sin obtener respuesta, accioné el picaporte con sumo cui­dado y entreabrí la puerta.

 

El estudio, pues era evidente que se trataba de un estudio, era una estancia agradable. Había un fuego encendido en el hogar, tu­pidas alfombras y amplios y mullidos sillones que contribuían a crear un ambiente cálido y acogedor. Había libros apilados por doquier y, colgados en las paredes, varios adornos de algún país extranjero, por no decir exótico. Del doctor Eliot, sin embargo, no había ni rastro, así que abrí la puerta del todo, entré y eché una mirada a mí alrededor. El otro extremo del estudio, que era ahora bien visible, era completamente distinto del resto de la habitación. Parecía, en realidad, un laboratorio químico. Aquí y allá se veían probetas y tubos de ensayo; en un quemador que había encima de un escritorio ardía una llama. Inclinado sobre este escritorio, de espaldas a mí, había un hombre. Debió haberme oído entrar, pero no se había vuelto y para gran sorpresa mía vi que sostenía una je­ringa junto a uno de sus brazos. Se introdujo la aguja y la jeringa empezó a llenarse de sangre. Después, extrajo la aguja con mucho cuidado y mezcló la sangre con una sustancia que había en un platillo.

 

Tenga la bondad de tomar asiento —dijo el doctor Eliot sin mirarme. Yo hice lo que me pedía y estuve esperando cinco minu­tos a que terminara de observar el platillo y de tomar notas. Al fin le oí murmurar impacientemente y arrastrar el asiento—. No ha servido de nada —exclamó volviendo su cara hacia mí por prime­ra vez. Su semblante era muy delgado, pero parecía animado por una extraordinaria energía y en sus ojos brillantes resplandecía la inteligencia—. Siento haberla hecho esperar inútilmente —co­mentó; después apagó la llama del mechero de Bunsen y fue como si en aquel mismo instante se hubiera apagado la luz que le ilumi­naba la cara y los ojos. De la viveza que resplandecía en él al entrar ahora no había ni el más leve rastro. Parecía haberse hundido en un profundo letargo.

 

Y bien —musitó sin apenas despegar los párpados—. ¿En qué puedo servirla?

 

Tragué saliva.

 

Doctor Eliot, soy la esposa de un amigo suyo, al que usted tiene mucho aprecio.

 

Ya. —Al oír esto abrió bien los ojos—. ¿Es usted lady Mowberley?

 

Sí —contesté, y se me escapó una sonrisa nerviosa—. ¿Cómo lo ha adivinado?

 

Volvió a cerrar los ojos.

 

Tengo muy pocos amigos, me temo, y todavía son menos los que se han casado recientemente. Siento no haber podido asistirá su boda en un día tan feliz.

 

Estaba usted en la India, ¿verdad?

 

Asintió con un breve movimiento afirmativo de cabeza.

 

Hasta hace seis meses. A mi regreso escribí a George, pero está claro que los asuntos de Estado lo tienen muy ocupado. Es ahora una persona importante.

 

Sí. —Mi voz debió delatarme; quizá se me quebró, pues el doctor Eliot me miró con un súbito interés y se inclinó hacia ade­lante.

 

— ¿Tienen algún problema? —preguntó—. Dígame, lady Mowberley, ¿le ocurre algo a George?

 

Yo pugné por mantener la compostura.

 

Doctor Eliot —repuse al fin—, me temo que George está muerto.

 

— ¿Muerto? —En su voz era casi imposible detectar el golpe que debió de suponer para él esta noticia, mas su expresión reco­bró súbitamente la viveza que le había visto antes y, al mirarme, los ojos le brillaban—. ¿Sólo lo teme? —Preguntó al fin—. ¿No está segura?

 

Ha desaparecido, doctor Eliot.

 

— ¿Desaparecido? ¿Desde cuándo? ¿Cuánto tiempo hace que ha desaparecido?

 

Casi una semana.

 

La frente del doctor Eliot se ensombreció.

 

— ¿Ha avisado a Scotland Yard? —inquirió.

 

Meneé la cabeza.

 

— ¿Y por qué no lo ha hecho?

 

Las circunstancias, doctor Eliot... Se han dado circunstan­cias muy extrañas.

 

Me miró fijamente a los ojos e hizo un lento movimiento afir­mativo con la cabeza.

 

— ¿Y es por eso, por esas circunstancias extrañas, por lo que ha venido a verme?

 

Asentí.

 

— ¿Puedo preguntarle por qué?

 

George siempre hablaba de usted. Elogiaba sus facultades.

 

El doctor Eliot frunció las cejas.

 

Me imagino que George se refería a los trucos a los que yo re­curría en mis observaciones para impresionarlos a él y al pobre Ruthven en la universidad. —No esperó a que yo respondiera, sino que de repente sacudió la cabeza—. Ya no me sirvo de ellos —dijo—. Se acabó. Eran una pérdida de tiempo infantil.

 

— ¿Por qué infantil —protesté— si pueden devolverme a George?

 

El doctor Eliot esbozó una sonrisa irónica.

 

Me temo que tiene usted una opinión demasiado alta de mis facultades, lady Mowberley.

 

— ¿Por qué dice esto? He oído anécdotas sobre usted; sé que re­solvía misterios que la policía era incapaz de desentrañar.

 

El doctor Eliot apoyó la barbilla en la punta de los dedos de la mano; parecía haberse sumido en el letargo de hacía unos mo­mentos.

 

Éramos grandes amigos, su esposo, Ruthven y yo —comen­tó—. Pero, después de Cambridge, seguimos caminos muy dife­rentes. Ruthven se convirtió en un diplomático brillante, Mowberley se aficionó a la política y yo... —Hizo una pausa—. Yo, lady Mowberley, descubrí que no era tan genial como yo creía hasta en­tonces. Pronto me di cuenta de que los trucos que tanto habían impresionado a Mowberley no eran, ni por asomo, brillantes. En pocas palabras, empecé a familiarizarme con la modestia.

 

Comprendo —repuse yo, aunque no lo comprendía en abso­luto; en realidad, sus palabras me consternaron. Le pregunté quién le había enseñado la modestia.

 

En Edimburgo yo tenía un profesor, el doctor Joseph Bell —re­puso—, con quien amplié mis trabajos de investigación. El profe­sor Bell poseía unas dotes muy parecidas a las mías, pues de un solo vistazo era capaz de descubrir los rasgos de la personalidad de alguien. Basándose en esta habilidad suya, explicaba a sus estu­diantes los principios del diagnóstico. A mí, sin embargo, me ense­ñó todo lo contrario; él sabía que mi capacidad de deducción era enorme, y por eso me previno contra sus peligros: las deducciones, aunque lógicas, no siempre son ciertas. Me retaba a exhibir mis facultades, y, si bien en muchas ocasiones quedaba demostrado que yo tenía razón, en otras me equivocaba. « ¡Esto debe ser una lección para usted!», me advertía. «No pierda nunca de vista lo que se le ha escapado. Tenga siempre presente lo que no ha sido capaz de reconocer; tenga siempre presente lo que no ha osado pensar.» Tenía mucha razón, lady Mowberley. La experiencia me ha enseñado que las respuestas nunca son más falsas que cuando nos parecen absolutamente ciertas. En la ciencia existe siempre algo que se nos escapa, lo insondable. Y eso es mucho más cierto si lo aplicamos al comportamiento humano. —Hizo una pausa y fijó sus ojos en mí—. Esta es la razón, lady Mowberley —dijo al fin—, por la cual recientemente me he centrado en el estudio de la medicina.

 

¡Querida Lucy, te será fácil imaginar lo alicaída que me sentí!

 

Así pues, ¿no va a ayudarme? —le pregunté.

 

No se inquiete —me contestó—, se lo ruego. Sólo la he preve­nido, lady Mowberley, de que mi capacidad para hacer algo por usted es en extremo dudosa.

 

— ¿Porqué? ¿Porque ha perdido la práctica?

 

En el campo de la detección de criminales, sí.

 

Pero estoy convencida de que puede volver a recuperarla.

 

El doctor Eliot volvió a apoyar la barbilla en la punta de los de­dos de una mano.

 

De veras, lady Mowberley —dijo después de un breve silen­cio—, haría mejor en dirigirse a la policía.

 

Pero esta práctica se puede volverá recuperar, ¿no? —insis­tí haciendo caso omiso de sus coméntanos.

 

El doctor Eliot no contestó nada en un primer momento; sólo siguió mirándome fijamente con sus ojos fulgurantes.

 

Es posible —repuso al fin.

 

Entonces, querida Lucy, tuve la sensación de que él estaba a punto de caer en la tentación; yo resolví tentarle un poco más, pues me parecía que su reticencia podía no ser más que vanidad y que lo único que necesitaba era la oportunidad de desplegar su in­genio.

 

— ¿Qué ha visto en mí? —le pregunté al pronto—. ¿Qué le dice mi apariencia en este momento?

 

Ya le he prevenido de que mis razonamientos pueden ser falsos.

 

No, doctor Eliot; tal vez sus conclusiones lo sean, pero sus razonamientos jamás. —Esto le arrancó una sonrisa casi imper­ceptible—. Y bien —lo apremié—, ¿qué puede decirme?

 

No gran cosa, aparte del hecho de que los rasgos visibles de su persona me han impresionado nada más sentarse usted en este sillón.

 

Lo miré sorprendida.

 

— ¿Y cuáles son?

 

Pocos. Usted procede de una familia rica aunque no noble; su madre, a la que usted quería mucho, muñó hace poco; usted apenas se aventura a salir de su casa, porque la alta sociedad le inspira un temor enfermizo. Todo esto es evidente. Además, aven­turaría una hipótesis: usted viajó el año pasado, más o menos, al extranjero, seguramente a la India.

 

Me reí.

 

Hasta oír su último comentario, dolor Eliot, sospeché que me estaba tomando el pelo y que mi marido le había escrito a us­ted sobre mí.

 

En su rostro afloró una expresión de extrema decepción.

 

— ¿Es falso lo que he dicho? —preguntó—. ¿No ha estado us­ted en el extranjero?

 

No, nunca.

 

Su actitud, al reclinarse en el asiento, era de total desespe­ración.

 

— ¿Comprende ahora lo que quería decirle? He perdido mis fa­cultades. No puedo soñar en recuperarlas.

 

Ni mucho menos —le afirmé—. Sus anteriores descripcio­nes eran totalmente correctas. Pero antes de que me las explique, me interesaría saber qué le ha hecho pensar que yo había viajado al extranjero.

 

He visto que tenía en el cuello —repusodos marcas que me han parecido picaduras de mosquito. A menudo he observado que las picaduras, cuando son infecciosas, dejan en la piel débiles marcas que duran dos años. Evidentemente, de haber sido correc­to mi diagnóstico, usted hubiera tenido que visitar un país ex­tranjero en un momento dado. Yo pensé en la India por la gar­gantilla y los pendientes que lleva. Son indiscutiblemente indios. Nunca hubiese dicho que aquí, en Inglaterra, estas joyas fueran corrientes.

 

Después de oír esta explicación —repuse—, casi tengo la sensación de haber viajado al extranjero. Sin embargo, me temo que he tenido una vida demasiado mundana para realizar este tipo de viajes. Las marcas que usted observó no son más que la alergia que el aire corrompido de Londres me causa.

 

Así pues, usted pasó la infancia y adolescencia lejos de la metrópoli, ¿no es así?

 

Sí —repuse—, en Yorkshire, cerca de Whitby. Allí viví los primeros veintidós años de mi vida. Hasta que me casé con George, hace dieciocho meses, no había venido a Londres.

 

Comprendo. —Volvió a mirar detenidamente las marcas que tengo en el cuello con las cejas fruncidas. Yo no quería pen­sar que aquello le pudiera mortificar tanto—. ¿Y las joyas? —pre­guntó al fin.

 

Me toqué la gargantilla. Seguramente tú la has visto alguna vez, querida Lucy, ¿verdad? Es preciosísima, está hecha de lágri­mas de oro, maravillosamente trabajadas, aunque su valor es para mí mucho más grande que su precio.

 

Estas joyas me las regaló mi queridísimo George —le co­menté.

 

— ¿Son tal vez un regalo de boda?

 

No, señor —repuse—, son un regalo de cumpleaños.

 

— ¿Ah sí?

 

Las vi en el escaparte de una tienda. Iba cogida del brazo de George y él debió recordar luego mi entusiasmo.

 

Qué encantador.

 

Advertí, por supuesto, que lo estaba aburriendo. Había vuelto a cerrar los ojos y temí perder la ventaja que había ganado. Enton­ces le persuadí para que me demostrara sus restantes observacio­nes, que habían resultado exactas hasta el punto de llamarme la atención.

 

— ¿Podría explicarme cómo ha llegado a las conclusiones que me ha expuesto hace un momento? —me apresuré a preguntarle.

 

Ha sido fácil —repuso.

 

Me imagino que debe de resultar evidente que carezco de sangre azul.

 

El doctor Eliot soltó una risita.

 

Sus modales, lady Mowberley, son exquisitos en todos los sentidos. Hay algo, no obstante, que la delata. Lleva un broche, y también una pulsera, con el escudo de armas de los Mowberley. Es obvio que estos adornos son antiguos. Deben ser, por tanto, jo­yas heredadas por George. No son de su familia, y, sin embargo, usted parece muy apegada al recuerdo de los suyos. ¿Por qué no lleva entonces joyas de su propia familia? Probablemente, me atre­vería a aventurar, porque en sus joyas no hay ningún escudo de armas. A usted le seduce la novedad que representa lucir joyas con dicho distintivo.

 

— ¡Santo cielo! —exclamé—. Me parece que usted me juzga con mucha dureza.

 

No, en absoluto —repuso el doctor Eliot, riéndose de buena gana—. Pero, dígame, ¿me he equivocado al llegar a esta conclu­sión?

 

Su razonamiento es exacto —contesté—, aunque me rubori­zo al confesarlo. En su boca parecía todo muy sencillo. Sin em­bargo, no comprendo cómo ha deducido usted que me siento ape­gada al recuerdo de los míos. ¿Se lo comentó George a usted?

 

De ninguna manera —repuso el doctor Eliot—. Me he limi­tado a observar su paraguas.

 

— ¿Mi paraguas?

 

Me permitirá que vuelva a lisonjearla, lady Mowberley. Su indumentaria refleja perfectamente su posición y su gusto. Su pa­raguas, en cambio, parece una nota discordante. Está muy viejo, en la empuñadura hay un par de resquebraduras que han restau­rado muy bien, y en la madera hay grabadas unas iniciales que no se corresponden con las suyas. Sería ridículo pensar que usted no se puede permitir comprar un paraguas nuevo, así que si lleva éste debe ser por el valor sentimental que tiene para usted. Y al ob­servar la cinta negra de luto atada en la empuñadura, ya no se tra­taba de especular nada sino de reconocer un hecho. ¿De quién era este paraguas? Es obvio que era de una mujer mayor que usted, porque parece un paraguas antiguo. Deduzco, por tanto, que per­teneció a su madre. —De repente enmudeció, como si la frialdad de sus razonamientos le incomodara—. Le ruego, lady Mowberley, que acepte mis disculpas si mis palabras le han resultado dolorosas.

 

No, no —repuse. Después hice una brevísima pausa para re­cobrar la compostura y asegurarme de que nada iba a delatarme al hablar—. Hace casi dos años que lo tengo —le dije—, así me es más fácil aceptar la pérdida que supone para mí su muerte.

 

— ¿De veras? —Frunció las cejas—. Pues qué pena tan gran­de... que su madre no la viera a usted casada.

 

Meneé la cabeza. A continuación, tal vez porque me había con­movido un poco, le conté toda la historia de mis relaciones con George: cómo nos habíamos prometido cuando él tenía dieciséis años y yo doce; él, que era hijo de un noble y yo, la hija de hombre pobre que había triunfado en la vida gracias a sus propios méritos y esfuerzos.

 

Usted debe saber —le dijeque la familia de George había perdido gran parte de su fortuna, de modo que se avinieron a no repararen mis orígenes humildes.

 

El doctor Eliot, al oír estas palabras, sonrió irónicamente.

 

No me cabe ninguna duda de que se avinieron a ello —co­mentó—. Discúlpeme si considera que me entrometo en asuntos que no son de mi incumbencia, pero dígame ¿a usted le satisfizo esta decisión?

 

— ¡Pues claro! ¡Y mucho! —repuse—. Debe tener presente, doctor Eliot, que George fue siempre mi enamorado. Al morir mi madre, ¿en quién, si no en él, podía yo confiar?

 

Pero George se había marchado de Yorkshire mucho antes de que muñera su madre, ¿verdad? ¿Lo vio después?

 

Lo dejé de ver unos seis o siete años.

 

— ¿Y durante este tiempo usted vivió cerca de Whitby?

 

Sí. Mi madre, doctor Eliot, estaba ya muy enferma. Me nece­sitaba a su lado, porque padecía de los nervios y estaba muy débil. Yo tenía que cuidarla.

 

Asintió con amabilidad.

 

Sí, claro —repuso—, supongo que esto lo explicaría.

 

Lo miré sorprendida.

 

— ¿Qué es lo que explicaría esto? —inquirí.

 

Recordará —dijo con una imperceptible sonrisa en la bocaque le he comentado que no me parecía que usted se relacionara con la alta sociedad, ¿verdad?

 

Sí —repuse al recordar que efectivamente me lo había co­mentado. Fruncí las cejas un momento y luego sonreí con triste­za—. Pero usted sin duda habrá colegido que, puesto que pasé mi infancia recluida en Yorkshire, me siento incómoda en los salones de la metrópoli. Qué poco le habrá costado a usted llegar a esta conclusión.

 

En efecto, ha sido sencillo en extremo. —El doctor Eliot son­río—. Sólo que, cuando le hice aquella observación, yo no sabía nada de su infancia ni de su juventud.

 

— ¿Ah no? Pero... —Me lo quedé mirando fijamente, asustada, al darme cuenta de la verdad de sus palabras—. Pero ¿cómo lo ha sabido, entonces? le pregunté.

 

Muy fácil, mucho más fácil de lo que usted cree. —Hizo un lánguido ademán—. Su brazo, lady Mowberley.

 

— ¿Mi brazo?

 

Su brazo derecho, para ser exactos. Se aprecian en la manga y en el hombro restos de barro. Está claro que usted se ha apoyado en un coche de alquiler. Es lógico pensar, sin embargo, que una dama de su posición tiene su propio carruaje. El hecho de que us­ted no lo tenga sólo admite una explicación: que usted no conside­ra rentable el gasto de mantenimiento de un carruaje. Eso es una señal evidente de que usted no suele dar muchos paseos ni hacer muchas visitas de cortesía.

 

— ¡Admirable!

 

No, una mera trivialidad —repuso.

 

Es verdad —admití (y tú, querida Lucy, lo sabes tan bien como yo)que no me he adaptado muy bien a la vida de la ciu­dad. Es todo tan diferente de la vida en el campo, donde yo crecí. Mi alergia a la contaminación de Londres, y mi timidez, han he­cho de mí una reclusa.

 

El doctor Eliot hizo una reverencia.

 

Me apena oírlo.

 

Tengo muy pocos amigos en la ciudad y a nadie en quien pueda confiar o a quien abrirle mi corazón.

 

Tiene a su marido.

 

Si, señor —asentí; después bajé la cabeza—. Lo tenía.

 

En el rostro enjuto e impasible del doctor Eliot no afloró emo­ción alguna. Movió los dedos de las manos y después volvió a hundirse en el sillón.

 

Comprenderá, sin duda —comentó con parsimoniaque no puedo prometerle nada.

 

Yo asentí sin decir palabra.

 

Muy bien —dijo, e hizo después un gesto con la mano—. Tenga la bondad de acercar su sillón, lady Mowberley, y de relatar­me los hechos en tomo a la desaparición de George.

 

Es un relato insólito —le confesé.

 

Esbozó una sonrisa casi imperceptible.

 

Estoy seguro de que lo es.

 

Me aclaré la garganta. Aunque me sentía aliviada y súbitamen­te esperanzada, seguía nerviosa, al igual que lo estoy ahora, queri­da Lucy, pues lo que le conté al doctor Eliot te lo voy a repetir a ti en esta cana, y me temo que habrá detalles que te hará mucho daño conocer. Lo que voy a contarte atañe también a la muerte de tu her­mano. No le guardes rencor a George por haberte ocultado ciertos hechos, queridísima Lucy, pues estoy plenamente convencida de que quedará muy claro cuáles fueron sus motivos, en cuanto ha­yas acabado de escucharme. En realidad, yo sólo te cuento ahora ciertos detalles porque temo que pueda ocurrirle a él la misma atro­cidad que acabó con la vida de tu hermano. Pero sigue leyendo. Yo sé que tú eres valiente y que puedes oír lo que hasta ahora se te ha silenciado.

 

Mi esposo —le dije al doctor Eliotsiempre ambicionó apasionadamente destacar en política.

 

Lo ambicionaba —murmuró el doctor Eliot—, pero no se aplicaba, según recuerdo.

 

Es cierto —admití— que a veces a George el trabajo diario de la vida política le resultaba tedioso. Pero concebía grandes es­peranzas, doctor Eliot, y sus sueños eran nobles. Yo sabía que, si se le concedía la oportunidad, descollaría por sus propios méritos, en política. Pero, aunque George luchó a brazo partido por conse­guir sus propósitos, vio siempre frustradas sus esperanzas, como si estuvieran fatalmente abocadas al fracaso. Yo sé cuan a pecho se tomaba sus fracasos. Nunca me lo confesó, pero yo sé que el éxito de su amigo común, Arthur Ruthven, sólo podía acrecentar su desesperación. Apenas he de recordarle que la carrera de Arthur en el India Office fue fulgurante; a los treinta años ya se le consi­deraba uno de los diplomáticos más brillantes. A mí me ocultaron los detalles exactos de su trabajo, pero yo sabía que se le encarga­ron numerosas misiones que requerían extrema delicadeza y que sólo podía llevar a cabo alguien en quien hubieran depositado toda la confianza.

 

— ¿Trabajó siempre en el India Office? —me interrumpió el doctor Eliot.

 

Yo asentí.

 

De acuerdo. —Volvió a cerrar los ojos—. Prosiga.

 

Arthur Ruthven era un gran amigo de George; aunque me parece que esto no hace falta que se lo diga. Conocía perfectamen­te los deseos de mi esposo de tener un cargo en el gobierno y estoy segura de que hizo lo que pudo para ayudarlo. No me malinterprete, doctor Eliot. Arthur siempre fue la decencia personificada. No hubiera hecho nada indigno de su posición, pero seguramente cruzó algunas palabras con el ministro y dejó caer una insinua­ción. Estoy convencida de que, por descontado, no pasó de ahí. Baste con decir, sin embargo, que hará unos dos años, poco antes de nuestra boda, George entró finalmente a formar parte del go­bierno.

 

— ¿En el India Office? —preguntó el doctor Eliot.

 

Sí.

 

— ¿En qué consistía su trabajo?

 

Fruncí las cejas.

 

No estoy muy segura. ¿Tiene esto mucha importancia?

 

Si usted no me lo dice —me respondió con acritud—, ¿cómo puedo saberlo?

 

Lo que sí sé —le contesté hablando con parsimoniaes que este verano tiene que llevar un proyecto de ley a la Cámara de los Lores. Naturalmente, él nunca me ha hablado de este particular, pero me imagino que se trata de algo relacionado con la frontera india.

 

— ¿La frontera india? —Para mi sorpresa el doctor Eliot pare­ció haberse despejado súbitamente al oír estas palabras. Se inclinó hacia adelante y advertí que en sus ojos había el fulgor de antes—. Déme más detalles —me dijo con impaciencia—. ¿Qué aspecto, exactamente, de la frontera india?

 

No sabría decírselo —respondí abrumada por la impoten­cia—. George nunca me habla de su trabajo. Al fin y al cabo, doc­tor Eliot, yo soy su esposa.

 

Se dejó caer en su asiento a todas luces frustrado.

 

Pero ¿sabe usted —me preguntósi en este proyecto de ley que tiene que aprobar el Parlamento trabajaba también Arthur Ruthven?

 

Sí —respondí—. Esto, al menos, lo secón certeza.

 

— ¿Es decir que George intervenía en tanto que ministro y Ar­thur en tanto que diplomático?

 

Sí.

 

Bien. —Volvió a entrelazar las manos—. Esto es significa­tivo.

 

Fruncí las cejas.

 

No lo comprendo —le dije.

 

Hizo un ademán desdeñoso.

 

Está claro, lady Mowberley, que, si George ha sufrido el mis­mo destino que Arthur Ruthven, y perdone mi brutalidad pero de­bemos contemplar dicha posibilidad, entonces tenemos que esta­blecer qué les unía a ellos dos. Ambos elaboraban este proyecto de ley que trata sobre la frontera india. Éste es un tema delicado, debí figurármelo. ¿Se da cuenta, lady Mowberley, de lo fructíferos que son los caminos que de pronto nos abre nuestra investigación?

 

Sí. —Asentí y me quedé meditando—. Sí, estoy convencida de que tiene usted razón.

 

Me dirigió una mirada interrogante.

 

— ¡Cómo! ¿No lo ve usted así? ¡Si tiene la prueba!

 

Tragué saliva.

 

Usted está buscando algo que los una a los dos. Pues bien, doctor Eliot, hay algo que sí los une. Lo que no sé es si esto guarda relación con el trabajo de George. A veces daba a entender que sí la guardaba, pero me figuro que para él era un misterio, igual que lo es para mí.

 

Ya —dijo el doctor Eliot más o menos satisfecho. Se reclinó otra vez en su sillón y volvió a cerrar los ojos; después agitó una mano con indolencia—. Prosiga, lady Mowberley.

 

Tragué saliva, como es lógico. Prepárate, Lucy, para lo que vas a leer a continuación, pues me temo que no te será nada fácil asi­milarlo.

 

Hará un año —dije con parsimoniaque Arthur vino a casa a cenar. —Le conté entonces al doctor Eliot de lo que se habló aquella noche; el principal tema de conversación, querida Lucy, fuiste tú; tú y tu decisión de volver al teatro. Recordarás cómo se oponía tu hermano a tu proyecto; y, sin embargo, al final de la velada se reía y admiraba tu entusiasmo; hablaba como si quisiera animarte a hacerlo. «Lucy está decidida a ser una mujer nueva, —dijo Arthur—, y está claro que nosotros no vamos a volverle la espalda ni a impedírselo. Porque las obsesiones son irracionales, casi demoníacas; nos engañamos si pensamos que son una enfer­medad que sólo afecta a los jóvenes.»

 

Muy cierto —murmuró el doctor Eliot, que había estado re­costado en el sillón con los ojos cerrados mientras yo le relataba los hechos—. Recuerdo que en la universidad Ruthven tenía una famosa obsesión.

 

— ¿Cuál? —inquirí.

 

Era un gran coleccionista de antiguas monedas griegas.

 

Cuando lo conocí, seguía siéndolo. De hecho, le oí decir mu­chas veces que su colección era única.

 

Resulta divertido —murmuró en voz muy queda el doctor Eliot.

 

Si. Creo que todos pensábamos así. El mismo Arthur reco­nocía abiertamente que su entusiasmo tenía algo de absurdo, so­bre todo en alguien tan sobrio y reservado en todos los demás as­pectos de su personalidad. «Pero por conseguir una moneda de la antigua Grecia —nos confesó una nocheseria capaz de cual­quier cosa. Conservar mi colección es para mí una cuestión de ho­nor. En realidad, me he convertido, por lo visto, en alguien famo­so. Mirad —nos dijo mientras revolvía en su maletín—. Hoy he recibido un mensaje desafiante.»

 

»— ¿Un mensaje desafiante? —Recuerdo que exclamó Geor­ge—. ¿A qué demonios te refieres?

 

»Arthur, en lugar de responderle, se limitó a esbozar una débil sonrisa y a colocar sobre la mesa una caja de madera roja. La abrió y vimos que en su interior había una tarjetita en la que ha­bía escritas unas letras.

 

»— ¿Qué es? —le pregunté perpleja.

 

»Míralo tú misma —me respondió Arthur, que me entregó la tarjeta.

 

»La cogí. Era una tarjeta de excelente calidad, pero la letra era torpe y la tinta, extraña, pues era de color púrpura oscuro y se des­prendía en pequeñas escamas al tocarla. El mensaje, sin embargo, era aún más extraño; en realidad, era tan extraño que todavía hoy sigo recordándolo perfectamente: 'Señor: Es usted un necio. Su colección no vale nada. Ha dejado escapársele de las manos la pie­za de mayor valor'. Sólo constaba una simple firma: 'Un rival'.

 

»George me cogió la tarjeta de las manos y la leyó. Se echó a reír y pronto acabamos todos riendo. Arthur se reía a carcajadas, aunque me parece que era evidente que le habían herido el orgullo. Le preguntamos cómo iba a responder a la persona que lo desafia­ba de aquella manera. Meneó la cabeza y volvió a reírse, pero yo estaba segura de que iba a desvelar aquel misterio. Cómo, eso no lo sabía, y tampoco quise atosigarlo a preguntas, pero detrás de su risa aprecié resentimiento y también determinación.

 

»Al cabo de una semana, le pregunté si había descubierto quién era el que lo había desafiado; él evitó responder a la pregun­ta, limitándose a sonreír, como siempre, crípticamente, y a mí me pareció que estaba muy claro que aquel enigma lo había estado atormentando. Dos semanas más tarde Arthur Ruthven desapare­ció. Y, al cabo de una semana, hallaron su cuerpo, desnudo y exangüe, flotando en las aguas del Támesis, a la altura de Rotherhithe. George me contó que la expresión de Arthur era del más es­pantoso horror.

 

Me quedé un momento callada. El doctor Eliot, con los ojos medio cerrados, tenía los dedos de las manos entrelazados como si estuviera rezando.

 

De lo que usted ha expuesto —comentó al finse desprende que existe una conexión entre la desaparición de Arthur y la extra­ña caja que él recibió poco antes.

 

Yo asentí.

 

Sí —dije; antes de seguir hablando, me aclaré la garganta—. Cuando sacaron el cuerpo de Arthur del agua, tenía el puño de la mano cerrado. Lograron estirarle los dedos y descubrieron que en la palma de la mano tenía una moneda... una moneda griega.

 

Un detalle cargado de significado —observó el doctor Eliot—, pero del que no cabe extraer conclusión alguna.

 

Tasaron la moneda. Era una pieza de gran valor.

 

El doctor Eliot fijó sus ojos en mí impertérrito.

 

— ¿Informaron a la policía?

 

Si, yo lo hice.

 

— ¿Y qué dijeron?

 

Fueron muy corteses, pero...

 

Ya. —El doctor Eliot sonrió casi imperceptiblemente—. ¿Así que no tenía usted la caja?

 

No se halló.

 

Ya —volvió a asentir el doctor Eliot—. Qué lástima. —En­tornó los ojos—. Pero quizá, y puesto que usted está aquí, lady Mowberley, dedicándole a todo esto parte de su tiempo, dispone de alguna otra prueba. ¿No es así?

 

Bajé los ojos.

 

Sí —susurré.

 

Cuéntemelo.

 

De nuevo, querida Lucy, tuve que hacer un esfuerzo por domi­narme. Tragué saliva y en voz queda le dije:

 

Hace dos meses llegó un paquete, con la dirección de nues­tra casa. Dentro había una caja...

 

— ¿Y era la misma que había recibido Arthur?

 

, era casi idéntica.

 

Curioso —dijo el doctor Eliot, frotándose las manos—. Así pues, ¿también contenía una tarjetita dirigida a George?

 

No, señor —repuse—. Iba dirigida a mí.

 

Ya. —Volvió a entornar los ojos—. Intrigante. ¿Y qué decía la tarjeta, lady Mowberley?

 

Era insultante.

 

Por supuesto que lo era.

 

— ¿Por qué dice esto?

 

Porque el mensaje que le habían enviado a Arthur era tam­bién insultante. ¿Cuál era el mensaje que le dirigían a usted, lady Mowberley?

 

Me cuesta trabajo decirlo.

 

Venga, vamos, tengo que conocer todos los hechos.

 

. —Tragué saliva, cerré los ojos y repetí las palabras que sabía de memoria. «Señora: Es usted ciega. Su esposo no la ama. Tiene incontables amantes, aparte de usted.» —No pude seguir hablando. Permanecí sentada, en silencio y al cabo de un buen rato abrí los ojos.

 

Tiene usted mucha razón —dijo el doctor Eliot con delicade­za—. Son palabras en verdad insultantes. —Hizo una pausa—. ¿Ha traído la caja y la tarjeta?

 

Asentí. Cogí el bolso y le di la caja al doctor Eliot, que se había puesto en pie. La cogió con cautela y la estuvo examinando con detenimiento a la luz de una lámpara.

 

Es evidente que es una pieza que no tiene ningún valor artesanal —comentó—. Yo diría que la han utilizado para transportar alguna mercancía... sí, mire aquí... debajo de la pintura hay unas letras chinas. —Alzó la vista y me dirigió una mirada—. Diría que proviene de los muelles —concluyó.

 

Yo sacudí la cabeza.

 

— ¿Qué nos puede unir, a mío a George, a alguien que trabaje en los muelles?

 

Pues éste es precisamente el misterio —dijo el doctor Eliot, que sonrió casi imperceptiblemente y abrió la caja a fin de extraer de ella la tarjeta. Mientras la examinaba, su sonrisa fue desvane­ciéndose y acabó frunciendo los labios.

 

Quienquiera que haya escrito esto —dijo al findomina la caligrafía mucho mejor de lo que deja entrever, pues una mano torpe, como la que parece haber escrito todo lo demás, no emplea las cursivas. Y diría que la letra es de mujer. Por otro lado, tal como usted sin duda habrá visto, la tinta es claramente una mez­cla de agua y sangre.

 

— ¿Sangre? —exclamé yo.

 

Sin lugar a dudas —repuso él.

 

Pero... —Tragué saliva—. ¿Está usted seguro? —Meneé la cabeza y volví a tragar saliva—. Qué digo. Pues claro que lo está.

 

El doctor Eliot arrugó la frente.

 

Es evidente que la intención de la persona que le ha enviado esto no ha sido sólo insultarla, sino también asustarla. —Volvió a examinar la tarjeta; después se encogió de hombros y la metió en la caja—. Me imagino que usted le enseñaría la caja y la tarjeta a su esposo.

 

Yo asentí sin decir palabra.

 

— ¿Y cuál fue su respuesta?

 

Se indignó. Se puso furioso.

 

— ¿Negó la acusación que contiene este mensaje?

 

Rotundamente.

 

— ¿Y usted...? Perdone que le haga esta pregunta lady Mowberley pero debo hacérsela. ¿Usted lo creyó?

 

Sí, señor, lo creí. ¿Por qué no iba a hacerlo? George siempre había sido el mejor de los esposos y una persona del todo transpa­rente. Si me hubiera engañado, yo lo habría sabido.

 

El doctor Eliot hizo un lento movimiento afirmativo con la ca­beza.

 

Bien —murmuró—. Muy bien. —Se hundió en su sillón—. Prosiga, lady Mowberley. ¿Qué ocurrió a continuación?

 

Al cabo de tres días de haber recibido la caja, George desapa­reció.

 

— ¿De veras? —El semblante del doctor Eliot se ensombreció y se puso rígido—. Debió ser un duro golpe para usted.

 

Estaba aterrada, lo reconozco sin vergüenza.

 

— ¿Fue a la policía?

 

No, señor, me faltó valor, pues tenía miedo de confesar que se había ido. Y, en realidad, después de pasarme dos noche en vela, re­gresó... muy pálido, con los ojos vidriosos, pero era él. Mi adorado George estaba conmigo y estaba vivo. Sin embargo, era evidente que estaba atrapado en algún misterio importante, pues cada vez que le insistía para que me diera una explicación sobre su súbita desa­parición se le ensombrecía el rostro y me pedía que olvidara aquello. Le costaba mucho conciliar el sueño, doctor Eliot; a veces, cuan­do él creía que yo dormía, se acercaba a la ventana y se quedaba mirando fijamente afuera. En otras ocasiones, cuando conseguía dormirse, no dejaba de moverse en la cama y farfullaba nombres ex­traños. Finalmente, al cabo de unas tres semanas, volvió a desapa­recer. Esta vez se ausentó varios días, y cuando al fin regresó yo es­taba frenética. Le exigí que me contara que ocurría, pero George seguía obcecado. Sin embargo, dio a entender que aquel misterio guardaba relación con su trabajo. Nada dijo sobre el cómo ni el por­qué, pero a mí me dio la impresión de que se trataba del proyecto de ley que él elaboraba y que debía presentar ante el Parlamento y que se sentía amenazado, como si fuera víctima de una gran conspira­ción; esto lo tenía totalmente absorbido. Me pidió que no me preo­cupara, y me prometió que un día me contaría toda la verdad. En­tretanto, yo debería tolerar sus ausencias y las largas horas que pasaba en el ministerio. Me pidió comprensión y ayuda.

 

— ¿Y usted se las ofreció?

 

Asentí.

 

Pues naturalmente que se las ofrecí.

 

— ¿Siguieron las ausencias?

 

Esporádicamente.

 

— ¿Y su trabajo en el ministerio?

 

Brillante, creo. Tal vez no esté usted enterado de la reputa­ción de la que goza ahora George. No es frecuente alcanzar a su edad la posición que ha alcanzado. Está claramente demostrado que su misterioso comportamiento, aunque no sé qué relación guarda con el proyecto de ley, es muy beneficioso para su cañera política. Y sin embargo... —Me quedé callada un momento y miré al doctor Eliot a los ojos, que fulguraban en su rostro pálido—. Y, sin embargo —repetí en voz queda—, tengo miedo.

 

Bien —dijo el doctor Eliot enérgicamente—, esto no es de ex­trañar. Recuérdemelo otra vez... ¿Lleva más de una semana au­sente?

 

Una semana y un día.

 

— ¿No es corriente que esté tantos días sin aparecer?

 

No. Hasta ahora nunca se había ausentado más de tres días seguidos.

 

— ¿Y es por eso por lo que usted ha desobedecido sus órdenes y ha venido a verme en busca de ayuda?

 

Hay otras razones.

 

— ¿De veras? —exclamó.

 

Yo asentí.

 

Le seré franca, doctor Eliot. Temo lo peor... y, sin embargo, al mismo tiempo tengo miedo de que me tome usted por loca.

 

Prosiga —dijo él—. Si ha de servir para tranquilizarla, lady Mowberley, le diré que su cordura es tan acusada que a mí me lla­ma la atención.

 

Es muy amable al decir eso —repuse—, aunque hoy ha habi­do momentos en que me he preguntado si no habría perdido la ca­beza. Le voy a contar lo que me ocurrió anoche. Cuando le hube di­cho a la doncella que me había desvestido que se retirara, me quedé un rato sentada, sola, deseando que George estuviera a mi lado y preguntándome dónde podía estar. Al fin, me levanté y me acerqué a la ventana. Hacía una noche desapacible, soplaba un fuerte vien­to y llovía; me quedé mirando fijamente la línea del horizonte de Londres como si pudiera hallar en ella alguna pista que me llevara hasta George. Aunque los percibí como en una nebulosa, me pare­ció advertir el ruido de unos pasos sobre la calle empedrada. Miré hacia abajo y vi, iluminadas por la luz de una farola, a dos perso­nas, una dama y un caballero. Vi que, debajo del gabán, el caballe­ro iba vestido de etiqueta; era de piel tostada y llevaba una barba espesa y oscura, de modo que pensé que era extranjero. No podía ver con claridad el rostro de la dama, pues me daba la espalda; ves­tía un abrigo negro con mucha caída y una capucha. Al fin se vol­vió, cogió al caballero del brazo y se fueron calle abajo. La dama, sin embargo, volvió la cabeza y miró hacia arriba, como si me mirara a mí. No pude distinguir bien su rostro, porque la capucha lo ensombrecía; pero, aunque fue sólo un segundo, cuando la faro­la la iluminó vi que su piel brillaba, doctor Eliot. ¡Se lo juro, la piel le brillaba! Después se volvió y desapareció. Y yo me quedé trastor­nada, con la sensación de haber visto algo espantoso y abyecto. No se lo puedo explicar y sin embargo era muy real, muy vivido. Sim­plemente tuve la sensación de haber visto algo horrible.

 

— ¿Y qué era este algo? ¿La mujer?

 

Ya sé que suena ridículo.

 

Sí —dijo pensativo—, pero también es intrigante.

 

— ¿No cree que estoy loca?

 

Todo lo contrario. —Esbozó una sonrisa casi impercepti­ble—. ¿Tiene más cosas que contarme?

 

Sí.

 

Entonces hágalo. ¿Se acostó?

 

Sí. Tomé unas pastillas...

 

Ya. —Me interrumpió inmediatamente levantando la mano—. ¿Son tranquilizantes?

 

Sí.

 

— ¿Y qué pastillas son?

 

Creo que son un opiáceo.

 

El doctor Eliot asintió lentamente.

 

Lo siento, lady Mowberley. ¿Decía usted que fue a acos­tarse?

 

Sí, y dormí bien, como siempre. Pero a las cuatro, las cam­panadas de la iglesia me despertaron, y, aunque volví a quedarme dormida en seguida, esta vez, tuve pesadillas. Me desperté repenti­namente, abrí los ojos y se me heló la sangre en las venas. Aquella mujer tenía sus ojos fijos en mí. Supe inmediatamente que se tra­taba de la misma mujer que había visto en la calle. Y ahora estaba en mi habitación. Llevaba todavía el mismo abrigo, aunque se ha­bía echado la capucha para atrás. Su rostro era de una belleza sin par. Pero al mismo tiempo era también terrible.

 

— ¿Dónde residía el horror, exactamente?

 

No sabría decírselo. Pero me dejó despavorida. La miraba fi­jamente y era como si todo mi ser se hubiera quedado petrificado.

 

— ¿Le habló usted?

 

Lo intenté... pero no podía. No se lo puedo explicar, doctor Eliot. Tengo miedo de que usted crea que soy muy débil.

 

Sacudió la cabeza.

 

Descríbame a aquella mujer.

 

Tenía... no sé qué edad; era joven, supongo, pero... no... —Me quedé sin vozLo que quiero decir, me imagino, es que parecía un ser casi sin edad. Tenía el pelo negro y seguramente muy largo, aunque era difícil decirlo, porque tenía los cabellos escondi­dos debajo del abrigo. Su tez era muy pálida; parecía como si estu­viera iluminada por una llama que ardiera en su interior. Sus la­bios eran rojos. Y sus ojos, negros y muy brillantes.

 

— ¿Eran negros y brillantes a la vez?

 

Sí.

 

El doctor Eliot se encogió de hombros casi imperceptiblemente. — ¿Y qué hizo entonces aquella extraordinaria mujer?

 

Nada. Estaba allí y me miraba fijamente. De pronto, al cabo de un rato, sonrió y se volvió. Salió de mi habitación y, a través de las puertas abiertas, la vi deslizarse hacia las escaleras. — ¿La siguió usted?

 

Al principio no. Como ya le he dicho, estaba paralizada. Pasa­dos unos segundos, reuní mis fuerzas y me levanté de la cama. Cru­cé las puertas y baje hasta llegar al descansillo de las escaleras que dan al vestíbulo. Aquella mujer estaba al pie de las escaleras. Se ha­bía vuelto a poner la capucha. Después se abrió la puerta del des­pacho de mi esposo y de él salió el caballero extranjero, con unos pa­peles debajo del brazo.

 

Descríbame usted al extranjero.

 

Como ya le he dicho, era de tez oscura y barba larga y negra.

 

— ¿Y qué hizo él? ¿Se acercó a la mujer?

 

Sí. Ella le dijo unas palabras, que yo no oí; después, ambos me miraron. Sus rostros eran inexpresivos y los ojos les brillaban de manera extraordinaria...

 

El doctor Eliot frunció muy pronunciadamente las cejas.

 

— ¿Y qué ocurrió a continuación?

 

Ella le cogió del brazo, cruzaron el vestíbulo y desaparecie­ron de mi vista. Bajé velozmente las escaleras y los vi salir por la puerta de la calle. Corrí hasta allí, pero al mirar a la calle, en am­bas direcciones, no había ni rastro de ellos. Fue como si la luz del amanecer se los hubiera tragado. Me metí en casa y desperté al servicio. Inspeccionamos las habitaciones de arriba a abajo, pero no había ninguna señal de que se hubiera cometido un robo. In­cluso en el despacho de mi esposo no habían forzado ningún ca­jón ni ninguna vitrina. Estaba todo exactamente como yo lo re­cordaba.

 

Ha mencionado antes la puerta de la calle. ¿La habían for­zado?

 

No; al menos, yo no lo vi.

 

— ¿No había ninguna ventana forzada?

 

Me parece que no. Lo cierto es que, a primera vista, no se veía ninguna señal.

 

Entonces, lady Mowberley, ¿cómo cree usted que entraron?

 

Le confieso que estoy perdida. De hecho, durante las horas que siguieron a este episodio empecé a pensar que había sido víctima de una alucinación a causa del estado de tensión extrema en que me hallaba; como ya le he dicho, me preocupaba el hecho de que quizás estuviera volviéndome loca. Pero entonces llegó el correo de la mañana y entre las cartas había una sin sello. La leí en seguida. Me temo... sí, me temo, doctor Eliot, que no estoy loca, ni por asomo.

 

Tenía la carta en el bolso. La extraje y se la entregué al doctor Eliot a quien, al leerla, se le ensombreció el rostro. Sí, Lucy, se tra­ta del mismo mensaje escrito a máquina del que te he hablado: «HE VISTO A G. asesinado». El doctor Eliot examinó detenidamen­te la carta; después se levantó y se acercó a la lámpara del escri­torio.

 

Es lo que me imaginaba —dijo dándome la espalda—. Fue una mujer quien debió enviar esta carta.

 

— ¿Cómo puede afirmarlo?

 

Señaló unas manchas borrosas en el revés del papel.

 

Son polvos —dijo—. Esta carta fue escrita en una mesa que al­guien utiliza también para aplicarse cosméticos. Observará que las marcas son bastante pronunciadas. Yo diría que quienquiera que haya escrito esta carta suele aplicarse grandes cantidades de polvos en la cara. —Cogió el sobre y lo colocó al trasluz—. Sí —concluyó, señalando una marca que se veía en el borde—. ¿Ve aquí c&oacu


Date: 2015-12-17; view: 625


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Carta de la señorita Lucy Ruthven a sir George Mowberley. | Narración escrita por Bram Stoker a principios de setiem­bre de 1888. 1 page
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